MIS ÚLTIMOS 50 AÑOS 1971 – 2021 CARLOS CAMPOS COLEGIAL
Tras mi resumen, hice una pausa dramática y concluí con una reflexión que dejó a más de uno atónito:
"Ante esta cantidad de doctores y especialistas, Pamplona se verá en serios aprietos por la falta de gente preparada para desempeñarse en oficios esenciales, como conducir los buses hacia los municipios cercanos, manejar el camión repartidor de gas, distribuir la gaseosa y la cerveza, o recoger la basura. Por esta razón, he decidido no ir a ninguna universidad y quedarme en estos lados colaborando en esos oficios mientras espero pacientemente que se materialice aquello que le he pedido con fervor a mi subconsciente durante años. Estoy seguro de que llegará, como efectivamente sucedió más adelante."
Mi comentario, entre serio y humorístico, desató una oleada de risas y burlas entre mis compañeros. Sin embargo, aproveché ese momento para lanzarles un desafío que parecía, en ese entonces, más una ocurrencia que una predicción: los invité a que nos reuniéramos en 25 años, durante las celebraciones que el colegio organiza tradicionalmente para conmemorar los aniversarios de graduación, tanto los 25 como los 50 años. Y así fue. Dos décadas y media más tarde, nos encontramos nuevamente en las instalaciones del colegio. Aquella reunión fue un mosaico de emociones: sorpresa para algunos, alegría para muchos y, para unos pocos, cierta incomodidad. Mi vida, marcada por giros inesperados y logros que surgieron de caminos no planeados, fue un testimonio de que las cosas a menudo no salen como se esperan, pero sí como deben ser.
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El domingo 20 de julio de 1980, después de haber recorrido buena parte del país en diversas circunstancias, regresé a Pamplona por un breve fin de semana, ya que debía continuar hacia Bogotá para retomar un compromiso laboral el lunes 21. Sin embargo, el destino tenía otros planes, y lo que parecía ser un simple paso por mi ciudad natal se convirtió en un episodio inolvidable de mi vida.
En la madrugada del domingo, mi hermano César Enrique y Don Pacho se disponían a viajar a Cucutilla, como lo hacían cada semana, para participar en el mercado dominical vendiendo mercancías. Este era un evento importante en la región, al que asistían muchos comerciantes que contrataban un bus para llevarlos y traerlos el mismo día. Pero esa mañana ocurrió algo inesperado: el conductor del bus no apareció.
El dueño del vehículo, Don Esteban Acevedo Albarracín, salió a buscarlo y descubrió la insólita razón de su ausencia. Resulta que el conductor había tenido un altercado con su esposa, quien, en un acto de frustración, lo había encerrado bajo llave, dejándolo completamente imposibilitado de salir. Ante esta situación, mi hermano César mencionó que yo tenía experiencia como conductor y estaba en casa.
De inmediato, me fueron a buscar. A pesar de la evidente falta de preparación y de lo arriesgado de la propuesta, acepté sin titubear, en un acto de lo que hoy reconozco como rotunda irresponsabilidad, pero también con ese espíritu arriesgado que siempre me ha caracterizado. En cuestión de minutos, salí hacia el parqueadero, dispuesto a asumir el desafío.
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Al llegar al lugar, encontré el bus lleno de pasajeros, aunque un buen porcentaje de ellos —quizás un 40%— decidió no viajar al verme al volante. Su reacción era completamente comprensible: el conductor habitual era un hombre de unos cincuenta años, conocido y respetado por su vasta experiencia. En contraste, yo era un joven con un historial de manejo limitado a una volqueta de mi amigo Óscar Mendoza Moreno, quien, dicho sea de paso, fue un maestro invaluable en mi vida. De él aprendí lecciones que ninguna universidad podría impartir, y su confianza en mí fue determinante para mi ingreso, años más tarde, a una gran empresa en la que trabajé casi tres décadas.
A pesar del escepticismo de algunos pasajeros y del nerviosismo que seguramente se percibía en el aire, tomé el volante y emprendí el viaje hacia Cucutilla. Este episodio, que en su momento pudo parecer una locura, terminó marcando no solo un día lleno de anécdotas, sino también un punto de inflexión en mi confianza y capacidad para asumir retos inesperados.
No tenía la más remota idea de dónde quedaba Cucutilla ni cómo eran su carretera. En términos prácticos, iba "de gancho ciego", como se dice coloquialmente cuando se enfrenta una situación desconocida.
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El bus, un Ford modelo 60, había sido remodelado recientemente: le habían ensamblado una carrocería y un motor provenientes de un vehículo venezolano, lo que lo convertía en el más largo de los tres que cubrían la ruta hacia este municipio.
