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MIS ÚLTIMOS 50 AÑOS           1971 – 2021           CARLOS CAMPOS COLEGIAL

* La Traición y el Arresto de Jesús: Los acontecimientos que condujeron a la traición de Judas Iscariote y el arresto de Jesús, un paso crucial hacia su crucifixión.

* La Crucifixión: La dolorosa y trascendental muerte de Jesús en la cruz, que marcó el punto culminante de su sacrificio por la humanidad.

* El Período en la Tumba: El tiempo que Jesús permaneció en la tumba después de su muerte, y su significado espiritual para la humanidad.

* La Resurrección: La victoria de Jesús sobre la muerte, cuando resucitó al tercer día, demostrando su divinidad y la promesa de vida eterna.

* Las Apariciones Morontiales de Jesús: Tras su resurrección, Jesús se apareció en forma morontial, interactuando con sus seguidores y revelando más aspectos de su misión divina.

* El Advenimiento del Espíritu de la Verdad: La llegada del Espíritu de la Verdad, una presencia espiritual que guiaría a los discípulos y seguidores de Jesús tras su ascensión.

* La Fe de Jesús: Una reflexión sobre la profunda y trascendental fe de Jesús, su relación con Dios, y su capacidad de inspirar a la humanidad.

Precisamente el día anterior, la señora de Envigado había celebrado su cumpleaños, y al día siguiente, tanto mi única hija como yo celebraríamos los nuestros, algo que coincidió de manera significativa según mis documentos. Además, rescaté un detalle curioso: mi yerno también cumple el 20 de noviembre, lo que añadía un toque aún más especial a la coincidencia, ya que tanto la señora de Envigado como él compartía el mismo día de cumpleaños.  Este hecho no pasó desapercibido, y se destacó en nuestras conversaciones diarias.

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La comunicación con la señora de Envigado continuó fluida. Como habíamos acordado, se envió mi hoja de vida, y seguimos en contacto a través de WhatsApp, intercambiando saludos y detalles cotidianos.

Con la proximidad de las fiestas decembrinas, después de discutirlo con Doña Isabelita, tomé la decisión de viajar a Belalcázar para pasar la Navidad y el Año Nuevo allí, además de iniciar oficialmente el manejo de la droguería. Antes de irme, llamé a Luz Marina para confirmar si podría quedarme en su apartamento, pero para mi sorpresa, ella estaba de vacaciones y se encontraba en Manizales. Me sugirió que me hospedara en casa de algún amigo mientras ella regresaba en enero para retomar sus labores.

Así fue como me comuniqué con el señor Aicardo Osorio Granada, quien amablemente aceptó que me quedara en su taller de electrónica, el cual tenía en propiedad. Esta fue una solución perfecta y me permitió sentirme cómodo durante ese tiempo de transición.

Esa misma tarde, decidí ir al centro de Medellín para despedirme de los amigos lectores de Urantia con quienes había compartido momentos muy enriquecedores en esos días. Fue una despedida emotiva, pero aún más sorprendente fue el encuentro casual con Don Álvaro Montenegro. Al comentarle que al día siguiente viajaría para Belalcázar a comenzar una nueva etapa atendiendo una droguería, desde cero, como se dice, él sacó de su bolsillo un billete de 50 mil pesos que había reservado para mí.

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Me explicó que desde hacía una semana algo en su interior le decía que debía apartar ese dinero de su sueldo, sin saber realmente para qué. Y ahora que me iba de viaje, sintió que esa era la ocasión perfecta para entregármelo. Me pidió disculpas por si este gesto me incomodaba, pero le respondí que en absoluto, que si él lo hacía, era porque algo superior lo había impulsado a ello. Con humildad y agradecimiento, acepté su generosidad, y me despidió con las mejores intenciones. Le agradecí profundamente, y nos despedimos con la certeza de que la vida nos volvería a cruzar en otro momento.

Esa misma tarde, me dirigí a Copacabana para alistar mi maleta y estar listo para viajar al día siguiente. La mañana del martes 12 de diciembre de 2017, partí temprano desde Medellín rumbo a Belalcázar, donde arribé cerca de las tres de la tarde.

Al llegar, me dirigí directamente a la droguería, donde me reuní con Doña Isabelita, quien, como habíamos acordado, me entregó las llaves para iniciar mis labores al día siguiente. Después de la reunión, me dirigí al negocio de Aicardo para instalarme y estar listo para comenzar este nuevo capítulo de mi vida, donde con fe y dedicación afrontaría este reto de gestión y servicio en la droguería.

