MIS ÚLTIMOS 50 AÑOS 1971 – 2021 CARLOS CAMPOS COLEGIAL
Durante la conversación, que se extendió hasta las nueve de la noche, descubrimos otras coincidencias. Ambos habíamos nacido un día miércoles y teníamos el mismo tipo de sangre, O negativo. Además, éramos del mismo año (1959): ella el 8 de abril y yo el 4 de noviembre.
Al mirar la placa de su carro, 824, nos dimos cuenta de que el número nuevamente hacía referencia a la fecha de nuestro nacimiento, separada por el dos, que podría indicar el número de personas involucradas.
Pero también era la fecha de nacimiento de mi única nieta, Natalia (agosto 24). A lo que ella, como si nada, añadió que su única hija también se llama Natalia nacida en mayo de 1979, mi hijo mayor, Carlos Eduardo nacido en agosto de 1979.
Ambos, además, habíamos perdido a ambos padres, y como si fuera poco, también habíamos perdido a un hermano menor: en mi caso, César Enrique; en el suyo, Rubén Darío.
A las nueve de la noche, me llevó a la estación suramericana, pasando por su apartamento, que estaba a la vuelta de donde habíamos departido. Le había comentado que en la mañana saldría para Belalcázar y me alojaría en casa del señor mormón. Nos mantendríamos en comunicación, y muy seguramente regresaría en los próximos días, aunque no sabía que se estaba gestando un encierro mundial disfrazado de pandemia.
El miércoles 10 de marzo, a las siete de la mañana, tomé el bus 4030 de la Flota Occidental en la estación La Estrella. Mi hermano, esa noche, me había dado para el pasaje y 100 mil pesos más para imprevistos. Llevaba una hora escasa de viaje cuando recibí una llamada de Juan Carlos, mi segundo hijo, quien me dijo lo siguiente:
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—Te llamo para pedirte el favor de elevar una oración, para por lo menos conservarle la vida a mi mamá. En estos momentos está entrando al quirófano para una cirugía de altísimo riesgo, y no hay posibilidades de que salga, al menos con algunos sentidos funcionando. Le van a extraer un tumor alojado entre los dos hemisferios cerebrales. La familia tuvimos que firmar unos documentos, asumiendo que muy probablemente no saldrá con vida, y si lo hace, quedará ciega, muda, sorda y sin poderse desplazar. Inmediatamente le respondí:
—Tu mamá no solo saldrá viva de la cirugía, sino completamente saneada, para gloria de Dios Padre le afirmé.
Juan Carlos trató de molestarse por mi actitud, pero le reforcé mi afirmación:
—Por favor, me llamas cuando salga del quirófano para que me confirmes lo que te estoy afirmando.
Se despidió, no muy convencido, y sin saber la promesa del Eterno que me había hecho 10 días antes. Por ello, entendí que no basta con creer en Dios; es necesario creerle a Dios.
Llegué al cruce de Belalcázar a las dos de la tarde. Inmediatamente, un amigo que venía de Pereira, muy amablemente, se ofreció a llevarme hasta el pueblo. Cuando faltaban pocos kilómetros para llegar, recibí nuevamente una llamada de Juan Carlos, esta vez gratamente sorprendido, junto con el equipo médico, porque la cirugía había sido un total éxito. Contra todos los pronósticos, su madre, de 78 años, no solo había superado la cirugía, sino que, al ingresarla en la UCI, no hubo necesidad de intubarla.
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Cuando despertó, lo hizo con todas sus funciones totalmente normales. Todos en la clínica hablaban de un auténtico milagro, y no era para menos. Pocos días después, abandonó la clínica por sus propios medios y reanudó todas sus actividades, como si nada hubiera ocurrido.
El señor mormón me esperaba en la Plazuela Córdoba. Me despedí de Mario, el amigo que me había recogido en el cruce, y junto al señor mormón nos dirigimos a su residencia, donde me esperaba una habitación sencilla, austera y limpia.
