MIS ÚLTIMOS 50 AÑOS 1971 – 2021 CARLOS CAMPOS COLEGIAL
De alguna manera, el curso debía llevarse a cabo. Las palabras del director, que parecían tan firmes, fueron la confirmación de algo que solo se podía explicar por la intervención de algo más grande: un cambio inesperado en los planes, algo que, a pesar de las dificultades y la incredulidad de muchos, sucedió de una manera que solo podría entenderse como una manifestación de lo que siempre creí: para el todo, nada es imposible.
Fue entonces cuando, en un momento de gran creatividad, se me ocurrió una idea un tanto inusual, pero que bien podría funcionar para asegurar que el curso se llevara a cabo. Propondría inscribir a personas que no necesariamente asistirían, pero que aportarían los documentos como si fueran asistentes. A pesar de la aparente dificultad de la situación, no vi otra forma más efectiva de garantizar que el curso pudiera realizarse, y así fue como logré inscribir a Luz Marina, sus dos hijas, La Señora Bonita, su hermana y a otros más. Al final, conseguimos inscribir un total de 18 personas, y la dirección del SENA autorizó a dictar el curso en esas condiciones. Lo que parecía una solución arriesgada y algo fuera de lo común, se convirtió en un éxito rotundo.
En septiembre de ese mismo año, logramos finalizar el curso, y todos los involucrados recibimos nuestros respectivos certificados. Fue la única vez en la que el SENA repitió un curso en un municipio, con apenas diez alumnos presenciales, sin ninguna razón aparente, pero con la firme convicción de que todo había sucedido por alguna razón mayor.
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Una vez más, la evidencia de que, para Dios, nada es imposible se hacía clara en nuestras vidas, reflejando una vez más la fuerza de las fuerzas superiores en juego.
Pero los acontecimientos no terminaron ahí. Durante este periodo, Héctor Mauricio vivió una experiencia singular. En una madrugada cualquiera, se le apareció un personaje en la televisión, invitándolo a salir esa misma noche. Alarmado, me llamó rápidamente para preguntarme sobre esta extraña invitación. Al principio, le animé a que lo hiciera, pues intuía que podía ser una experiencia única. Sin embargo, el miedo comenzó a apoderarse de él, y con insistencia, me preguntó si su regreso estaba asegurado. Mi respuesta fue honesta, aunque difícil: no, desafortunadamente, no podía asegurarle su regreso.
El pánico se apoderó de él, especialmente al pensar en su pequeña hija. Después de mucha reflexión, tomó la decisión de no unirse a la experiencia. Desde la ventana de su habitación en el hotel donde se encontraba hospedado, observó cómo la densa neblina avanzaba desde la falda del pueblo, cubriendo las calles oscuras, mientras yo me integraba a la misma. A través de su mirada, vio cómo desaparecía en medio de la noche. Fue una experiencia única para mí, pero Héctor, limitado por el miedo, se quedó atrás, observando desde su ventana. El universo, al parecer, tenía planes para cada uno de nosotros, y no siempre todo se alineaba para las mismas personas de la misma forma.
Años más tarde, la vida de Héctor Mauricio tomó un giro inesperado y doloroso. Una célula maligna apareció en su cuello, lo que marcó el inicio de una lucha constante.
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A pesar de recibir tratamiento a tiempo y someterse a una compleja cirugía, la esperanza de haber erradicado la enfermedad se desvaneció cuando, seis meses después, la célula regresó de manera silenciosa. Esta vez, su avance fue imparable, y, tristemente, llevó a Héctor a dejar este plano terrenal. Lo hizo con una sonrisa imborrable, que quedó grabada en la memoria de sus seres queridos. Ese martes 27 de marzo de 2018, Héctor partió hacia la eternidad, rodeado del amor de quienes lo acompañaron en su despedida. Su partida, aunque dolorosa, dejó un legado de valentía y esperanza que permanece en los corazones de quienes lo conocieron.
En un giro diferente de mi vida, el viernes 27 de junio, fui invitado por el bibliotecario Diego Alejandro Muñoz a un conversatorio en el marco de la celebración del Día del Café. La biblioteca, ubicada justo frente al hotel, fue el lugar de este evento tan especial. Durante la charla, tuve el placer de conocer a Doña Isabelita Sánchez Orozco, quien en ese momento era concejal del municipio y propietaria de una droguería muy conocida. Además, es esposa del rector del colegio Cristo Rey, Jorge Darío Jaramillo. También estaba presente una señora de la vereda La Habana, propietaria de una finca productora del grano. Fue un encuentro ameno que dio inicio a una bonita amistad con Doña Isabelita, una relación que se ha mantenido con el paso de los años.
Este evento fue, sin duda, una experiencia enriquecedora, no solo por la interacción con estas personas tan valiosas, sino también por la oportunidad de formar lazos que perduran hasta el día de hoy. A través de este conversatorio, el café no solo fue un tema de conversación, sino el puente que unió a almas dispuestas a compartir historias, experiencias y sueños, y que a la larga enriqueció mi vida de formas que aun no comprendo completamente.
