MIS ÚLTIMOS 50 AÑOS 1971 – 2021 CARLOS CAMPOS COLEGIAL
No podía contarles la verdad, ya que temía que no me creyeran o, peor aún, me consideraran un loco. Así que, para mantener las cosas en orden, les proporcioné los códigos HTML necesarios para lograr los cambios que había realizado. Sin embargo, lo que sucedió a continuación fue, cuanto menos, misterioso. Cada vez que intentaba editar nuevamente el sitio, los cambios que había realizado en el formato desaparecían por completo. Era como si todo volviera a su estado original, y una vez más debía incorporar el código especial que había utilizado esa madrugada.
Lo más extraño de todo era que, pese a mis esfuerzos por explicar lo sucedido, nunca nadie logró encontrar una explicación lógica o técnica que pudiera aclarar el fenómeno. Aquello se convirtió en un enigma, una situación que, aunque se mantenía en el ámbito profesional, llevaba consigo una sensación de misterio inexplicable que nadie pudo resolver. Para mí, esa experiencia marcó un punto de inflexión, mostrándome que, a veces, hay fuerzas más allá de nuestra comprensión que intervienen en los momentos más insospechados. Durante el tiempo que estuve vendiendo publicidad, me encontré con dos casos muy curiosos que, de alguna manera, marcaron mi experiencia en el negocio.
El primero ocurrió un día cuando visité una empresa de bordados. Al llegar a la dirección indicada, me encontré frente a una casa vieja, de aspecto descuidado y en aparente estado de abandono. A pesar de las circunstancias, toqué el timbre con la certeza de que no recibiría respuesta.
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Para mi sorpresa, la puerta se abrió y, al identificarme, un joven me invitó a seguirle. Atravesamos la antigua casa, y lo que vi a continuación era casi increíble. En lugar de la precaria vivienda que había imaginado, me encontré con una construcción moderna y espaciosa, donde cientos de máquinas bordadoras estaban en pleno funcionamiento, elaborando marquillas para uniformes de empresas. Todas las máquinas estaban conectadas a un computador, y el propietario, con la colaboración de tres ayudantes, las operaba desde allí. Esperé mientras se desocupaba un poco, y al mostrarle el sitio web y sus ventajas, aceptó la propuesta de inmediato. Me permitió tomar algunas fotos, y al día siguiente el sitio web ya estaba funcionando en Internet.
El segundo caso ocurrió en una población muy pequeña, cerca de Cartagena. Al llegar a la dirección indicada, me encontré con un pequeño almacén de aspecto poco atractivo. Fui recibido por una señora que me invitó a seguir al fondo, donde en una habitación diminuta se encontraba una señora mayor. Inicialmente pensé que estaba siendo objeto de una broma, pero pronto me di cuenta de que era una situación real. Después de exponerle las características de los anuncios básicos, me preguntó si le dejaba los anuncios a un precio especial si compraba más de cien. Le respondí tranquilamente que los dejaba a cuarenta mil pesos cada uno.
Para mi sorpresa, sacó una calculadora, hizo un par de operaciones y, con una sonrisa, me respondió que serían anuncios para 135 almacenes. "Si me los deja en cinco millones, bien pueda tomar los datos para hacerlos", agregó. Quedé impresionado por la confianza y rapidez con la que tomó la decisión, y esa experiencia se quedó grabada en mi memoria como uno de esos momentos peculiares del negocio.
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Durante una semana estuve tomando los datos necesarios para crear los anuncios de publicidad. La sorpresa vino cuando descubrí que, desde ese pequeño almacén en esa localidad tan modesta, la señora manejaba negocios en Bogotá, Medellín, Cali, Pasto, Neiva, Pereira y en más de treinta ciudades intermedias. Cuando le presenté los 135 anuncios que había creado y estaban en primeros lugares en Google, me extendió un cheque del Banco Popular por la suma acordada, con la promesa de que, si los resultados eran positivos, renovaría el contrato el próximo año y añadiría más de cien nuevos anuncios, esta vez en pequeñas poblaciones.
