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MIS ÚLTIMOS 50 AÑOS           1971 – 2021           CARLOS CAMPOS COLEGIAL

Cuando nos sentamos a charlar, le expliqué que debía viajar al día siguiente porque ya había descartado la posibilidad de viajar a Bogotá. Le comenté también que el sacerdote no me había respondido las llamadas y que mi situación había cambiado. Fue en ese momento que Álvaro, al escucharme, me preguntó cuánto costaba la noche en el hostal. Le contesté que 20 mil pesos diarios, una tarifa bastante accesible para el tipo de lugar en el que me alojaba.

Sin pensarlo mucho, Álvaro sacó de su bolsillo una pequeña libreta y, de ella, extrajo dos billetes de 20 mil pesos cada uno. Me los ofreció de inmediato, diciéndome con una sonrisa: "Paga la noche del sábado y del domingo, y acompáñame al culto dominical. Luego, puedes viajar el lunes por la mañana". Agradecí profundamente su gesto generoso y acepté encantado. Fue un alivio saber que tendría un techo seguro para esos dos días adicionales.

Después de comer algo ligero, regresé a Sabaneta, donde mi hermano me esperaba. Le comenté lo sucedido y le informé que viajaría el lunes a primera hora, ya que, con la ayuda de Álvaro, tendría todo resuelto por el fin de semana. Agradecí enormemente la ayuda que me había brindado y sentí una gran paz al saber que no tendría que preocuparme por los próximos días.

Paralelamente, el universo había comenzado a tejer los hilos de un encuentro importante con Claquial de una manera bastante curiosa. Al iniciar la semana, su única hija, la había inscrito en Tinder, pero Claquial, al principio, no prestó mucha atención a la plataforma.  

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Sin embargo, el sábado por la noche, su nieto adolescente, que debía pasar la noche en su casa, pidió prestado el celular de su abuela para revisar cómo iba con la página. Mientras revisaba los perfiles, descartando los varios candidatos que la habían contactado, Claquial se percató de lo que su nieto hacía y, con cierto tono serio, le llamó la atención, recordándole que era ella quien decidía a quién aceptar y a quién no.

Fue entonces cuando, al observar mi perfil, lo encontró interesante y decidió darme "like". A la mañana siguiente, al revisar la aplicación como todos los días, me sorprendí al ver que había un nuevo "match". Revisé su perfil y, sintiendo la misma curiosidad, le di "like" de vuelta. De inmediato, me apareció el acceso al chat y le escribí un mensaje:

"Hola Claudia, ¿cómo estás? Si lo deseas, podemos comunicarnos por WhatsApp: 310. 630.xxxx. Gracias."

El domingo, muy temprano, al revisar la página, encontré su respuesta:

"Mi número es 313. …"

Esperé hasta después de regresar del culto en la iglesia para llamarle. Ese día, Álvaro no pudo asistir al servicio porque amaneció con una fuerte gripe que le impidió hacerlo. Después de pasar por su casa, almorcé donde mi hermano y, alrededor de las cuatro de la tarde, me decidí a llamarla.

Resulta que Claquial había quedado de almorzar con su hija y sus nietos, pero, por alguna razón, a última hora desistió de ir y decidió quedarse en casa. Cuando atendió la llamada, me comentó que si hubiera ido a la invitación, probablemente no nos habríamos comunicado.

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La charla transcurrió con gran fluidez. A diferencia de la mayoría de las personas, Claquial no hizo preguntas sobre mi pensión ni se dedicó a hacer un inventario de mi patrimonio. En cambio, me hizo mucho énfasis en un detalle que me sorprendió: era fumadora empedernida, consumiendo aproximadamente tres paquetes de cigarrillos al día, y lo hacía en cualquier lugar de su apartamento y en cualquier momento del día. Le respondí que no era un problema para mí, ya que no me incomodaba su hábito.

A lo largo de la conversación, me destacó que le llamaba poderosamente la atención que no hubiera hecho alarde de propiedades ni de cargos importantes, algo que muchos suelen hacer en las primeras conversaciones. También le llamó la atención que no aceptara la propuesta de la señora del Masivo de Occidente para obtener el certificado de conductor de transporte de pasajeros.

Tocamos varios temas y, después de unos 45 minutos de charla, me dijo:

"Me interesa conocerle más. Mañana tengo algunas vueltas que hacer, pero estaré desocupada hacia las dos de la tarde. ¿Podríamos encontrarnos en Unicentro a las dos y media? ¿Sabe dónde está Unicentro?"

