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MIS ÚLTIMOS 50 AÑOS      1971 – 2021     CARLOS CAMPOS COLEGIAL

     El relato del Chato Medrano, cargado de nostalgia y cierta tristeza, me permitió entender la magnitud del afecto, aunque extraño, que César había generado entre esas personas, un amor que se forjaba a través de sus propias luchas y sufrimientos. El sepelio de César, lejos de ser el acto solemne y ceremonioso que uno podría imaginar, fue una celebración de su vida, tan tumultuosa y llena de contrastes como las calles de Pamplona. En ese último adiós, el caos y la afectuosidad parecían entrelazarse en un testamento de cómo César había tocado las vidas de aquellos que, de alguna forma, lo habían acompañado en su travesía, aunque fuera en los márgenes de la sociedad.

    Eduardo me comentaba que cuando estuvo en Pamplona, varias personas se le acercaron para preguntarle si era el hermano de Medellín o el de Cartagena. Al decirles que era el de Medellín, de inmediato le hicieron llegar hojas de vida solicitándole que les ayudara a ingresar al F2. Resulta que, en alguna ocasión, alguien intentó intimidar a César, con lo que hoy denomina "matoneo".

     Ante esa amenaza, César, con su peculiar manera de zafarse de situaciones incómodas, le dijo al agresor: "Usted me sigue jodiendo y no es más sino llamar a mi hermano de Medellín, que es jefe en el F2, y le aseguro que en menos de una semana vienen por usted. Así que piense bien lo que va a hacer". Y, por supuesto, esa fue la solución para el problema; a partir de ese momento, todos querían ser sus amigos.

    ¡César! Dondequiera que estés, sabes que te extrañamos mucho. Hasta nuestro próximo encuentro, Dios te bendecirá por siempre y para siempre. Hasta pronto.

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     En marzo de 2006, de paso por Cúcuta, rumbo a una hermosa población del norte de Santander, Salazar de las Palmas, recogimos a Carlos Eduardo, mi hijo, Kevin Eduardo, mi nieto, y su madre, Leidy. Mientras pasábamos por La Laguna, les comentaba a mis pasajeros que allí vivía un primo de Don Pacho quienes se querían mucho: Don José Rojas Gutiérrez. Su hijo había estado en nuestra casa en 1973 y era mi padrino de confirmación. Su nombre Álvaro Rojas Ibarra. Como si fuera una señal del destino, al acercarme a la casa, justo en ese momento, salía Álvaro rumbo al cafetal. Lo saludé, me reconoció y me invitó a seguir, informándome que Don José estaba próximo a cumplir 100 años y gozaba de una salud excelente. Hicimos una visita y nos atendieron de maravilla, como siempre sucede con esta familia tan querida. Luego continuamos nuestro viaje hacia Salazar, donde visitamos a otro primo muy querido: Erminsul García Moreno, quien también nos recibió de manera extraordinaria.

     De regreso, decidimos hacer una segunda parada en la casa de los Rojas Ibarra. Allí, nos encontramos con el hermano menor de esta familia, lo que hizo de esa tarde una visita aún más especial, llena de anécdotas y recuerdos entrañables que, como siempre, nos unieron más a esa familia tan importante en nuestra vida.

    Después de intercambiar números de teléfono, continuamos nuestro camino hacia Cúcuta. Visitamos otros familiares allí y continuamos hacia Pamplona en donde nos esperaban Doña Carmen y mis hermanos, con quienes departimos unos buenos ratos de recuerdos y anécdotas. Después de unos días de descanso, decidimos regresar a Cartagena para retomar nuestras respectivas labores.

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     A pesar de la cotidianidad que nos esperaba en la ciudad, la visita a Salazar de las Palmas se convirtió en un punto de inflexión en nuestras vidas. Fue en ese lugar donde conocí la historia de Mariana, una historia que, por su relevancia y profundidad, decidí compartir en un relato que bauticé como "Esperando a Mariana". Esa historia, que sigue viva en mi memoria, será contada algún día en su totalidad, pero por ahora queda como un testimonio de la magia que puede surgir en los momentos más inesperados.

