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MIS ÚLTIMOS 50 AÑOS      1971 – 2021     CARLOS CAMPOS COLEGIAL

     Acepté su decisión sin resistencia, y, como era de esperarse, antes de una semana, se puso en contacto conmigo para pedir un favor, algo que decidí hacer sin pensarlo demasiado. Ese pequeño gesto abrió la puerta para que ella regresara, con la intención de agradecerme lo que había hecho.

    Siempre he dicho que no soy el tipo de persona que se convierte en "cucaracha" (aquellos seres que, a pesar de ser rechazados, se aferran al espacio en el que ya no son bienvenidos). Tampoco suelo mantener comunicación con quienes han salido de mi vida. Sin embargo, si la otra persona toma la iniciativa de contactarme, siempre respondo de manera formal, sin problema alguno. No soy de acumular rencores ni, mucho menos, de alimentar odios. Menos aún ahora, que he comprendido que el amor no es una opción, sino una obligación. Entonces, ¿para qué odiar y no perdonar? Al final, querámoslo o no, la vida nos empuja a perdonar, pues es lo que debemos hacer. Como el conocido y antiguo comercial que decía, "tarde o temprano su radio será un Philips".

     Esta reflexión me lleva a recordar otra frase que resuena profundamente en mi ser: "Para Dios, la humanidad es un solo ser humano atomizado. No me conviene que te vaya mal; cuando te ataco, me ataco a mí mismo. Si soy dueño de mí, ¿por qué querría ser dueño de la idea que habita en tu cabeza?" A lo largo de mi vida, he comprendido que, por más que quisiera, no he sido capaz de odiar, celar o envidiar a nadie. Cuando alguien actúa con esas emociones en contra de mi ser, no me produce más que una gran tristeza. 

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    Y, al mismo tiempo, la certeza de que esa persona terminará regresando, arrepentida, con el corazón lleno de pena por haberme atacado. La vida, de alguna manera, siempre nos devuelve lo que damos.

   En una ocasión, un conductor, al no recibir en la oficina de Bogotá el cheque correspondiente al saldo de la planilla, me encontraba en la oficina de un colega. En ese momento, llegó al lugar y, al verme, comenzó a insultarme furiosamente, ya que su señora había perdido el viaje para buscar el cheque. A pesar de que siempre les recomendaba cobrar los saldos directamente en Cartagena para evitar este tipo de inconvenientes, el conductor no pudo controlar su frustración y arremetió verbalmente contra mí. Me quedé callado, sin replicar, y fue el colega quien intervino, pidiéndole que abandonara su oficina. Días más tarde, el conductor me llamó para ofrecerme una disculpa. No dudé ni un momento en aceptarlas, sin rencor alguno, como siempre he hecho en situaciones similares.

   Tiempo después, un día en que no había vehículos disponibles para viajar a Neiva, el conductor pasó por mi oficina solicitando un viaje. No lo dudé y le asigné uno sin problema alguno. Esto, de alguna manera, lo hizo sentir aún más incómodo, especialmente por cómo me había tratado en aquella oportunidad.

    Es curioso cómo las circunstancias de la vida nos colocan en situaciones inesperadas. Algunos afirman que lo sobrenatural no existe, pero les aseguro que tengo la certeza de que sí existe. De hecho, ¿por qué Wikipedia dedicaría una página entera al tema de lo sobrenatural? ¿O cómo podemos explicar el siguiente episodio que ocurrió en mi vida, un suceso tan extraño que desafía cualquier explicación lógica?

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     Una tarde, mientras estábamos en un puerto de Cartagena, cargando unas cajas extra dimensionadas, ocurrió un suceso que jamás podré olvidar. Para cargar este tipo de mercancía, es necesario desmontar la carrocería del tráiler, que consta de diez barandas, cada una de dos metros y medio de ancho por dos metros de alto, con un peso aproximado de cinco toneladas. La operación consistía en cargar primero una caja de doce metros de largo, un metro y medio de ancho y un metro de alto. Encima de esa caja, se colocó la carrocería desarmada. Sin embargo, no se tuvo en cuenta que la carrocería sobresalía por ambos lados de la caja.