Con sumo cuidado, arranqué e inicié el viaje bajo la atenta mirada de cerca de sesenta ojos, cada par fijado en cada movimiento que hacía al volante, evaluando cómo ejecutaba aquel oficio que hasta entonces no había practicado en tales condiciones. Al principio, la carretera destapada parecía manejable: no era muy amplia, pero tampoco representaba mayores dificultades. Sin embargo, esto solo era el preludio de lo que vendría.
A medida que avanzábamos, el paisaje se transformó en un verdadero desafío. A mi derecha, unas peñas rocosas sobresalían peligrosamente, mientras que a mi izquierda se abría un profundo abismo que parecía no tener fin. La calzada, que ya era estrecha, se volvía en ciertos tramos un simple rastrojo en el que solo podía pasar un vehículo a la vez.
Fue en esos momentos que, con el perdón de Don Esteban, el dueño del bus, y dejándome llevar por el instinto de supervivencia, opté por arrimarme más hacia las rocas, temiendo constantemente al abismo. Este miedo, aunque comprensible, tuvo sus consecuencias: en varias ocasiones, las rocas maltrataron la recién reparada carrocería del vehículo, dejando marcas visibles de mi improvisada conducción. Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, llegamos al destino sin más contratiempos.
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La satisfacción de haber cumplido con el reto se mezclaba con el pesar por los daños causados al bus. Al regresar a Pamplona esa misma noche, justo antes de alistarme para viajar a Bogotá, busqué a Don Esteban para informarle de lo sucedido. Le dije que no le cobraría por el viaje, y que, además, cuando regresara a la ciudad, le ayudaría con los gastos de reparación por las abolladuras que había ocasionado.
Don Esteban no solo desestimó mi propuesta, sino que, al contrario, me hizo una propuesta a mí. Me sugirió que lo acompañara al menos una semana más en esa ruta, ya que le había gustado mi manera de tratar la máquina. Me comentó que, con el conductor habitual, solían hacer tres o cuatro paradas en el trayecto de Cucutilla a Pamplona para agregar agua al radiador, pero en esta ocasión no hubo necesidad de detenernos ni una sola vez. Con ese elogio y esa oferta, acepté su propuesta, y esa semana que había solicitado se convirtió en catorce meses continuos de trabajo en aquella ruta, sin interrupción alguna. Fue un período lleno de aprendizaje, nuevos desafíos y, de alguna manera, de una inexplicable conexión con mi destino.
Antes de continuar con el relato de cómo esa experiencia se entrelazó con otras más significativas en mi vida, debo detenerme en un acontecimiento único, uno que se conecta directamente con mi infancia y que marcó mi camino en una dirección que nunca habría imaginado.
Un día cualquiera, llegó de visita una prima de la esposa de Don Esteban. Desde el primer momento en que la vi, algo dentro de mí se despertó.
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Sin pensarlo, me sentí impulsado a escribirle un acróstico, una pequeña composición literaria que entregué de inmediato, algo que no era común en mí. A pesar de que había una diferencia considerable de edad entre nosotros, no pude evitar sentir que había algo especial en ella, y sorprendentemente, no le fui indiferente. De alguna manera, comenzamos a cruzar algunas frases y papeles con expresiones cariñosas que, aunque tímidas, me daban señales de que había algo de interés. Sin embargo, esas interacciones se apagaron rápidamente cuando su visita terminó y ella regresó a su lugar de residencia.
No obstante, el destino tenía algo más reservado para nosotros. Días después, tuve que ir a Cúcuta a buscar un repuesto para el bus, y de forma inesperada, nos volvimos a encontrar. La sorpresa y la alegría fueron mutuas, y después de charlar un rato, terminamos en un hotel de la capital. Lo que comenzó como un encuentro fortuito se transformó en algo más profundo: nos entregamos al amor, sin reservas, sin preocupaciones por el qué dirán.
Días después, las noticias comenzaron a circular: Ana Zoraida Carrillo Sánchez estaba embarazada, y el padre del hijo por venir era, nada menos que, el conductor del bus de Don Esteban. La situación se volvió rápidamente un tema delicado, pero me comprometí en todo momento a hacerme responsable y sacar adelante aquella circunstancia que, aunque incierta y complicada, sabía que debía afrontar.
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Afortunadamente, no pasó a mayores, ya que, a pesar de la preocupación de su familia —que al principio estuvo muy molesta por la situación—, todo tomó un giro inesperado. Cuando supieron que ella me doblaba la edad, las tensiones se suavizaron y permitieron que las cosas siguieran su curso de forma más tranquila. La calma regresó a sus corazones, y aunque fue una etapa de muchas dudas y temores, finalmente, el amor de Ana Zoraida y el mío siguieron su curso.