Desde ese momento, me comprometí a dedicar al menos tres horas diarias al trabajo de posicionamiento de los anuncios en los buscadores, siempre con el acuerdo de mantener en absoluto secreto que todos esos negocios pertenecían a una sola persona, con un perfil tan discreto. Ella fue mi clienta preferida durante varios años mientras estuve dedicado al negocio de la publicidad. La última renovación que realicé para ella consistió en 250 anuncios y 32 sitios web.
Es bien sabido que los paisas tienen una presencia predominante en el comercio de Cartagena y sus alrededores, extendiéndose hasta Sucre, Córdoba, y todas las poblaciones hasta Medellín, pasando por localidades como Caucasia, Tarazá, entre otras.
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De igual manera, los santandereanos dominan el comercio en Barranquilla, Santa Marta, parte de la Guajira, Cesar, y en varias poblaciones hasta Bucaramanga, pasando por lugares como Bosconia, Aguachica, San Alberto, entre otros.
Los paisas son conocidos por su espíritu de colaboración, especialmente cuando se trata de ayudar a sus paisanos y familiares. Tuve el privilegio de conocer un caso que ejemplifica perfectamente este valor. En el año 2000, un joven paisa recibió un apoyo crucial de parte de su primo, quien le giró el pasaje para que viajara y lo ayudara con un par de negocios que tenía en Cartagena. Este muchacho llegó con tan solo una muda de ropa en una bolsa plástica y comenzó su nueva vida en un modesto espacio, durmiendo sobre una colchoneta extendida en el piso de una tienda cuando cerraba, alrededor de la medianoche.
Lo interesante de su historia es cómo, en poco tiempo, logró hacerse socio de un negocio que otro familiar estaba emprendiendo, lo que le permitió comenzar a prosperar de manera exponencial. La historia de este joven es un reflejo de la tenacidad y el empuje de los paisas. Para cuando dejé Cartagena en 2014, este hombre ya había alcanzado un éxito notable: contaba con más de cien tiendas propias, lo que para muchos podría parecer un sueño inalcanzable. Pero, ¿cómo lo logró?
La clave está en cómo operan las tiendas de barrio en estas regiones. En los pequeños comercios, los tenderos venden productos de manera fraccionada: medio plátano, media papa, un octavo de panela, 50 ml de aceite, 100 gramos de arroz, e incluso separan la clara, la yema y la cáscara del huevo para venderlas por separado.
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Esta estrategia, aunque pueda parecer curiosa, tiene una lógica comercial muy clara: si una libra de arroz cuesta 2000 pesos, al venderla en pequeñas cantidades, el precio de la misma libra puede subir a 4000 pesos o incluso más. Este método aumenta considerablemente las ganancias de los pequeños tenderos.
Además, los paisas tienen una ventaja competitiva frente a las grandes superficies. Una vez que han logrado una red de negocios suficiente, pueden comprar directamente al por mayor desde Medellín, donde los productos llegan a una bodega en las afueras de la ciudad. Desde allí, se distribuyen a los diferentes barrios, lo que les permite ofrecer precios más competitivos y, a su vez, aumentar aún más sus márgenes de ganancia. Otro de los factores que contribuyen a sus éxitos es el crédito que brindan a sus clientes, lo que les permite mantener un flujo constante de ventas y, en muchos casos, garantizar que los clientes regresen por más.
En julio de 2010, mientras leía algunos mensajes en mi correo electrónico, me encontré con un anuncio que prometía encontrar a un ser especial en mi vida. Decidí llenar el formulario, sin saber que, casi de inmediato, esa promesa se haría realidad. Un ser especial apareció en mi vida, y su nombre era Luz Marina Jiménez Gómez. Desde el primer momento en que nos conocimos, sentimos una química increíble, y nuestra comunicación nunca cesó hasta su partida de este planeta el 10 de noviembre de 2020. En octubre de ese mismo año, se celebró una convención nacional de amarillas internet en Bogotá, a la cual asistí.
