MIS ÚLTIMOS 50 AÑOS 1971 – 2021 CARLOS CAMPOS COLEGIAL
Es como si el destino entrelazara estas fechas tan significativas, creando una conexión profunda entre los momentos más tristes y los más felices de nuestras vidas
Poco después de este acontecimiento tan triste, Doña Isabelita se encontró con la situación de que su empleada había dejado la droguería para mudarse al Valle del Cauca, dejándola sin quien atendiera el negocio.
Fue entonces cuando ella me planteó el problema. Como no estaba haciendo nada en ese momento y buscando una forma de ayudar, le sugerí la idea de abrir la droguería en las mañanas para evitar que el negocio permaneciera cerrado la mayor parte del día. Sin embargo, ella interrumpió mi propuesta y me dijo, con una firmeza que le era característica, que jamás permitiría que un hombre atendiera su droguería. Según ella, ese no era el tipo de negocio para que un hombre lo manejara, y me cambió de inmediato de tema. La conversación terminó ahí, pero lo que ocurrió un año y medio después sorprendió tanto a ella como a mí.
Este episodio me hizo reflexionar sobre cómo a veces nuestras propuestas o ideas, aunque bien intencionadas, no siempre son aceptadas en el momento adecuado. Las circunstancias pueden cambiar con el tiempo, y lo que en un principio parecía inviable, eventualmente puede volverse una oportunidad. Las lecciones que la vida nos da a través de estos giros inesperados nos enseñan que el tiempo y el cambio pueden ser factores clave para que las cosas sucedan de maneras muy diferentes a como las habíamos imaginado.
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El 2016 cerró con un episodio tan misterioso como significativo. Luz Marina, como era habitual, pasaba sus vacaciones en Manizales, y yo recibí instrucciones muy precisas para ese 20 de diciembre. Debía salir esa tarde, con mi maleta y pertenencias, y tomar el transporte hacia Pereira. Una vez allí, en la capilla de la terminal, me esperaba un ser intermedio, quien recibiría mi maleta. Inmediatamente después de entregarla, debía regresar a Belalcázar y, en ese lugar, permanecer en meditación, esperando instrucciones para la madrugada del 21 de diciembre.
No puedo negar que la condición humana, con su natural escepticismo, me llevó a cuestionarme. ¿No estaba siendo arriesgado al dejar mi maleta en Pereira? ¿Y si no regresaba de esa experiencia? La mente humana tiende a llenar los espacios con dudas, pero en mi interior una sola respuesta surgió con claridad: había que obedecer. La confianza en los seres superiores y su sabiduría es fundamental, pues sabía que jamás me pondrían en una situación que no favoreciera mi crecimiento espiritual. Así, me liberé de las dudas y me sumergí en una energía especial, esa que nos recuerda que somos espíritus con cuerpo y no simples cuerpos con espíritu.
Este momento me llevó a reflexionar aún más sobre las diferencias entre religión y espiritualismo, que son tan cruciales en el camino de autoconocimiento y crecimiento. Aquí te dejo algunas otras diferencias que considero fundamentales:
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* La religión es causa de divisiones, mientras que el espiritualismo une.
* La religión vive en el bajo astral, pero el espiritualismo vive en la conciencia.
* La religión se ocupa del hacer, pero el espiritualismo tiene que ver con el Ser.
* La religión alimenta el ego, pero el espiritualismo impulsa a trascender.
* La religión nos hace renunciar al mundo para seguir a un dios, pero el espiritualismo nos hace vivir en Dios, sin renunciar a nosotros.
Estas diferencias no solo definen cómo nos acercamos a lo divino, sino que también marcan la diferencia en cómo vivimos nuestra vida y nuestro propósito en este mundo. La espiritualidad, al contrario de la religión, no busca dividir ni imponer, sino integrar y elevar al ser hacia lo más alto de su potencial.