    A partir de ese viaje, la comunicación con Eleazar se volvió constante y fluida. Con el paso del tiempo, nuestras conversaciones se convirtieron en algo habitual, a tal punto que casi siempre nos estábamos comunicando semanalmente. Como pasa con las amistades que tienen un significado profundo, las palabras parecían brotar de manera espontánea y natural, dejando que el flujo de la conversación nos llevara sin esfuerzo hacia temas que tocaban nuestras experiencias.

    Sin embargo, fue en un día de octubre cuando ocurrió algo que no solo afianzó nuestra amistad, sino que también marcó el inicio de una relación aún más estrecha. Ese día, Eleazar estaba de visita en casa de su hermana, Carmen Marlene Rojas Ibarra, en Cúcuta. Durante su estancia, Eleazar decidió entrar al baño, dejando su teléfono sobre una pequeña mesa en la entrada. Fue en ese preciso momento cuando decidí llamarlo. Lo que no imaginaba era que, por casualidad, Marlene pasaba por ahí y, al ver mi nombre en la pantalla, contestó. 

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     Sin pensarlo mucho, entablamos una conversación que resultó ser tan fluida y amena que pareció como si hubiésemos hablado toda la vida. Desde ese instante, nuestra relación pasó de ser la de conocidos a la de una verdadera amistad, una amistad que, con el paso de los años, ha crecido más fuerte que nunca. Estoy convencido de que nuestra comunicación solo se interrumpirá con la muerte, ya que la conexión que compartimos es única, profunda y sólida.

     Marlene, que en ese momento se convirtió en una amiga entrañable, no solo ha sido una gran confidente, sino que también se ha convertido en la correctora de texto de este impreso, un papel que desempeña con dedicación y esmero. A lo largo de los años, hemos compartido momentos maravillosos, en especial aquellos que se vivieron con su hijo, Christian Enrique Contreras Rojas. Recuerdo con cariño cuando, junto a su madre, Christian pasó una pequeña temporada de vacaciones en Cartagena, y nosotros, en varias ocasiones, los visitamos en Cúcuta.

     Además, disfrutamos de la tranquilidad y la belleza de la finca en La Laguna, ubicada en el norte de Santander, donde pasamos tiempo de calidad, rodeados de naturaleza y de buenas conversaciones.

   Esos encuentros no solo fueron una oportunidad para disfrutar de la compañía mutua, sino también para compartir nuestras historias, anécdotas y recuerdos que, sin duda, podrían llenar páginas y páginas de un libro. Hemos hablado tanto de nuestras vidas, de lo que hemos vivido y aprendido, que siento que nuestra relación ha sido un intercambio continuo de experiencias, donde cada uno aporta algo valioso.

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     Las historias que hemos compartido siguen vivas, y mientras podamos seguir conversando, seguirán floreciendo en nuevos relatos. En cierto modo, lo que hemos vivido juntos ha formado una especie de crónica de nuestras vidas, un testimonio de cómo las personas que se cruzan en tu camino pueden dejar una huella imborrable. Y, como siempre, sé que aún hay muchas más historias por contar, porque con Marlene y su familia, las experiencias siguen siendo una constante fuente de crecimiento y aprendizaje.

     Un saludo especial y un reconocimiento eterno quedarán plasmados aquí, para siempre, para ti, Carmen Marlene Rojas Ibarra. Y, como siempre te digo: después de Dios y Christian ... ¡Ajá! Tu presencia en mi vida es un regalo, y no tengo duda de que nuestra amistad será un lazo que perdurará más allá del tiempo y el espacio. En mayo de este mismo año, un nuevo capítulo se abrió en la vida de la sobrina de Maureen Luz, Estelí Marcela.

     Después de años de esfuerzo y perseverancia para conseguir un empleo en su campo como fonoaudióloga, Estelí enfrentó la adversidad de no encontrar oportunidades en su país. Sin embargo, su determinación y coraje la llevaron a tomar una decisión valiente: viajar sola a Chile en busca de una nueva oportunidad. Lo que parecía un reto insuperable pronto se convirtió en una historia de éxito. Gracias al apoyo de un contacto que logró conseguir allí, Estelí no solo encontró un trabajo que le permitió desarrollarse profesionalmente, sino que también logró formar una vida plena en este nuevo país. Con el tiempo, Estelí se casó, tuvo dos hijos y, lo más significativo, abrió su propia escuela de lenguaje. La felicidad y el bienestar que ha encontrado en Chile no tienen comparación, y se ha convertido en una fuente de inspiración para muchos, incluidos nosotros. 