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Luz Marina, en octubre de ese año, tomó la decisión de cambiarse de lugar de residencia. Después de mucho tiempo viviendo en hotel, ya estaba cansada de esa rutina, así que nos mudamos a un apartamento en los bajos, en una zona del pueblo donde las construcciones están hacia abajo debido a la ubicación en la cresta de la montaña. El apartamento estaba en un lugar peculiar, pues para entrar teníamos que bajar y para salir, debíamos subir hasta la calle. Ese fue un cambio significativo, no solo en el lugar de vida, sino también en nuestra vida cotidiana. Allí, tuve la oportunidad de empezar a aprender algunas tareas domésticas, como cocinar y lavar la ropa, cosas que antes no había tenido que hacer por mí mismo.
Luz Marina, por su parte, continuaba con su rutina de trabajo y viajaba religiosamente todos los viernes después de salir del trabajo a Manizales, regresando los domingos por la tarde. Esta era una dinámica que se había convertido en parte de su vida, y a pesar de las dificultades, ella mantenía su energía y dedicación, no solo a su trabajo, sino a la relación que compartíamos.
Algo muy significativo ocurrió durante mi residencia en Belalcázar. En un principio, cuando llegué a este lugar, mi objetivo era muy diferente al que finalmente experimenté. Mi intención era dejar de tomar los medicamentos para el corazón, como se había pronosticado años atrás en Cartagena, cuando sufrí un infarto y decidí no aceptar la cirugía para corregir la anomalía.
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Los médicos me habían advertido que un infarto fulminante sería mi final, pero algo inesperado sucedió.
Al llegar a Belalcázar, y debido a los cambios en mi estilo de vida, comencé a notar que mi peso disminuía. Al principio, solo perdí un kilo por mes, pero pronto me di cuenta de que algo estaba ocurriendo. Había pasado por dietas rigurosas en el pasado sin poder bajar de 99 kilos, pero ahora, sin mayores esfuerzos, mi peso bajaba de manera constante. Mes a mes, al pagar el arriendo a Don Uvencio en su compraventa de café, me pesaba en la báscula, y para mi sorpresa, veía cómo perdía peso de manera gradual, hasta llegar a los 80 kilos en tres años. Fue en ese momento cuando comprendí que el todopoderoso tenía algo que ver con este cambio, que no fue algo que planeé, sino una bendición que llegó de forma inesperada.
Este proceso no solo me ayudó a perder peso, sino que también me permitió reflexionar sobre cómo las circunstancias de la vida a veces nos llevan a lugares que no esperamos, pero en esos lugares, encontramos respuestas y transformaciones que nunca imaginamos. Mi salud mejoró, y a pesar de que la intención inicial era otra, descubrí que la vida tiene una forma única de guiarnos, incluso cuando creemos que estamos tomando las decisiones por nuestra cuenta.
Es impresionante cómo la vida a veces nos lleva a cumplir deseos y experiencias que, en su momento, parecían inalcanzables. En mi caso, ese deseo adolescente de tener el cabello largo que se dio de manera inesperada, 40 años después, es un ejemplo claro de cómo los momentos que creemos perdidos o imposibles pueden materializarse con el tiempo.
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Y es curioso cómo, al igual que con el cabello, algo tan sencillo como un cambio de look puede ser tan significativo y lleno de simbolismo. La conversación con Luz Marina acerca de dejarse crecer el cabello fue una de esas decisiones pequeñas pero transformadoras. A veces, no necesitamos buscar profundamente para encontrar una razón para cambiar; simplemente llega un momento en el que nos sentimos listos. Dejarse crecer el cabello y experimentar esa fase, aunque haya sido por un tiempo relativamente corto, representó una pequeña victoria personal, un cerrar el ciclo de algo que no se pudo antes, pero que ahora fue posible, incluso si de manera tardía.
En cuanto al tema de la "completitud" en la vida, es revelador cómo la vida me dio no solo lo que pedía, sino también lo que ni siquiera imagine. La conexión con Luz Marina y el cumplimiento de ese deseo de una pareja que encajara en tu vida, no solo en un nivel emocional, sino también en esos pequeños detalles como la condición de zurda, es un testimonio de cómo, en muchos aspectos, el universo parece organizar las piezas de la vida de maneras que a veces no entendemos en su totalidad, pero que tienen un propósito profundo.
Es fascinante cómo la vida nos da señales, cumple deseos y ajusta circunstancias, algunas veces de manera tan precisa que parece casi mágico. La relación con Luz Marina, en este caso, no solo cumplió expectativas emocionales, sino que también reflejó ese nivel de detalle y conexión que uno a veces no se imagina, pero que, al mirarlo de manera retrospectiva, se convierte en una confirmación de que todo, incluso lo más pequeño, tiene su razón de ser.