    Luego, se procedió a cargar una segunda caja, que medía tres metros de ancho y casi dos metros de alto. Este tamaño provocó que el operador del montacargas perdiera la visibilidad total de la carga. Desde el otro lado, le indicaba que empujara más la caja, pero no me percaté de que esa acción estaba empujando hacia mí el bloque de las barandas.

   Al perder el equilibrio sobre la caja larga, las barandas comenzaron a rodar hacia mí. En ese instante, miles de pensamientos pasaron por mi mente en una fracción de segundo. Pensé en tirarme debajo del tráiler, retroceder, pero no había tiempo para nada. Las barandas estaban cayendo directamente sobre mí. Lo que sucedió a continuación fue, sin duda, algo que jamás podría haber anticipado: una fuerza sobrenatural. Sentí que alguien, o algo, me tomó fuertemente por la parte trasera del cuello de mi camisa.

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     Con una fuerza descomunal y en un movimiento extremadamente rápido, me arrastró hacia atrás, mientras las barandas seguían deslizándose y rodando frente a mí. Mis pies se deslizaban sobre los tacones de mis botas, y sentía mi cuerpo inclinarse hacia atrás en una posición oblicua.

     Cuando las barandas finalmente se detuvieron, yo me había deslizado con ellas, quedando a escasos dos metros de la primera de las barandas. Todo esto ocurrió en un parpadeo, en cuestión de segundos, pero el impacto emocional fue tan grande que todos los presentes no podían creer lo que acababan de presenciar. El señor despachador de Alpopular, el supervisor del patio y otros conductores que esperaban su turno para cargar se acercaron rápidamente, visiblemente más asustados que yo. No podían entender cómo había logrado salir ileso de una situación tan peligrosa. Me preguntaron, entre sorprendidos y asustados, a qué tipo de devoción o creencia le debía semejante intervención, ya que todos pensaban que había quedado aplastado por las barandas.

     Me confirmaron que, cuando las barandas perdieron el equilibrio y comenzaron a rodar, todos pensaron que estaba condenado. Sin embargo, vieron cómo, en un movimiento vertiginoso, me incliné hacia atrás y me desplacé a gran velocidad sobre mis talones, esquivando la carga de manera milagrosa. Lo que sucedió fue tan rápido, tan impresionante, que a todos los presentes les resultaba difícil de creer. Afortunadamente, pude salir de esa experiencia con vida, pero siempre recordaré cómo algo, o alguien, me salvó en ese momento crítico.

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     Mi hermano César Enrique, el tercero de cinco hijos en nuestra familia, fue, sin lugar a dudas, el más talentoso e inteligente de todos nosotros. Sin embargo, la vida le jugó una serie de crueles trucos, llevándolo por un camino de sufrimientos y dificultades inéditas que marcaron su existencia de manera profunda.

    Desde el momento de su nacimiento, las circunstancias no fueron fáciles. Fue recibido por una comadrona que acababa de atender un parto en el que el bebé había nacido muerto. En un giro macabro del destino, esta mujer le transmitió el frío de la muerte de aquel niño a César. Desde entonces, empezó a sufrir de quebrantos de salud y notables deformaciones físicas. Sus brazos y piernas se torcieron de manera preocupante, sus ojos se desviaron y, por si fuera poco, comenzó a caminar a los cuatro años, una edad bastante avanzada en comparación con otros niños. Además, no fue hasta los cinco años que logró hablar, y su habla nunca fue completamente fluida, arrastrando esa dificultad durante toda su vida.

     A pesar de estos obstáculos, su inteligencia era sobresaliente. De hecho, su capacidad mental era mucho más aguda que la de sus hermanos. Tenía una asombrosa facilidad para expresarse por escrito, algo que sorprendía a todos, y un talento innato para reparar todo tipo de artefactos caseros, desde plomería y electricidad hasta carpintería. Era un verdadero maestro de las manualidades, y su habilidad para arreglar lo que otros consideraban irremediable le dio una reputación de ser una persona extremadamente capaz y competente.