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     A partir de 2007, Maureen Luz viajaba a Chile con frecuencia, generalmente entre enero y marzo, para visitar a su sobrina y a su familia, y cada vez regresaba más entusiasmada por las maravillas de ese país. Fue un viaje que le permitió no solo reconectar con su sobrina, sino también descubrir una nueva cultura y formas de vida que, años más tarde, la llevarían a tomar la decisión de mudarse definitivamente al sur del continente. Esta etapa, aunque todavía por contar, fue sin duda una de las más transformadoras de su vida, y en su debido momento compartiré con ustedes los detalles de ese proceso tan significativo.

    El sábado 24 de junio de 2006, nos tocó despedir a una de las figuras más queridas de esta familia, Doña Ana Dolores Vásquez Parada. Después de haber vivido 31.548 días, o 86 años, 4 meses y 16 días, su partida nos dejó un vacío profundo. Esa mañana, junto con Maureen Luz, viajamos a Barranquilla para acompañar a la familia en las exequias que se llevaron a cabo en el Cementerio Campos de Paz, en la salida hacia Cartagena. Fue un momento de reflexión, de recuerdos y de homenaje, donde la memoria de Doña Ana Dolores se entrelazó con las vivencias de su vida llena de sabiduría y amor.

    En cuanto a la situación con la señora ajena, cada día la distancia se hacía más notoria, alimentada por los celos desmedidos que ella sentía, los cuales comenzaron a poner barreras entre ambos. Sin embargo, lo que parecía una tensión pasajera se transformó en un desencadenante de un episodio inesperado que marcaría el inicio del fin.

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     Todo comenzó cuando un compañero de trabajo de su hija mayor se vio involucrado en un incidente que, aunque inicialmente parecía un simple malentendido, pronto se reveló como algo más grave. Tras una serie de pequeños detalles y actitudes que, al ser observados en conjunto, daban como resultado una infidelidad de grandes proporciones, la verdad salió a la luz. Cuando confronté a la señora ajena, no tuvo reparos en admitir lo sucedido. Ese momento, tan inesperado como doloroso, marcó un antes y un después en nuestra relación, y aunque fue un proceso difícil, sentí que era necesario ponerle fin a una etapa llena de desconfianzas y mentiras.

     Las pequeñas acciones, que parecían insignificantes a lo largo del tiempo, se habían acumulado hasta formar un quiebre irreversible. La infidelidad, que había estado oculta durante mucho tiempo, finalmente salió a la superficie, y con ello, las sombras de la relación se desvanecieron.

     Fue un golpe fuerte, no solo para mí, sino para todos los involucrados. Sin embargo, con el tiempo y el dolor, llegó la aceptación de lo sucedido, aunque el proceso de sanación no fue sencillo.

    Bajo un convenio que fuimos adaptando día a día, los encuentros se fueron estableciendo con una cierta regularidad, siendo en las mañanas cuando compartíamos esos momentos que nos pertenecían en exclusiva, mientras que las tardes quedaban reservadas para la otra persona, quien, sumido en una celosa ignorancia, jamás supo de mi presencia ni de mi labor como "mantenedor" de su amada en las primeras horas del día.

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     A pesar de la peculiar situación, no me sentía engañado, sino que experimentaba una extraña sensación de compasión por el otro, mientras disfrutaba plenamente de los momentos compartidos. Fue en este contexto que aprendí una valiosa lección sobre las complejidades del amor y las relaciones humanas. Observé cómo una mujer puede, con destreza, manipular las percepciones y emociones de su pareja, quien, convencido de su fidelidad y de las manifestaciones de amor, permanece ciego ante lo que realmente está sucediendo. Esa revelación me hizo entender que, efectivamente, el amor es ciego y, a veces, incluso la verdad más dolorosa puede pasar desapercibida.

