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MIS ÚLTIMOS 50 AÑOS      1971 – 2021     CARLOS CAMPOS COLEGIAL

     Llegué a casa de Doña Flor y le aseguré que el miércoles por la mañana saldría de allí. Para tranquilizarla, le mencioné que Don Mario me había conseguido un lugar en Piedras (Tolima).

El lunes 2 de marzo, me dediqué a lavar mi ropa por la mañana. En la tarde, casi a las cuatro, decidí salir hacia Sabaneta.

     Tomé el metro y, entre la estación Sabaneta y La Estrella, una señora mayor, se sentó junto a mí, cuando había muchas sillas vacías. Ella comenzó a hablarme, mencionando que tenía una gran preocupación. No la dejé terminar y, con una sonrisa, le respondí: "Su situación es un caramelo frente a la mía, pues pasado mañana estaré literalmente en la calle, pero tengo la certeza de que algo sucederá y todo saldrá bien". La señora me pidió mi nombre y número de celular para dárselo a su hija Raquel, quien era muy caritativa y, según ella, seguramente podría ayudarme.

     Saqué el recorte de papel que siempre llevo conmigo, tomé un bolígrafo y anoté mi nombre y número de celular. Nos bajamos en la próxima estación, La Estrella, donde culmina el recorrido del metro. Nos despedimos, agradeciéndole a la señora por lo que pudiera colaborar conmigo. Después de la despedida, seguí mi camino hacia donde mi hermano, quien, al contarle lo sucedido, me dijo: "Venga, le saco una silla para que espere sentado a que lo llamen".

    En ese preciso momento, mi celular sonó con una llamada de un número desconocido. Al contestar, escuché una voz familiar: era nada menos que Raquel, la hija de la señora del metro. 

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   Ella, con mucha amabilidad, me pidió que le ampliara los detalles de mi situación para ver en qué me podía ayudar. Le expliqué que, a partir de pasado mañana, estaría en la calle, pero que aún guardaba una pequeña esperanza de que el viernes algo saliera en Bogotá, lo que me permitiría viajar esa misma noche.

   Raquel, muy comprensiva, me dijo: "Tengo un pequeño negocio en Caldas. Si te animas, puedes quedarte aquí después de que cierre, alrededor de las siete de la noche".

   Tengo una colchoneta y el local cuenta con un baño con ducha. A las siete de la mañana abro el negocio, por lo que necesitarás estar listo para salir a esa hora". Agradecido y sin pensarlo mucho, le confirmé que aceptaba de inmediato su generosa oferta. Me pidió que grabara su número y la llamara el miércoles cuando estuviera en la estación La Estrella para que ella pudiera guiarme a su negocio.

   Cuando le conté a mi hermano sobre la llamada, él, mirando la situación con una mezcla de incredulidad y simpatía, simplemente dijo: "Definitivamente, usted es como los gatos, siempre cae parado".

     Aproveché la ocasión para comentarle a Eduardo una parte muy importante de la profecía del domingo. Le dije lo siguiente: "Si en alguna ocasión, en adelante, usted sabe de alguien en la familia o algún conocido que esté gravemente enfermo, o que incluso los médicos ya hayan perdido la esperanza, por favor, dígales con firmeza que esa persona saldrá adelante contra todo pronóstico. Y en ese momento, hágamelo saber, porque debo hacer una petición al cielo, y esa persona va a sanar, para gloria del Padre Eterno. En otras palabras, ocurrirá un milagro, y será inmediato". Eduardo me escuchó atentamente, y aunque no dijo nada en ese momento, su mirada reflejaba una mezcla de sorpresa y esperanza.

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     El miércoles 4 de marzo, día del cumpleaños de Luz Marina, a las nueve de la mañana salí de Copacabana, justo después de un fuerte aguacero que cesó hacia las ocho. Mientras caminaba, me crucé con el amigo del hijo de Doña Flor, quien estaba entrando para ocupar el espacio que yo había tenido durante el último mes. Fue un breve intercambio de saludos, pero me quedé con la sensación de que todo estaba tomando su curso.

