MIS ÚLTIMOS 50 AÑOS 1971 – 2021 CARLOS CAMPOS COLEGIAL
Su mensaje fue claro: a la una y media de la mañana debía salir a la calle y esperar una nube gigante que descendería desde la falda de la población. Esta nube pasaría frente a mí y, al entrar en ella, yo sería acompañado por seres intermedios que me guiarían durante una experiencia que aún no comprendía completamente. No cuestioné el mensaje; algo en mí me impulsó a seguirlo.
Así que, en la hora acordada, me dirigí a la calle. Poco después, como se había indicado, una espesa niebla descendió por la calle, cubriéndola por completo. La sensación era única, como si estuviera entrando en otro plano. Al introducirme en la nube, sentí la presencia de varios seres intermedios que me acompañaban. Ellos me guiaron, indicándome cómo debía proceder en lo que estaba por ocurrir. Sabía que algo extraordinario estaba a punto de suceder, y una mezcla de serenidad y asombro me invadió.
Nos desplazamos hasta la salida de la población, en donde se encuentra una cancha de fútbol. Allí, en una de las porterías, me despojé de mi ropa y me cambié a un traje de lino crudo de dos piezas, acompañado de unas sandalias negras, que me suministraron. Dejé mi ropa doblada en la portería, y como si fuera magia, una fibra en el aire cubrió mis pertenencias, haciéndolas desaparecer ante mis ojos. En ese instante, sentí que lo que estaba sucediendo no era meramente físico, sino algo profundamente sobrenatural.
De repente, un haz de luz intensa descendió desde lo alto y se posó a nuestro lado. En ese momento, apareció una pequeña base, y me invitaron a colocarme en ella.
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En el instante en que lo hice, me encontré transportado a un salón vastísimo, casi infinito. El ambiente era perfecto: discretamente iluminado, con una temperatura agradable que no era ni fría ni cálida, y una música suave, que parecía llenar todo el espacio sin ser intrusiva. La paz y la tranquilidad que experimentaba en ese lugar eran indescriptibles, como si todo lo que me rodeaba estuviera impregnado de una armonía total.
Me encontré en un lugar en el que otros seres, al parecer visitantes como yo, estaban presentes. Nos desplazamos hacia una especie de platea, desde donde podía observar lo que ocurría en el escenario principal. Según lo que nos informaron, estábamos reunidos millones de seres, en una especie de evento que transcendía la comprensión humana. Al fondo, en una tarima enorme, tres seres estaban presentando lo que parecía una conferencia, pero lo que era realmente notable era que no necesitábamos escuchar con nuestros oídos. La información nos llegaba directamente a la mente, clara y fuerte, como si estuviéramos usando un audífono.
Al mirar a mi alrededor, pude ver que todos los seres presentes eran como yo, seres que no superaban los 30 años de edad, todos portando el mismo atuendo sencillo de lino. En el ambiente no había ningún signo de tensión o ansiedad, solo una calma profunda y una sensación de unión con todo lo que me rodeaba. Parecía que todos, al igual que yo, estábamos allí para escuchar y aprender, para recibir algo más grande que cualquier experiencia mundana. Lo que sentí en ese momento fue una mezcla de asombro y gratitud, pues comprendí que estaba participando en algo mucho más grande que yo mismo.
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La información que estaba recibiendo no solo tenía que ver con el conocimiento, sino con el entendimiento profundo de la existencia, la vida y el propósito. Estaba rodeado por seres que, aunque no los conociera, sentía que compartía una conexión inquebrantable. En ese instante, no había espacio para la duda, solo una certeza absoluta de que todo lo que ocurría tenía un propósito divino y más allá de nuestra comprensión.
Aquella noche, en ese salón vasto y pacífico, entendí que nuestra existencia no es solo un cúmulo de momentos aislados, sino una experiencia mucho más amplia que abarca dimensiones de las que aún no somos plenamente conscientes.