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El miércoles 13 de diciembre comencé mi jornada abriendo la droguería a las siete de la mañana, acompañado del Libro de Urantia, que decidí empezar a leer. Sorprendentemente, pude entenderlo bastante bien, algo que había sido imposible en intentos anteriores. Durante la primera semana, las ventas entre las siete y las nueve de la mañana fueron nulas. Ante esta situación, decidí ajustar el horario, abriendo a las ocho y media de la mañana y cerrando a las ocho de la noche. En las tardes, Doña Isabelita me relevaba durante unas dos horas, tiempo que aprovechaba para descansar y tomar una siesta, regresando para continuar atendiendo hasta el cierre.

Al principio, fue un poco complicado familiarizarme con la atención de la droguería. Me costaba recordar los nombres de los productos, los laboratorios a los que pertenecían y su ubicación en las vitrinas o estantes. Cada vez que no encontraba un producto, llamaba a Doña Isabelita, y ella, si lo tenía disponible, me guiaba hasta él. En otras ocasiones, cuando algún cliente solicitaba un consejo sobre cómo aliviar alguna dolencia, me comunicaba con ella a través del teléfono, y con su orientación, podía despachar el medicamento con éxito.

Es importante señalar que, durante ese tiempo, la Secretaría Departamental de Salud realizaba visitas de control sorpresivas a las droguerías de la región, generalmente dos veces al año. Durante los dos años en los que trabajé allí, no contaba con los documentos que me acreditaran como regente de farmacia o algo similar.

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Ante esta situación, recurrí a la ayuda de mi ser superior, pidiendo que me orientara para poder cumplir con mi trabajo sin comprometer el funcionamiento del negocio. Curiosamente, durante esos dos años, la Secretaría no visitó las droguerías de Belalcázar. Solo un mes después de haber dejado el pueblo, se decretó lo que muchos denominan la "plandemia", una situación en la que, por razones obvias, las autoridades exigieron que los negocios estuvieran al 100% con documentación, uniformes y medidas de bioseguridad como el tapabocas. Una vez más, los seres superiores intervinieron de manera significativa a mi favor.

En cuanto a la comunicación con la señora de Envigado, esta continuó de manera esporádica, pero los saludos diarios siempre estuvieron presentes. A finales de abril de ese año, ella se puso en contacto conmigo para preguntarme si podría asistir a una entrevista de trabajo el próximo sábado en Medellín. Además, me consultó sobre dónde podría hospedarme. Le respondí que sí, que iría sin falta, y que me hospedaría en Copacabana, aunque eso resultaría algo distante para la entrevista. Le ofrecí otra alternativa: hospedarse en un hotel en el centro, en el que me había quedado cuando llegué de Cartagena. Sin embargo, esta opción tampoco era particularmente conveniente.

De inmediato, la señora de Envigado me envió la confirmación de la reservación en un hotel del Poblado, por lo que debía viajar el viernes para asistir a la entrevista de trabajo el sábado en la mañana.

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Me pareció extraño que para una entrevista de este tipo hubiera tantas atenciones, pero comencé a preparar el viaje. Le comenté la situación a Doña Isabelita, y el viernes por la mañana me dirigí a Medellín, llegando alrededor de las tres de la tarde. Tomé el metro en La Estrella hasta El Poblado, y el hotel estaba ubicado a tan solo dos cuadras de la estación.

Al llegar, mi sorpresa fue mayúscula: en la recepción del hotel estaba la señora de Envigado, esperándome, muy amable y sonriente. Me instaló en la habitación 302, y al terminar me dijo lo siguiente: "El hotel está pagado hasta mañana al mediodía, así que no te preocupes si las cosas no van bien con la entrevista". Yo, algo confundido, le pregunté si la entrevista no era al día siguiente en la mañana. Ella me respondió: "No, la entrevista es ahora, y conmigo". Me invitó a tomar asiento, y en ese momento comenzó la entrevista.

—Cuéntame, ¿te gusto como mujer? —me preguntó.
—Claro que sí, le respondí, sorprendiéndome un poco por la pregunta directa.
—Entonces, ¿por qué desde que nos conocimos no me has dicho nada al respecto?

—Porque intentar contigo sería como querer adquirir un Mercedes de último modelo cuando ni siquiera tengo lo suficiente para comprar un viejo Renault 4, le respondí.
—¿Entonces la cuestión es de dinero? —me preguntó.
—Claro que sí, le respondí, y ¿estarías dispuesto a trasladarte a Medellín de forma permanente?
—De inmediato, cuando tú lo ordenes.

La demora sería recoger mis pocas pertenencias y viajar, le respondí sin pensarlo.