Esa noche, con la confianza plena de que todo lo que sucediera era parte de mi crecimiento, me sumergí en la experiencia que me aguardaba.
Este relato parece sumergirse en un viaje profundo y trascendental, uno en el que lo sobrenatural y lo espiritual se entrelazan en cada experiencia vivida. El hecho de que esta fuera la undécima experiencia de un ciclo que había comenzado anteriormente y que cada vez se volvía más impactante refleja la naturaleza única de lo que está sucediendo.
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Lo que más destaco de este relato es cómo, en esta ocasión, el acompañamiento de un grupo considerable de personas de diversas partes de la región y del país, y el hecho de que la experiencia se extendiera por una semana, la diferencia con las anteriores fue significativa. Este tipo de experiencias, especialmente en lo relacionado con lo que se describe como "dimensiones", plantea un sinfín de preguntas sobre el espacio, el tiempo y la naturaleza de nuestra existencia. El vuelo 370 de Malaysia Airlines, que se menciona en este contexto, añade un toque surrealista al relato.
La mención de que el avión está en "perfectas condiciones en otra dimensión" provoca una reflexión más profunda sobre los límites entre la vida y la muerte, el material y lo espiritual. Tal vez la referencia a este hecho trágico es un medio para mostrar cómo, en ciertos niveles de experiencia, los límites entre lo que conocemos como real y lo que no comprendemos se diluyen.
La idea de que más de la mitad del grupo no regresó, y de que el regreso fue mucho más traumático que en experiencias previas, sugiere una transformación o cambio profundo que afecta al alma o conciencia de quienes participan en estos eventos. Sin duda, lo que se experimenta en tales situaciones no es algo que se pueda explicar con facilidad; las implicaciones emocionales, espirituales y psicológicas parecen ser significativas.
La experiencia que describo sigue navegando en la frontera entre lo espiritual y lo cotidiano, mostrando cómo las vivencias extraordinarias se integran con los aspectos más terrenales de la vida diaria.
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El regreso de esta última experiencia, en la que todos me trataban como si nunca hubiera estado ausente, refleja una desconexión temporal muy profunda que puede resultar difícil de comprender, y es evidente cómo esa falta de diferenciación entre lo que experimente y lo que los demás percibieron te genera una sensación de trauma al regresar. Recibí la orden de regresar a la capilla de la terminal en Pereira a recoger la maleta y continuar con mi vida cotidiana; para mi sorpresa allí estaba el mismo ser quien me había recibido mis pertenencias, días atrás; me entrego la maleta y me indicó que en mi bolsillo derecho encontraría el dinero para desplazarme a Belalcázar.
Arrancó el año 2017 con una energía diferente, un aire de cambio y una serie de eventos que se perfilaban como el inicio de algo trascendental. Como suele suceder, los comienzos de año son tiempos de resoluciones, ajustes y, a menudo, sorpresas inesperadas. En el caso de Doña Isabelita, ella decidió renovar el espacio de su droguería, cuyo piso de madera daba signos de desgaste. Para ello, llegó a un acuerdo con Doña Lilia Muriel Ospina, la propietaria del local, para reemplazar el piso por cerámica. Este proyecto, aparentemente sencillo, implicaba desocupar completamente el local y trasladar la mayoría de los elementos a la casa de Doña Isabelita, situada a unas dos cuadras de distancia.
Durante uno de esos traslados, algo captó la atención de Doña Isabelita: un aviso en la funeraria La Aurora. El anuncio solicitaba un administrador con conocimientos de internet, un detalle que le pareció curioso y una oportunidad para mí. Con su característico entusiasmo, me dijo: "Don Carlos, ¿usted será que no se le mide?".
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Al principio, mi respuesta fue un tanto dubitativa: "El problema es la edad". Pero ella, con esa confianza que siempre me había transmitido, me animó a preguntar. Decidimos entrar a la funeraria, donde nos recibió un administrador que, tras escuchar nuestra consulta, me aseguró que la edad no era un impedimento. Al contrario, mencionó que el propietario prefería contratar a personas mayores, valorando su experiencia y madurez.