Desde mediados de agosto de 1981, Don Esteban decidió cambiar el piso del bus, que ya estaba algo deteriorado. Para ello, debía llevarlo diariamente desde el parqueadero COTRANAL, en la salida hacia Cúcuta, hasta el taller del carpintero, que se encontraba cerca de la plazuela Almeyda. El puesto del bus en el parqueadero estaba ubicado en la parte más alejada de la entrada, lo que hacía que, generalmente, nadie se estacionara cerca de él. Sin embargo, aquel lunes 3 de agosto, al dejar el bus en su sitio, noté que había un doble troque de color azul oscuro estacionado cerca. Estaban reparando algo relacionado con el motor, así que, al dejar mi bus estacionado, me acerqué a los mecánicos que trabajaban en el camión.
El conductor del vehículo, Aristóbulo Piñeros, y el mecánico, Alfonso Chacón, ambos bogotanos, me recibieron amablemente. Iniciamos una amena conversación, que rápidamente resultó en una invitación por parte de Piñeros.
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Me ofreció acompañarlo en el viaje cuando terminaran de hacerle los ajustes al motor, y aprovechando la oportunidad, me sugería que aprendería a manejar la caja de cambios de ese tipo de camión. Acepté la invitación sin dudar, con la expectativa de aprender algo nuevo, y días después, cuando todo estuvo listo, salimos rumbo a Saravena.
Lo que no esperaba era que, al poco de salir de Pamplona, Aristóbulo me cediera el mando del camión. Sin pensarlo mucho, tomé las riendas del vehículo, y lo manejé sin dificultad, conociendo lo básico de los cambios. Continué conduciendo hasta el amanecer, cuando finalmente llegamos a Saravena. Allí, nos detuvimos y lo esperé mientras él se dirigía al pozo para cargar un tanque de almacenamiento de 10,000 galones de combustible. Esa experiencia fue única para mí, pues no solo aprendí a manejar un camión de gran tamaño, sino que también viví de cerca lo que implicaba realizar largos viajes por carreteras desconocidas, todo en un contexto en el que, además, me sentí confiado al volante.
En la tarde-noche de ese día, emprendimos el regreso hacia Pamplona, que duró dos días debido a problemas en la vía. Pasamos por Pamplona en la noche, y continuamos hasta Bucaramanga. Desde allí, me devolví, con la promesa de que me ayudarían a ingresar a trabajar en la empresa donde ellos laboraban, una compañía de transporte al servicio de la industria petrolera. Pasaron algunos días y, aproximadamente un mes después, recibí una llamada de Piñeros. Me informó que todo estaba listo para que viajara a Bogotá de inmediato para presentarme en la oficina, y me aseguró que, para facilitarme todo, Chacón me ofrecería hospedaje en su casa, ya que vivía a solo dos cuadras de la empresa.
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Con la idea de que se abría una nueva oportunidad laboral, entregué el bus y comencé a preparar mi viaje hacia la capital. Esa misma noche, me embarqué en un bus de Berlinas del Fonce, y al amanecer, llegué a Bogotá. Me quedé en la autopista norte con la calle 163a y caminé unas cuadras hasta la residencia de Chacón. Allí vivía con una señora que recientemente había quedado viuda y tenía un pequeño hijo de meses. Dejé mi maleta y, junto con Chacón, fuimos a la empresa. Me recibió el Sr. Enrique Zorro, quien me hizo la entrevista y, tras la cual, ordenó que realizara una prueba de manejo, que fue supervisada por el Sr. Omar Zorro. Tras pasar la prueba, quedé pendiente de que me llamaran para los exámenes y la firma del contrato.
Sin embargo, antes de continuar con el proceso, debía pasar por la oficina del Sr. Enrique Vargas, quien se encargaba de recopilar los requisitos para el ingreso a la empresa. Todo iba muy bien hasta que, en el listado de documentos, apareció un requisito inesperado: una carta de recomendación de alguien de una empresa relacionada con la industria petrolera. Me quedé en silencio, pero dentro de mí pensé que, para Dios, nada es imposible. Llamé a mi amigo Oscar Mendoza Moreno, quien en ese momento residía en Bogotá.
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Le conté la situación que estaba viviendo, y como siempre había hecho, con una seguridad descomunal me respondió: "No te preocupes, ven inmediatamente a mi oficina y yo te soluciono el problema". Sin pensarlo dos veces, salí hacia su lugar de trabajo. Cuando llegué, me recibió con el afecto de siempre, abrazándome fuertemente, y me pidió que le narrara todos los detalles de lo sucedido.
Lo que sucedió a continuación fue completamente inesperado y sorprendente. Con una calma y determinación impresionantes, me miró y me dijo: "Carlos, no te preocupes, te voy a hacer la carta, con la certeza de que el trabajo es tuyo. No solo lo vas a conseguir, sino que vas a quedarte allí por muchos años, o, mejor dicho, por todo el tiempo que tú desees".