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Acto seguido, procedimos a darnos un abrazo largo, y ese abrazo se transformó en un cálido y tierno beso, preludio de nuestro primer encuentro íntimo, que resultó ser muy placentero para ambos. Fue una excelente señal, una que nos dejó una sensación de felicidad indescriptible. Después de este encuentro, salimos del hotel y caminamos por los alrededores tomados de la mano, como dos adolescentes, disfrutando de la compañía del otro. A medida que avanzaba la noche, regresamos al hotel para culminar nuestra primera noche juntos, que pasó volando, como un sueño. Lo importante era que amanecimos rebosantes de felicidad y satisfacción.

Nos levantamos tarde, casi empalmando con nuestra segunda noche juntos. La conexión fue tan profunda y especial que parecía que nos conociéramos de toda la vida. No queríamos que el tiempo se nos escapara, pero desafortunadamente, el reloj no se detiene. El domingo, alrededor del mediodía, recibí una llamada de Don Mario, quien me pidió que me trasladara a Agua de Dios, ya que posiblemente me necesitaría para manejar una planta de agua. Así que, a las siete de la noche, la señora me acompañó al terminal del norte, donde tomé un bus hacia Girardot, y desde allí, en la mañana siguiente, tomaría otro transporte hacia Agua de Dios.

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Don Mario apareció al día siguiente. Juntos visitamos la planta, que aún estaba en construcción y con muchos de sus procesos por probar. Esa misma tarde, aprovechando el día festivo, tomé transporte hacia Girardot y luego hacia Pereira, para regresar a Belalcázar al día siguiente por la mañana.

En julio de ese año, sucedieron dos situaciones relacionadas. Aicardo me comentó que a su hija le habían dado un puesto en la UMATA, y que viviría en el taller por lo que yo debía buscar un lugar en donde vivir. Empecé la búsqueda y pronto encontré un pequeño inquilinato, con una habitación bastante modesta. El baño era compartido, lo cual no me convencía mucho. Le envié fotos del lugar a la señora de Envigado, y ella, de inmediato, me respondió: "Mi amor, búscate un apartamentico, que yo te lo subsidio. Ese sitio está horrible, no te imagino viviendo allí".

Casualmente, pasé por donde Luz Marina y le comenté la situación. Sorprendentemente, me sugirió que tomara el apartamento, ya que acababan de notificarle que una psicóloga había sido nombrada en propiedad y ella entregaría el apartamento para trasladarse a Manizales. No comenté nada más al respecto, pero decidí rechazar la propuesta. El apartamento era un poco costoso y, aunque la señora de Envigado tenía una excelente voluntad para ayudarme, no me parecía justo cargarle ese gasto, pues poco la conocía y no quería abusar de su generosidad.

Salí de allí y le prometí a Luz Marina que al día siguiente iría a ayudarla con el trasteo, lo cual efectivamente hice. Cuando Luz Marina regresó de sus vacaciones, no mencionó nada sobre ofrecerme su apartamento.

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Una tarde, mientras tomábamos tinto, le hice una insinuación al respecto, y ella se limitó a decir que "así estábamos bien". Le comenté que, si no me mudaba pronto, corría el riesgo de perder el empleo, pero ella trató de restarle importancia al asunto y todo quedó allí. Nunca más volvimos a tocar el tema, pero con el tiempo, me dio la razón en silencio.

Cuando regresaba nuevamente a la droguería, me crucé con Don Jorge Valencia, el dueño de uno de los hoteles del pueblo. Le saludé y le pregunté si, por casualidad, tenía una habitación disponible en su hotel para arrendarla por meses, y cuál sería el canon de arrendamiento. Me respondió que precisamente acababan de entregar la única habitación con entrada independiente, y que el alquiler sería de 250 mil pesos. Decidí ir a verla, grabé un video y se lo envié a la señora de Envigado, comentándole que el costo sería de 200 mil pesos, ya que le había pedido a Doña Isabelita que me colaborara con los 50 mil restantes, lo cual aceptó sin reparos.

Sin embargo, la señora de Envigado me advirtió que no podía ser solo 200 mil, especialmente cuando la habitación del inquilinato costaba 100 mil, y esta nueva opción era infinitamente mejor. Le expliqué que el costo real era de 250 mil, pero que había hablado con Doña Isabelita, quien me ayudaría con los 50 mil restantes. Ante esta situación, la señora no dudó en transferirme 300 mil pesos, con la indicación de que me cambiara lo antes posible.

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A partir de ese momento, de manera constante, recibía esa suma cada mes, a veces incluso con un extra para cubrir cualquier imprevisto. Ese viernes 14 de julio, ayudé a Luz Marina a empacar, ya que se dirigía a Manizales, y el domingo siguiente me trasladé a mi nuevo alojamiento en el hotel.

Sobra decir que la comunicación con la señora de Envigado, a partir de ese momento, fue fluida, constante y profundamente emotiva. Los recuerdos compartidos en nuestras mentes se convirtieron en el alimento fundamental de nuestra relación, y ambos permanecíamos expectantes, esperando con ansias el momento de nuestro próximo encuentro.