Le respondí que sí, que, de hecho, hace ocho días había estado en Laureles, en una invitación. Quedamos en encontrarnos allí, así que decidí quedarme un día más en el alojamiento. Lo hacía con gusto, ya que, después de mucho tiempo, no me encontraba con alguien del grupo del 2%, tan escaso como ya he mencionado.

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Nos despedimos con la promesa de vernos el lunes a las dos y media en Unicentro.

Al llegar al negocio de mi hermano, le comenté lo sucedido, y le informé que viajaría el martes temprano.

Llamé al señor del hostal para comentarle el cambio de planes respecto a mi salida. Me indicó que dejara el dinero correspondiente sobre el escritorio, el cual estaba justo frente a la habitación que ocupaba. Así lo hice el lunes por la mañana, y cuando me disponía a tomar el almuerzo, recibí una llamada de Claquial preguntándome dónde me encontraba. Le comenté que estaba en Sabaneta y me sugirió que tomara un bus de inmediato para encontrarme con ella en el centro comercial Oviedo. Me indicó en qué parada debía bajarme.

Suspendí el almuerzo y salí a la esquina para esperar la buseta, que, como curiosidad, acababa de pasar. Cuando finalmente logré tomarla, nos tocó detenernos en todos los semáforos en rojo. Claquial, algo impaciente, me hizo un par de llamadas para saber por dónde iba. Ya cuando su paciencia estaba por colapsar y ella se disponía a marcharse (según me comentó después, nunca espera a nadie), finalmente llegué.

Nos saludamos y me preguntó qué quería tomar. Le respondí que un tinto, y salió hacia la caja para traerlo. Sin embargo, demoró más de lo normal, y en la mesa quedó reposando un jugo de naranja con muy poco contenido. Empecé a pensar que quizá no le había caído muy bien y había salido por otro lado, buscando el tinto. Sin atreverme a mirar hacia atrás, apareció visiblemente ofuscada, diciéndome que me tomara el tinto rápido porque tenía "pico y placa" después de las cuatro y debía salir de ese sector.

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Salimos a un lugar sobre la avenida Bolivariana, donde tenían mesas afuera del negocio. Nos ubicamos en una de ellas, pero la resolana de la tarde resultó molesta, por lo que decidimos cambiar de lugar. Al hacerlo, terminamos frente al parqueadero del lugar, donde la situación se calmó un poco, aunque la tensión seguía en el aire.

Junto al carro de ella, se encontraba aparcado un vehículo con la placa 777. Al percatarse de ello, su estado anímico cambió completamente y me contó una historia relacionada con ese número y el cofre de las cenizas de su madre, quien había fallecido hacía doce años. A partir de ese momento, todo el encuentro se llenó de matices inimaginables, algo que nunca antes había experimentado en mí ya extensa vida.

Le pregunté cuál era su número de vida, a lo que me respondió que era el 9. El mío es el 3. Inmediatamente caí en cuenta de que estábamos en el mes 3, y era el día 9. Momentos después, le hice notar que tanto su nombre como sus apellidos tenían cada uno siete letras.

Durante la conversación, que se extendió hasta las nueve de la noche, descubrimos otras coincidencias. Ambos habíamos nacido un día miércoles y teníamos el mismo tipo de sangre, O negativo. Además, éramos del mismo año (1959): ella el 8 de abril y yo el 4 de noviembre.

Al mirar la placa de su carro, 824, nos dimos cuenta de que el número nuevamente hacía referencia a la fecha de nuestro nacimiento, separada por el dos, que podría indicar el número de personas involucradas.

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Pero también era la fecha de nacimiento de mi única nieta, Natalia (agosto 24). A lo que ella, como si nada, añadió que su única hija también se llama Natalia nacida en mayo de 1979, igual que mi hijo mayor, Carlos Eduardo nacido en agosto de 1979.

Ambos, además, habíamos perdido a ambos padres, y como si fuera poco, también habíamos perdido a un hermano menor: en mi caso, César Enrique; en el suyo, Rubén Darío.

A las nueve de la noche, me llevó a la estación suramericana, pasando por su apartamento, que estaba a la vuelta de donde habíamos departido. Le había comentado que en la mañana saldría para Belalcázar y me alojaría en casa del señor mormón. Nos mantendríamos en comunicación, y muy seguramente regresaría en los próximos días, aunque no sabía que se estaba gestando un encierro mundial disfrazado de pandemia.