Tomó su libreta de taquigrafía con un gesto confiado y me preguntó a quién debía dirigirse la carta. Le mencioné que debía ir dirigida al Sr. Enrique Vargas. Sin perder tiempo, comenzó a escribir con velocidad, haciendo anotaciones concisas pero muy bien estructuradas. Cuando terminó, se levantó, tomó las dos hojas que había utilizado, las arrancó de un tirón, grapó con firmeza y me las entregó.
Yo, aún algo desconcertado por la forma en que había resuelto todo tan rápido, le pregunté cómo podría hacer para que la carta fuera mecanografiada, ya que la apariencia de la carta escrita a mano no me parecía tan formal. Él me miró con una sonrisa segura y me dijo: "No, no te preocupes, entrégala así tal cual. Esa carta tiene más fuerza de lo que te imaginas".
Antes de que pudiera decir algo más, me detuvo cuando trataba de quitarle los sobrantes de papel que quedaban al rasgarla del resorte original de la libreta.
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Me increpó con firmeza: "No le quites nada, déjala tal cual está. Y cuando la entregues, míra fijamente al Sr. Vargas y, en tu mente, exígele a que te mande a exámenes. Ese trabajo es tuyo".
Me despedí profundamente agradecido por su ayuda y con la seguridad de que su intervención iba a marcar la diferencia. Salí de su oficina con una sensación de confianza renovada, convencido de que la situación se resolvería de la manera que Oscar había predicho.
Al llegar a casa, compartí mi relato con Chacón y su señora, quienes me escucharon con una incredulidad absoluta. Ellos no podían creer cómo, en tan poco tiempo, un simple gesto de apoyo de un amigo había transformado mi perspectiva sobre el futuro y las posibilidades que se abrían ante mí. Mientras me relataban sus dudas y asombro, yo ya sabía en lo más profundo de mi ser que Oscar tenía razón, y que esa carta no solo abriría puertas, sino que me colocaría en el camino correcto para asegurar el trabajo que tanto anhelaba.
Muy temprano, estuve atento a la llegada del Sr. Vargas, con la esperanza de que, tal como había predicho mi amigo Oscar, todo marcharía según lo planeado. Siguiendo al pie de la letra las instrucciones de mi benefactor, entregué la carta. El Sr. Vargas la leyó detenidamente, me miró con una expresión seria y dijo: "Muy bien, pase a personal para que lo envíen a exámenes médicos".
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Con esa respuesta, mi ansiedad se disipó momentáneamente. Fui enviado a un centro médico en el que, por suerte, los resultados de los exámenes fueron favorables. Al revisar los informes, me indicaron que debía permanecer pendiente, esperando que se produjera una vacante para cubrirla. Sentí una mezcla de alivio y frustración, ya que la vacante aún no se había materializado. Pasaron los días y no ocurría nada, lo que aumentó mi inquietud. Me encontraba sin hacer nada en casa de Chacón, una situación que me hacía sentir como si el tiempo estuviera pasándome por encima.
Fue entonces cuando me enteré de que Chacón tenía un camión Ford Modelo 65 estacionado en un parqueadero. El vehículo no podía trabajar porque carecía de los papeles, la carpa, llanta de repuesto, cruceta, en fin, estaba completamente incompleto. En ese momento, se me ocurrió una idea. Le propuse a Chacón que me prestara el camión para realizar algún viaje mientras esperaba una respuesta. Sin embargo, le mencioné que primero necesitaría consultar con mi amigo Oscar, quien siempre había sido mi guía en situaciones como esta.
Cuando le comuniqué mi propuesta a Oscar, él ya sabía exactamente qué hacer. No me sorprendió su respuesta, ya que, como siempre, su seguridad y claridad me daban confianza. Me pidió que le proporcionara todos los detalles del vehículo y, con la misma determinación que lo había hecho antes, concluyó diciendo: "Mañana a primera hora te presentas en la empresa de transporte que te indicaré y empiezas a trabajar con ese camión.
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Eso sí, cuando te llamen, de inmediato regresas y dejas el vehículo donde te lo pidan, porque el trabajo es un hecho. Solo que aún no es el momento adecuado, pero ten paciencia".
Con esa indicación tan clara, me sentí más confiado. Emprendí los primeros pasos para poner en marcha la operación. Decidí empeñar un reloj que había comprado no hace mucho y con ese dinero, más un poco más que tenía guardado, compré gasolina para arrancar al día siguiente.