La señora de Envigado tiene tres hijos, quienes se desempeñan como ejecutivos en diferentes empresas. Fue a ellos a quienes, en un momento, les comentó sobre nuestra relación, y en ese preciso instante cometió su mayor error, el que, con el tiempo, obstaculizó lo que estábamos construyendo. Para su sorpresa, la droguería no solo era una propiedad de Doña Isabelita, sino que, en realidad, el negocio, junto con su casa, finca y carro, eran míos.

Ella nunca imaginó que sus hijos investigarían sobre este asunto, y como bien dice una ley espiritual, "entre el cielo y la tierra no hay nada oculto". Durante varios meses, los hijos de la señora de Envigado comenzaron a notar que su entusiasmo y motivación eran inquebrantables. Hablábamos constantemente, y el ánimo no solo se mantenía, sino que cada día crecía más, algo que ellos percibieron con claridad.

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Fue entonces cuando, decididos a descubrir la verdad detrás de sus palabras, los hijos le organizaron un viaje sorpresa a Belalcázar. Su objetivo era verificar si lo que ella les había dicho sobre mí y mis propiedades era cierto. La señora me mantuvo al tanto de los detalles del viaje, y ese día, me pidió que consiguiera un automóvil para recogerla en el aeropuerto hacia las dos de la tarde.

Sin perder tiempo, me contacté con un amigo que tenía un auto en excelente estado y nos dirigimos a Pereira para esperarla.

Todo salió a pedir de boca. Al regresar, cerca de las cinco de la tarde, nos dirigimos al apartamento, donde descansó un rato. Ya en la noche, salimos para la invitación que ella había extendido a mis amigos de Belalcázar. Disfrutamos de una cena deliciosa, y más tarde, nos refugiamos en mi habitación de hotel, donde iniciamos una nueva luna de miel, tan espectacular, o incluso mejor, que las anteriores.

A la mañana siguiente, muy temprano, después de un desayuno ligero, partimos rumbo a Pereira. Nos alojamos en un hotel céntrico, donde pasamos el día. Sin embargo, en la tarde, recibió una llamada urgente en la que le solicitaban que se presentara al día siguiente en la mañana en Medellín. Así que, al amanecer, partimos hacia el aeropuerto. Nos despedimos con cariño, y yo regresé al hotel. Después del mediodía, emprendí el viaje de regreso a Belalcázar para retomar la rutina diaria, siempre esperando con ansias el próximo encuentro, que no tardó mucho en llegar.

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Tras el viaje a Belalcázar, los hijos de la señora de Envigado, después de recibir un informe positivo sobre nuestra visita, le comentaron la posibilidad de conocerme en persona. Ella les respondió que yo también tenía esa misma inquietud, pero que debía coordinarse de acuerdo a sus agendas. Entonces, programaron el encuentro para el último sábado de septiembre.

Ella me informó sobre la fecha y me sugirió que viajara desde el lunes de esa semana para prepararme adecuadamente para el encuentro. Siguiendo su sugerencia, me trasladé a Medellín el lunes muy temprano y pasé toda la semana con ella, afinando detalles para el encuentro tan esperado.

Ya muy bien preparado para el encuentro, ese día la hija de la señora de Envigado vino a recogernos. Nos encontramos con sus hermanos y el resto de la familia en un exclusivo restaurante de Envigado, un lugar con un ambiente cálido y sofisticado que aportó al momento especial que estábamos viviendo. Allí compartimos una velada maravillosa, acompañada de una excelente comida, en un ambiente relajado y cordial. La conversación fluyó de manera amena, y poco a poco, se fueron disipando las últimas reservas que pudiera haber, tanto de mi parte como de la suya. Todo salió tal como se había planeado, y al final de la noche, regresamos a casa, no sin antes recibir el aval de sus hijos, quienes nos animaron a no escatimar esfuerzos en ser felices. Sus palabras fueron un respaldo invaluable, un verdadero acto de bendición, que nos dio aún más fuerza para continuar adelante con nuestra relación.

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Fue un momento de gran satisfacción para ambos, pues ahora contábamos con el respaldo total de su familia, algo que para mí era fundamental, ya que siempre creí que, en una relación, el apoyo de los seres queridos es esencial para su prosperidad. La despedida, sin embargo, fue más difícil de lo esperado. Aunque la esperanza de volvernos a ver en aproximadamente un mes me dio consuelo, no pude evitar sentir una mezcla de emociones encontradas. Con el corazón lleno de buenos recuerdos y la mente enfocada en el futuro, viajé al día siguiente, con la promesa de que pronto nos volveríamos a encontrar.