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     Sin embargo, como si el destino no se hubiera ensañado lo suficiente, César comenzó a buscar consuelo en la bebida. Al principio, parecía ser algo inofensivo, pero pronto la adicción a las sustancias lo consumió por completo. La bebida lo arrastró con tal fuerza que terminó llevándolo a su tumba en el año 2004, dejándonos a todos con el corazón roto por lo que pudo haber sido y no fue.

     El caso de mi hermano César Enrique es un claro ejemplo de cómo, incluso las mentes más brillantes y los corazones más grandes, pueden verse aplastados por los infortunios de la vida. Su talento nunca fue debidamente aprovechado, pero su legado sigue vivo en la memoria de quienes lo conocimos, recordando siempre la complejidad de su ser: un hombre con grandes capacidades que, por causas que escapan a nuestra comprensión, nunca pudo encontrar la paz que tanto merecía.

     Cuando José Eduardo trasladó a Don Pacho y Doña Carmen a Medellín, él decidió quedarse en Pamplona a esperar su regreso, algo que, lamentablemente, nunca ocurrió.

     Don Pacho falleció poco tiempo después de llegar allí, y Doña Carmen se estableció definitivamente en Sabaneta. Por su parte, César no quiso mudarse con ella, prefiriendo quedarse solo en Pamplona, en una habitación que tenia alquilada. Así transcurrieron sus últimos cuatro años, hasta aquel fatídico domingo 19 de diciembre de 2004, cuando recibí una llamada en la tarde. Era un agente de policía quien me informó que estaban realizando el levantamiento del cadáver de mi hermano en el lugar de su residencia.

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     De inmediato, comuniqué la noticia a Eduardo, quien siempre se ha encargado de las exequias familiares, y le pedí que se desplazara a Pamplona para despedir a César y darle sepultura. Además, le encomendé que, en su paso por Bucaramanga, pasara por Paola y Dolly su madre, para que se acompañaran en tan dolorosa misión. César Enrique Campos Colegial había vivido 15.439 días, es decir, 42 años, 3 meses y 7 días.

      Lo más extraño de esta situación fue lo que ocurrió justo antes de su muerte, un hecho que quedó marcado por una inusitada coincidencia. El jueves 16 de diciembre, como era costumbre, César jugó el chance con la lotería de Bogotá, pero esta vez lo hizo con cuatro cifras, algo que no hacía habitualmente. Curiosamente, decidió agregar un "5" al inicio del número que siempre jugaba en memoria de Don Pacho, que era el 519, y ese número resultó ser el ganador. César le había prometido a Doña Carmen que el lunes le enviaría el dinero del premio, lo que nunca ocurrió, y el chance o el producto de el, tampoco aparecieron.

      Si consideramos que desde el 19 de mayo de 2000 hasta el 19 de diciembre de 2004 transcurrieron exactamente 55 meses, la situación se vuelve aún más inquietante. La alegría de haber ganado el premio fue tal que César se compró un litro de aguardiente. Sin embargo, dado que ya padecía cirrosis hepática, no pudo soportar el abuso de alcohol, lo que le provocó un fulminante vómito de sangre que terminó ahogándolo. Nadie se dio cuenta de lo que sucedía hasta el mediodía, cuando notaron que no se había levantado. Al ir a verlo, encontraron la fatídica escena y de inmediato llamaron a las autoridades. Fue entonces cuando la policía se comunicó conmigo para informarme de su fallecimiento.

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    Así se fue César, sin haber tenido la oportunidad de disfrutar de su inesperada pequeña fortuna, y sin que su madre pudiera recibir el giro que él le había prometido. Su vida, aunque llena de luchas y dificultades, terminó en un extraño giro del destino, marcado por una muerte repentina y por una promesa que nunca se cumplió.

     Eduardo, Paola y su madre, Dolly Cecilia, se desplazaron a Pamplona para cumplir con las diligencias necesarias. Desde allí, Paola me llamó y, con una voz cargada de incertidumbre, me preguntó: "¿Mi tío tiene aquí en la habitación cinco cajas grandes llenas de hojas escritas por ambos lados? ¿Qué hacemos con ellas y con el resto de sus pertenencias?". Mi respuesta fue rápida y práctica: "Regalen todo a la gente y a sus amigos, pero de las cajas, tomen una muestra y mándenmela por correo". Lo que vino después fue una verdadera sorpresa para mí: días más tarde recibí en una pequeña caja aquella muestra, que me dejó profundamente impactado.

