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MIS ÚLTIMOS 50 AÑOS      1971 – 2021     CARLOS CAMPOS COLEGIAL

    Cada día me resultaba más difícil realizar tareas simples. Para recoger algo del piso, debía estirar completamente la pierna derecha hacia atrás y flexionar la izquierda, lo que me causaba un gran esfuerzo y dolor. Incluso las actividades más cotidianas, como mover objetos ligeros, se convirtieron en un desafío. No podía cargar peso, ni realizar el más mínimo esfuerzo sin sentir un dolor punzante. Afortunadamente, el dolor no afectaba mi capacidad de desplazarme, pero sí me resultaba casi imposible levantarme cuando estaba sentado y dar los primeros pasos al caminar.

     Ocho días antes de que ocurriera lo que yo llamaría mi tercer gran milagro, el Dr. Parra pasó por la droguería y, al verme, me dijo tenía la orden para la cirugía que me había mencionado anteriormente. Me dijo con tono serio y un poco de resignación:

—Ahí le tengo la orden para la cirugía, usted me dirá cuándo la va a utilizar. Lo ideal sería hacerlo lo antes posible.

Lo miré con determinación y le respondí de nuevo, como lo había hecho tantas veces antes:

—Dr. Parra, no voy a someterme a esa cirugía. Estoy convencido de que Dios hará un milagro, como lo ha hecho tantas veces en mi vida. ¿Por qué habría de dudar ahora?

    El médico me miró en silencio, sabiendo que no cambiaría mi decisión, y exclamó: ¡tantos pacientes esperando una orden semejante y usted rechazándola! Yo, por mi parte, seguía aferrado a mi fe y a la certeza de que, aunque las circunstancias parecieran desesperantes, algo grande estaba por ocurrir.

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     El 7 de diciembre, justo el día antes de la festividad de las Velitas, mientras tomaba mi baño diario, algo extraño sucedió. Al intentar subir la pierna derecha para secar el pie, esta no respondió; era como si se hubiera desconectado de mi cuerpo. Sentí una parálisis total en la pierna, que me dejó sin fuerzas. Me quedé allí, incapaz de moverme, y la única opción que me quedaba era arrastrarme lentamente hasta la cama. El pánico se apoderó de mí de inmediato. Un miedo profundo e indescriptible invadió todo mi ser, pues sabía que no podía quedarme en esa situación.

    Desesperado, me arrodillé en la cama, orando con todas mis fuerzas, clamando al Todopoderoso para que me ayudara a salir de esa angustiosa situación. Le pedí, con humildad y fervor, que resolviera mi problema de inmediato, pues me sentía totalmente impotente y sin esperanza alguna.

     Poco después, el cansancio y el miedo me llevaron a un sueño profundo. Apenas pude acomodarme en la cama y, casi sin darme cuenta, me quedé profundamente dormido. Dos horas después, me desperté de golpe, como si algo me hubiera impulsado a hacerlo. Miré el reloj, sorprendido por la hora, y de repente, me di cuenta de algo que me dejó sin palabras: ¡mi pierna ya no dolía! Me levanté de un salto, sin pensarlo, y al moverla, sentí total libertad de movimiento. No solo no sentía dolor, sino que la pierna respondía con normalidad, como si nada hubiera pasado.

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    Este milagro no solo fue físico, sino también espiritual. Sentí una paz profunda y una gratitud infinita hacia Dios. No solo había sido liberado del dolor, sino que mi fe había sido reafirmada de una manera que no podía haber imaginado. Era como si todo el universo se alineara para darme una nueva oportunidad, y me sentí más fuerte, más confiado y agradecido que nunca.

   Hice varias flexiones, levanté la cama; la felicidad era indescriptible. Corrí hasta la droguería, donde encontré a Doña Isabelita preocupada porque había encontrado la farmacia cerrada y temía que algo grave me hubiera sucedido. Estaba a punto de salir a buscarme cuando, en una demostración del milagro que acababa de experimentar, alcé una de las vitrinas y, casi gritando, le dije: "¡Me hicieron el milagro, estoy totalmente sano!" En esa ocasión, mi oración fue atendida de manera contundente, y el milagro ocurrió. Los médicos que se enteraron del suceso coincidieron en afirmar que era un evento transitorio y que, a más tardar en un mes, experimentaría una recaída. Sin embargo, hoy, después de más de 2,000 días, nada de lo pronosticado ha sucedido.