Sin embargo, a partir de mayo, algo más empezó a preocuparme: comencé a sentir un calambre constante en la pierna derecha, que se iniciaba en la articulación de la cadera y se extendía hasta el pie. El malestar no era constante, pero sí lo suficientemente fuerte como para llamar mi atención. Decidí ir al médico, quien me mandó a hacer una radiografía, la cual debía realizarme en Viterbo. Afortunadamente, pude conseguir una cita rápidamente, y una vez me hicieron la radiografía, esperé los resultados con algo de ansiedad. Cuando los resultados finalmente llegaron, me sentí desalentado, pues los informes mostraban que la última vértebra de mi columna tenía los extremos laterales considerablemente desgastados, por decirlo de alguna manera, casi como si se hubieran afilado hasta convertirse en una especie de aguja.

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El Dr. Parra, un médico muy respetado y cotizado en la población, fue quien interpretó los resultados y me ofreció lo que consideraba la única opción viable: realizarme una cirugía para reforzar la vértebra afectada. Me explicó que el procedimiento consistiría en reparar la vértebra para evitar que el daño avanzara más, y como parte del proceso, debía ser remitido a Pereira para la intervención. En ese momento, me sentí dividido entre la preocupación y la esperanza. Le dije al médico que estaba convencido de que sucedería un milagro que me permitiría recuperar por completo mi salud. Sin embargo, el Dr. Parra, con su seriedad habitual, me miró fijamente y me respondió con una voz firme:

—Esto no es cuestión de milagros. Necesitamos reforzar o reparar la vértebra; de lo contrario, el desgaste continuará y, eventualmente, me vería en la necesidad de desplazarme en silla de ruedas.

Su respuesta, aunque dura, me hizo reflexionar sobre la gravedad de la situación. Aunque mi esperanza seguía viva, entendí que había que tomar medidas para evitar que la condición empeorara. A partir de ese momento, me comprometí a seguir el consejo médico, pero sin perder la fe en que, de alguna manera, todo saldría bien.

Insistí con firmeza que estaba seguro de que me sucedería un milagro, y con el tiempo, fui testigo de cómo mi fe y esperanza comenzaron a ser puestas a prueba. A medida que pasaban los días, el calambre en la pierna derecha se intensificaba, y pronto se extendió también a la pierna izquierda, incapacitándome aún más.

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Cada día me resultaba más difícil realizar tareas simples. Para recoger algo del piso, debía estirar completamente la pierna derecha hacia atrás y flexionar la izquierda, lo que me causaba un gran esfuerzo y dolor. Incluso las actividades más cotidianas, como mover objetos ligeros, se convirtieron en un desafío. No podía cargar peso, ni realizar el más mínimo esfuerzo sin sentir un dolor punzante. Afortunadamente, el dolor no afectaba mi capacidad de desplazarme, pero sí me resultaba casi imposible levantarme cuando estaba sentado o dar los primeros pasos al caminar.

Ocho días antes de que ocurriera lo que yo llamaría mi tercer gran milagro, el Dr. Parra pasó por la droguería y, al verme, me dijo tenia la orden para la cirugía que me había mencionado anteriormente. Me dijo con tono serio y un poco de resignación:

—Ahí le tiego la orden para la cirugía, usted me dirá cuándo la va a utilizar. Lo ideal sería hacerlo lo antes posible.

Lo miré con determinación y le respondí de nuevo, como lo había hecho tantas veces antes:

—Dr. Parra, no voy a someterme a esa cirugía. Estoy convencido de que Dios hará un milagro, como lo ha hecho tantas veces en mi vida. ¿Por qué habría de dudar ahora?

El médico me miró en silencio, sabiendo que no cambiaría mi decisión. Yo, por mi parte, seguía aferrado a mi fe y a la certeza de que, aunque las circunstancias parecieran desesperantes, algo grande estaba por ocurrir.

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El 7 de diciembre, justo el día antes de la festividad de las Velitas, mientras tomaba mi baño diario, algo extraño sucedió. Al intentar subir la pierna derecha para secar el pie, esta no respondió; era como si se hubiera desconectado de mi cuerpo. Sentí una parálisis total en la pierna, que me dejó sin fuerzas. Me quedé allí, incapaz de moverme, y la única opción que me quedaba era arrastrarme lentamente hasta la cama. El pánico se apoderó de mí de inmediato. Un miedo profundo e indescriptible invadió todo mi ser, pues sabía que no podía quedarme en esa situación.

Desesperado, me arrodillé en la cama, orando con todas mis fuerzas, clamando al Todopoderoso para que me ayudara a salir de esa angustiosa situación. Le pedí, con humildad y fervor, que resolviera mi problema de inmediato, pues me sentía totalmente impotente y sin esperanza alguna.