    Llegué a la estación La Estrella alrededor de las diez de la mañana. Llamé a Raquel, quien me pidió que la esperara unos diez minutos. Mientras esperaba, mi teléfono sonó. Era Don Mario Patiño, desde Belalcázar, quien me informó que me había consignado 50 mil pesos a mi cuenta. Le agradecí el gesto con calidez y corté la llamada rápidamente, pues una señora muy amable me hacía señas para que me acercara a ella.

    Nos saludamos cordialmente y, juntos, nos dirigimos a su pequeño negocio. Durante el trayecto, me hizo notar que la maleta que llevaba iba a ser un estorbo, ya que el local era bastante reducido. Le aseguré que solo dejaría lo necesario para esos dos días y que luego me dirigiría a donde mi hermano para dejar allí la maleta guardada.

    Así lo hice. Dejé en una bolsa plástica que la señora me facilitó una muda de ropa y los útiles de aseo. Luego me dirigí a donde mi hermano, quien al verme con la maleta me preguntó, un tanto preocupado: "¿Lo dejaron esperando? ¿Usted cree que está en el pueblo y aquí las cosas son iguales? ¿Y ahora qué va a hacer?"

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     Le respondí con calma: "Solo vengo a dejar la maleta porque allá estorba. De resto, todo sigue igual". Permanecí con él el resto del día, compartiendo algunas horas juntos. Pasadas las seis de la tarde, me despedí y me dirigí al nuevo lugar donde pasaría la noche. Hablé un poco con la señora antes de que cerrara su negocio, y cuando finalmente lo hizo, procedí a armar lo que en otras circunstancias llaman "el cambuche". A esa hora, ya no había nadie en el local, pero me sentí agradecido por el refugio temporal que me habían ofrecido.

     A las seis de la mañana, ya tenía todo listo. La colchoneta estaba doblada en su lugar, y esperaba con paciencia la apertura del negocio. Cuando la señora llegó junto con su esposo, me saludaron amablemente. Él se disculpó por las condiciones en las que me había hospedado, comentando que, según él, habían sido "condiciones extremas". Le respondí con una sonrisa y le aseguré que, en absoluto, no me sentía incómodo, sino más bien profundamente agradecido por no haberme dejado dormir en la calle.

     El señor, viendo mi disposición tranquila, me preguntó: "¿Hasta cuándo necesitas quedarte aquí antes de que se resuelva lo de Bogotá?" Le expliqué que, si no recibía noticias de allí, viajaría a Belalcázar el sábado por la mañana, pero que, si todo salía bien, permanecería solo dos días más.

     Con una actitud generosa, el señor me pidió que tomara mis pertenencias y me subiera a su carro, ya que tenía que hacer una llamada. Nos dirigimos hacia Sabaneta, donde nos esperaba un hombre dueño de un pequeño hostal.

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     El señor del carro le pagó 40 mil pesos por las dos noches que me quedaría allí. Después de la transacción, nos despedimos con una cordialidad que reflejaba la tranquilidad de haber encontrado una solución momentánea. Al llegar al hostal, el dueño me entregó dos llaves: una para la entrada principal y otra para la habitación número 3. Me explicó que el lugar era muy tranquilo, sin muchos huéspedes, solo algunos ocasionales, en su mayoría conductores conocidos.

    La casa estaba equipada con cámaras de seguridad por todos lados, lo cual me dio un sentimiento de seguridad. Además, me indicó que dentro de la casa había una pequeña oficina con algunos objetos de valor visibles, pero me tranquilizó al decirme que, por la zona y la vigilancia, no debía preocuparme.

   Aunque el lugar era sencillo, me sentí aliviado de contar con un techo sobre mi cabeza, por más que fuera por unas pocas noches. Era un refugio temporal en medio de la incertidumbre, y esa seguridad momentánea me permitió respirar un poco más tranquilo, mientras esperaba que se resolviera mi situación.

   Fui a recoger la maleta y la llevé al hostal, donde me dediqué un buen rato a ver televisión para distraerme antes de salir a almorzar, como solía hacer, en el negocio de mi hermano. Durante esos días, me mantuve intentando comunicarme con el sacerdote, pero sin éxito. Las llamadas no eran respondidas, lo que me llevó a descartar esa posibilidad por completo. De este modo, ya sin más opciones, decidí que lo mejor sería regresar a Belalcázar, así que llamé al "señor mormón" para aceptarle su ofrecimiento. Le confirmé que el sábado en la mañana estaría viajando.

