MIS ÚLTIMOS 50 AÑOS 1971 – 2021 CARLOS CAMPOS COLEGIAL
Todos estos sitios están interconectados, por lo que, al ingresar a cualquiera de ellos, será posible visitar los demás sin dificultad, así como otros que estarán disponibles en su debido momento, como Mis últimos 50 años, Esperando a Mariana, Cosechás lo que Sembrás, El doble rasero de la Iglesia, Barrancabermeja Increíble, Agenda de un Gigoló y otros más.
El miércoles 29 de enero de 2020 llegó el momento de partir. Muy temprano en la mañana, salí del hotel para tomar el transporte hacia La Virginia, y de allí, un bus que me llevaría a Medellín. Hacia las siete de la mañana abordé un bus de la Flota Occidental con destino a Medellín, llegando finalmente alrededor de las cuatro de la tarde. Hubo algunos retrasos debido a arreglos en la vía. Al llegar a La Estrella, tomé el metro hasta Niquía y, luego, un alimentador que me dejó en Copacabana, llegando a casa de Doña Flor alrededor de las siete de la noche.
Al día siguiente, llamé a Luz Mercedes para informarle que ya había llegado. Inmediatamente me invitó a almorzar en un restaurante vegetariano, donde nos encontramos.
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Conversamos sobre temas diversos y disfrutamos de un almuerzo delicioso. Después de la comida, la acompañé a una librería donde adquirió algunos materiales que necesitaba. Salimos juntos, y me dejó en la estación del metro más cercana, donde nos despedimos cordialmente.
Aunque los ánimos de Luz Mercedes parecían bastante equilibrados, percibí que pertenecía a uno de los grupos del 49% que mencioné previamente. A pesar de que existía cierta química entre nosotros, pronto me di cuenta de que las expectativas y dinámicas se encuadraban dentro de ese grupo, lo que relegaba la química y las demás situaciones a un segundo plano. Después de despedirme de ella, continué mi jornada visitando a Eduardo en Sabaneta, donde pasé el resto de la tarde. Luego de comer, regresé a Copacabana, con la promesa de regresar dos días después para acompañar a mis dos hermanos menores en su cumpleaños.
Empecé a comunicarme con Masivo de Occidente, donde me informaron que en 15 días convocarían a una nueva incorporación de conductores. Me indicaron que debía enviar mi hoja de vida a un correo electrónico específico. Al día siguiente, me dirigí nuevamente a Sabaneta, donde pasé el día con mis hermanos menores y disfruté de un almuerzo delicioso antes de regresar a Copacabana.
Durante los días siguientes, dediqué mi tiempo a responder los Match en la página, con resultados bastante similares: la mayoría de las señoras pertenecían a los dos grupos del 49%. Sin embargo, la esperanza de poder comunicarme con alguien del grupo del 2% seguía viva en mí. Algo en mi interior me decía que, al igual que en otras ocasiones, era solo cuestión de esperar. Había tenido experiencias previas que me aseguraban que esta no sería la excepción.
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A diario, mantenía comunicación con al menos tres o cuatro señoras del área metropolitana de Medellín. Algunas de ellas estaban muy interesadas, otras no tanto, pero todas, sin excepción, pertenecían a uno de los grupos del 49%, los cuales no me interesaban en absoluto. A pesar de eso, seguía con la esperanza de encontrar a alguien diferente.
El jueves 13 de febrero, Masivo de Occidente convocó a una entrevista con la señora Andrea Ruiz en las instalaciones de la empresa, ubicadas cerca del terminal de transportes del sur. Después de pasar la entrevista, los seleccionados fuimos conducidos a una inducción general sobre la empresa.