El miércoles 10 de marzo, a las siete de la mañana, tomé el bus 4030 de la Flota Occidental en la estación La Estrella. Mi hermano, esa noche, me había dado para el pasaje y 100 mil pesos más para imprevistos. Llevaba una hora escasa de viaje cuando recibí una llamada de Juan Carlos, mi segundo hijo, quien me dijo lo siguiente:

—Te llamo para pedirte el favor de elevar una oración, para por lo menos conservarle la vida a mi mamá. En estos momentos está entrando al quirófano para una cirugía de altísimo riesgo, y no hay posibilidades de que salga, al menos con algunos sentidos funcionando. Le van a extraer un tumor alojado entre los dos hemisferios cerebrales. La familia tuvimos que firmar unos documentos, asumiendo que muy probablemente no saldrá con vida, y si lo hace, quedará ciega, muda, sorda y sin poderse desplazar. Inmediatamente le respondí:

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—Tu mamá no solo saldrá viva de la cirugía, sino completamente saneada, para gloria de Dios Padre.

Juan Carlos trató de molestarse por mi actitud, pero le reforcé mi afirmación:

—Por favor, me llamas cuando salga del quirófano para que me confirmes lo que te estoy afirmando.

Se despidió, no muy convencido, y sin saber la promesa del Eterno que me había hecho días antes. Por ello, entendí que no basta con creer en Dios; es necesario creerle a Dios.

Llegué al cruce de Belalcázar a las dos de la tarde. Inmediatamente, un amigo que venía de Pereira, muy amablemente, se ofreció a llevarme hasta el pueblo. Cuando faltaban pocos kilómetros para llegar, recibí nuevamente una llamada de Juan Carlos, esta vez gratamente sorprendido, junto con el equipo médico, porque la cirugía había sido un total éxito. Contra todos los pronósticos, su madre, de 78 años, no solo había superado la cirugía, sino que, al ingresarla en la UCI, no hubo necesidad de intubarla. Cuando despertó, lo hizo con todas sus funciones totalmente normales. Todos en la clínica hablaban de un auténtico milagro, y no era para menos. Pocos días después, abandonó la clínica por sus propios medios y reanudó todas sus actividades, como si nada hubiera ocurrido.

El señor mormón me esperaba en la Plazuela Córdoba. Me despedí de Mario, el amigo que me había recogido en el cruce, y junto al señor mormón nos dirigimos a su residencia, donde me esperaba una habitación sencilla, austera y limpia.

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Descargué la maleta y, después de conversar sobre el viaje con el anfitrión, le compartí 50 mil pesos de los 100 que mi hermano me había dado. Fuimos al pueblo, y el señor mormón procedió a hacer una transferencia a su familia en Facatativá. Aproveché para comprar algunas cosas y entregar los piononos que había traído a Doña Isabelita y Don Mario, quienes habían sido muy generosos conmigo. El pionono para el señor mormón ya lo había dejado en su casa.

La comunicación con Claquial fue constante durante todo el viaje. Cada vez que llegaba a casa por la noche, aprovechaba para llamarle, en una oportunidad pasé el teléfono a mi anfitrión, los presenté y sostuvo con ella una amena charla. Me retiraba a descansar, aunque no sin antes mantener una prolongada conversación con Claquial, en la que iban surgiendo cada vez más coincidencias entre nosotros. Llegamos al punto en que ella, con una risa cómplice, afirmó que éramos almas gemelas. Aquella afirmación quedó resonando en mi mente mucho tiempo después de colgar.

El miércoles 11 de marzo estuvo marcado por un acontecimiento sumamente especial. Durante una de las muchas llamadas del día, Claquial pronunció por primera vez un "te amo", dejándome completamente sorprendido y con el corazón a mil. La sinceridad con que lo dijo me atravesó profundamente. Aquel día, me dirigí al pueblo para adelantar algunas tareas con Aicardo y reunirme con muchas personas con las que había tenido contacto durante mi estadía en la droguería, incluida Doña Isabelita. La comunicación con Claquial seguía siendo fluida y constante.  

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Sin duda, se puede imaginar cuánto tiempo se necesita para contar las historias más relevantes de los últimos cuarenta años, pero lo más fascinante fue que ella tenía algunas de las historias más extraordinarias que un ser humano puede vivir, y para mí, estas me resultaban completamente ajenas. Mi vida siempre se había desarrollado en un entorno muy diferente al suyo en todos los sentidos.