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Fue allí donde conocí personalmente a Luz Marina, quien había viajado desde Manizales, su ciudad natal, para pasar unos días en casa de su hermana mayor. Luz Marina se desempeñaba como psicóloga y trabajaba bajo la modalidad de prestación de servicios en diversas fundaciones y organizaciones dedicadas a la protección de niños, jóvenes y adolescentes en su ciudad natal.
Junto con su sobrina, Luz Marina y su familia me esperaban en el aeropuerto, lo que hizo que me sintiera muy bien recibido. Nos acomodamos en un aparta hotel en Chapinero, un lugar acogedor que se convirtió en nuestro refugio durante esos días en Bogotá. Fue allí donde me reencontré con Rubén Darío, un hermano de Humberto Rangel, con quien hacía más de 30 años que no tenía contacto. Pasamos el resto del día poniéndonos al día, como si el tiempo no hubiera pasado, y disfrutamos de una conversación cargada de recuerdos y anécdotas del pasado.
El sábado asistimos a la convención en el teatro del colegio Champagnat, un evento que estuvo lleno de aprendizaje, reflexión y momentos de convivencia. Fue una excelente oportunidad para conocer a nuevas personas, compartir ideas e intercambiar estrategias de publicación. El domingo, nos reunimos con algunos primos paternos y, por supuesto, con el único tío paterno vivo, quien, con su sabiduría y cariño, nos ofreció una de las experiencias más entrañables. Recordé que hacía 50 años, fue él quien ayudó a destrabar la elección de mi nombre, aportando el almanaque Bristol del momento, un detalle que siempre me había emocionado y tenido en cuenta.
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Estuvimos con ellos hasta entrada la noche y luego regresamos al hotel, para el lunes volar de nuevo a Cartagena y Manizales, respectivamente. Aunque fue un breve encuentro, dejó una sensación profunda de complicidad, marcada por la ausencia de prejuicios, envidias y malos entendidos, un halo de sinceridad y armonía que quedaría con nosotros para siempre.
En enero de 2011, participé nuevamente en el seminario Raeliano en su monasterio, y, al igual que en las ediciones anteriores, fue una experiencia espectacular. Durante esa gran semana, la constante fueron las experiencias nuevas y transformadoras, que se sucedían a un ritmo vertiginoso. Nadie quería que ese tiempo tan enriquecedor llegara a su fin. Sin embargo, lamentablemente, esta edición sería la última en Colombia, ya que para el 2012 el seminario se realizaría en Ecuador. Aunque muchos asistentes se trasladarán a Ecuador para continuar con los seminarios, para mí llegó el final de una etapa significativa. Estos seminarios me aportaron mucho, tanto en términos de conocimiento como de crecimiento personal, y jamás podré olvidar esas vivencias. Lo mismo puedo decir de sus dirigentes y seguidores, con quienes, aunque esporádicamente, aún mantenemos alguna comunicación, siempre cargada de respeto y admiración mutua.
Tras finalizar el seminario, en esta ocasión, y atendiendo la amable e ineludible invitación de Luz Marina para conocer Manizales y, de paso, a sus hijas, viajé a esta ciudad y permanecí allí durante una semana. Me hospedé en su apartamento en el Barrio Chipre, un lugar con una vista impresionante y un ambiente muy acogedor.
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Desde allí, cada día salíamos temprano para explorar y conocer nuevos lugares, algunos de los cuales nunca había imaginado visitar. Fue una experiencia maravillosa, llena de descubrimientos, tanto de la ciudad como de sus costumbres y tradiciones.
Durante mi estancia, tuve el placer de conocer a Doña Teresita, la madre de Luz Marina, quien me recibió con la calidez y amabilidad que solo ella sabía ofrecer. Siempre sentí una profunda gratitud por las atenciones que recibí, las cuales llegaron de la mano de su asistente de toda la vida, quien fue más que una simple empleada: era parte fundamental de su familia. La historia detrás de esta relación tan cercana era realmente conmovedora. Resulta que, cuando Luz Marina era pequeña, su nana, quien la cuidó con esmero, se convirtió también en madre y su hija cuando la nana falleció, la reemplazo como la empleada de confianza. Esta joven, que eventualmente se profesionalizó, siguió trabajando al servicio de las hijas de Luz Marina tras el fallecimiento de esta última en 2020, lo que consolida la profunda conexión y gratitud entre ambas familias, basada en años de confianza y cariño mutuo.