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Luz Marina, al estar en provisionalidad, siempre vivió con la incertidumbre de su futuro laboral, sabiendo que podía ser removida en cualquier momento. Esa preocupación constante por no saber lo que deparaba el futuro le generaba una ansiedad comprensible, especialmente al ser consciente de que su estabilidad dependía de decisiones ajenas, a veces impredecibles. Ella me lo había expresado en varias ocasiones, temerosa de que su posición fuera reemplazada antes de lo que imaginaba, pero en ese momento, mi fe me dio la seguridad que necesitaba para calmar sus temores. Le respondí con firmeza y una tranquilidad absoluta: "Mientras yo esté en su casa, no la van a remover. El día que yo no esté, ahí es otra historia. Además, primero me tienen que mover a mí, porque sería el primer indicio de que algo está cambiando". Mi confianza en lo que decía no era solo por la convicción de mis palabras, sino por una certeza interna que provenía de algo mucho más grande que cualquier circunstancia terrenal.
Pero llegó el domingo 13 de diciembre de 2015, cuando la llamada de Luz Marina me sorprendió. Su voz estaba llena de preocupación. Me pidió que visitara la página de la Secretaría de Educación para que pudiera enterarme de la resolución que nombraba a su reemplazo para el año siguiente. El rector de su institución le había llamado para informarle sobre esa triste noticia, y ella no sabía cómo manejar la situación. De inmediato, le respondí: "Eso me parece muy raro.
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A mí no me han hecho el más mínimo guiño para cambiarme de residencia, y tú sabes bien que, según el protocolo, primero me deben mover a mí, y luego siguen contigo". Mi tono calmado y confiado parecía hacerle falta, pero lo cierto es que en ese momento no sentía miedo ni ansiedad. Sabía que lo que me estaba diciendo no estaba en mis manos, pero mi creencia y fe en lo que sucedería me daban una paz inexplicable
Cuando me encontré con Jorge Darío en la droguería de Doña Isabelita, me confirmó lo que Luz Marina me había dicho. Me sentí un poco extraño al comentar lo sucedido, pero era parte de la rutina. Diego Alejandro, el bibliotecario, estaba allí también y, al escucharme decir que no sucedería nada, se mostró sorprendido, aunque con una chispa de humor. "A no ser que usted mande matar al muchacho que viene para ese puesto, de lo contrario, eso no tiene reversa", dijo con tono irónico. Su comentario me hizo sonreír, pero mi respuesta no cambió: "Yo le creo a Dios. Y hasta el 18 de enero faltan muchos días. La vida puede cambiar en un instante, para bien o para mal".
Esa respuesta, sencilla pero cargada de fe, fue suficiente para darme paz y tranquilidad. Mientras otros se admiraban de cómo había manejado la situación con tanta calma, yo sabía que nada cambiaría por más que se movieran las piezas del tablero. No entregué el apartamento, no alteré mi rutina diaria y me mantuve firme en mi creencia de que las cosas se resolverían por sí solas, sin necesidad de precipitaciones. Para mí, era un recordatorio de que no importaba la incertidumbre o la aparente inseguridad del futuro; lo que realmente importaba era la confianza que uno tiene en el proceso de la vida, en las manos de algo más grande que todas las circunstancias materiales.
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El tiempo pasó, y la resolución que a muchos les parecía inevitable nunca llegó a cumplirse. Esa tranquilidad que había mantenido, aunque parecía desconcertante para los demás, terminó siendo una prueba más de que mi fe y mi certeza de que todo sucedería como debía ser era lo único que necesitaba para enfrentar cualquier adversidad. La vida, al final, tiene sus propios tiempos, y en este caso, el hecho de que todo se resolviera sin necesidad de cambios fue la prueba de que las cosas realmente están bajo control, aunque a veces no entendamos cómo o por qué.
Comenzamos el nuevo año con una grata visita: dos primos, los hermanos Rojas Ibarra de La Laguna, Marlene y Eleazar, llegaron a Belalcázar para pasar unos días de vacaciones. Durante su visita, fuimos a los termales de Santa Rosa, un lugar conocido por su belleza natural y sus aguas termales que relajan a cualquiera. El tiempo con ellos fue agradable, pero la despedida vino rápidamente. Después de disfrutar del paisaje, los acompañé hasta Manizales para que conocieran a Luz Marina. Pasamos un tiempo agradable, pero su viaje continuó, ya que tenían que asistir a las honras fúnebres de un querido sacerdote, amigo de la familia en su tierra natal
Aproveché mi estancia en Manizales para realizarle mantenimiento al reloj de pared de Doña Teresita, la madre de Luz Marina, que siempre me pedía lo revisara. Tras ello, regresé con Luz Marina a Belalcázar el domingo 17 de enero.
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Al regresar, algo en el comportamiento de Doña Teresita me llamó la atención. Cuando nos despedimos en la casa para ir a la terminal, ella se asomó a la ventana con un gesto de despedida que nunca antes había hecho, y su actitud esos días había sido extraña, especialmente el último. Le comenté a Luz Marina que algo no estaba bien, y que sentía que el tiempo de su madre estaba por llegar. No entendía completamente por qué sentía eso, pero el comportamiento de Doña Teresita me dejó una sensación inquietante. Esa tarde, partimos hacia Belalcázar y llegamos sin contratiempos.