Descargué la maleta y, después de conversar sobre el viaje con el anfitrión, le compartí 50 mil pesos de los 100 que mi hermano me había dado. Fuimos al pueblo, y el señor mormón procedió a hacer una transferencia a su familia en Facatativá. Aproveché para comprar algunas cosas y entregar los piononos que había traído a Doña Isabelita y Don Mario, quienes habían sido muy generosos conmigo. El pionono para el señor mormón ya lo había dejado en su casa.
La comunicación con Claquial fue constante durante todo el viaje. Cada vez que llegaba a casa por la noche, aprovechaba para llamarle, en una oportunidad pasé el teléfono a mi anfitrión, los presenté y sostuvo con ella una amena charla. Me retiraba a descansar, aunque no sin antes mantener una prolongada conversación con Claquial, en la que iban surgiendo cada vez más coincidencias entre nosotros. Llegamos al punto en que ella, con una risa cómplice, afirmó que éramos almas gemelas. Aquella afirmación quedó resonando en mi mente mucho tiempo después de colgar.
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El miércoles 11 de marzo estuvo marcado por un acontecimiento sumamente especial. Durante una de las muchas llamadas del día, Claquial pronunció por primera vez un "te amo", dejándome completamente sorprendido y con el corazón a mil. La sinceridad con que lo dijo me atravesó profundamente. Aquel día, me dirigí al pueblo para adelantar algunas tareas con Aicardo y reunirme con muchas personas con las que había tenido contacto durante mi estadía en la droguería, incluida Doña Isabelita. La comunicación con Claquial seguía siendo fluida y constante.
Sin duda, se puede imaginar cuánto tiempo se necesita para contar las historias más relevantes de los últimos cuarenta años, pero lo más fascinante fue que ella tenía algunas de las historias más extraordinarias que un ser humano puede vivir, y para mí, estas me resultaban completamente ajenas. Mi vida siempre se había desarrollado en un entorno muy diferente al suyo en todos los sentidos.
Nos pasábamos horas comentando nuestras vidas y descubriendo, incluso, las similitudes que compartían nuestros respectivos lugares de origen. De hecho, lo verificamos en internet y encontramos que tanto Armenia (Antioquia), su pueblo natal, como Belalcázar, en donde estaba, tenían ciertas características en común. Ambas poblaciones se encuentran sobre la cresta de la cordillera, y sus paisajes son tan impresionantes que ambas son conocidas por su vista panorámica. Armenia es conocida como "el balcón de Antioquia" y Belalcázar como "el balcón del paisaje". Ambas localidades tienen un clima sorprendentemente parecido: bastante frío, aunque con cambios repentinos que lo hacen muy agradable.
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Otra curiosidad que descubrimos es que la distancia de Medellín a Armenia y de Pereira a Belalcázar es la misma, apenas 49 kilómetros. Además, en su momento de mayor esplendor, ambas localidades llegaron a contar con alrededor de 14,000 habitantes, aunque hoy día, su población se reduce a poco más de 5,000.
Este paralelo entre nuestros pueblos no dejaba de sorprendernos. Las coincidencias en nuestras historias, nuestros sentimientos y hasta las características geográficas de nuestros orígenes comenzaron a parecer un testimonio de que la vida tiene formas misteriosas de unir a las personas.
Las similitudes entre ella y yo, entre sus vivencias y las mías, parecían no tener fin. Y así, día tras día, nos conocíamos más y más, creando una conexión que, con el paso del tiempo, se fue fortaleciendo, como si estuviéramos destinados a encontrarnos.
En los últimos años, Belalcázar ha ganado reconocimiento por albergar un monumento único en el mundo: el Cristo Rey, el más alto de todos, con 45.5 metros de altura desde su base. A diferencia de otros conocidos, como el famoso Cristo de Río de Janeiro, este permite a los visitantes ingresar y subir hasta la cabeza de la estatua. Desde allí, se puede disfrutar de una vista panorámica de 360 grados, que abarca cuatro departamentos y doce municipios. Lo más fascinante, sin embargo, es la disposición de los valles que se observan desde esa altura. A su izquierda, se extiende el valle del río Risaralda, que se desplaza de norte a sur y el valle del río Cauca serpentea a lo largo de su margen derecha de sur a norte. Este contraste geográfico es tan único como impresionante.