Nos pasábamos horas comentando nuestras vidas y descubriendo, incluso, las similitudes que compartían nuestros respectivos lugares de origen. De hecho, lo verificamos en internet y encontramos que tanto Armenia (Antioquia), su pueblo natal, como Belalcázar, en donde estaba, tenían ciertas características en común. Ambas poblaciones se encuentran sobre la cresta de la cordillera, y sus paisajes son tan impresionantes que ambas son conocidas por su vista panorámica. Armenia es conocida como "el balcón de Antioquia" y Belalcázar como "el balcón del paisaje". Ambas localidades tienen un clima sorprendentemente parecido: bastante frío, aunque con cambios repentinos que lo hacen muy agradable. Otra curiosidad que descubrimos es que la distancia de Medellín a Armenia y de Pereira a Belalcázar es la misma, apenas 49 kilómetros. Además, en su momento de mayor esplendor, ambas localidades llegaron a contar con alrededor de 14,000 habitantes, aunque hoy día, su población se reduce a poco más de 5,000.

Este paralelo entre nuestros pueblos no dejaba de sorprendernos. Las coincidencias en nuestras historias, nuestros sentimientos y hasta las características geográficas de nuestros orígenes comenzaron a parecer un testimonio de que la vida tiene formas misteriosas de unir a las personas.

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Las similitudes entre ella y yo, entre sus vivencias y las mías, parecían no tener fin. Y así, día tras día, nos conocíamos más y más, creando una conexión que, con el paso del tiempo, se fue fortaleciendo, como si estuviéramos destinados a encontrarnos.

En los últimos años, Belalcázar ha ganado reconocimiento por albergar un monumento único en el mundo: el Cristo Rey, el más alto de todos, con 45.5 metros de altura desde su base. A diferencia de otros conocidos, como el famoso Cristo de Río de Janeiro, este permite a los visitantes ingresar y subir hasta la cabeza de la estatua. Desde allí, se puede disfrutar de una vista panorámica de 360 grados, que abarca cuatro departamentos y doce municipios. Lo más fascinante, sin embargo, es la disposición de los valles que se observan desde esa altura. A su izquierda, se extiende el valle del río Risaralda, que se desplaza de norte a sur y el valle del río Cauca serpentea a lo largo de su margen derecha de sur a norte. Este contraste geográfico es tan único como impresionante. Además, la región ha experimentado un auge en los emprendimientos locales, lo que hace que los fines de semana la población flotante se incremente considerablemente. La Semana Santa en vivo es otro de los grandes atractivos del municipio, reconocida en la región por la devoción y la intensidad de las celebraciones, convirtiéndose en un motivo principal para visitar Belalcázar, especialmente durante esos días de fervor religioso. Mientras tanto, con Claquial, las conversaciones seguían siendo un refugio constante de conexión.

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Una de nuestras actividades fue hacer un inventario de nuestras familias, registrando sus nombres y edades. Las conversaciones, que fluían como un río interminable de anécdotas y reflexiones, a menudo se prolongaban hasta altas horas de la madrugada, sin que ni el tiempo ni el cansancio lograran interrumpirlas. Sentíamos que, a pesar de todo, el tiempo nunca era suficiente para abarcar todos los temas y recuerdos que teníamos para compartir.

El jueves 12 de marzo comenzó con un día lleno de trabajo práctico. Estuve ayudando a mi anfitrión a solucionar unos pequeños fallos en uno de sus vehículos, lo cual nos ocupó gran parte del día. El momento culminante llegó por la tarde, cuando un mecánico reconocido del lugar, Chispas, se unió a nosotros para dar una mano con los arreglos. Después de tomar un café con Doña Isabelita y Don Mario en la droguería, recibí una llamada de Claquial. Decidí poner el altavoz para que mi anfitrión y los demás presentes pudieran escuchar la energía de su voz. La conversación comenzó de una manera inesperada, con Claquial llamándome con su tono cariñoso y familiar:

—¡Hola, negrito! Te habla esta paisita que te adora. Quiero preguntarte algo: sé que estás sin dinero y quiero enviarte algo para que tengas, y así puedas colaborar con tu anfitrión. ¿Cuánto te envío?

Le contesté agradeciéndole de antemano su generoso gesto, pero le expliqué que sería muy imprudente de mi parte decirle una cifra. Le aseguré que lo que tuviera a bien enviarme sería recibido con gratitud. Inmediatamente solicitó el número de cuenta, prometiendo que en la mañana realizaría la consignación.