     En cuanto a mi relación con la señora de Envigado, efectivamente, cada mes pasábamos una semana completa juntos, de lunes a domingo. Fueron los mejores momentos de nuestras vidas, y aunque el tiempo siempre se nos hacía corto, lo aprovechábamos al máximo.

    Esa época se ha convertido en un recuerdo inolvidable para mí. Permítanme destacar algunas de las muchas cualidades excepcionales de la señora de Envigado: es generosa en extremo, increíblemente amorosa, sentimental, tierna, bondadosa, y en general, un ser humano maravilloso, espectacular, bueno y hermoso.

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     En noviembre de ese año, nos reunimos para celebrar nuestros cumpleaños y el primer aniversario de nuestro encuentro. Sus hijos, junto con sus parejas y nietas, organizaron una fiesta en su casa en honor a la ocasión. En esta oportunidad, la visita duró dos semanas, ya que en diciembre no nos reuniríamos debido a que junto a su familia, compuesta por hijos, parejas y nietas, viajarían a Estados Unidos, y pasar allí las fiestas de fin de año.

      Nuestro próximo y último encuentro se realizó en la tercera semana de enero, sin que ninguno de los dos supiera que sería el último. Algo premonitorio flotaba en el aire ese día. Había guardado una botella de ron Medellín, edición especial, desde hacía trece años, y en esa ocasión decidió abrirla y disfrutarla juntos, en medio de innumerables muestras de nuestro cariño y amor, que en todo momento estuvieron en un lugar de lujo, invadiendo el ambiente con su calidez.

    El siguiente viaje estaba programado para el lunes 19 de febrero. Sin embargo, al hacer el pedido de un café artesanal de la región, que llevaba como presente, me informaron que no lo tenían empacado y que lo harían llegar el lunes.

    Al darme cuenta de este contratiempo, llamé a la señora de Envigado para comentarle el impase, y decidimos postergar el viaje para el martes. Lo que no imaginaba es que, ese lunes, cuando recién había abierto la droguería, recibiría una llamada de Doña Isabelita, quien me informó que se encontraba con Jorge Darío, su esposo, en el hospital. Poco después de levantarse, él había sufrido lo que parecía ser un infarto, por lo que lo tenían en observación y muy probablemente lo remitirían a la capital. Así que, el viaje quedó nuevamente aplazado.

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   La situación se complicó y fue necesario realizarle una cirugía de corazón abierto en la ciudad de Cali. Fue entonces cuando, una vez más, mi clamor en la oración matutina cobró vigencia, y me dirigí a Dios con las siguientes palabras: "Señor, hágase tu voluntad. Si tu voluntad es que él permanezca entre nosotros, que su recuperación sea asombrosa, fuera de serie, para la gloria de tu nombre. Y si tu voluntad es que deba regresar a casa, por favor, dale muchas fuerzas a Doña Adíela, su madre, a Doña Isabelita, su esposa, y a Juan Darío, su hijo".

    Cómo les parece que la voluntad del Padre fue dejarlo con nosotros, y efectivamente, su recuperación fue no solo asombrosa, sino completamente atípica en comparación con lo que los médicos y otros pacientes habían experimentado. En los primeros días de mayo, se reintegró a su trabajo en perfectas condiciones, lo cual sorprendió profundamente a todos los que lo rodeaban. Mientras contemplábamos la posibilidad de reanudar los viajes a Envigado, algo sucedía paralelamente que no imaginábamos.