Esa respuesta fue suficiente para motivarme. Preparé mi hoja de vida y la llevé al lugar, donde me asignaron una entrevista para dentro de tres días con una psicóloga y un representante de la casa matriz. Llegó el día de la cita, y ahí estaba yo, puntual a las nueve y veinte de la mañana. En la sala de espera, observé a varias aspirantes: 22 jóvenes, en su mayoría mujeres de entre 20 y 30 años, todas ellas llenas de energía y con una presencia que, en otro momento, podría haber intimidado. Sin embargo, mantuve la calma. Sabía que mi experiencia era mi mayor fortaleza, y me aferré a ello durante la entrevista.
El proceso fue extenso, con toda clase de preguntas, desde mi manejo de tecnologías hasta mis capacidades administrativas y de servicio al cliente. Al finalizar, sentí que había dado lo mejor de mí, pero no me atreví a anticipar el resultado. Esa misma tarde, recibí una llamada discreta y breve: el puesto era mío. Me pidieron que alistara los documentos necesarios mientras ellos gestionaban los trámites en Santa Rosa de Cabal sede principal de la funeraria. La emoción me invadió. Era una oportunidad que confirmaba que la edad no era un obstáculo insalvable y que las puertas se abrían cuando se combinaban preparación y determinación.
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Sin embargo, la euforia duró poco. Pasaron algunos días sin noticias, y mi intuición comenzó a inquietarse. Finalmente, el administrador que me había atendido al principio me explicó lo sucedido. Resulta que el alcalde había intervenido personalmente, solicitándole al propietario de la funeraria que asignara el cargo a la nuera de un concejal de su partido.
La política, una vez más, había torcido el camino de la meritocracia. El puesto que parecía asegurado terminó siendo adjudicado a alguien por razones ajenas a su experiencia o capacidades.
Aunque la noticia me golpeó, no me permití caer en el desaliento. Sabía que esta era una realidad con la que muchas personas debían lidiar, especialmente en un país donde las influencias políticas tenían tanto peso. Fue entonces cuando decidí lanzar un reto personal y público: demostrar que la edad no era un impedimento para conseguir trabajo. Mi objetivo no era solo encontrar una nueva oportunidad, sino inspirar a otros a no rendirse ante los prejuicios o las adversidades.
La inquietud sobre mi situación laboral seguía flotando en el aire. El reto lanzado meses antes, sobre la dificultad de conseguir trabajo después de los 50 años, seguía vigente, y me propuse demostrar que eso no era del todo cierto. Me comprometí públicamente a probar que, con esfuerzo y determinación, se podía encontrar una oportunidad, sin importar la edad. Fue entonces cuando decidí hacer algo radicalmente diferente y fuera de lo común, algo que nunca habría considerado en circunstancias normales.
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Confiando en que la vida me ofrecería una lección en este camino, abrí una cuenta en Tinder, una plataforma en la que generalmente se buscan relaciones personales, pero que en ese momento veía como una herramienta para conocer nuevas personas con la esperanza de ampliar mis horizontes. Ajusté el filtro de búsqueda para conectar con mujeres mayores de 60 años en las cercanías de Pereira, Manizales y Armenia. Pensaba que, a través de estas interacciones, podía no solo conocer personas interesantes, sino también explorar las posibilidades que mi desafío presentaba.
En la plataforma, configuré el radar para un máximo de 50 kilómetros, y para mi sorpresa, alguien fuera de ese radio apareció: una señora de Copacabana (Antioquia). Al ver que ella estaba fuera del área seleccionada, decidí responderle por curiosidad. Le pregunté cómo había logrado "salirse del radar" y ella, sorprendida por mi pregunta, me explicó que estaba buscando a personas del área metropolitana de Medellín. Resultó que ambos teníamos algo en común: una necesidad de ampliar nuestro círculo y, tal vez, de encontrar conexiones que fueran más allá de lo habitual.
