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MIS ÚLTIMOS 50 AÑOS     1971 – 2021      CARLOS CAMPOS COLEGIAL

     En los días siguientes, como es natural, la preocupación me invadió, pero me aferré a una de las enseñanzas del Padre Luna: "No basta con creer en Dios, es necesario creerle a Dios."

     Esa reflexión me reconfortaba y, poco a poco, el miedo comenzó a disiparse, hasta que finalmente desapareció por completo.

     Los seis primeros meses pasaron, y aunque la incertidumbre seguía latente, mi confianza en que nada sucedería fue fortaleciéndose. No porque ignorara el diagnóstico ni la gravedad de la situación, sino porque, con el tiempo, fui comprendiendo que la vida no está en nuestras manos, sino en las manos de Dios. Este entendimiento me otorgó la serenidad para continuar, con la certeza de que todo lo que debía ocurrir, ocurriría.

     Un fin de semana, mientras me encontraba en un centro comercial de Barranquilla, un hombre robusto con gafas se acercó a mí y me preguntó si era el paciente al que había atendido años atrás en una urgencia en Santa Marta. Al mirarlo, lo reconocí: era el mismo médico que me había diagnosticado, aunque ahora tenía algo de sobrepeso. Me preguntó qué había sucedido con la anomalía, y le respondí que no había ocurrido nada en absoluto. Le expliqué que, después de clamar al Dueño de la vida, parecía que tenía muchas cosas pendientes en este planeta, porque todo estaba bien. Mi respuesta no le pareció muy convincente, así que, con cierto asombro, me invitó a realizarme una ecografía para comprobar qué había sucedido.

     Acepté su invitación, sin pensarlo mucho. En una oportunidad, me hice la ecografía, y los resultados fueron sorprendentes: los tumores, que en su momento habían sido de gran tamaño, se habían reducido a algo tan pequeño como una cabeza de alfiler. 

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     El médico no podía dar crédito a lo que veía, y aunque la ciencia no cree en los milagros, yo sabía que ninguna oración se pierde, y que la respuesta a mi llamado fue un rotundo "sí". Ese día comprendí algo que nunca olvidaré: a veces, la fe tiene el poder de sanar lo que la ciencia no puede comprender.

     En ese momento, me sentí más cercano que nunca a la verdad de que todo está bajo el control divino, y que nuestras vidas no siguen un camino predeterminado por la ciencia o la lógica, sino por la voluntad de algo mucho más grande. Hoy, al mirar atrás, reconozco que ese episodio no solo transformó mi salud física, sino también mi comprensión del poder de la fe y la importancia de confiar plenamente en el plan divino, sin importar las adversidades.

     Comenzamos el año 1997 enfrentando una situación similar a la de tres años atrás, cuando habíamos pospuesto la compra de un celular. En esta ocasión, la mayor parte de la mercancía de Occidental empezó a arribar al puerto de Cartagena, lo que llevó a la empresa a tomar la decisión de que debíamos mudarnos a esta ciudad. Sin embargo, postergamos la decisión semana tras semana durante siete largos meses, hasta que un ultimátum nos obligó a trasladarnos finalmente en agosto de ese año.

     A pesar de que conseguimos encontrar un apartamento muy bien ubicado, diagonal al imponente castillo de San Felipe y rodeado de distribuidoras de vehículos, el cambio fue drástico.

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     No hay punto de comparación entre el ambiente de Santa Marta y el de Cartagena para vivir. Santa Marta, con su tranquilidad y encanto, nos había ofrecido una calidad de vida que, lamentablemente, no encontramos en Cartagena. La ciudad, más agitada y bulliciosa, parecía estar en constante movimiento, lo que hizo que nos costara adaptarnos a su ritmo acelerado.

     En el edificio donde vivíamos en Santa Marta, un magistrado ocupaba uno de los apartamentos presentó una demanda curiosa pero significativa. Detrás del edificio, una comunidad había invadido un terreno que, con el tiempo, fue legalizado y clasificado como estrato uno, mientras que nuestro edificio pertenecía al estrato cinco. El magistrado argumentó que debía haber igualdad en la clasificación: o bien rebajaban nuestro estrato al nivel uno, o elevaban a esa comunidad al nivel cinco. Lógicamente, el fallo fue favorable para nosotros, y el edificio pasó a ser clasificado como estrato uno.

     Esta decisión trajo consigo un beneficio inesperado: una notable reducción en las tarifas de los servicios públicos. Por ejemplo, la factura de energía eléctrica, que anteriormente ascendía a cincuenta mil pesos, quedó en poco más de mil pesos mensuales. Lo mismo ocurrió con las tarifas del acueducto, alcantarillado y demás servicios. La situación llegó al punto en que nuestras facturas mostraban un saldo a favor, del cual se descontaba mes a mes el consumo del período.

    Cuando finalmente llegó el momento de desocupar el apartamento para trasladarnos a Cartagena, dejamos pagados los servicios para los próximos inquilinos por varios meses, una circunstancia que reflejaba lo singular de aquel fallo judicial y su impacto positivo en nuestras finanzas. 