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Esa noche, nuevamente entablamos una conversación amena y enriquecedora, llena de temas desconocidos para ambos, lo cual hacía que cada charla fuera más profunda y significativa. Fue esa noche cuando recibí las primeras fotos de Claquial, tomadas frente a un espejo en la sala de su casa. En ese momento me comentó que había decidido cancelar un viaje a México que había planeado con su hija y nieto para ese fin de semana. Afortunadamente, tomó la decisión de no viajar, ya que, justo en esos días, los países comenzaron a cerrar aeropuertos y confinar a sus habitantes debido a lo que, en ese entonces, se conocía como la pandemia. En ese momento, nadie tenía idea de las dimensiones de lo que estaba por ocurrir, ni de las decisiones que los que controlan el destino global ya tenían planeadas.

A la mañana siguiente, la plataforma del banco me notificó que había recibido una consignación. Como ya sabía de dónde procedía, no dudé en llamarla para agradecerle profundamente por su noble y invaluable gesto. Al instante, procedí a retirar el dinero y comprar los insumos necesarios para los próximos días en casa de mi anfitrión.

Ese fin de semana, específicamente el domingo, fuimos a El Madroño después del almuerzo. Todo transcurría con calma y bien, hasta que al final de la tarde, mi anfitrión se mostró visiblemente molesto porque no quise adentrarme en un pequeño monte para llegar a un despeje desde donde se podía disfrutar de un paisaje espectacular. Según él, era casi obligatorio hacerlo, pues si íbamos hasta allí, ¿para qué no disfrutar de esa vista impresionante? Aunque comprendía su entusiasmo por el paisaje, me sentía agotado y no compartía la misma urgencia por hacerlo. Al final, la pequeña discusión dejó una sensación extraña en el aire, aunque no fue algo que opacara por completo el día.

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La semana siguiente viajé a Pereira para comprar insumos esenciales para la droguería de Doña Isabelita, ya que algunos productos empezaban a escasear debido a los problemas logísticos derivados de la supuesta pandemia. Al regresar, se decretó el primer confinamiento total, el cual se extendería hasta el 13 de abril, lo que hacía imposible salir de la zona, al menos hasta esa fecha. Esto interrumpió nuestras expectativas de salir a principios de abril, como habíamos planeado con Claquial durante nuestras largas y extensas conversaciones diarias, que a menudo se extendían hasta el amanecer. Cada vez que hablábamos, la emoción crecía más, y el deseo de reencontrarnos se volvía nuestra mayor prioridad. Sin embargo, ahora parecía que ese encuentro estaba completamente embolatado.

En momentos como estos, recordé una lección importante: cuando Dios cierra una puerta, no debemos intentar abrirla, y cuando Él abre una, no debemos intentar cerrarla. En este caso, otro episodio tuvo lugar en el que solo la mano de Dios pudo intervenir a mi favor, como les contaré más adelante.

Mientras tanto, mi relación con mi anfitrión navegaba por aguas muy cambiantes. En algunos días la convivencia era excelente, llena de comprensión y armonía; pero en otros, la situación se complicaba por los reproches constantes debido a mi falta de adhesión a sus instrucciones rigurosas, incluso para las tareas más simples, como los pasos para hacer el arroz.

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Como debía preparar las comidas cada dos días, me encontraba bajo una presión constante para seguir sus indicaciones al pie de la letra. Afortunadamente, podía contar con la orientación de Claquial, quien, siempre amable, me daba las instrucciones precisas para cumplir con ese encargo sin generar conflictos innecesarios.

Los días pasaban lentamente, el ambiente se volvía cada vez más tenso y cargado. La gente comenzaba a encerrarse en sus hogares, con un ambiente de incertidumbre que auguraba que el confinamiento no sería algo temporal, sino que se prolongaría por un período considerable. Por fortuna el 27 de marzo, conocí la bendición "Urbi et Orby" del papa Francisco y fuera de conocerla, la puse en practica; por lo que no sufrí el aislamiento que la mayoría de población padeció; más adelante les daré detalles. La situación se tornaba cada vez más incómoda, pero en medio de la tormenta, el pensamiento de volver a ver a Claquial me ofrecía una luz de esperanza, un faro en medio de la aparente oscuridad.