Esa madrugada, lo vivido me dejó una sensación tan profunda y trascendental que aún me resulta difícil de describir con palabras. Cuando regresé al hotel, ya eran casi las seis de la mañana. Había pasado toda la noche en una experiencia indescriptible, asistiendo a conferencias que no solo trataban sobre el conocimiento, sino sobre la esencia misma de nuestra existencia y el camino espiritual. Al llegar, la niña de la recepción, quien no me había visto salir en la madrugada, ni siquiera notó mi regreso. Ella estaba lavando el sardinel fuera del hotel, completamente ajena a mi presencia, como si el tiempo no hubiera transcurrido para ella de la misma manera que para mí.
Una tristeza infinita se apoderó de mí en ese momento. Era una tristeza diferente a cualquier otra que había experimentado, una tristeza profunda y solitaria, como si hubiera sido testigo de algo tan grande que no podía compartirlo con nadie a mi alrededor.
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El llanto llegó sin previo aviso, y no pude evitarlo. Me sentía completamente solo, a pesar de la maravilla que había experimentado. Hubo momentos en los que incluso pensé en regresar por mi cuenta, abandonar todo y regresar a mi realidad, sin comprender bien si lo que había vivido era real o simplemente una fantasía creada por mi mente.
Sin embargo, esa madrugada, una de las conferencias a la que asistí trataba precisamente sobre este sentimiento: el peligro del atraso espiritual que se experimenta al intentar adelantar nuestro paso hacia dimensiones superiores antes de estar preparados para ello. Aprendí que todo debe suceder a su debido tiempo, y que la paciencia y la preparación son clave para avanzar espiritualmente. Acelerarse hacia lo desconocido puede ser perjudicial, incluso cuando el deseo de trascender es fuerte.
Otra enseñanza importante de aquella jornada fue sobre la fidelidad del ser superior. Un tip valioso de otra conferencia fue recordar constantemente esa fidelidad divina. El espiritualismo, más que una creencia, es una relación constante con ese ser superior que nos acompaña a lo largo de la vida. No se trata de esperar respuestas inmediatas, sino de confiar en el proceso divino, en la sabiduría de la vida, y en que todo tiene un propósito más grande que va más allá de nuestra comprensión inmediata. Recordar las veces en que la fidelidad de Dios se hizo presente en mi vida me ayudó a comprender que la conexión con lo divino es lo que nos da fuerzas para seguir, incluso en los momentos de incertidumbre y dolor.
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En esa misma conferencia, se compartieron diferencias fundamentales entre la religión y el espiritualismo, que quiero resaltar ahora, porque son enseñanzas que siguen acompañándome:
* La religión tiene un conjunto de reglas dogmáticas. El espiritualismo, en cambio, invita a razonar y cuestionar todo, a explorar la verdad por uno mismo, a ser flexible en la búsqueda de la divinidad.
* La religión tiende a reprimir el cuestionamiento y, en algunos casos, es falsa. El espiritualismo, por su parte, trasciende todas esas limitaciones, acercándonos a nuestra verdad interna y a una comprensión más profunda de la existencia.
* La religión habla de un dios, pero no es Dios mismo. El espiritualismo en cambio, entiende que Dios es todo, está en todo, y no se limita a una imagen o concepto específico, sino que es la fuerza divina que impregna toda la creación.
* La religión es humana, es una organización con reglas de hombres. El espiritualismo es divino, sin reglas impuestas por los seres humanos, porque el espiritualismo busca lo eterno, lo sagrado, lo que está más allá de las estructuras humanas.
* La religión se alimenta del miedo. El espiritualismo, en cambio, se alimenta de la confianza, de la fe, de la conexión con lo divino y la seguridad de que estamos guiados por una fuerza superior, que no busca dominarnos, sino enseñarnos y acompañarnos.