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   Este hecho no solo nos alivió económicamente, sino que también nos recordó la manera en que, a veces, situaciones aparentemente negativas pueden volverse a nuestro favor de manera inesperada.

    A partir de ese momento, Cartagena se convirtió en nuestra base operativa hasta nueva orden. El contrato con Occidental se renovaba cada dos años, pero la tubería seguía llegando a Santa Marta. Un día, mientras una mula de la empresa esperaba un viaje en esa ciudad, recibí una llamada de Don Mario. Me informó que había dado la orden para que un vehículo que se encontraba en Santa Marta, se trasladara a Cartagena a cargar una tubería que supuestamente estaba allí. Le expliqué que en Cartagena no había tubería ni mercancía disponible para cargar, pero insistió en que le habían confirmado el cargue para el día siguiente. Sin embargo, al llegar a Cartagena, se rectificó la orden, que había surgido de una información errónea. En realidad, el cargue estaba en Santa Marta.

    Nos tocó madrugar para corregir el malentendido. Durante el trayecto entre Barranquilla y Ciénaga, el conductor, Jaime, compartió conmigo una situación profundamente preocupante. Me contó que tenía serios problemas con la salud de su hija pequeña, quien, según él, había sido "helada de difunto", una creencia popular que la ciencia médica no reconocía ni aceptaba. Según Jaime, esta condición había provocado que la salud de la niña se deteriorara gravemente, sin que ningún tratamiento médico lograra revertir su estado.

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     Recuerdo haberle dicho: —Jaime, estacione la mula, tome papel y lápiz y anote el tratamiento que voy a dictarle. Aplíquelo al pie de la letra, y eso será la solución. Jaime, muy atento, anotaba cuidadosamente mis instrucciones en un cuaderno que tenía a mano.

     Después de ese peculiar momento, continuamos el viaje, se cargó la tubería y al día siguiente el conductor partió con rumbo a Cúcuta. Yo regresé a casa esa misma tarde, pero lo hice con una extraña inquietud. Lo ocurrido durante el trayecto hacia Santa Marta seguía rondando en mi cabeza, aunque decidí no comentarlo con nadie. Todo continuó como de costumbre, inmerso en la cotidianidad del día a día.

     Pasaron varios meses y, para mi sorpresa, un día Jaime llegó a Cartagena. Traía consigo una bolsa llena de frutas variadas como muestra de agradecimiento. Con visible emoción, me contó que su hija había recuperado la salud gracias al tratamiento que le dicté aquella mañana de viaje. Sin embargo, lo que realmente me dejó desconcertado fue la inesperada pregunta que me hizo:

—Don Carlos, ¿qué debo hacer con la cabra?

Atónito, le respondí: —¿Cuál cabra?

     Jaime, aún más desconcertado que yo, no podía creer que no recordara lo que para él había sido una instrucción clave. Me explicó que, según lo que yo le había indicado, una parte esencial del tratamiento consistía en conseguir una cabra negra y bañar a la niña con su leche recién ordeñada.

    Ese incidente marcó el inicio de una etapa peculiar en mi vida. A partir de entonces, episodios similares comenzaron a ocurrir con cierta regularidad.

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     Cada vez que alguien acudía a mí buscando orientación o consejo en situaciones complejas, me encontraba transmitiendo instrucciones precisas y detalladas, muchas veces con elementos inusuales o poco convencionales.

     Lo curioso era que, aunque era plenamente consciente de estar hablando, no podía escucharme a mí mismo en absoluto. Con el tiempo, aprendí a advertir a quienes me buscaban: —Memorice muy bien lo que voy a decirle o, mejor aún, anótelo, porque solo lo diré una vez.

      Esta extraña habilidad, que escapaba a toda explicación lógica, se convirtió en un aspecto recurrente de mi vida. Lo que antes me parecía un hecho aislado, pronto se transformó en una constante: me encontraba siendo un vehículo de soluciones que, aunque desconcertantes, parecían ser exactamente lo que las personas necesitaban en momentos críticos. La naturaleza inusual de estos eventos me llevó a cuestionarme sobre su origen, pero también me permitió aceptar que, más allá de mi comprensión, había algo mucho más grande guiando esos momentos.

     Hablando de conductores y tractomulas, quiero compartir una anécdota sorprendente que le ocurrió a un conductor de la empresa. Este hombre viajaba de Santa Marta a Cúcuta transportando tubería, la cual sobresalía del tráiler más de dos metros. Mientras transitaba por El Copey, en el departamento del Cesar, una tractomula carbonera intentó adelantarlo a alta velocidad. Justo en ese momento, apareció otra mula que venía en sentido contrario, también desplazándose rápidamente.

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     El conductor de la carbonera, al darse cuenta de que el choque frontal era inminente, perdió el control de su vehículo e impactó contra la parte trasera de la mula que transportaba la tubería.

    El golpe fue tan fuerte que los tubos que sobresalían de la plataforma fueron empujados hacia adelante, atravesando la cabina de la mula, destruyéndola por completo. Milagrosamente, el conductor quedó vivo, aunque totalmente cercado por los tubos.