El sábado 4 de abril, exactamente 33 años después de aquel encuentro inicial en Bogotá con el ser que me inició en el espiritualismo, tomé una decisión sin una razón aparente, pero que pronto cobraría su propio sentido. Decidí bajar al pueblo alrededor de las dos de la tarde. No tomé la ruta habitual a través del barrio Miraflores, sino que elegí un camino alternativo, bajando unos metros para tomar la carretera que viene desde Manizales. Al tomar la vía, vi a dos hombres descansando sobre un pequeño muro de una terraza, conversando animadamente. Uno de ellos era el dueño de los camiones que transportaban plátano hacia diversas partes, incluyendo Medellín: el señor Germán Restrepo. Decidí acercarme y saludar. Don Germán, al verme, me preguntó si nos conocíamos de algún lado y en qué podía ayudarme.

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Le expliqué que trabajaba en la droguería de Isabelita y que necesitaba viajar a Medellín. Le pregunté si había alguna posibilidad de embarcarme en uno de sus camiones en los próximos días. Su respuesta fue directa y rotunda: "No es posible. Está prohibido llevar pasajeros, bajo pena de una multa de un millón de pesos, y están haciendo retenes en todas partes para controlar a los que incumplen."

Aunque me dio la respuesta negativa, me quedé un rato más en el lugar. Así que me involucré en la conversación. Pasaron más de 30 minutos y, para mi sorpresa, apareció un conductor muy conocido en la zona, a quien llamaban "Kiko". Venía de regreso de un viaje y saludó a Germán dándole un breve informe sobre su recorrido.

Después de unos minutos, Germán le hizo una pregunta que cambiaría todo: "¿Qué posibilidad hay de que lleves a este señor hasta Medellín la próxima semana?" Kiko, al principio un poco sorprendido por la solicitud, le respondió con una sonrisa de complicidad, asegurando que no habría problema en llevarme, aunque sabían que la situación con las restricciones era delicada.

"Si usted lo ordena, no hay ningún problema", respondió Kiko, el conductor, con una cierta tranquilidad. "Usted sabe cómo están las cosas con lo de los pasajeros. Pero, si le parece, lo camuflamos en el camarote. Intercambiamos números de teléfono y coordinamos la salida."

Así lo hicimos, y acordamos que el próximo lunes, en la tarde o noche, estaríamos viajando. Nos despedimos y, con el hombre que había hecho el ofrecimiento de acercarme al pueblo, me dirigí a la droguería para informar a Isabelita y a las personas que se encontraban allí sobre mi próximo viaje.

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Todos, sorprendidos, pensaban que el ofrecimiento de Germán había sido simplemente para salir del paso, ya que las condiciones no eran las mejores, y con la pandemia en pleno auge, muchos dudaban que se atrevieran a arriesgarse a romper las restricciones de la cuarentena, que según las autoridades, terminarían el 13 de abril.

Desde allí, llamé a Claquial para informarle del viaje. Su euforia fue palpable; desde ese momento, todas nuestras conversaciones giraron en torno a cómo sería ese encuentro tan esperado y lo que nos depararía el futuro. Las semanas de incertidumbre, de conversaciones largas y emocionadas, se estaban transformando en una realidad.

El domingo, me contacté nuevamente con "Kiko", quien me confirmó que el lunes saldríamos a eso de las siete de la noche, como habíamos planeado. Mientras tanto, mi anfitrión, preocupado, comenzaba a dudar. Le rondaba la incertidumbre de qué pasaría si no había buena química con Claquial, si las cosas no salían como esperábamos. A pesar de sus temores, yo alisté rápidamente una maleta pequeña y un maletín de mano con ropa suficiente para pasar allí unas cuantas semanas, ya que se preveía que la pandemia duraría mucho más de lo esperado.

Finalmente, el lunes 6 de abril, a las siete de la noche, partimos. La primera sorpresa fue que justo acababan de inaugurar un nuevo túnel que recortaba considerablemente el camino entre el eje cafetero y Medellín. El conductor, sonriente, me comentó que estaríamos llegando a la Mayorista a eso de la una de la mañana.

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Inmediatamente, le avisé a Claquial. Al escuchar la hora de llegada, su preocupación creció. No se atrevía a salir a recogerme a esas horas tan tardías, temiendo la inseguridad y las complicaciones de la noche.