Estas diferencias se volvieron claves para mi comprensión personal de lo que había vivido en aquella experiencia, y me ayudaron a darle un sentido profundo a la tristeza y la confusión que sentí al regresar.
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El espiritualismo no es algo que se pueda imponer, sino que se debe vivir de manera personal, auténtica y transformadora. En cada uno de esos momentos de duda y de soledad, entendí que estaba siendo guiado por algo mucho más grande, y que el camino espiritual no es siempre fácil, pero es esencial para crecer y encontrar el propósito real de nuestra existencia.
Dos días después de mi llegada a Belalcázar, durante el almuerzo, conocí a los instructores del SENA, quienes acababan de iniciar un curso de computación básica. De manera espontánea, les propuse que me permitieran asistir como alumno presencial, sin la necesidad de recibir el respectivo certificado, pues mi única intención era aprender sin formalidades. Sin embargo, su respuesta fue negativa, ya que en el pasado habían tenido problemas relacionados con este tipo de solicitudes. Comprendí rápidamente la situación, y lo que parecía una simple propuesta pasó a convertirse en un punto de partida para una amistad especial.
Fue entonces cuando comencé a entablar una relación cercana con uno de los instructores, Héctor Mauricio García Mazo, quien se convirtió en un buen amigo. Nuestra amistad perduró por los siguientes años, hasta su partida de este plano, cuatro años después. Recuerdo que en una de nuestras conversaciones le mencioné la posibilidad de repetir el curso en una futura oportunidad. Él, con su tono característico y algo de humor, me respondió que era imposible hacerlo en ese momento, ya que todo el cronograma estaba preestablecido.
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Además, me explicó que el curso no se volvería a realizar en Belalcázar sino hasta dentro de nueve años, cuando el SENA volviera a recorrer los 27 municipios de Caldas, repitiendo el ciclo que se llevaba a cabo en cuatro meses por cada municipio.
En ese momento, no pude evitar recordarle mi perspectiva personal sobre las cosas. Le respondí que para Dios nada era imposible, o mejor aún, que para el "todo" todo era posible. Mauricio me miró sorprendido, pero no hizo ningún comentario adicional. A pesar de que sus palabras reflejaban cierta lógica, algo en mi interior me decía que las circunstancias podían cambiar.
El tiempo pasó y, al finalizar el curso, los equipos de computación fueron preparados para ser trasladados. Pero justo cuando todo parecía terminado, ocurrió algo inesperado. El director del SENA llamó a Mauricio para preguntarle si ya había movido los equipos a su destino final. Mauricio le contestó que ya se dirigía a Belalcázar en el camión para hacerlo, pero de manera sorprendente, recibió una contraorden. El director le pidió que regresara el camión y, en su lugar, convocara a un nuevo curso. Nadie podía creer lo que sucedía, ni siquiera Mauricio, quien aún estaba atónito por la noticia.
Tan pronto como llegó al pueblo, me llamó para contarme lo sucedido. Juntos, aún sorprendidos por la repentina vuelta de los acontecimientos, nos reunimos para comenzar a organizar el nuevo curso. El requisito era tener al menos 20 alumnos para dar inicio, pero cuando empezamos a convocar a las personas, nos dimos cuenta de que sería una tarea difícil de cumplir, pues no parecía haber suficientes interesados.
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Fue entonces cuando, en una charla con el director, le mencionó que había encontrado dificultades para reunir el número mínimo de estudiantes. Sin embargo, el director, a pesar de las circunstancias, le dijo que no había marcha atrás.
De alguna manera, el curso debía llevarse a cabo. Las palabras del director, que parecían tan firmes, fueron la confirmación de algo que solo se podía explicar por la intervención de algo más grande: un cambio inesperado en los planes, algo que, a pesar de las dificultades y la incredulidad de muchos, sucedió de una manera que solo podría entenderse como una manifestación de lo que siempre creí: para el todopoderoso, nada es imposible.