Me presenté en la empresa temprano esa mañana y, de inmediato, me asignaron mi primer viaje: debía cargar un pedido de abono para la Caja Agraria de Neiva, con la indicación de que debía colocarle carpa al camión, ya que en caso de lluvia sería un desastre. En un acto de total irresponsabilidad, les aseguré que lo haría, aunque en el fondo imploraba al Todopoderoso para que todo saliera bien. El flete costaba 4.000 pesos, y me dieron de anticipo 2.000. Arranqué en la madrugada, sorteando toda clase de inconvenientes en la vía, pero, afortunadamente, nada grave ocurrió. Sin embargo, al llegar cerca de Neiva, me quedé sin gasolina, y aún estaba a unos pocos kilómetros del destino. Eran las 5 de la tarde cuando, de repente, una camioneta se detuvo detrás de mi camión. Un hombre se acercó y, al verme parado, me preguntó si necesitaba ayuda. Le expliqué mi problema, y de inmediato me alcanzó la llave del tanque, ofreciéndome un par de galones de gasolina. No podía creerlo. Con ese pequeño milagro, logré llegar a Neiva.
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Apenas llegué, comenzó a lloviznar, así que le pedí al celador que me dejara ingresar el camión al parqueadero cubierto. Hizo una excepción y permitió que el camión se quedara bajo techo. Justo en ese momento, comenzó a llover con fuerza, un aguacero que se hizo sentir con toda su intensidad. Afortunadamente, el diluvio pasó rápido, y el resto de la noche lo pasé tomando tinto y charlando con el celador, agradecido por haber llegado sano y salvo.
Al día siguiente, descargué la carga y cobré el saldo restante de la planilla. Con ese dinero, compré un gato, una cruceta y una llanta de repuesto de segunda mano. En la tarde, conseguí un viaje para Ibagué, donde debía entregar un motor. El pago por el flete fue de 500 pesos, que era lo único que podía cargar debido a la falta de carpa. Salí en la madrugada hacia Ibagué sin problemas. El descargue fue cerca de una estación de servicio, y allí dejé el camión estacionado.
Fue en ese lugar donde conocí a otro "angelito de la guarda": Doña Elvira Gómez. Ella me ofreció un viaje a Florencia, Caquetá, para el viernes siguiente, si podía esperar hasta ese día. Acepté con gusto. Durante los días previos, me gané su confianza y, como parte del acuerdo, ella me ayudó a conseguir una carpa de segunda mano en buenas condiciones. Aproveché la oportunidad para hacer algunos ajustes mecánicos al camión. Estaba listo para el viernes y, cada día, me comunicaba con Chacón para saber si había novedades sobre el trabajo en la empresa. Por supuesto, también mantenía contacto constante con Oscar, quien, con su característico optimismo desbordante, seguía dándome fuerzas y ánimos sobrenaturales para no rendirme.
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Llegó el viernes, y durante todo el día se cargaron los bultos de empaques. Como la carga era considerable, se tuvo que subir varillas al máximo, lo que hizo que el camión estuviera muy voluminoso. A pesar de todo, salí hacia Florencia con el compromiso de encontrarme con Doña Elvira el domingo siguiente para entregar los empaques el lunes a primera hora. El trayecto fue bastante complicado, especialmente después de Garzón, donde la carretera era destapada y en regulares condiciones. Esto requería mucha precaución, sobre todo por el volumen de la carga que llevaba. Cuando finalmente llegué a Florencia el domingo en la tarde, me encontré con un inconveniente: el rodillo delantero del lado izquierdo del camión se averió. No perdí tiempo y lo llevé hasta el parqueadero que la señora me había señalado, donde había un mecánico que, con mucha disposición, estaba terminando de arreglar un campero. Accedió a cambiar el rodillo de inmediato, pues si se dejaba enfriar, el rodillo quedaría pegado al cacho, lo que complicaría aún más la reparación. Todo quedó resuelto antes de las siete de la noche, justo cuando me encontré con Doña Elvira.
El lunes descargué los empaques y, seguidamente, cargué un viaje de maíz para Quaker en Cali, que pagaba muy bien. En otro acto de irresponsabilidad, decidí cargar 10 toneladas de maíz, a pesar de que las llantas del camión estaban en muy mal estado.
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Aun así, con la carga lista, salí de Florencia acompañado por otros 20 camiones que también se dirigían a Cali. La ruta que tomamos fue la siguiente: Florencia – Garzón – Tarqui – Pital – La Plata – Puracé – Popayán – Cali. Siempre me ha gustado madrugar, y esa costumbre me favoreció enormemente en este viaje. A tan solo unos kilómetros de Florencia, la primera llanta trasera explotó. Afortunadamente, uno de los camiones que me seguían me prestó un repuesto. La misma situación se repitió con las llantas restantes. Finalmente, llegué a Garzón con las cuatro llantas traseras prestadas, pero allí, al entregarlas, quedé con el camión parado sobre bancos de madera, con las cuatro llantas por conseguir.