Poco después, el cansancio y el miedo me llevaron a un sueño profundo. Apenas pude acomodarme en la cama y, casi sin darme cuenta, me quedé dormido. Dos horas después, me desperté de golpe, como si algo me hubiera impulsado a hacerlo. Miré el reloj, sorprendido por la hora, y de repente, me di cuenta de algo que me dejó sin palabras: ¡mi pierna ya no dolía! Me levanté de un salto, sin pensarlo, y al moverla, sentí total libertad de movimiento. No solo no sentía dolor, sino que la pierna respondía con normalidad, como si nada hubiera pasado.

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Este milagro no solo fue físico, sino también espiritual. Sentí una paz profunda y una gratitud infinita hacia Dios. No solo había sido liberado del dolor, sino que mi fe había sido reafirmada de una manera que no podía haber imaginado. Era como si todo el universo se alineara para darme una nueva oportunidad, y me sentí más fuerte, más confiado y agradecido que nunca.

Hice varias flexiones, levanté la cama; la felicidad era indescriptible. Corrí hasta la droguería, donde encontré a Doña Isabelita preocupada porque había encontrado la farmacia cerrada y temía que algo grave me hubiera sucedido. Estaba a punto de salir a buscarme cuando, en una demostración del milagro que acababa de experimentar, alcé una de las vitrinas y, casi gritando, le dije: "¡Me hicieron el milagro, estoy totalmente sano!" En esa ocasión, mi oración fue atendida de manera contundente, y el milagro ocurrió. Los médicos que se enteraron del suceso coincidieron en afirmar que era un evento transitorio y que, a más tardar en un mes, experimentaría una recaída. Sin embargo, hoy, después de más de 2,000 días, nada de lo pronosticado ha sucedido.

En cuanto a mi relación con la señora de Envigado, efectivamente, cada mes pasábamos una semana completa juntos, de lunes a domingo. Fueron los mejores momentos de nuestras vidas, y aunque el tiempo siempre se nos hacía corto, lo aprovechábamos al máximo.

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Esa época se ha convertido en un recuerdo inolvidable para mí. Permítanme destacar algunas de las muchas cualidades excepcionales de la señora de Envigado: es generosa en extremo, increíblemente amorosa, sentimental, tierna y bondadosa, y en general, una persona verdaderamente espectacular, buena y hermosa. En noviembre de ese año, nos reunimos para celebrar nuestros cumpleaños y el primer aniversario de nuestro encuentro. Sus hijos, junto con sus parejas y nietas, organizaron una fiesta en su casa en honor a la ocasión. En esta oportunidad, la visita duró dos semanas, ya que en diciembre no nos reuniríamos debido a que su familia, compuesta por hijos, parejas y nietas, viajaría a Estados Unidos.

Nuestro próximo y último encuentro se realizó en la tercera semana de enero, sin que ninguno de los dos supiera que sería el último. Algo premonitorio flotaba en el aire ese día. Había guardado una botella de ron Medellín, edición especial, desde hacía trece años, y en esa ocasión decidimos abrirla y disfrutarla juntos, en medio de innumerables muestras de nuestro cariño y amor, que en todo momento estuvieron en un lugar de lujo, invadiendo el ambiente con su calidez.

El siguiente viaje estaba programado para el lunes 19 de febrero. Sin embargo, al hacer el pedido de un café artesanal de la región, que llevaba como presente, me informaron que no lo tenían empacado y que lo harían llegar el lunes.

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Al darme cuenta de este contratiempo, le llamé a la señora de Envigado para comentarle el impase, y decidimos postergar el viaje para el martes. Lo que no imaginaba es que, ese lunes, cuando recién había abierto la droguería, recibiría una llamada de Doña Isabelita, quien me informó que se encontraba con Jorge Darío, su esposo, en el hospital. Poco después de levantarse, él había sufrido lo que parecía ser un infarto, por lo que lo tenían en observación y muy probablemente lo remitirían a la capital. Así que, el viaje quedó nuevamente aplazado.

La situación se complicó y fue necesario realizarle una cirugía de corazón abierto en la ciudad de Cali. Fue entonces cuando, una vez más, mi clamor en la oración matutina cobró vigencia, y me dirigí a Dios con las siguientes palabras: "Señor, hágase tu voluntad. Si tu voluntad es que él permanezca entre nosotros, que su recuperación sea asombrosa, fuera de serie, para la gloria de tu nombre. Y si tu voluntad es que deba regresar a casa, por favor, dale muchas fuerzas a Doña Adíela, su madre, a Doña Isabelita, su esposa, y a Juan Darío, su hijo".