Fue entonces cuando, en un momento de gran creatividad, se me ocurrió una idea un tanto inusual, pero que bien podría funcionar para asegurar que el curso se llevara a cabo. Propuse inscribir a personas que no necesariamente asistirían, pero que aportarían los documentos como si fueran asistentes. A pesar de la aparente dificultad de la situación, no vi otra forma más efectiva de garantizar que el curso pudiera realizarse, y así fue como logré inscribir a Luz Marina, sus dos hijas, La Señora Bonita, su hermana y a otros más. Al final, conseguimos inscribir un total de 18 personas, y la dirección del SENA autorizó a dictar el curso en esas condiciones. Lo que parecía una solución arriesgada y algo fuera de lo común, se convirtió en un éxito rotundo.
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En septiembre de ese mismo año, logramos finalizar el curso, y todos los involucrados recibimos nuestros respectivos certificados. Fue la única vez en la que el SENA repitió un curso en un municipio, con apenas diez alumnos presenciales, sin ninguna razón aparente, pero con la firme convicción de que todo había sucedido por alguna razón mayor.
Una vez más, la evidencia de que, para Dios, nada es imposible se hacía clara en nuestras vidas, reflejando una vez más la contundencia de las fuerzas superiores en juego.
Pero los acontecimientos no terminaron ahí. Durante este periodo, Héctor Mauricio vivió una experiencia singular. En una noche cualquiera, se le apareció un personaje en la televisión, invitando a salir esa misma noche y abordar la nube que comenté anteriormente. Alarmado, me llamó rápidamente para preguntarme sobre esta extraña invitación. Al principio, le animé a que lo hiciera, pues sabía que sería una experiencia única. Sin embargo, el miedo se apoderó de él, y con insistencia, me preguntó si su regreso estaba asegurado. Mi respuesta fue honesta, aunque difícil: no, desafortunadamente, el regreso no estaba asegurado.
El pánico se apoderó de él, especialmente al pensar en su pequeña hija. Después de mucha reflexión, tomó la decisión de no unirse a la experiencia. Desde la ventana de su habitación en el hotel donde se encontraba hospedado, observó cómo la densa neblina avanzaba desde la falda del pueblo, cubriendo las calles oscuras, mientras yo me integraba a la misma. A través de su mirada, vio cómo desaparecía en medio de la noche.
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Fue una experiencia única para mí, pero Héctor, limitado por el miedo, se quedó atrás, observando desde su ventana. El universo, al parecer, tenía planes para cada uno de nosotros, y no siempre todo se alineaba para las mismas personas de la misma forma.
Años más tarde, la vida de Héctor Mauricio tomó un giro inesperado y doloroso. Una célula maligna apareció en su cuello, lo que marcó el inicio de una lucha constante.
A pesar de recibir tratamiento a tiempo y someterse a una compleja cirugía, la esperanza de haber erradicado la enfermedad se desvaneció cuando, seis meses después, la célula regresó de manera silenciosa. Esta vez, su avance fue imparable, y, tristemente, llevó a Héctor a dejar este plano terrenal. Lo hizo con una sonrisa imborrable, que quedó grabada en la memoria de sus seres queridos. Ese martes 27 de marzo de 2018, Héctor partió hacia la eternidad, rodeado del amor de quienes lo acompañaron en su despedida. Su partida, aunque dolorosa, dejó un legado de valentía y esperanza que permanece en los corazones de quienes lo conocieron.
En un giro diferente de mi vida, el viernes 27 de junio, fui invitado por el bibliotecario Diego Alejandro Muñoz a un conversatorio en el marco de la celebración del Día del Café. La biblioteca, ubicada justo frente al hotel, fue el lugar de este evento tan especial. Durante la charla, tuve el placer de conocer a Doña Isabelita Sánchez Orozco, quien en ese momento era concejal del municipio y propietaria de una droguería muy conocida. Además, es esposa del rector del colegio Cristo Rey, Jorge Darío Jaramillo.
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