    A pesar de las complicaciones y las contradicciones que se desarrollaban en este triángulo de relaciones, mi contacto constante con Maureen Luz se mantenía firme. Un día, tras mucha reflexión y tras haber tomado un tiempo para reconsiderar todo lo vivido, se tomó la decisión de dar un paso hacia atrás, de reconstruir lo que había sido y de buscar una vez más la paz que ambos necesitábamos.

     A partir de ese momento, hasta su partida definitiva hacia Chile, compartimos una vez más nuestra vida, como si nunca nos hubiésemos separado.

    El regreso a la vida cotidiana de Maureen Luz trajo consigo varios cambios a la relación ahora excipiente con la señora ajena. Tras entregarse el apartamento que habíamos compartido, nos encontramos sin un lugar fijo para vernos, y el entusiasmo con el que al principio nos embarcamos en esta nueva etapa comenzó a decaer. Ya no había el mismo ímpetu de antes, ni la espontaneidad de los primeros días. 

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     Con todo, cuando lográbamos organizar algún encuentro, reservábamos una habitación en un hotel, una rutina que se convirtió en parte de nuestra rutina semanal. Los encuentros siempre se limitaban a la mañana y al mediodía, cuando salíamos cada uno hacia sus respectivos hogares. A medida que avanzaba la tarde, regresábamos, generalmente alrededor de las tres de la tarde, y permanecíamos hasta bien entrada la noche. Sin embargo, las veces que amanecíamos juntos en ese hotel eran muy pocas, como si ese fugaz espacio de tiempo que compartíamos estuviera destinado a permanecer limitado y reservado para esos momentos tan intensos como breves.

     En aquellos días, cada viaje a Barranquilla se convertía en una oportunidad para escapar juntos de la rutina y vivir pequeñas lunas de miel. Si debía viajar por trabajo, la señora ajena solía acompañarme, y en esos breves momentos fuera de nuestra cotidianidad, nuestras pasiones afloraban con una intensidad inesperada.

     La conexión que surgió entre nosotros, inesperada pero profunda, fue algo que jamás habíamos anticipado, pero que una vez descubierta, se convirtió en un torrente de emociones que nos arrastró a ambos sin remedio.

     En varias ocasiones, mientras conversábamos sobre nuestras vidas y el futuro, la señora ajena me confesó que, si nos hubiésemos conocido antes, no habría dudado ni un segundo en tener un hijo mío. Esas palabras resonaron profundamente en mí, como un eco de lo que podría haber sido, pero que la vida, con su implacable curso, no permitió que se concretara.

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    Afortunadamente, nos conocimos cuando ambos ya habíamos recorrido un largo trecho de nuestras vidas, lo que permitió que esta relación, en su madurez, se viviera con una intensidad tranquila, consciente de las limitaciones del tiempo, pero también de las posibilidades infinitas de vivir el presente de la mejor manera posible.

     La relación que compartimos, aunque marcada por las dificultades y las complejidades de las circunstancias que nos rodeaban, fue, sin lugar a dudas, un capítulo de nuestras vidas que dejó huella en nuestros corazones, una historia que, aunque tal vez incompleta, siempre será recordada con cariño y gratitud por lo que nos permitió vivir y aprender.

    Muchas veces pasaba por la plaza de la Aduana, un lugar que siempre me parecía un espacio lleno de vida, movimiento y diversidad. Pero en una ocasión, algo peculiar llamó mi atención: vi una pancarta que sostenían dos jóvenes. En ella, de manera tajante, se aseguraba que "Dios no existe". Intrigado por el mensaje tan directo y desafiante, no dudé en sacar mi teléfono y tomar una foto, con la intención de más tarde investigar sobre ese tema que, de alguna forma, me desconcertaba.

     La pancarta no solo me provocó curiosidad, sino que también despertó en mí la necesidad de entender qué había detrás de esa afirmación.

     Esa misma tarde, al llegar a casa, me senté tranquilo frente a la computadora y, con la foto que había tomado, comencé a investigar. Encontré un enlace a un libro en formato PDF que podía descargar de manera gratuita, lo que me permitió adentrarme en la lectura del texto con calma. Aunque el contenido del libro me pareció interesante y bien argumentado, algo dentro de mí me dijo que no debía apresurarme a juzgar o aceptar lo que allí se planteaba.

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