El lunes 18 de enero, Luz Marina se preparó para entregar su cargo, pues tenía la información de que sería reemplazada por un colega que venía de Cartago. Sin embargo, ese día ocurrió algo inexplicable. El que debía reemplazarla nunca apareció, y al revisar la página de la secretaría de educación, la resolución que hablaba de su reemplazo había desaparecido, como si nunca hubiera existido. De esa forma, Luz Marina continuó en su puesto sin ninguna alteración en su situación. Estaba sorprendida, pero al mismo tiempo aliviada, ya que las cosas seguían como estaban. Sin embargo, eso no sería el final de las sorpresas.
En mayo, a mediados de mes, Luz Marina me llamó con una noticia que me dejó desconcertado. Me dijo, algo alarmada: "Ahora ¿qué me vas a decir? Estoy viendo desde mi oficina a mi reemplazo, hablando con el rector, y luego viene para acá a recibirme el puesto. Además, mira la página de la secretaría, allí está la nueva resolución".
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Escuchando su tono, le respondí con la calma que me caracteriza: "Le reitero lo que le dije antes: no me han hecho ninguna señal para moverme de aquí, por lo tanto, mientras permanezca en esta casa, su trabajo estará seguro". A pesar de mis palabras, noté que la situación la estaba molestando. Me pidió que fuera buscando un lugar a dónde ir, ya que pensaba entregar el apartamento en los próximos días.
Esa situación me dejó pensativo, pues, aunque me mantenía firme en mi creencia de que nada cambiaría sin señales claras, entendía la angustia de Luz Marina. La incertidumbre de la vida laboral siempre es difícil de sobrellevar, especialmente cuando el futuro parece incierto y fuera de nuestro control. Sin embargo, confiaba plenamente en que la resolución de todo estaba más allá de nuestras manos, y que, tal como le había dicho antes, todo se manejaría a su debido tiempo, sin que nada fuera forzado. Como siempre, la vida nos sigue sorprendiendo con giros inesperados y, en este caso, la fe y la paciencia serían nuestras guías para enfrentar lo que viniera.
El día transcurrió con una calma tensa, pues yo estaba completamente seguro de que algo fuera de lo común debía suceder, ya que hasta ese momento no había señales de que el traspaso del puesto fuera a concretarse. Como siempre, a las dos de la tarde Luz Marina llegó al apartamento con una expresión de desconcierto que me hizo preguntarme qué había sucedido. Le pregunté de inmediato si había entregado el puesto, a lo que me respondió que, de manera inesperada, el psicólogo que debía reemplazarla nunca apareció.
La situación era cada vez más extraña. Luz Marina me contó que, tras esperar un rato, había preguntado al rector qué había sucedido, y este le contestó que pensaba que el nuevo psicólogo ya había recibido el puesto.
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Al preguntar al celador del colegio, le informaron que el hombre calvo de gafas había salido y tomado un jeep para el pueblo, lo que aún sumaba más misterio a la situación. Lo más sorprendente fue que al revisar la resolución de la secretaría, esta había desaparecido, como si nunca hubiera existido.
El rector, confuso, le comentó que le había preguntado al nuevo psicólogo por qué se trasladaba de Cartago a Belalcázar, un lugar que le resultaba ajeno, y el psicólogo le había explicado que lo hacía por el tamaño del colegio. El rector, sin embargo, le corrigió, explicándole que el colegio no era pequeño, pues tenía once sedes y que para visitarlas, muchas veces debía caminar, pues no había acceso para vehículos en algunas de ellas. El psicólogo, aparentemente dispuesto a recibir el puesto, se dirigió a la oficina de Luz Marina, pero nunca llegó.
Tras estos acontecimientos tan extraños, Luz Marina y yo conversamos sobre lo sucedido, pero la situación nos dejó en un estado de incertidumbre y desconcierto. A pesar de que mis palabras eran claras y firmes en cuanto a que nada cambiaría hasta que recibiera señales claras, nuestras diferencias espirituales seguían siendo un obstáculo difícil de superar. Mientras yo veía la mano divina en estos sucesos, ella, por su parte, se encontraba más enfocada en la realidad tangible de su trabajo y los cambios que le afectaban directamente. Aunque nuestras perspectivas diferían, ambos sabíamos que la situación había tomado un giro inesperado y que la intervención divina o el destino, como algunos lo llamarían, estaba jugando un papel crucial en los eventos que se estaban desarrollando.
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Este episodio no solo me reafirmó en mi creencia de que las cosas suceden por una razón, sino que también marcó un punto importante en nuestra relación, donde los caminos espirituales a veces no siempre se cruzan de la misma forma, pero, sin duda alguna, nos dirigían hacia una misma verdad.