El sistema está compuesto por 108 busetas operadas con gas natural y 257 operadores, de los cuales 251 trabajan en tres turnos, desde las 3:00 a.m. hasta la 1:00 a.m., cubriendo seis días a la semana, con un día de descanso que puede ser cualquier día de la semana. En este modelo de operación, el conductor no recibe dinero en efectivo, sino que se le proporciona la tarjeta cívica para realizar las transacciones. La música está prohibida en el vehículo bajo cualquier circunstancia, y el sistema de sonido solo se utiliza para emitir mensajes informativos. Además, está estrictamente prohibido el uso del celular durante el trabajo.
El conductor no debe bajarse del vehículo bajo ninguna circunstancia, ni siquiera en caso de accidente. También es obligatorio estar siempre uniformado y mantener una presentación impecable. Todos los viernes, la empresa distribuye la programación de los turnos para la próxima semana, permitiendo a los conductores planificar con antelación.
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Los seleccionados deben asistir a una preparación sobre el manejo de las diferentes rutas, donde se les paga un salario mínimo durante el proceso de capacitación. Tras el primer mes y, si son evaluados positivamente, el conductor recibe un salario básico de $1.230.348, más un incentivo de $220.873, además de las horas extras trabajadas.
Después de completar la preparación, los aspirantes se dirigen al patio de pruebas para realizar un ejercicio de manejo. Esta prueba consiste en guiar la unidad entre varios conos ubicados a una distancia muy precisa. Tocar uno de estos conos equivale a simular un accidente con un peatón, motociclista u otro vehículo. Al llegar al final de la fila de conos, el conductor debe retroceder la unidad y pasar nuevamente por entre ellos, regresando al punto de partida.
Al terminar la prueba, seleccionaron a 7 conductores para continuar con el siguiente paso: recorrer las calles de Medellín en una unidad. Durante esta prueba, el supervisor va evaluando el desempeño de cada uno, tomando el control en cualquier tramo. Aproximadamente una hora después, regresamos a la base, donde 5 de nosotros fuimos aprobados. Ahora estamos en espera de firmar contrato e iniciar el entrenamiento formal que durará un mes.
Salí de allí muy entusiasmado y con la seguridad de que sería llamado para comenzar el entrenamiento el siguiente lunes. Sin embargo, algo inusual ocurrió.
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Al día siguiente, la señora Ruiz se comunicó conmigo para informarme que tenía todo a mi favor, pero que, debido a que la empresa trabajaba directamente con el sistema de transporte Metro, al pasar mi hoja de vida por esa entidad, se había levantado una única objeción: no contaba con experiencia previa trabajando con vehículos de transporte de pasajeros.
Le expliqué que, aunque en mi juventud, hace aproximadamente cuarenta años, había trabajado en ese sector, no existía quien pudiera darme una constancia de ello. La respuesta de la señora Ruiz fue que podría conseguir una certificación de alguna empresa de transporte de pasajeros, adjuntarla a mi hoja de vida y continuar con el proceso. Sin embargo, le contesté que dejábamos eso así por dos razones fundamentales:
Primero, consideraba que mi hoja de vida siempre había sido sólida y coherente en cuanto a la experiencia laboral, sin huecos ni periodos de tiempo vacíos. No me parecía apropiado insertar una certificación comprada, que no reflejara la realidad de mi experiencia.Segundo, me cuestionaba qué sucedería en caso de un accidente: ¿Quién sería el responsable si se descubría que el documento que presentaba no era genuino? Si la certificación era falsa, tanto yo como la empresa que me había proporcionado el documento estaríamos en una situación comprometida.
Por lo tanto, decidí cerrar las expectativas con respecto al trabajo en Masivo de Occidente. Aunque la oportunidad parecía prometedora, no podía arriesgarme a comprometer mi integridad profesional.
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El miércoles 19 de febrero, tomé la decisión de llamar a Doña Isabelita para ponerla al tanto de los avances relacionados con la búsqueda de empleo y la posibilidad de regresar a Belalcázar. Al escuchar la noticia, su respuesta me dejó sin palabras. Me dijo lo siguiente: "Don Carlos, ¿para dónde va? No puedo recibirlo en este momento porque me he dado cuenta de que tengo el negocio muy descuidado. ¿Cómo es posible que aún tenga que estar llamándole para saber en dónde están ciertos artículos y a quién le compró otros tantos?".