A lo largo de la siguiente semana, mantuvimos un par de conversaciones y, en un momento, tomé la decisión de llamar a esta señora, sin saber muy bien qué podría surgir de esa llamada. Al hacerlo, algo salió espontáneamente de mi boca. Le comenté que Luz Marina iba a ser trasladada a Norcasia y que yo pensaba viajar a Medellín. Ella, algo sorprendida, me preguntó si llegaría a donde mi hermano, a lo que le respondí que no, que llegaría "donde Dios me pusiera". Fue en ese momento cuando la llamada se cortó de manera abrupta. No insistí, porque tampoco tenía claro por qué había dicho eso, pero la llamada se terminó.
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Sin embargo, al caer la noche, recibí una llamada de ella. Me pidió disculpas por haber cortado nuestra conversación por la mañana y, con mucha amabilidad, me preguntó si todavía tenía viaje para el próximo fin de semana. Al confirmarle que sí, que viajaría a Medellín, me sorprendió enormemente lo que dijo a continuación. Me ofreció su casa, diciéndome que, si no tenía dónde llegar, podría quedarme allí con toda la confianza.
Me quedé atónito. Le pregunté por qué lo hacía, ya que, en ese momento, no nos conocíamos lo suficiente como para hacer un ofrecimiento de tal magnitud. Su respuesta fue sencilla pero misteriosa: "Cuando esté en mi casa, te explicaré por qué lo hago".
Acepté la oferta, aunque confieso que en ese momento me sentí algo desconcertado. ¿Por qué alguien que apenas conocía me estaba ofreciendo su hogar sin pensarlo dos veces? La vida, una vez más, me sorprendía. Quedamos en que, el domingo, yo le avisaría cuando pasara por Caldas (Ant), para que ella pudiera salir a esperarme en la terminal del sur, el sitio donde terminan los viajes de los vehículos provenientes del eje cafetero y otras regiones cercanas.
Aunque mi intuición me decía que debía ser cauto, también sentí que este acto de bondad debía ser aprovechado, no solo como una forma de resolver un problema logístico, sino como una oportunidad para entender mejor las conexiones humanas, esas que no siempre obedecen a la lógica convencional.
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Mientras tanto, el reto que había lanzado al aire seguía presente en mi mente: demostrar que después de los 50 años, aún hay espacio para nuevos comienzos y para caminos inesperados. Y, de alguna forma, este viaje a Medellín parecía ser una pieza clave en ese rompecabezas.
El día sábado, con la determinación tomada de iniciar un nuevo capítulo en mi vida, decidí salir y comunicar mi decisión a todos los conocidos. La reacción no fue del todo alentadora: muchos lo consideraban una locura, una decisión temeraria, y hasta mi propio hermano parecía incrédulo ante la posibilidad de que yo estuviera hablando en serio.
Sin embargo, el deseo de avanzar y confiar en que las cosas se acomodarían a su debido tiempo me dio el empuje necesario para seguir adelante.
Ese sábado era día de mercado en Belalcázar, un momento ideal para encontrarme con la gente y explorar cómo podría reunir los fondos necesarios para costear mi pasaje hacia Medellín. Fui directamente al taller de Aicardo Osorio Granada, conocido en toda la región como el único tecnólogo en electrónica industrial. Tras escuchar mi plan, Aicardo, siempre dispuesto a ayudar, no dudó en hacer una llamada a su primo, quien trabajaba como conductor en la flota Arauca. Después de explicarle mi situación, su primo confirmó que saldría de Armenia a las seis de la mañana del domingo y que podría recogerme en Tres Puertas alrededor de las ocho y media para llevarme a Medellín. Aicardo, con un gesto de generosidad, me entregó veinte mil pesos para el pasaje hasta Tres Puertas. Le agradecí profundamente su apoyo y salí del taller con renovada esperanza.
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