Cómo les parece que la voluntad del Padre fue dejarlo con nosotros, y efectivamente, su recuperación fue no solo asombrosa, sino completamente atípica en comparación con lo que los médicos y otros pacientes habían experimentado. En los primeros días de mayo, se reintegró a su trabajo en perfectas condiciones, lo cual sorprendió profundamente a todos los que lo rodeaban. Mientras contemplábamos la posibilidad de reanudar los viajes a Envigado, algo sucedía paralelamente que no imaginábamos.

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Un cuñado de la señora de Envigado, que tiene una hacienda en La Virginia, envió a su mayordomo a Belalcázar para investigar quién era la persona que les narraba esta historia. Aparentemente, el mayordomo estuvo incluso en la droguería y me entrevistó sobre la propiedad del negocio y mis activos. El informe que entregó a su patrón fue completamente diferente al que la señora de Envigado había dado a sus hijos. Esto ocasionó que, al recibir las pruebas, los hijos procedieran a confrontar a su madre, haciéndole notar que, supuestamente, había mentido, presentando los bienes de Doña Isabelita como si fueran míos.

El domingo 14 de julio, alrededor de las dos de la tarde, estaba repasando un documento del Libro de Urantia, cuando de pronto un aroma inconfundible inundó el ambiente. Un ser que nunca antes había visto se presentó de repente, y, sin mediar palabra, me preguntó: "¿Qué libro es ese que lees?". Me levanté y llevé el libro, depositándolo sobre la vitrina. Él me recomendó otros títulos y comenzamos a conversar por casi una hora sobre diversos temas. Cuando ya se disponía a despedirse, me dijo algo que me dejó perplejo: "La relación con la señora de Envigado ha llegado a su fin. En estos momentos, sus hijos la están presionando para que se aleje de usted, debido a las supuestas mentiras que ha dicho. No se preocupe. Tome las cosas con calma. Usted sabe que todo saldrá bien".

Agradecí profundamente su visita y, de inmediato, entendí que se trataba de un ser intermedio, pues el aroma que lo acompañaba era inconfundible, el mismo que inundaba aquella casa en el norte de Bogotá en la que, el 4 de abril de 1987, me comprometí a seguir el camino del espiritualismo.

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Es de anotar que, durante la permanencia de ese ser en el lugar, no entró nadie más. Y así como se presentó, también desapareció, sin dejar rastro alguno. No me había repuesto aún de esa experiencia tan única cuando, de repente, recibí una llamada de la señora de Envigado. Su voz quebrada por el llanto me informó que lo nuestro había llegado a su fin. Sus hijos, con pruebas irrefutables, la habían confrontado sobre lo que consideraban mentiras acerca de mis activos inexistentes.

Con toda la calma que pude reunir, le respondí que no había ningún problema, que le agradecía profundamente todo lo que me había brindado y entregado, y que siempre lo llevaría en mi corazón. La llamada terminó y, aunque mis palabras fueron serenas, mi asombro seguía creciendo por la precisión con la que los acontecimientos se desarrollaban.

Esa misma noche, recibí otra llamada de la señora, esta vez aún más confundida y abrumada por lo que había sucedido. A pesar de la tormenta emocional que la invadía, estaba dispuesta a que lo nuestro no terminara. Incluso tomó la determinación de que, cualquier llamada que me hiciera, la borraría inmediatamente para que no existiera ningún rastro de comunicación entre nosotros, proponiéndome que nos viéramos en lugares neutros. Sin embargo, le comenté que eso no era una buena idea, pues corríamos el riesgo de que los teléfonos fueran interceptados, y ese detalle no pasaría desapercibido.

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Al principio, ella no estuvo de acuerdo con lo que le decía, pero pronto me dio la razón. Poco después me llamó desde un teléfono público, confirmando lo que yo había presagiado: la vigilancia sobre nosotros era tan estricta que se volvía imposible continuar con la comunicación de manera libre y segura. A partir de ese momento, en octubre, perdimos todo contacto. Eso también se convirtió en una señal clara de que debía salir de Belalcázar. Sentí que era el principio del fin para mi permanencia en ese lugar, y empecé a madurar la idea de emprender un nuevo rumbo, de buscar un nuevo camino lejos de todo lo que había conocido hasta entonces.

En septiembre de 2018, un hombre originario de Belalcázar, quien había residido durante muchos años en Bogotá y sus alrededores, regresó a su tierra natal. A él lo llamaré el "señor mormón", debido a su afiliación con dicha congregación religiosa. Un día, se acercó a la droguería para cobrar el dinero de un teléfono que le había vendido a Doña Isabelita. Durante esa conversación, abordamos diversos temas, entre ellos, el libro de Urantia, que había marcado una gran influencia en mi vida. Fue entonces cuando me sugirió un libro que, según él, podría cambiar mi perspectiva espiritual y filosófica: Conversaciones con Dios de Neale Donald Walsch.