El 18 de enero, aunque Luz Marina logró conservar su trabajo, la vida le tenía reservada otra prueba difícil. Tres días después, el 21 de enero, su madre, Doña Teresita, falleció. El hecho de que esto ocurriera precisamente en la madrugada de ese día, coincidiendo con el cumpleaños número 27 de Juliana, la hija mayor de Luz Marina, sumó aún más carga emocional a una situación ya muy dolorosa. Este tipo de coincidencias parecen ser un patrón en algunas familias. En la mía, también hemos experimentado varios momentos de este tipo: mi abuela materna falleció un 3 de diciembre, la misma fecha en que nació mi segundo hijo, Juan Carlos; mi abuela paterna partió un 28 de agosto, día del cumpleaños de mi sobrino Camilo Andrés, hijo de Eduardo; y finalmente, mi madre, Doña Carmen, falleció un 3 de octubre, la misma fecha en que nació mi primer nieto, Kevin Eduardo. Es como si el destino entrelazara estas fechas tan significativas, creando una conexión profunda entre los momentos más tristes y los más felices de nuestras vidas
Poco después de este acontecimiento tan triste, Doña Isabelita se encontró con la situación de que su empleada había dejado la droguería para mudarse al Valle del Cauca, dejándola sin quien atendiera el negocio.
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Fue entonces cuando ella me planteó el problema. Como no estaba haciendo nada en ese momento y buscando una forma de ayudar, le sugerí la idea de abrir la droguería en las mañanas para evitar que el negocio permaneciera cerrado la mayor parte del día. Sin embargo, ella interrumpió mi propuesta y me dijo, con una firmeza que le era característica, que jamás permitiría que un hombre atendiera su droguería. Según ella, ese no era el tipo de negocio para que un hombre lo manejara, y me cambió de inmediato de tema. La conversación terminó ahí, pero lo que ocurrió un año y medio después sorprendió tanto a ella como a mí.
Este episodio me hizo reflexionar sobre cómo a veces nuestras propuestas o ideas, aunque bien intencionadas, no siempre son aceptadas en el momento adecuado. Las circunstancias pueden cambiar con el tiempo, y lo que en un principio parecía inviable, eventualmente puede volverse una oportunidad. Las lecciones que la vida nos da a través de estos giros inesperados nos enseñan que el tiempo y el cambio pueden ser factores clave para que las cosas sucedan de maneras muy diferentes a como las habíamos imaginado.
El 2016 cerró con un episodio tan misterioso como significativo. Luz Marina, como era habitual, pasaba sus vacaciones en Manizales, y yo recibí instrucciones muy precisas para ese 20 de diciembre. Debía salir esa tarde, con toda mi maleta y pertenencias, y tomar el transporte hacia Pereira. Una vez allí, en la capilla de la terminal, me esperaba un ser intermedio, quien recibiría mi maleta. Inmediatamente después de entregarla, debía regresar a Belalcázar y, en ese lugar, permanecer en meditación, esperando instrucciones para la madrugada del 21 de diciembre.
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No puedo negar que la condición humana, con su natural escepticismo, me llevó a cuestionarme. ¿No estaba siendo arriesgado al dejar mi maleta en Pereira? ¿Y si no regresaba de esa experiencia? La mente humana tiende a llenar los espacios con dudas, pero en mi interior una sola respuesta surgió con claridad: había que obedecer. La confianza en los seres superiores y su sabiduría es fundamental, pues sabía que jamás me pondrían en una situación que no favoreciera mi crecimiento espiritual. Así, me liberé de las dudas y me sumergí en una energía especial, esa que nos recuerda que somos espíritus con cuerpo y no simples cuerpos con espíritu.
Este momento me llevó a reflexionar aún más sobre las diferencias entre religión y espiritualismo, que son tan cruciales en el camino de autoconocimiento y crecimiento. Aquí te dejo algunas otras diferencias que considero fundamentales:
* La religión es causa de divisiones, mientras que el espiritualismo une.
* La religión vive en el bajo astral, pero el espiritualismo vive en la conciencia.
* La religión se ocupa del hacer, pero el espiritualismo tiene que ver con el Ser.
* La religión alimenta el ego, pero el espiritualismo impulsa a trascender.
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* La religión nos hace renunciar al mundo para seguir a un dios, pero el espiritualismo nos hace vivir en Dios, sin renunciar a nosotros.
Estas diferencias no solo definen cómo nos acercamos a lo divino, sino que también marcan la diferencia en cómo vivimos nuestra vida y nuestro propósito en este mundo. La espiritualidad, al contrario de la religión, no busca dividir ni imponer, sino integrar y elevar al ser hacia lo más alto de su potencial.
Esa noche, con la confianza plena de que todo lo que sucediera era parte de mi crecimiento, me sumergí en la experiencia que me aguardaba.
Este relato parece sumergirse en un viaje profundo y trascendental, uno en el que lo sobrenatural y lo espiritual se entrelazan en cada experiencia vivida. El hecho de que esta fuera la undécima experiencia de un ciclo que había comenzado anteriormente y que cada vez se volvía más impactante refleja la naturaleza única de lo que está sucediendo.
Lo que más destaco de este relato es cómo, en esta ocasión, el acompañamiento de un grupo considerable de personas de diversas partes de la región y del país, y el hecho de que la experiencia se extendiera por una semana, la diferencia con las anteriores fue significativa. Este tipo de experiencias, especialmente en lo relacionado con lo que se describe como "dimensiones", plantea un sinfín de preguntas sobre el espacio, el tiempo y la naturaleza de nuestra existencia. El vuelo 370 de Malaysia Airlines, que se menciona en este contexto, añade un toque surrealista al relato.