Durante el viaje, la carretera parecía estar exclusivamente ocupada por tractomulas, doble troques, camiones y turbos. No encontramos ni un solo bus ni vehículos particulares. Esta situación, aunque atípica, favoreció el desplazamiento, ya que la ausencia de tráfico particular hizo que el viaje fuera mucho más rápido. Aproveché para llamar a Eduardo, mi hermano, para contarle lo sucedido. Él, incrédulo y preocupado, no podía creer que me hubiera arriesgado a viajar bajo esas circunstancias. Me comentó que todo estaba paralizado y que, en el peor de los casos, si la señora no me recibía o me echaba después de unos días, él no podría ayudarme debido a las circunstancias que estábamos viviendo. Además, me recordó que en la entrada a Medellín había controles estrictos y que no permitían el acceso, bajo la amenaza de permanecer en aislamiento por un tiempo. Sin embargo, para mi sorpresa, nada de esto ocurrió. Pasamos todos los controles sin el más mínimo inconveniente, como si la situación no me afectara en absoluto. Fue como si me hubiese vuelto invisible para las autoridades.

Finalmente, llegamos a la Mayorista a las doce y media de la noche. Inmediatamente, me comuniqué con Claquial, quien me pasó varios números de empresas de taxi. Sin embargo, ninguna de ellas respondió. El tiempo pasó y, dado que no tenía otra opción, tuve que esperar pacientemente a que algún taxi apareciera.

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Hacia las tres de la mañana, finalmente, uno llegó. El conductor me llevó a casa de Claquial, y el recibimiento que me ofreció fue más que cordial, casi como si todo hubiera sido diseñado para ser memorable. Fue un momento maravilloso, por no decir que inolvidable, pero lo que ocurrió a continuación aún me dejó perplejo.

Mientras conversaba con mi anfitriona, quien estaba tan feliz como yo de nuestro reencuentro, recibí un mensaje de texto de Bancolombia. Eran las 4:43 am, y el mensaje indicaba que acababan de depositar en mi cuenta la suma de 160.000 pesos. En ese momento, no pude evitar sentir que algo mucho más grande que una simple coincidencia estaba ocurriendo. El hecho de que esa cantidad exacta llegara a mi cuenta en ese preciso instante, justo cuando más lo necesitaba, me pareció un claro signo de intervención divina. No tenía ninguna explicación lógica para ello, pero no podía dejar de pensar en el impacto de ese gesto en ese momento tan crucial de mi vida.

En la mañana, retiré el dinero y llamé al presidente del consejo en Belalcázar para preguntarle si habián iniciado el pago de la cuota del adulto mayor. Me comentó que aún no se había comenzado a pagar, pues seguía haciendo fila para ingresarme al sistema. Unas semanas después, el gobierno nacional anunció que otorgaría un auxilio llamado "Ingreso Solidario", que comenzó a ser entregado el 22 de abril de 2020. Recibí dicho auxilio de manera puntual durante casi tres años, un aporte que, sin duda, ayudó a solventar en algo mi estadía en esta ciudad. Es importante señalar que generalmente nadie recibe un depósito bancario tan temprano en la madrugada, viniendo de un organismo de estado, aún conservo el mensaje como prueba de un hecho que muchos considerarían una casualidad difícil de explicar. Y lo más sorprendente es que este depósito se realizó dos semanas antes de que se iniciara oficialmente el programa de Ingreso Solidario.

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El ocho de abril, fecha en la que celebramos el cumpleaños de Claquial, decidimos conmemorar el día de manera íntima, solo los dos, ya que nadie se atrevía a salir de sus casas. Las autoridades, que habían anunciado comparendos para quienes incumplieran las normas de aislamiento, mantenían una vigilancia estricta. Sin embargo, nosotros no dejamos de salir, incluso sin tapabocas, sin que en ningún momento las autoridades nos detuvieran o nos increparan. Algunos transeúntes ocasionales nos miraban con desconfianza, llamándonos irresponsables por no llevar el tapabocas, pero nosotros, con una actitud tranquila y firme, no prestábamos atención a esos comentarios.

Cuando se implementó el pico y cédula para ingresar a los centros comerciales, la cédula de Claquial termina en 5 y la mía en 4. De acuerdo con la normativa, solo uno de los dos podría ingresar en cualquier momento. Claquial, muy astuta, explicó a los encargados de la entrada que yo sufría mareos y que podía caerme, por lo que necesitaba su ayuda. Al día siguiente, la situación era invertida, y con la misma astucia, Claquial consiguió que me dejara ingresar, permitiéndole a ella entrar. Esta pequeña estrategia de persuasión fue muy efectiva durante todo el tiempo que duró el confinamiento..

Una vez, mientras transitábamos por la calle, nos encontramos con un agente de policía muy joven, de baja estatura y muy delgado, quien nos pidió la cédula.