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Además, la región ha experimentado un auge en los emprendimientos locales, lo que hace que los fines de semana la población flotante se incremente considerablemente. La Semana Santa en vivo es otro de los grandes atractivos del municipio, reconocida en la región por la devoción y la intensidad de las celebraciones, convirtiéndose en un motivo principal para visitar Belalcázar, especialmente durante esos días de fervor religioso. Mientras tanto, con Claquial, las conversaciones seguían siendo un refugio constante de conexión.
Una de nuestras actividades fue hacer un inventario de nuestras familias, registrando sus nombres y edades. Las conversaciones, que fluían como un río interminable de anécdotas y reflexiones, a menudo se prolongaban hasta altas horas de la madrugada, sin que ni el tiempo ni el cansancio lograran interrumpirlas. Sentíamos que, a pesar de todo, el tiempo nunca era suficiente para abarcar todos los temas y recuerdos que teníamos para compartir.
El jueves 12 de marzo comenzó con un día lleno de trabajo práctico. Estuve ayudando a mi anfitrión a solucionar unos pequeños fallos en uno de sus vehículos, lo cual nos ocupó gran parte del día. El momento culminante llegó por la tarde, cuando un mecánico reconocido del lugar, Chispas, se unió a nosotros para dar una mano con los arreglos. Después de tomar un café con Doña Isabelita y Don Mario en la droguería, recibí una llamada de Claquial. Decidí poner el altavoz para que mi anfitrión y los demás presentes pudieran escuchar la energía de su voz. La conversación comenzó de una manera inesperada, con Claquial llamándome con su tono cariñoso y familiar: —¡Hola, negrito! Te habla esta paisita que te adora.
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Quiero preguntarte algo: sé que estás sin dinero y quiero enviarte algo para que tengas, y así puedas colaborar con tu anfitrión. ¿Cuánto te envío?
Le contesté agradeciéndole de antemano su generoso gesto, pero le expliqué que sería muy imprudente de mi parte decirle una cifra. Le aseguré que lo que tuviera a bien enviarme sería recibido con gratitud. Inmediatamente solicitó el número de cuenta, prometiendo que en la mañana realizaría la consignación.
Esa noche, nuevamente entablamos una conversación amena y enriquecedora, llena de temas desconocidos para ambos, lo cual hacía que cada charla fuera más profunda y significativa. Fue esa noche cuando recibí las primeras fotos de Claquial, tomadas frente a un espejo en la sala de su casa. En ese momento me comentó que había decidido cancelar un viaje a México que había planeado con su hija y nieto para ese fin de semana. Afortunadamente, tomó la decisión de no viajar, ya que, justo en esos días, los países comenzaron a cerrar aeropuertos y confinar a sus habitantes debido a lo que, en ese entonces, se conocía como la pandemia. En ese momento, nadie tenía idea de las dimensiones de lo que estaba por ocurrir, ni de las decisiones que los que controlan el destino global ya tenían planeadas.
A la mañana siguiente, la plataforma del banco me notificó que había recibido una consignación. Como ya sabía de dónde procedía, no dudé en llamarla para agradecerle profundamente por su noble e invaluable gesto.
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Al instante, procedí a retirar el dinero y comprar los insumos necesarios para los próximos días en casa de mi anfitrión.
Ese fin de semana, específicamente el domingo, fuimos a El Madroño después del almuerzo. Todo transcurría con calma y bien, hasta que al final de la tarde, mi anfitrión se mostró visiblemente molesto porque no quise adentrarme en un pequeño monte para llegar a un despeje desde donde se podía disfrutar de un paisaje espectacular. Según él, era casi obligatorio hacerlo, pues si íbamos hasta allí, ¿para qué no disfrutar de esa vista impresionante? Aunque comprendía su entusiasmo por el paisaje, me sentía agotado y no compartía la misma urgencia por hacerlo. Al final, la pequeña discusión dejó una sensación extraña en el aire, aunque no fue algo que opacara por completo el día.