Esas palabras, aunque directas, me impactaron profundamente. En ese instante, sentí como si el mundo se me derrumbara. Como decían mis abuelos, se me juntó el cielo con la tierra. Todo lo que había dado por sentado, todo lo que había construido en esos años, se desvaneció en un abrir y cerrar de ojos.
En medio de esa incertidumbre, me llamaron desde otro frente. Era el señor mormón, quien, al enterarse de la situación, se ofreció generosamente a recibirme en su casa, como ya lo había hecho en otras ocasiones. Agradecí mucho su apoyo y le expliqué que, aunque su ofrecimiento era de gran ayuda, preferiría esperar a que terminara el mes y que ya estaríamos hablando más al respecto. A pesar de la amabilidad del señor mormón, sentí que la incertidumbre seguía acechando mis pasos.
A continuación, seguí buscando nuevas oportunidades de empleo a través de diversas páginas especializadas. En ese sentido, la cantidad de ofertas disponibles era impresionante, abarcando todo tipo de trabajos.
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Sin embargo, me encontraba con un obstáculo recurrente: la edad. La mayoría de las ofertas tenían como límite los 46 años, y muy pocas llegaban a los 50, lo cual me dejaba completamente descartado para la mayoría de ellas. De hecho, en una de esas búsquedas, pasé por una ferretería en Sabaneta, donde observé un cartel que indicaba que necesitaban un conductor para manejar una turbo. Vi una pequeña luz de esperanza y decidí presentar mi hoja de vida. Después de pasar la entrevista, se me pidió realizar una prueba de manejo, la cual aprobé sin inconvenientes.
Pero, al final, cuando el dueño me envió a la oficina para firmar el contrato, la secretaria notó que tenía más de 50 años y, por tanto, no cumplía con los requisitos de edad. El dueño, aunque se sorprendió porque no parecía tener más de 50, no pudo hacer nada al respecto y, con mucha amabilidad, me descartó. Agradecí el trato y continué mi camino, aunque cada vez me sentía más acorralado por la situación.
La sensación de que el círculo se me cerraba se intensificaba cada vez más. Además, la señora Doña Flor, en donde estaba viviendo en Copacabana, me informó que debía desocupar el espacio el primero de marzo, ya que un amigo de su hijo se quedaría sin vivienda en esa fecha y ella había ofrecido ayudarlo. Agradecí profundamente su hospitalidad y le confirmé que estaría saliendo para esa fecha. Con ello, quedaba claro que, sin un lugar estable donde quedarme, mis opciones se reducían aún más.
Decidí recurrir a otro amigo, un compañero de estudios que ahora es sacerdote y que reside en Bogotá. Le comenté mi situación y él me pidió una semana para organizar con un amigo un trabajo en la capital. Acepté su ofrecimiento con la esperanza de que algo pudiera salir de allí. Sin embargo, la incertidumbre seguía presente, como una nube que oscurecía el horizonte de mis planes.
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Casi todos los días, generalmente por la tarde, salía a reunirme con algunas señoras interesadas que conocí a través de la página. Las citas se realizaban en lugares diversos como Bello, el centro de Medellín, Sabaneta, Itagüí y Envigado.
En una ocasión, después de una cita en el terminal del Norte, decidí acercarme a la oficina de Brasilia para averiguar cuánto costaba un pasaje a Cartagena. Allí tenía opciones de vivienda y trabajo, por lo que estaba considerando la posibilidad de mudarme.
Mientras hacía la fila, algo inusual ocurrió. Un aroma peculiar, casi etéreo, invadió mis sentidos, y al voltear, vi a una presencia que se encontraba observándome. Su rostro mostraba preocupación y algo de desconsuelo. En ese instante, me dirigió unas palabras que me calaron profundamente. Me preguntó si estaba dispuesto a echar por la borda todo el trabajo que había realizado hasta ese momento, solo por algo que, en el fondo, iba a retrasarme espiritualmente. Me advirtió que esa decisión solo resolvería momentáneamente una situación puramente material. Fue un momento decisivo. Agradecí la intervención de esa presencia, y de inmediato, abandoné la fila, dejando atrás la idea del viaje a Cartagena.