     Un cuñado de la señora de Envigado, que tiene una hacienda en La Virginia, envió a su mayordomo a Belalcázar para investigar quién era la persona que les narraba esta historia. Aparentemente, el mayordomo estuvo incluso en la droguería y me entrevistó sobre la propiedad del negocio y mis activos. El informe que entregó a su patrón fue completamente diferente al que la señora de Envigado había dado a sus hijos. Esto ocasionó que, al recibir las pruebas, los hijos procedieran a confrontar a su madre, haciéndole notar que, supuestamente, había mentido, presentando los bienes de Doña Isabelita como si fueran míos.

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     El domingo 14 de julio, alrededor de las dos de la tarde, estaba repasando un documento del Libro de Urantia, cuando de pronto un aroma inconfundible inundó el ambiente. Un ser que nunca antes había visto se presentó de repente, y, sin mediar palabra, me preguntó: "¿Qué libro es ese que lees?". Me levanté y llevé el libro, depositándolo sobre la vitrina. Él me recomendó otros títulos y comenzamos a conversar por casi una hora sobre diversos temas. Cuando ya se disponía a despedirse, me dijo algo que me dejó perplejo: "La relación con la señora de Envigado ha llegado a su fin. En estos momentos, sus hijos la están presionando para que se aleje de usted, debido a las supuestas mentiras que ha dicho. No se preocupe. Tome las cosas con calma. Usted sabe que todo saldrá bien".

     Agradecí profundamente su visita y, de inmediato, entendí que se trataba de un ser intermedio, pues el aroma que lo acompañaba era inconfundible, el mismo que inundaba aquella casa en el norte de Bogotá en la que, el 4 de abril de 1987, me comprometí a seguir el camino del espiritualismo.

     Es de anotar que, durante la permanencia de ese ser en el lugar, no entró nadie más. Y así como se presentó, también desapareció, sin dejar rastro alguno. No me había repuesto aún de esa experiencia tan única cuando, de repente, recibí una llamada de la señora de Envigado. Su voz quebrada por el llanto me informó que lo nuestro había llegado a su fin. Sus hijos, con pruebas irrefutables, la habían confrontado sobre lo que consideraban mentiras acerca de mis activos inexistentes.

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      Con toda la calma que pude reunir, le respondí que no había ningún problema, que le agradecía profundamente todo lo que me había brindado y entregado, y que siempre lo llevaría en mi corazón. La llamada terminó y, aunque mis palabras fueron serenas, mi asombro seguía creciendo por la precisión con la que los acontecimientos se desarrollaban.

     Esa misma noche, recibí otra llamada de la señora, esta vez aún más confundida y abrumada por lo que había sucedido. A pesar de la tormenta emocional que la invadía, estaba dispuesta a que lo nuestro no terminara. Incluso tomó la determinación de que, cualquier llamada que me hiciera, la borraría inmediatamente para que no existiera ningún rastro de comunicación entre nosotros, proponiéndome que nos viéramos en lugares neutros. Sin embargo, le comenté que eso no era una buena idea, pues corríamos el riesgo de que los teléfonos fueran interceptados, y ese detalle no pasaría desapercibido.

      Al principio, ella no estuvo de acuerdo con lo que le decía, pero pronto me dio la razón. Poco después me llamó desde un teléfono público, confirmando lo que yo había presagiado: la vigilancia sobre nosotros era tan estricta que se volvía imposible continuar con la comunicación de manera libre y segura. A partir de ese momento, en octubre, perdimos todo contacto. Eso también se convirtió en una señal clara de que debía salir de Belalcázar. Sentí que era el principio del fin para mi permanencia en ese lugar, y empecé a madurar la idea de emprender un nuevo rumbo, de buscar un nuevo camino lejos de todo lo que había conocido hasta entonces.

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     En septiembre de 2018, un hombre originario de Belalcázar, quien había residido durante muchos años en Bogotá y sus alrededores, regresó a su tierra natal. A él lo llamaré el "señor mormón", debido a su afiliación con dicha congregación religiosa. Un día, se acercó a la droguería para cobrar el dinero de un teléfono que le había vendido a Doña Isabelita. Durante esa conversación, abordamos diversos temas, entre ellos, el libro de Urantia, que había marcado una gran influencia en mi vida. Fue entonces cuando me sugirió un libro que, según él, podría cambiar mi perspectiva espiritual y filosófica: Conversaciones con Dios de Neale Donald Walsch.