La semana siguiente viajé a Pereira para comprar insumos esenciales para la droguería de Doña Isabelita, ya que algunos productos empezaban a escasear debido a los problemas logísticos derivados de la supuesta pandemia. Al regresar, se decretó el primer confinamiento total, el cual se extendería hasta el 13 de abril, lo que hacía imposible salir de la zona, al menos hasta esa fecha. Esto interrumpió nuestras expectativas de salir a principios de abril, como habíamos planeado con Claquial durante nuestras largas y extensas conversaciones diarias, que a menudo se extendían hasta el amanecer. Cada vez que hablábamos, la emoción crecía más, y el deseo de reencontrarnos se volvía nuestra mayor prioridad. Sin embargo, ahora parecía que ese encuentro estaba completamente embolatado.
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En momentos como estos, recordé una lección importante: cuando Dios cierra una puerta, no debemos intentar abrirla, y cuando Él abre una, no debemos intentar cerrarla. En este caso, otro episodio tuvo lugar en el que solo la mano de Dios pudo intervenir a mi favor, como les contaré más adelante.
Mientras tanto, mi relación con mi anfitrión navegaba por aguas muy cambiantes. En algunos días la convivencia era excelente, llena de comprensión y armonía; pero en otros, la situación se complicaba por los reproches constantes debido a mi falta de adhesión a sus instrucciones rigurosas, incluso para las tareas más simples, como los pasos para hacer el arroz.
Como debía preparar las comidas cada dos días, me encontraba bajo una presión constante para seguir sus indicaciones al pie de la letra. Afortunadamente, podía contar con la orientación de Claquial, quien, siempre amable, me daba las instrucciones precisas para cumplir con ese encargo sin generar conflictos innecesarios.
Los días pasaban lentamente, el ambiente se volvía cada vez más tenso y cargado. La gente comenzaba a encerrarse en sus hogares, con un ambiente de incertidumbre que auguraba que el confinamiento no sería algo temporal, sino que se prolongaría por un período considerable. Por fortuna el 27 de marzo, conocí la bendición "Urbi et Orby" del papa Francisco y fuera de conocerla, la puse en práctica; por lo que no sufrí el aislamiento que la mayoría de población padeció; más adelante les daré detalles. La situación se tornaba cada vez más incómoda, pero en medio de la tormenta, el pensamiento de volver a ver a Claquial me ofrecía una luz de esperanza, un faro en medio de la aparente oscuridad.
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El sábado 4 de abril, exactamente 33 años después de aquel encuentro inicial en Bogotá con el ser que me inició en el espiritualismo, tomé una decisión sin una razón aparente, pero que pronto cobraría su propio sentido. Decidí bajar al pueblo alrededor de las dos de la tarde. No tomé la ruta habitual a través del barrio Miraflores, sino que elegí un camino alternativo, bajando unos metros para tomar la carretera que viene desde Manizales. Al tomar la vía, vi a dos hombres descansando sobre un pequeño muro de una terraza, conversando animadamente. Uno de ellos era el dueño de los camiones que transportaban plátano hacia diversas partes, incluyendo Medellín: el señor Germán Restrepo. Decidí acercarme y saludar. Don Germán, al verme, me preguntó si nos conocíamos de algún lado y en qué podía ayudarme.
Le expliqué que trabajaba en la droguería de Isabelita y que necesitaba viajar a Medellín. Le pregunté si había alguna posibilidad de embarcarme en uno de sus camiones en los próximos días. Su respuesta fue directa y rotunda: "No es posible. Está prohibido llevar pasajeros, bajo pena de una multa de un millón de pesos, y están haciendo retenes en todas partes para controlar a los que incumplen."
Aunque me dio la respuesta negativa, me quedé un rato más en el lugar. Así que me involucré en la conversación. Pasaron más de 30 minutos y, para mi sorpresa, apareció un conductor muy conocido en la zona, a quien llamaban "Kiko".
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