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    Ya por la tarde del viernes 6 de marzo, después de almorzar, decidí ir al centro de Medellín para despedirme de los amigos que conocí a través del libro de Urantia. Ellos tienen su oficina cerca del edificio Coltejer, en el Centro Comercial Camino Real. Pasé primero por donde Javier Chaverra y Luis Ernesto Rodríguez, y luego, al final de la tarde, me encontré con Álvaro Montenegro después de que terminara su jornada de trabajo.

   Cuando nos sentamos a charlar, le expliqué que debía viajar al día siguiente porque ya había descartado la posibilidad de viajar a Bogotá. Le comenté también que el sacerdote no me había respondido las llamadas y que mi situación había cambiado. Fue en ese momento que Álvaro, al escucharme, me preguntó cuánto costaba la noche en el hostal. Le contesté que 20 mil pesos diarios, una tarifa bastante accesible para el tipo de lugar en el que me alojaba.

    Sin pensarlo mucho, Álvaro sacó de su bolsillo una pequeña libreta y, de ella, extrajo dos billetes de 20 mil pesos cada uno. Me los ofreció de inmediato, diciéndome con una sonrisa: "Paga la noche del sábado y del domingo, y acompáñame al culto dominical. Luego, puedes viajar el lunes por la mañana". Agradecí profundamente su gesto generoso y acepté encantado. Fue un alivio saber que tendría un techo seguro para esos dos días adicionales.

    Después de comer algo ligero, regresé a Sabaneta, donde mi hermano me esperaba. Le comenté lo sucedido y le informé que viajaría el lunes a primera hora, ya que, con la ayuda de Álvaro, tendría todo resuelto por el fin de semana. Agradecí enormemente la ayuda que me había brindado y sentí una gran paz al saber que no tendría que preocuparme por los próximos días.

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    Paralelamente, el universo había comenzado a tejer los hilos de un encuentro importante con Claquial de una manera bastante curiosa. Al iniciar la semana, su única hija, la había inscrito en Tinder, pero Claquial, al principio, no prestó mucha atención a la plataforma.

    Sin embargo, el sábado por la noche, su nieto adolescente, que debía pasar la noche en su casa, pidió prestado el celular de su abuela para revisar cómo iba con la página. Mientras revisaba los perfiles, descartando los varios candidatos que la habían contactado, Claquial se percató de lo que su nieto hacía y, con cierto tono serio, le llamó la atención, recordándole que era ella quien decidía a quién aceptar y a quién no.

    Fue entonces cuando, al observar mi perfil, lo encontró interesante y decidió darme "like". A la mañana siguiente, al revisar la aplicación como todos los días, me sorprendí al ver que había un nuevo "match". Revisé su perfil y, sintiendo la misma curiosidad, le di "like" de vuelta. De inmediato, me apareció el acceso al chat y le escribí un mensaje:

"Hola Claudia, ¿cómo estás? Si lo deseas, podemos comunicarnos por WhatsApp: 310. 630.xxxx. Gracias." El domingo, muy temprano, al revisar la página, encontré su respuesta: "Mi número es 313.805.xxxx"


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     Esperé hasta después de regresar del culto en la iglesia para llamarle. Ese día, Álvaro no pudo asistir al servicio porque amaneció con una fuerte gripe que le impidió hacerlo. Después de pasar por su casa, almorcé donde mi hermano y, alrededor de las cuatro de la tarde, me decidí a llamarla.

    Resulta que Claquial había quedado de almorzar con su hija y sus nietos, pero, por alguna razón, a última hora desistió de ir y decidió quedarse en casa. Cuando atendió la llamada, me comentó que si hubiera ido a la invitación, probablemente no nos habríamos comunicado.