     El libro, en formato PDF, estaba disponible en línea, así que lo descargué. Sin embargo, no fue sino hasta marzo del año siguiente que pude dedicarme de lleno a su lectura.

     En un lapso de tres semanas, ya había terminado el texto por completo. El contenido de Conversaciones con Dios resultó ser una excelente introducción para lo que estaba por venir. Fue un primer paso hacia un período de mi vida que se enfocaría en la difusión de lo que considero los cinco libros más fundamentales para todo ser humano. Estos textos no solo son profundamente reveladores, sino que cada uno aporta enseñanzas y conocimientos de una profundidad y amplitud que no suelen encontrarse en las obras convencionales. Lo más curioso es que, aunque contienen verdades universales, no tienen un autor reconocido, pues se presentan como revelaciones directas que trascienden las limitaciones humanas de autoría.

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     Los libros que marcaron este recorrido y que recomendaría a todo aquel que busque comprender mejor su propósito y su conexión con lo divino son los siguientes, enumerados en el orden que considero más accesible para la mente humana, y también según la capacidad de cada uno para integrar estas enseñanzas en su vida diaria:

1. La Verdad

https://librolaverdad.webnode.com.co

2. Las Leyes Espirituales

https://lasleyesespirituales.webnode.com.co

3. Las 9 Cartas de Cristo

https://las9cartasdecristo.webnode.com.co

4. La Obra de Cristo

https://laobradecristo.webnode.es

5. Urantia

https://libro-de-urantia.webnode.com.co

    Cada uno de estos libros contiene revelaciones profundas sobre la naturaleza de la vida, el propósito humano y las leyes espirituales que rigen nuestro mundo.

    Más adelante, con el tiempo y la reflexión, compartiré con ustedes cómo cada uno de estos libros llegó a mi vida, transformando mi forma de ver el mundo y la espiritualidad.

   Comencé a planear de nuevo un viaje a Medellín. Decidí llamar a Doña Flor para preguntarle si sería posible alojarme en su casa por un mes, a lo que me respondió positivamente. Ya con un lugar donde quedarme, proseguí contactando a la empresa Masivo de Occidente, que presta servicio de alimentadores al metro. Pregunté si tenían convocatorias abiertas y si aún había flexibilidad con respecto a la edad para postularme. 

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     La niña que me atendió me informó que precisamente había una convocatoria al día siguiente y, en caso de no poder asistir en esa ocasión, me aseguró que continuarían abriendo nuevas convocatorias sin ningún límite de edad para el ingreso. Le comenté que, una vez llegara a Medellín, les haría saber mi disponibilidad para participar en la convocatoria.

   Ya empezaba el mes de octubre y, como de costumbre, tomaba el tinto matutino con Doña Isabelita en la cafetería vecina. Durante la charla, le mencioné mis planes, comentándole que a partir de noviembre comenzaría la transición para salir de Belalcázar, ya que tenía la habitación del hotel pagada hasta finales de octubre. Además, para esos días se celebraban las elecciones para la alcaldía, el concejo y otras autoridades locales, y tenía comprometido mi voto. Así que mi salida podría concretarse en los primeros días de noviembre.

    Le conté, como anécdota, que aproximadamente tres años atrás le había propuesto hacer lo que finalmente hice: tomar las riendas de la droguería durante un tiempo. Ella, sorprendida, me respondió en ese entonces: "¿Cómo se le ocurre que un hombre atienda la droguería?" Nos reímos de la situación, y me recordó que fue Jorge Darío quien, en ese momento, le sugirió que me dejara al mando del negocio, pero que, en su opinión, siempre debía ser una mujer quien lo atendiera.

    Al día siguiente, durante nuestro acostumbrado tinto, Doña Isabelita me volvió a comentar algo que Jorge Darío le había dicho: "Él le paga el hotel estos tres meses con tal de que postergue el viaje, porque tenemos planeado viajar a Estados Unidos para pasar las fiestas de fin de año con mi hermana."

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