Era ya muy tarde en la noche cuando, por suerte, pasaba por el lugar una tractomula. En aquella época, las tractomulas eran muy escasas, pero esa llevaba cuatro llantas con sus neumáticos, los cuales acababa de reemplazar en Neiva. Accedió a venderme las llantas, aunque un poco costosas, pero estaban en muy buen estado, y el camino que me esperaba era largo y desafiante. Además, me había quedado atrás de los compañeros de viaje, quienes ya me llevaban una buena ventaja. Consciente de que era una oportunidad que no podía dejar pasar, compré las llantas y se montaron inmediatamente al camión. Después de descansar un rato, reanudé el viaje en la madrugada sin ningún inconveniente. Pasé por Tarqui, Pital, La Plata, y al llegar a la tarde, llegué a Puracé.
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El paso por esta población es algo que nunca olvidaré, ya que consta de una sola calle, muy estrecha y con una inclinación extremadamente pronunciada, lo que me llenó de miedo. Al tomar esa calle, la carrocería del camión crujía como si fuera a desarmarse. Los habitantes del lugar, en su mayoría, se asomaban a la puerta para observar el proceso, lo que hacía la situación aún más intensa. Afortunadamente, logré sortear esa calle sin incidentes y, tras reponerme un poco, continué mi camino. Al día siguiente, muy temprano en la mañana, finalmente llegué a Cali.
Al llegar al sitio de descarga en Quaker, me encontré con una escena que no había previsto: al menos cien camiones estaban haciendo fila para descargar. El proceso era tedioso, ya que debíamos descargar los bultos uno por uno, directamente sobre una zaranda, que a veces se atascaba, lo que retrasaba aún más el trabajo. Pasé 24 horas haciendo fila durante dos días, hasta que finalmente logré descargar el camión. Ya con el camión vacío y después de cobrar el saldo del flete, salí en dirección a un ingenio azucarero, donde Doña Elvira me había conseguido un viaje para Ibagué. Allí, nuevamente, tendría que esperar hasta el viernes para repetir el recorrido que ya había hecho.
Ese sábado, muy temprano, cargué en un ingenio en las afueras de Cali y me dirigí rumbo a Ibagué. Después de un largo y exigente viaje, arribé en la madrugada del domingo. Antes de continuar con mis tareas, me comuniqué con Chacón, quien estaba ansioso por hablar conmigo.
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Me informó que finalmente había salido el trabajo y que debía presentarme el lunes a primera hora. El cliente que recibiría la carga de azúcar necesitaba que todo estuviera listo con urgencia, lo que me permitió descargar antes del mediodía. En menos de unas horas, el camión estaba estacionado en la estación de servicio, justo frente al depósito de Doña Elvira.
Dejé el camión bajo su cuidado, agradeciéndole profundamente por todo lo que había hecho por mí. No era solo su ayuda, sino la generosidad de alguien que ni siquiera me conocía. En este punto, ella se convirtió en una figura clave en mi travesía, una persona a quien nunca podré pagar por todo lo que hizo. Con la promesa de que en la semana Alfonso Chacón iría a recoger el camión, nos despedimos, sin saber que ese sería el último encuentro entre nosotros.
Esa misma noche, tomé un bus hacia Bogotá, llegando a la capital en la madrugada del lunes 21 de septiembre. Al llegar, entregué cuentas a Chacón y su esposa, quienes, sorprendidos y gratamente agradecidos por los resultados, no dejaban de darme las gracias. Había cumplido con todo lo acordado: entregué un saldo de 10.000 pesos, además de un camión con varias mejoras. Dejé el camión con carpa en buen estado, cruceta, dos llantas de repuesto, un extintor, y varios ajustes mecánicos que se habían corregido y reparado durante mi tiempo al mando. Fue un balance final que dejó a todos satisfechos, pues más allá de los beneficios materiales, había demostrado mi compromiso y esfuerzo, algo que me abriría más puertas en el futuro.
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Al llegar a la oficina, me presenté con expectativas altas. De inmediato, firmé un contrato a término indefinido y recibí un anticipo de 10.000 pesos, destinados para gastos e inventario de un campero Toyota último modelo, que me sería asignado para el campo de Apiay, en el Meta. En ese momento, no tenía la menor idea de dónde quedaba dicho campo, por lo que decidí preguntar a varios colegas que se encontraban en la oficina, esperando asignación de trabajo. Ellos me indicaron la ruta a seguir, y cuando ya estaba listo para salir, algo inesperado ocurrió. Don Enrique, desde su oficina, salió por la ventana y me pidió que devolviera el campero, subiera de nuevo a su oficina. Mi mente comenzó a recorrer un sinnúmero de posibilidades sobre el cambio de planes, pero confiaba plenamente en que lo que me esperaba sería aún mejor, y efectivamente, así fue.