Al regresar a casa, Doña Flor me comunicó que podía quedarme hasta el miércoles 4 de marzo, ya que le habían extendido al amigo de su hijo el plazo para salir de la vivienda. Para mí, ese día más de estancia significaba algo inimaginablemente importante, como si el tiempo hubiera adquirido otro valor y me ofreciera la oportunidad de reevaluar mi camino. Estaba claro que algo trascendental estaba en juego, algo más allá de lo material, y decidí seguir el consejo recibido, sin saber en qué dirección me llevaría.
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El viernes 28 de febrero recibí la llamada de una entrañable amiga que reside en Laureles, uno de los barrios más tradicionales y agradables de Medellín. Me invitó para el próximo domingo 1 de marzo a almorzar en su casa, y me propuso también contarle sobre los detalles de mi estadía en la ciudad. Acepté con gusto, pero le mencioné que antes asistiría al culto de la iglesia, en donde se ofrecían profecías, y que después de allí me dirigiría a su casa, con tiempo suficiente para adelantar lo que llamo "el cuaderno" en este tipo de visitas.
Esa misma mañana, mientras asistía a la iglesia, tuve el placer de encontrarme con Don Álvaro Montenegro, con quien compartí un buen rato. Después de escuchar lo que describo como la mejor profecía de mi vida, la señora que me atendió, con mucha amabilidad, me preguntó qué me había parecido. Le respondí sin titubear: "Es la mejor profecía que he escuchado en toda mi vida. Es más, creo que no volveré a oír otra por temor a que desmejore esta".
Sin embargo, al momento de compartirle sobre mi situación, mencioné que el miércoles 4 de marzo quedaría sin alojamiento, pues solo tenía ese espacio hasta esa fecha. La señora me miró a los ojos, con una seguridad impresionante, y me dijo: "El Espíritu Santo me está diciendo que de aquí al miércoles pueden pasar muchas cosas, y te pregunta: ¿cuándo te han dejado colgado de la brocha?"
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Esa pregunta me hizo reflexionar profundamente. Le respondí: "Nunca, y tienes toda la razón. Las cosas, como siempre, estarán bien, y no debo preocuparme por nada." Aquella afirmación me llenó de paz y confianza, como si, en ese momento, el universo me asegurara que todo saldría bien.
Salí de allí con Don Álvaro, seguro de que todo se resolvería, y me acompañó para indicarme qué transporte tomar y dónde bajarme para llegar a la casa de mi amiga. Los puntos de referencia eran el centro comercial Unicentro y la Pontificia Universidad Bolivariana. Llegué sin inconvenientes y Lina me recibió de maravilla, al igual que sus hijas, quienes, ahora ya mayores, habían crecido mucho desde la última vez que las vi, hace once años. Durante varias horas, estuvimos conversando sobre todo lo que nos había ocurrido en estos años, y aun después del almuerzo, la charla se extendió hasta bien entrada la noche.
Al salir, tomé el transporte que me había traído y regresé a la estación Exposiciones del metro. Mientras viajaba, recibí una llamada del sacerdote en Bogotá. Me comentó que tenía varias opciones disponibles, por lo que me pidió un poco de tiempo. Me aseguró que el viernes me avisaría si debía viajar a Bogotá en la noche. Inmediatamente, pedí ayuda a Dios y me dije a mí mismo: "Señor, ayúdame a cubrir mi estadía hasta el viernes. Si no se concreta nada con él, tendré que aceptar la oferta del señor mormón y viajar a Belalcázar el próximo sábado 7 de marzo". Así le comuniqué a él en nuestra próxima conversación.
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