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.La mención de que el avión está en "perfectas condiciones en otra dimensión" provoca una reflexión más profunda sobre los límites entre la vida y la muerte, el material y lo espiritual. Tal vez la referencia a este hecho trágico es un medio para mostrar cómo, en ciertos niveles de experiencia, los límites entre lo que conocemos como real y lo que no comprendemos se diluyen.
La idea de que más de la mitad del grupo no regresó, y de que el regreso fue mucho más traumático que en experiencias previas, sugiere una transformación o cambio profundo que afecta al alma o conciencia de quienes participan en estos eventos. Sin duda, lo que se experimenta en tales situaciones no es algo que se pueda explicar con facilidad; las implicaciones emocionales, espirituales y psicológicas parecen ser significativas.
La experiencia que describo sigue navegando en la frontera entre lo espiritual y lo cotidiano, mostrando cómo las vivencias extraordinarias se integran con los aspectos más terrenales de la vida diaria. El regreso de esta última experiencia, en la que todos te trataban como si nunca hubiera estado ausente, refleja una desconexión temporal muy profunda que puede resultar difícil de comprender, y es evidente cómo esa falta de diferenciación entre lo que experimentaste y lo que los demás percibieron te genera una sensación de trauma al regresar. Recibí la orden de regresar a la capilla de la terminal en Pereira a recoger la maleta y continuar con mi vida cotidiana; para mi sorpresa allí estaba el mismo ser quien me había recibido mis pertenencias, días atrás; me entrego la maleta y me indicó que en mi bolsillo derecho encontraría el dinero para desplazarme a Belalcázar.
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Arrancó el año 2017 con una energía diferente, un aire de cambio y una serie de eventos que se perfilaban como el inicio de algo trascendental. Como suele suceder, los comienzos de año son tiempos de resoluciones, ajustes y, a menudo, sorpresas inesperadas. En el caso de Doña Isabelita, ella decidió renovar el espacio de su droguería, cuyo piso de madera daba signos de desgaste. Para ello, llegó a un acuerdo con Doña Lilia Muriel Ospina, la propietaria del local, para reemplazar el piso por cerámica. Este proyecto, aparentemente sencillo, implicaba desocupar completamente el local y trasladar la mayoría de los elementos a la casa de Doña Isabelita, situada a unas dos cuadras de distancia.
Durante uno de esos traslados, algo captó la atención de Doña Isabelita: un aviso en la funeraria La Aurora. El anuncio solicitaba un administrador con conocimientos de internet, un detalle que le pareció curioso y una oportunidad para mí. Con su característico entusiasmo, me dijo: "Don Carlos, ¿usted será que no se le mide?". Al principio, mi respuesta fue un tanto dubitativa: "El problema es la edad". Pero ella, con esa confianza que siempre me había transmitido, me animó a preguntar. Decidimos entrar a la funeraria, donde nos recibió un administrador que, tras escuchar nuestra consulta, me aseguró que la edad no era un impedimento. Al contrario, mencionó que el propietario prefería contratar a personas mayores, valorando su experiencia y madurez.
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Esa respuesta fue suficiente para motivarme. Preparé mi hoja de vida y la llevé al lugar, donde me asignaron una entrevista para dentro de tres días con una psicóloga y un representante de la casa matriz. Llegó el día de la cita, y ahí estaba yo, puntual a las nueve y veinte de la mañana. En la sala de espera, observé a las demás aspirantes: 22 jóvenes, en su mayoría mujeres de entre 20 y 30 años, todas ellas llenas de energía y con una presencia que, en otro momento, podría haber intimidado. Sin embargo, mantuve la calma. Sabía que mi experiencia era mi mayor fortaleza, y me aferré a ello durante la entrevista.
El proceso fue extenso, con toda clase de preguntas, desde mi manejo de tecnologías hasta mis capacidades administrativas y de servicio al cliente. Al finalizar, sentí que había dado lo mejor de mí, pero no me atreví a anticipar el resultado. Esa misma tarde, recibí una llamada discreta y breve: el puesto era mío. Me pidieron que alistara los documentos necesarios mientras ellos gestionaban los trámites en Santa Rosa de Cabal sede principal de la funeraria. La emoción me invadió. Era una oportunidad que confirmaba que la edad no era un obstáculo insalvable y que las puertas se abrían cuando se combinaban preparación y determinación.
Sin embargo, la euforia duró poco. Pasaron algunos días sin noticias, y mi intuición comenzó a inquietarse. Finalmente, el administrador que me había atendido al principio me explicó lo sucedido. Resulta que el alcalde había intervenido personalmente, solicitándole al propietario de la funeraria que asignara el cargo a la nuera de un concejal.
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La política, una vez más, había torcido el camino de la meritocracia. El puesto que parecía asegurado terminó siendo adjudicado a alguien por razones ajenas a su experiencia o capacidades.
Aunque la noticia me golpeó, no me permití caer en el desaliento. Sabía que esta era una realidad con la que muchas personas debían lidiar, especialmente en un país donde las influencias políticas tenían tanto peso. Fue entonces cuando decidí lanzar un reto personal y público: demostrar que la edad no era un impedimento para conseguir trabajo. Mi objetivo no era solo encontrar una nueva oportunidad, sino inspirar a otros a no rendirse ante los prejuicios o las adversidades.