Durante el transcurso de 2011, comencé a dar forma a una idea que había estado rondando en mi mente desde hacía algún tiempo: pronto se cumpliría aquella prórroga que se me había concedido en mi iniciación espiritual en 1987. Este pensamiento, aunque presente, no dejaba de intrigarme, pues la idea de que ese ciclo estaba por concluir me llenaba de reflexión y anticipación.
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Gran parte de mi tiempo durante ese año lo dediqué al trabajo en publicidad en amarillas internet, donde los resultados fueron más que satisfactorios.
Me sentía motivado y comprometido con el trabajo, pero también muy atento a los cambios drásticos que presagiaba, debido a la transición espiritual que se avecinaba.
Fue en ese contexto cuando acepté la propuesta de mi buen amigo Orlando López para trabajar en el supermercado Hogar Express, un establecimiento de su propiedad en el centro comercial La Plazuela. Mi horario era de las tres de la tarde hasta las 11 de la noche, lo que me permitió adaptarme a una nueva rutina que me mantenía ocupado y enfocado. A pesar de la carga de trabajo, sentía que todo formaba parte de un proceso, uno que me acercaba más a mi propósito de vida, mientras continuaba con las tareas cotidianas.
Este negocio se caracterizaba por ser uno de los más prósperos del sector, lo que atraía a una gran afluencia de público, especialmente en las horas pico. Sin embargo, también generaba ciertos problemas, pues algunos clientes aprovechaban la multitud para llevarse mercancías sin pagar. Un caso común ocurría con la cerveza en lata: la empacaban en costales o bolsas, y al llegar a la caja, para evitar retrasos, se cobraba lo que el cliente decía que llevaba. Era un sistema propenso al abuso.
Fue entonces cuando se me ocurrió una solución para controlar este tipo de situaciones. Decidí implementar un sistema de "venta por peso". Creé una tabla en la que, de acuerdo al peso de la bolsa, sabía cuántas latas de cerveza contenía. Así que cuando los clientes llegaban con sus bolsas o costales, ya no podían simplemente declarar la cantidad de cervezas que llevaban. En su lugar, les pedíamos que colocaran la bolsa en la báscula.
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En ese momento, el cliente se veía informado de cuántas cervezas realmente estaba llevando. Si la cantidad excedía lo declarado, se le indicaba que debía pagar por las cervezas adicionales o sacar algunas para ajustarse a lo que había manifestado. Este sistema resultó ser efectivo, pues eliminó la costumbre de llevar más de lo que se pagaba, y el proceso se volvió mucho más transparente y justo.
Sin embargo, el 14 de noviembre de 2012, a las 9 de la noche, ocurrió algo inesperado. Estaba trabajando cuando de repente sentí un dolor agudo en el pecho que me paralizó el brazo izquierdo. El miedo me invadió inmediatamente, y decidí salir para la clínica de la Madre Bernarda, que se encontraba relativamente cerca de mi lugar de trabajo. Afortunadamente, justo cuando llegué, un médico que salía de la clínica se detuvo al verme y, por una suerte de providencia, se interesó por mi estado de salud. Tras preguntarme qué sucedía, me acomodó rápidamente en una silla de ruedas y me ingresó directamente a urgencias, que en ese momento estaba completamente llena de pacientes. Allí me realizaron varios exámenes y, afortunadamente, lograron estabilizarme durante el resto de la noche.
Me realizaron otros estudios más detallados y, tras un análisis exhaustivo, llegaron a la conclusión, ya en la madrugada, de que debía someterme a una cirugía de corazón abierto. Además, sería necesario extraer una vena de las piernas para reemplazar un tramo que se encontraba bastante obstruido en el pecho.
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