   La charla transcurrió con gran fluidez. A diferencia de la mayoría de las personas, Claquial no hizo preguntas sobre mi estado laboral ni se dedicó a hacer un inventario de mi patrimonio. En cambio, me hizo mucho énfasis en un detalle que me sorprendió: era fumadora empedernida, consumiendo aproximadamente tres paquetes de cigarrillos al día, y lo hacía en cualquier lugar de su apartamento y en cualquier momento del día. Le respondí que no era un problema para mí, ya que no me incomodaba su hábito.

    A lo largo de la conversación, me destacó que le llamaba poderosamente la atención que no hubiera hecho alarde de propiedades ni de cargos importantes, algo que muchos suelen hacer en las primeras conversaciones. También le llamó la atención que no aceptara la propuesta de la señora del Masivo de Occidente para obtener el certificado de conductor de transporte de pasajeros.

Tocamos varios temas y, después de unos 45 minutos de charla, me dijo:

"Me interesa conocerle más. Mañana tengo algunas vueltas que hacer, pero estaré desocupada hacia las dos de la tarde. ¿Podríamos encontrarnos en Unicentro a las dos y media? ¿Sabe dónde está Unicentro?"

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     Le respondí que sí, que, de hecho, hace ocho días había estado en Laureles, en una invitación. Quedamos en encontrarnos allí, así que decidí quedarme un día más en el alojamiento. Lo hacía con gusto, ya que, después de mucho tiempo, no me encontraba con alguien del grupo del 2%, tan escaso como ya he mencionado.

    Nos despedimos con la promesa de vernos el día siguiente a las dos y media en Unicentro. Al llegar al negocio de mi hermano, le comenté lo sucedido, y le informé que viajaría el martes temprano.

    Llamé al señor del hostal para comentarle el cambio de planes respecto a mi salida. Me indicó que dejara el dinero correspondiente sobre el escritorio, el cual estaba justo frente a la habitación que ocupaba. Así lo hice el lunes por la mañana, y cuando me disponía a tomar el almuerzo, recibí una llamada de Claquial preguntándome dónde me encontraba. Le comenté que estaba en Sabaneta y me sugirió que tomara un bus de inmediato para encontrarme con ella en el centro comercial Oviedo. Me indicó en qué parada debía bajarme.

    Suspendí el almuerzo y salí a la esquina para esperar la buseta, que, como curiosidad, acababa de pasar. Cuando finalmente logré tomarla, nos tocó detenernos en todos los semáforos en rojo. Claquial, algo impaciente, me hizo un par de llamadas para saber por dónde iba. Ya cuando su paciencia estaba por colapsar y ella se disponía a marcharse (según me comentó después, nunca espera a nadie), finalmente llegué.

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    Nos saludamos y me preguntó qué quería tomar. Le respondí que un tinto, y salió hacia la caja para traerlo. Sin embargo, demoró más de lo normal, y en la mesa quedó reposando un jugo de naranja con muy poco contenido. Empecé a pensar que quizá no le había caído muy bien y había salido por otro lado, buscando el tinto. Sin atreverme a mirar hacia atrás, apareció visiblemente ofuscada, diciéndome que me tomara el tinto rápido porque tenía "pico y placa" después de las cuatro y debía salir de ese sector.

   Salimos a un lugar sobre la avenida Bolivariana, donde tenían mesas afuera del negocio. Nos ubicamos en una de ellas, pero la resolana de la tarde resultó molesta, por lo que decidimos cambiar de lugar. Al hacerlo, terminamos frente al parqueadero del lugar, donde la situación se calmó un poco, aunque la tensión seguía en el aire.

  Junto al carro de ella, se encontraba aparcado un vehículo con la placa 777. Al percatarse de ello, su estado anímico cambió completamente y me contó una historia relacionada con ese número y el cofre de las cenizas de su madre, quien había fallecido hacía doce años. A partir de ese momento, todo el encuentro se llenó de matices inimaginables, algo que nunca antes había experimentado en mí ya extensa vida.

   Le pregunté cuál era su número de vida, a lo que me respondió que era el 9. El mío es el 3. Inmediatamente caí en cuenta de que estábamos en el mes 3, y era el día 9. Momentos después, le hice notar que tanto su nombre como sus apellidos tenían cada uno siete letras.

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