La inquietud sobre mi situación laboral seguía flotando en el aire. El reto lanzado meses antes, sobre la dificultad de conseguir trabajo después de los 50 años, seguía vigente, y me propuse demostrar que eso no era del todo cierto. Me comprometí públicamente a probar que, con esfuerzo y determinación, se podía encontrar una oportunidad, sin importar la edad. Fue entonces cuando decidí hacer algo radicalmente diferente y fuera de lo común, algo que nunca habría considerado en circunstancias normales.
Confiando en que la vida me ofrecería una lección en este camino, abrí una cuenta en Tinder, una plataforma en la que generalmente se buscan relaciones personales, pero que en ese momento veía como una herramienta para conocer nuevas personas con la esperanza de ampliar mis horizontes. Ajusté el filtro de búsqueda para conectar con mujeres mayores de 60 años en las cercanías de Pereira, Manizales y Armenia. Pensaba que, a través de estas interacciones, podía no solo conocer personas interesantes, sino también explorar las posibilidades que mi desafío presentaba.
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En la plataforma, configuré el radar para un máximo de 50 kilómetros, y para mi sorpresa, alguien fuera de ese radio apareció: una señora de Copacabana (Antioquia). Al ver que ella estaba fuera del área seleccionada, decidí responderle por curiosidad. Le pregunté cómo había logrado "salirse del radar" y ella, sorprendida por mi pregunta, me explicó que estaba buscando a personas del área metropolitana de Medellín. Resultó que ambos teníamos algo en común: una necesidad de ampliar nuestro círculo y, tal vez, de encontrar conexiones que fueran más allá de lo habitual.
A lo largo de la siguiente semana, mantuvimos un par de conversaciones y, en un momento, tomé la decisión de llamar a esta señora, sin saber muy bien qué podría surgir de esa llamada. Al hacerlo, algo salió espontáneamente de mi boca. Le comenté que Luz Marina iba a ser trasladada a Norcasia y que yo pensaba viajar a Medellín. Ella, algo sorprendida, me preguntó si llegaría a donde mi hermano, a lo que le respondí que no, que llegaría "donde Dios me pusiera". Fue en ese momento cuando la llamada se cortó de manera abrupta. No insistí, porque tampoco tenía claro por qué había dicho eso, pero la llamada se terminó.
Sin embargo, al caer la noche, recibí una llamada de ella. Me pidió disculpas por haber cortado nuestra conversación por la mañana y, con mucha amabilidad, me preguntó si todavía tenía viaje para el próximo fin de semana. Al confirmarle que sí, que viajaría a Medellín, me sorprendió enormemente lo que dijo a continuación. Me ofreció su casa, diciéndome que, si no tenía dónde llegar, podría quedarme allí con toda la confianza.
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MIS ÚLTIMOS 50 AÑOS 1971 – 2021 CARLOS CAMPOS COLEGIAL
Me quedé atónito. Le pregunté por qué lo hacía, ya que, en ese momento, no nos conocíamos lo suficiente como para hacer un ofrecimiento de tal magnitud. Su respuesta fue sencilla pero misteriosa: "Cuando esté en mi casa, te explicaré por qué lo hago".
Acepté la oferta, aunque confieso que en ese momento me sentí algo desconcertado. ¿Por qué alguien que apenas conocía me estaba ofreciendo su hogar sin pensarlo dos veces? La vida, una vez más, me sorprendía. Quedamos en que, el domingo, yo le avisaría cuando pasara por Caldas (Ant), para que ella pudiera salir a esperarme en la terminal del sur, el sitio donde terminan los viajes de los vehículos provenientes del eje cafetero y otras regiones cercanas.
Aunque mi intuición me decía que debía ser cauto, también sentí que este acto de bondad debía ser aprovechado, no solo como una forma de resolver un problema logístico, sino como una oportunidad para entender mejor las conexiones humanas, esas que no siempre obedecen a la lógica convencional. Mientras tanto, el reto que había lanzado al aire seguía presente en mi mente: demostrar que después de los 50 años, aún hay espacio para nuevos comienzos y para caminos inesperados. Y, de alguna forma, este viaje a Medellín parecía ser una pieza clave en ese rompecabezas.
El día sábado, con la determinación tomada de iniciar un nuevo capítulo en mi vida, decidí salir y comunicar mi decisión a todos los conocidos. La reacción no fue del todo alentadora: muchos lo consideraban una locura, una decisión temeraria, y hasta mi propio hermano parecía incrédulo ante la posibilidad de que yo estuviera hablando en serio.
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Sin embargo, el deseo de avanzar y confiar en que las cosas se acomodarían a su debido tiempo me dio el empuje necesario para seguir adelante.