     A partir de ese momento, traté de comunicarme sin éxito con los dueños de la casa donde César había vivido. Incapaz de obtener respuesta directa, decidí encomendar a un amigo la misión de recuperar las cajas con los escritos. Sin embargo, al llegar fue demasiado tarde: las habían desechado y tirado a la basura. La muestra que había recibido formaba parte de lo que aparentemente era una obra literaria, que se percibía como muy bien elaborada. Sin embargo, faltaba prácticamente todo: el comienzo era amplio y prometedor.

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     Durante un largo tiempo intenté reconstruir lo perdido a partir de la pequeña muestra que había recibido, pero mi esfuerzo fue en vano. La nostalgia y la tristeza se apoderaron de mí, y finalmente decidí rendirme. Sentí que las palabras de César y su proyecto, tan cercanos y a la vez tan distantes, ya no podían ser recuperados. Para darles una idea más clara de lo que había sido esa obra, les contaré lo siguiente: César observaba a un grupo de jóvenes que esperaban su turno para una cita médica, todos ellos extraños entre sí, sin conexión aparente. Sin embargo, a través de su mente inquisitiva, él imaginaba lo que cada uno pensaba en silencio: sus sueños, aspiraciones y futuros posibles. A pesar de las diferencias, César veía en ellos una suerte de conexión, como si todos fueran miembros de una extensa familia compartiendo el mismo anhelo de realización. Este proyecto, tan fascinante y tan profundo, lo conocí cuando, en nuestro último encuentro, me lo comentó con entusiasmo.

     Para empezar con su iniciativa, lo apoyé proporcionándole tres resmas de papel carta. Cada mes le enviaba más materiales, junto con lo necesario para su sustento: media botella de aguardiente, y minas para su portaminas. Ese día, además, le dejé los suministros y unas palabras de aliento para que siguiera adelante con su sueño.

     Hoy, el recuerdo de ese proyecto, la sensación de lo que pudo haber sido y la certeza de lo que nunca sabremos, siguen presentes en mi mente. La obra, que estaba tomando forma en su mente y que tal vez podría haber llegado a ser una pieza brillante, quedó truncada, desechada en el olvido. Y con ella, una parte de César también se fue, llevándose con él ese pedazo de su alma, que solo él sabía cómo escribir y proyectar.

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     Meses después, Maureen Luz y yo visitamos la tumba de César, aprovechando la ocasión para instalar una lápida de mármol gris que, además de los datos tradicionales, incluía un epitafio que resumía con ironía y un toque de resignación su vida: "Por fin dejé de beber". Ese día, además, aproveché para visitar al Chato Medrano, compadre de Don Pacho y padrino de Eduardo, quien, con su particular estilo y un dejo de emoción, me relató cómo fue el sepelio de César.

     "Un entierro como este no se ha visto en Pamplona en toda mi vida", comenzó, con un tono de asombro que aún conservaba en su voz. "La iglesia de Santo Domingo estaba abarrotada. Allí se dieron cita todo tipo de personas de estrato bajo: vagos, indigentes, gamines, borrachines, vendedores ambulantes, loteros, emboladores, chanceros, zorreros, caletas, carretilleros y pordioseros, todos acompañados de sus familias. Era un espectáculo tan inusual como triste.

     Nunca dejaron que Eduardo cargara el féretro. Todos querían rendirle su homenaje a su manera. Cuando salieron de misa, en lugar de ir directo al cementerio, que está a solo tres cuadras de allí, decidieron subir el féretro al parque principal. Allí le dieron varias vueltas completas al parque, como si fuera una procesión improvisada. El féretro daba vueltas alrededor del parque, mientras los presentes marchaban con una mezcla de respeto y desorden. Finalmente, ya entrada la noche, lo llevaron al humilladero para proceder con la sepultura."

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