Don Enrique, con su habitual seriedad, me explicó que había decidido cambiar la asignación a última hora. Me comentó que acababan de recibir una llamada urgente desde el campo El Llanito, en Barrancabermeja, donde el ingeniero jefe del pozo había solicitado un cambio inmediato de conductor para la camioneta destinada al pozo. Me dio las instrucciones necesarias, además de advertirme que estaba completamente prohibido prestar la camioneta a los ingenieros; debía estar disponible las 24 horas del día, los 7 días de la semana. A su vez, me indicó que debía permanecer allí al menos dos meses, tiempo tras el cual retornaría a Bogotá para iniciar un proceso de formación y trabajo con vehículos pesados, lo que eventualmente me llevaría a operar tractomulas.
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Con el compromiso ya hecho, me asignaron un nuevo anticipo para cubrir los gastos y me entregaron una carta dirigida al ingeniero jefe de pozo, Luis Carlos Correa Álvarez, junto con las demás instrucciones necesarias para llegar al destino. A continuación, me transportaron hasta el Barrio 7 de agosto, una zona conocida en Bogotá por ser el punto de partida de los transportes hacia diferentes partes del país. Desde allí, tomé el primer bus con destino a Bucaramanga, y de allí un colectivo que me llevó finalmente hasta Barrancabermeja.
Llegué a Barrancabermeja en el terminal callejero cerca de Copetran, donde tomé un taxi. Le pedí al conductor que me llevara hasta las residencias Moreno, ya que allí debía encontrarme con el señor Manuel Acosta, quien conducía un carrotanque. Cada mañana, muy temprano, él se desplazaba hasta el pozo para suministrar A.C.P.M. al equipo. Después de un largo recorrido y de haber pagado el servicio, finalmente llegué al lugar y me encontré con Manuel. Juntos, viajamos al pozo para comenzar una nueva etapa en mi vida, que como verán más adelante, duró casi treinta años.
Es importante mencionar que el taxista me tumbó, por decirlo de alguna manera, ya que la residencia Moreno se encontraba a solo dos cuadras de donde lo tomé. Sin embargo, no le di mayor importancia, pues lo que me aguardaba era mucho más significativo.
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Llegamos al pozo alrededor de las siete de la mañana. El sol brillaba con todo su esplendor, y el calor en el ambiente era abrumador. Al preguntar por el ingeniero jefe, me informaron que él ya se encontraba en el equipo. Poco después, apareció un joven de mi edad, quien se presentó como el ingeniero jefe. La sorpresa fue total, ya que había supuesto que se trataría de un hombre de unos 40 años o más.
Este joven ingeniero, tras la presentación, me contactó de inmediato con el conductor de la camioneta, una Chevrolet de doble transmisión con placa FC 8761. La orden era clara: recibir el vehículo inventariado y, sin demora, llevar al conductor hasta Barrancabermeja para su desplazamiento hacia Bogotá. Así sucedió, y antes de las 10 de la mañana, ya estaba nuevamente en el equipo, listo para iniciar mis labores. La rutina comenzaba a tomar forma y la sensación de estar involucrado en un trabajo que marcaría un antes y un después en mi vida era cada vez más fuerte.
Al mediodía, mientras transportaba al ingeniero al campamento, que se encontraba a varios kilómetros de allí, me preguntó si era posible enseñarle a conducir. Le expliqué que tenía prohibido hacerlo, pero que si lo hacíamos discretamente en algún lugar despoblado, no habría ningún problema. Desde ese momento, comenzó una excelente relación laboral, que perduró durante toda mi estancia en ese equipo. Lo que inicialmente parecía ser un compromiso de dos meses se extendió a 17 meses, superando ampliamente el plazo original.
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MIS ÚLTIMOS 50 AÑOS 1971 – 2021 CARLOS CAMPOS COLEGIAL
En poco tiempo, me adapté a las condiciones de trabajo, todas ellas completamente nuevas y enriquecedoras. Cada día me ofrecía un reto diferente, pero también nuevas oportunidades de aprender y crecer. Cuando cumplí los primeros dos meses, el 20 de noviembre, recibí una llamada de Bogotá a través de la radio. Me indicaron que debía alistarme, ya que al día siguiente enviaban a quien sería mi reemplazo. Ante esa noticia, le pregunté al interlocutor si existía la posibilidad de quedarme dos meses más. Él, sorprendido, ya que era la primera vez que un conductor en mis condiciones no solo completaba los dos meses establecidos, sino que además solicitaba extender su estadía, me respondió que no había ningún problema. Me informó que se comunicarían nuevamente conmigo el próximo 20 de enero para darme instrucciones sobre lo siguiente.
El ingeniero Correa se turnaba cada dos semanas con el ingeniero Rodrigo Pérez Valencia, ambos originarios de Medellín y egresados de la Universidad de Antioquia. Trabajaban en Operaciones Asociadas de Ecopetrol. A estas alturas ya me movía como pez en el agua en el campo, y por iniciativa propia le propuse al ingeniero de Lodos, Vladimir Galindo, que me enseñara el manejo de los lodos, un aspecto fundamental para el normal funcionamiento de la perforación de pozos petroleros. Hice lo mismo con el geólogo Fernando Pachón, quien era el miembro más veterano del equipo y rondaba los 50 años.