Ese sábado era día de mercado en Belalcázar, un momento ideal para encontrarme con la gente y explorar cómo podría reunir los fondos necesarios para costear mi pasaje hacia Medellín. Fui directamente al taller de Aicardo Osorio Granada, conocido en toda la región como el único tecnólogo en electrónica industrial. Tras escuchar mi plan, Aicardo, siempre dispuesto a ayudar, no dudó en hacer una llamada a su primo, quien trabajaba como conductor en la flota Arauca. Después de explicarle mi situación, su primo confirmó que saldría de Armenia a las seis de la mañana del domingo y que podría recogerme en Tres Puertas alrededor de las ocho y media para llevarme a Medellín. Aicardo, con un gesto de generosidad, me entregó veinte mil pesos para el pasaje hasta Tres Puertas. Le agradecí profundamente su apoyo y salí del taller con renovada esperanza.
Luego, me dirigí a la droguería de Doña Isabelita, donde solía pasar tiempo conversando y reflexionando sobre los avatares de la vida. Allí comenté que ya tenía resuelto dónde llegar en Medellín y el pasaje para tomar la flota. Mi relato generó curiosidad y solidaridad en quienes estaban presentes. Isabelita, Jorge Darío, Don Mario Patiño, entre otros conocidos, no dudaron en aportar su colaboración. Aquellos gestos me llenaron de gratitud y reafirmaron mi creencia en la bondad de las personas, en cómo un pequeño apoyo puede marcar la diferencia en los momentos cruciales de la vida.
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Ese día, Luz Marina no viajó, quizá por la inquietud de que mi partida fuera inminente. Me invitó a almorzar y, como era de esperarse, aprovechó para expresar su preocupación por la decisión que había tomado. Con una mirada que oscilaba entre la incredulidad y el escepticismo, me preguntó varias veces si no me daba miedo enfrentar una ciudad como Medellín, comenzando de cero y dependiendo de personas completamente desconocidas. Su preocupación era genuina y, aunque entendía sus motivos, le respondí con la serenidad que me había acompañado en todo el proceso:
—Yo le creo a Dios —le dije—. Si algo he aprendido en este tiempo es que, cuando las cosas se dan sin esfuerzo y sin forzarlas, son señales claras de Su voluntad.
Ella no insistió más, pero me hizo algunas recomendaciones que agradecí con sinceridad. Al terminar de almorzar, volví a casa para alistar la maleta, bajo su mirada que seguía reflejando duda, pero también una resignación tranquila.
Esa tarde decidí salir nuevamente para despedirme de los conocidos, aquellos que habían sido parte de mi día a día en Belalcázar. También asistí a misa de seis de la tarde, no solo como acto de fe, sino como una oportunidad de despedirme del párroco, un hombre con quien había cultivado una amistad profunda y sincera, que aún se mantiene. Después de misa, sucedió algo que jamás pensé que ocurriría, un evento tan inesperado como impactante, y que marcó mi vida de una manera que no puedo describir por completo en este momento. Por respeto a los implicados, he decidido mantenerlo en reserva. Sin embargo, estoy seguro de que, en algún momento, si la vida me lo permite, haré una crónica especial dedicada exclusivamente a ese episodio que definió para siempre una parte importante de mi existencia.
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Con la maleta lista, el apoyo de quienes creyeron en mí y la certeza de estar en el camino que debía recorrer, me sentía preparado para el día siguiente. Aunque el futuro era incierto, algo en mi interior me decía que este viaje sería mucho más que un simple traslado físico; sería el inicio de una transformación profunda y necesaria.
El viaje desde Belalcázar hasta Medellín fue largo, pero el paisaje y la quietud de la mañana acompañaron cada kilómetro recorrido. Salí muy temprano, abordando la flota de las seis de la mañana. Apenas éramos unos pocos pasajeros, lo que me permitió acomodarme con calma en el puesto. El clima era frío y lluvioso, y aunque la lluvia tapaba parcialmente el paisaje, la sensación de avance hacia lo desconocido me llenaba de una extraña tranquilidad.
A las ocho de la mañana, llegamos al cruce conocido como Tres Puertas, donde el primo de Aicardo . A las ocho y treinta y cinco en punto, hizo su aparición, cargamos mi maleta en la camioneta y comenzamos el viaje hacia Medellín. El camino continuó tranquilo, con un paisaje montañoso que parecía advertir que este sería el inicio de un capítulo diferente en mi vida. Finalmente, llegamos a Medellín alrededor de las tres de la tarde. La ciudad, con su bullicio y su energía característica, me recibió como un escenario que había estado esperando, aunque yo aún no sabía cuál sería el papel que jugaría en él.
Al llegar a la terminal, me encontré con mi hermano, quien había llegado con un amigo para esperarme. Apenas nos reunimos, comenzó a notarse una ligera tensión en el ambiente, que se intensificó cuando apareció Doña Flor Angela, la señora de Copacabana. . Al verme, el quedó sorprendido, y su rostro reflejó una gran preocupación al ver que, en efecto, yo estaba allí, en Medellín, con alguien que estaba conociendo en el momento.
Mi hermano no tardó en expresar sus inquietudes, diciendo que no podía entender cómo me había atrevido a irme de esa manera, sin conocer a la persona ni tener más garantías de lo que me esperaba. Vi la preocupación en su rostro, pero de inmediato me adelanté para tranquilizarlo.
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