El libro, en formato PDF, estaba disponible en línea, así que lo descargué. Sin embargo, no fue sino hasta marzo del año siguiente que pude dedicarme de lleno a su lectura.

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En un lapso de tres semanas, ya había terminado el texto por completo. El contenido de Conversaciones con Dios resultó ser una excelente introducción para lo que estaba por venir. Fue un primer paso hacia un período de mi vida que se enfocaría en la difusión de lo que considero los cinco libros más fundamentales para todo ser humano. Estos textos no solo son profundamente reveladores, sino que cada uno aporta enseñanzas y conocimientos de una profundidad y amplitud que no suelen encontrarse en las obras convencionales. Lo más curioso es que, aunque contienen verdades universales, no tienen un autor reconocido, pues se presentan como revelaciones directas que trascienden las limitaciones humanas de autoría.

Los libros que marcaron este recorrido y que recomendaría a todo aquel que busque comprender mejor su propósito y su conexión con lo divino son los siguientes, enumerados en el orden que considero más accesible para la mente humana, y también según la capacidad de cada uno para integrar estas enseñanzas en su vida diaria:

1. La Verdad

   https://librolaverdad.webnode.com.co

2. Las Leyes Espirituales

  https://lasleyesespirituales.webnode.com.co

3. Las 9 Cartas de Cristo

 https://las9cartasdecristo.webnode.com.co

4. La Obra de Cristo

  https://laobradecristo.webnode.es

5. Urantia    

 https://libro-de-urantia.webnode.com.co

Cada uno de estos libros contiene revelaciones profundas sobre la naturaleza de la vida, el propósito humano y las leyes espirituales que rigen nuestro mundo.

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Más adelante, con el tiempo y la reflexión, compartiré con ustedes cómo cada uno de estos libros llegó a mi vida, transformando mi forma de ver el mundo y la espiritualidad.

Comencé a planear de nuevo un viaje a Medellín. Decidí llamar a Doña Flor para preguntarle si sería posible alojarme en su casa por un mes, a lo que me respondió positivamente. Ya con un lugar donde quedarme, proseguí contactando a la empresa Masivo de Occidente, que presta servicio de alimentadores al metro. Pregunté si tenían convocatorias abiertas y si aún había flexibilidad con respecto a la edad para postularme. La niña que me atendió me informó que precisamente había una convocatoria al día siguiente y, en caso de no poder asistir en esa ocasión, me aseguró que continuarían abriendo nuevas convocatorias sin ningún límite de edad para el ingreso. Le comenté que, una vez llegara a Medellín, les haría saber mi disponibilidad para participar en la convocatoria.

Ya empezaba el mes de octubre y, como de costumbre, tomaba el tinto matutino con Doña Isabelita en la cafetería vecina. Durante la charla, le mencioné mis planes, comentándole que a partir de noviembre comenzaría la transición para salir de Belalcázar, ya que tenía la habitación del hotel pagada hasta finales de octubre. Además, para esos días se celebraban las elecciones para la alcaldía, el concejo y otras autoridades locales, y tenía comprometido mi voto. Así que mi salida podría concretarse en los primeros días de noviembre.

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Le conté, como anécdota, que aproximadamente tres años atrás le había propuesto hacer lo que finalmente hice: tomar las riendas de la droguería durante un tiempo. Ella, sorprendida, me respondió en ese entonces: "¿Cómo se le ocurre que un hombre atienda la droguería?" Nos reímos de la situación, y me recordó que fue Jorge Darío quien, en ese momento, le sugirió que me dejara al mando del negocio, pero que, en su opinión, siempre debía ser una mujer quien lo atendiera.

Al día siguiente, durante nuestro acostumbrado tinto, Doña Isabelita me volvió a comentar algo que Jorge Darío le había dicho: "Él le paga el hotel estos tres meses con tal de que postergue el viaje, porque tenemos planeado viajar a Estados Unidos para pasar las fiestas de fin de año con mi hermana." Le respondí que no había problema, que me quedaría hasta finales de enero, momento en el cual ellos regresarían de su viaje internacional.

Con el señor mormón siempre hubo una relación cordial y fluida. Fue alguien con quien compartí diversas conversaciones, y a pesar de las diferencias ideológicas que teníamos, especialmente en lo político, supimos mantener un trato respetuoso. Él me manifestó en varias ocasiones su admiración por mi capacidad de tomar decisiones firmes, aunque siempre cuestionaba mi postura política. Yo, siendo de derecha "pura sangre", y él, de izquierda "pura sangre", no dejábamos de debatir sobre estos temas, aunque de forma pacífica.

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