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Mi interés por aprender se convirtió en un motor para mi crecimiento dentro del equipo y, con el tiempo, en una herramienta invaluable para mi desempeño.
El viernes 4 de diciembre, algo me decía que Zoraida ya debía haber tenido a mi segundo hijo. Convencí al ingeniero para que me prestara la camioneta para ir hasta Cúcuta y conocerlo. Lo único que me pedía era que debía estar de regreso antes de las siete de la mañana del día siguiente. Inmediatamente salí hacia las tres de la tarde, haciendo una parada breve en casa de mi familia antes de continuar hasta Cúcuta. Al llegar, me encontré con la grata sorpresa de que efectivamente el niño había nacido el día anterior, jueves 3 de diciembre de 1981, a las diez y treinta de la mañana. El pequeño se llamaba Juan Carlos Campos Carrillo. No me demoré mucho, ya que mi compromiso con el trabajo era firme, y emprendí el regreso con la promesa de estar presente para el registro civil del niño. Regresé al pozo a las cuatro de la mañana sin novedad alguna, cumpliendo con los tiempos establecidos.
El 20 de enero, puntualmente en la mañana, nuevamente se comunicaron desde Bogotá para enviarme el relevo. Al rechazarlo por segunda vez, esto causó extrañeza en los directivos y dueños de la empresa, y el nombre de Carlos Campos empezó a tomar cierta relevancia en la oficina. Es importante destacar que el sueldo se consignaba muy puntualmente cada quince días en una cuenta del Banco Popular, en la cual me había mantenido vigente desde joven. Mis gastos mensuales eran mínimos, ya que me suministraban comida, hospedaje y arreglo de ropa en el campamento.
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El salario era excelente, equivalente a más o menos tres salarios mínimos vigentes, completamente libres. Por lo tanto, mensualmente enviaba a doña Carmen el equivalente a un salario mínimo como aporte para gastos varios a través de giros de los correos nacionales.
Poco a poco, comenzaron a dar resultados los deseos que había formulado desde niño en mi mente subconsciente: un trabajo muy bien remunerado. Así, de forma gradual, se fueron cumpliendo uno a uno todos los sueños que había expresado diez años atrás, sin saber que el destino me estaba guiando hacia ese futuro.
No pude regresar a Cúcuta hasta el miércoles 4 de febrero, cuando finalmente pude recoger a Zoraida y al niño. Nos acercamos a una notaría, y allí se repitió la misma historia de cuando me denunciaron a mí. Como el niño ya tenía más de un mes de nacido, debía ser bautizado antes de poder registrarlo. Dado que no había tiempo que perder, salimos de inmediato hacia Pamplona. Antes de llegar a la notaría, pasé por el hospital y, con la colaboración de una enfermera, logré cambiar el documento de nacido vivo, estableciendo la fecha de nacimiento como el 6 de enero de 1982.
Finalmente, fuimos a la notaría, donde el registro se realizó sin ningún inconveniente. Después de eso, fuimos a almorzar, y al pasar por el almacén de Don Pacho, nos encontramos con él en la puerta. Zoraida comentó: "A Don Pacho no le pasan los años, está igualito." Cuando le pregunté cuánto tiempo hacía que lo conocía, Zoraida respondió:
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"Hace mucho tiempo." Luego, me preguntó si yo lo conocía, y le respondí: "Claro que sí, de toda la vida, es mi padre."
Pensé que el niño iba a caerse de la impresión al escuchar mi respuesta. Me preguntó, incrédulo: "¿O sea, tu mamá es Doña Carmen?" Al confirmar mi respuesta, me explicó que ella había trabajado con mi padre. Me relató que todos los días, cuando mi madre iba al mercado, me dejaba en el almacén, y yo, en todo momento, prefería estar con ella en lugar de con su compañera. Este episodio me recordó lo que mencioné al principio de esta crónica.
Esa misma noche, cuando fuimos a casa para que conocieran al niño, Doña Carmen, al verla, no salía de su asombro. Recordaba cómo me alzaba y cómo a veces nos acompañaba hasta la casa, porque yo no quería regresar, y solo ella lograba que me calmara. El asombro de Don Pacho no fue menor, y después de compartir varias anécdotas, salimos para Cúcuta para dejarlos y regresamos de inmediato al pozo en Barrancabermeja.
Pasaron los meses, y mi interés por comprender todos los aspectos de la operación crecía cada día más. A tal punto que me convertí en un auxiliar con un conocimiento bastante amplio. Cuando había relevo de ingenieros, los nuevos me consultaban ante cualquier duda que pudieran tener. Les ayudaba con la confección de informes y en todo lo que necesitaban.
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