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Sin inmutarse, Claquial le respondió con una sonrisa irónica: "¿No le da pena pedirme la cédula a mí, que soy una anciana? Yo debería ser la que le pida la cédula a usted, porque dudo que usted sea mayor de edad". Las personas cercanas no pudieron evitar reírse ante su respuesta, y ante la risa generalizada, el agente desistió de su propósito, sin decir una palabra más.

Aprovecho este momento para expresar mi más profundo agradecimiento, en primer lugar, al Ser Supremo y, seguidamente, a CLAQUIAL, quien desempeñó un papel fundamental no solo en la confección de estas "memorias", sino también en la creación de los sitios web dedicados a la difusión de los cinco libros que presenté en las páginas anteriores, libros que no deben ser perdidos bajo ningún concepto. Gracias a su apoyo y generosidad, en tiempo récord logramos que estos sitios vieran la luz. Estoy seguro de que Dios le recompensará abundantemente, colmándola de paz interior, salud física y mental al igual que recursos por siempre y para siempre.

Retomando los últimos párrafos de  "Mis últimos 50 años", debo decir que para nosotros el miedo fue, sin duda, el más fiel compañero de la llamada pandemia. Nos aferramos a la bendición "urbi et orbi" que el Papa Francisco celebró el 27 de marzo de 2020, durante la cual repitió en cinco ocasiones: (Minuto 2:50 - 5:55 - 7:15 - 10:55 - 15:20) "¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?". A continuación les dejo el link  de Youtube para que lo constaten : https://youtu.be/FprLRh1-J8c?si=bWMS9N81tB5P4wk2 En esos días, la mayoría de la población parecía haber olvidado cosas básicas que inicialmente se dijeron sobre el virus, como, por ejemplo, que el 80% de la población no experimentaría mayores efectos, incluso muchos serían portadores asintomáticos, un 15% sentirían ardor de garganta y algo de fiebre, y solo el 5% necesitarían hospitalización. Curiosamente, el 80% de la población mundial tiene sangre tipo O, el 15% tipo AB y B, y solo el 5% tipo A.

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MIS ÚLTIMOS 50 AÑOS           1971 – 2021           CARLOS CAMPOS COLEGIAL

Por otro lado, la OMS había declarado previamente que, para considerar un brote como pandemia, se debía dar una tasa de mortalidad de al menos el 1% de la población. Sin embargo, en este caso, la tasa de mortalidad apenas alcanzó el 0.2%. Haciendo una comparación, de acuerdo con estos datos, deberían haber muerto el equivalente a la población de Colombia y Venezuela juntas. Sin embargo, la cifra final de fallecimientos se redujo a lo que equivaldría a la población de Medellín y su área metropolitana. Este contraste resalta las preguntas y las incongruencias que muchas veces quedaban al margen, mientras la incertidumbre reinaba en la sociedad.

Termino estos "Mis últimos 50 años" dándole la razón al gobierno de Venezuela, cuando en una ocasión, la vicepresidenta anunció: "Buenos días. De acuerdo a lo que decretó el presidente, corresponde a la semana libre, el virus será pausado a partir de mañana hasta el domingo, o sea que que están libres pueden salir a la calle, no van a tener problemas de contagio, ni nada porque ellos firmaron convenio con ese virus" https://youtube.com/shorts/u5jlR4q2HzI?si=KfyTKr2PIBNYItwu

Nuevamente, el domingo siguiente, habría que usar tapabocas y seguir todas las demás medidas. Esta situación me recordó mucho  lo que sucedió a nivel mundial, cuando, al no poder mantener el ritmo de vacunación, de repente, el virus "desapareció" y todo volvió a la "normalidad". Ahora el uso del tapabocas es opcional, y el carnet de vacunación, que en su momento fue obligatorio, ha quedado en desuso total. A pesar de esto, siempre hay alguien, miedoso, que aún está pendiente de aplicarse una nueva dosis. Pero, recordemos siempre que el miedo es nuestro peor enemigo.

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Quiero concluir con dos afirmaciones que debemos tomar como fundamento en nuestras vidas: somos eternos y todo es perfecto, exacto y automático. Cuando logremos entender y asimilar estas verdades, habremos avanzado enormemente en nuestro corto paso por este planeta.

No puedo dejar de recordar la frase que el Papa Francisco repitió cinco veces durante su bendición "urbi et orbi" del 27 de marzo de 2020, una frase que fue fundamental en medio de lo que muchos mal llamaron "pandemia". Otros más acertadamente la han denominado "plandemia", porque realmente, eso fue. La frase inolvidable:

"¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?"

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