     El rescate fue complejo y requirió una grúa para retirar los tubos uno a uno y liberar al conductor atrapado. Una vez rescatado, fue trasladado a una clínica donde, tras un exhaustivo examen médico, se determinó que no presentaba heridas internas graves. Sin embargo, el médico le recomendó tomar vinagre durante varios días como medida preventiva, en caso de que algún órgano interno hubiera resultado afectado por el impacto.

    Con el tiempo, descartadas todas las secuelas del accidente, el conductor regresó a Bucaramanga, donde vivía con su familia. Su compañera asistía regularmente a una iglesia evangélica cercana a su hogar, y un día, motivado por la curiosidad y sin nada más que hacer, decidió acompañarla. En ese lugar, desarrolló una estrecha amistad con el pastor que lideraba la congregación.

   Lo que comenzó como una relación de amistad pronto se transformó en una sociedad. El pastor le enseñó las fórmulas e invocaciones necesarias para realizar ceremonias en las que los feligreses caían al suelo al recibir su toque, un fenómeno que impactaba profundamente a los asistentes.

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    Con ese conocimiento, el conductor y su socio inauguraron una nueva iglesia en un pueblo cercano a Bucaramanga.

     El proyecto tuvo un éxito inmediato: comenzaron con algo más de cincuenta personas, y en poco tiempo, la congregación creció hasta superar los mil fieles.

   Hoy en día, aquel conductor es conocido como un respetado "Apóstol", líder de una comunidad religiosa floreciente. Por supuesto, abandonó por completo el oficio de conducir tractomulas, iniciando un nuevo capítulo en su vida.

    Un buen día decidí visitarlo, convencido de que ya había presenciado de todo en esta vida. Sin embargo, al llegar a su hogar, me encontré con una escena que jamás hubiera imaginado posible en nuestro medio. En su casa convivían su compañera, cuatro hermanas de ella, diez menores de edad (hijos de su compañera y de sus hermanas), además de la suegra.

   Las cinco hermanas, incluida su compañera, eran extraordinariamente parecidas: delgadas, de estatura promedio, piel muy blanca y rasgos similares. La madre de ellas, quien también vivía en la casa, compartía esas mismas características. Lo más impactante era el increíble parecido entre todos los niños, cuyas edades oscilaban entre los tres y los doce años. Aquella casa no solo era un hogar numeroso, sino también un lugar donde reinaban el orden y el amor, algo que me dejó intrigado.

     Al observar el notable parecido entre los niños y la convivencia tan armoniosa entre las hermanas, mi curiosidad fue más fuerte que mi prudencia. Aproveché el primer momento que tuve para hablar con él en privado y le pedí, casi con urgencia, que me confiara el secreto detrás de cómo había logrado formar un hogar tan único y organizado. Sabía que debía haber algo más que no estaba a simple vista.

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     Él me miró con una sonrisa a medias, como si estuviera evaluando si compartir o no lo que, según me confesó más tarde, era su secreto mejor guardado. Finalmente, decidió hablar, y lo que me contó me dejó sin palabras.

     Relató que, en su juventud, su compañera y sus hermanas provenían de una familia muy humilde que vivían en el campo. Un día, su compañera le pidió un favor: dar alojamiento a una de sus hermanas, quien deseaba trabajar en la ciudad para mejorar su situación. Él accedió sin reparos, considerándolo un gesto de apoyo natural.

   Sin embargo, en un día cualquiera, mientras él y la hermana de su compañera realizaban juntos algunas diligencias en el mercado, surgió entre ellos una conexión inesperada que los llevó a involucrarse íntimamente. Como resultado, la hermana quedó embarazada, pero se negó rotundamente a revelar la identidad del padre del bebé.

     Él, por su parte, tomó una postura que me sorprendió profundamente: lejos de preocuparse o intentar aclarar la situación, asumió una actitud de total tranquilidad. Le dijo que, para él, no importaba quién fuera el padre del niño. Lo único que le interesaba era asegurar que ese bebé nunca careciera de nada.

     Él asumió la responsabilidad total de los niños, registrándolos como si fueran suyos. Este mismo patrón se repitió con cada una de las hermanas, quienes mantuvieron un absoluto hermetismo respecto a la verdadera paternidad de sus pequeños. Según me contó, su compañera y sus hermanas lo adoraban por ser tan generoso y dedicado a la familia, incluso al punto de aceptar que la madre de ellas se mudara a vivir con ellos.

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     Vivían en completa armonía, y ninguna de las hermanas parecía sospechar que los hijos de todas compartían al mismo padre. Cada una guardaba celosamente su secreto, y su comportamiento en casa no despertaba ninguna inquietud. Cuando deseaban estar juntos, simplemente se encontraban en el centro de la ciudad, aprovechando los momentos después del trabajo.

    La última vez que lo visité, me invitó a acompañarlo al mercado, donde compraba todo al por mayor para mantener abastecido aquel numeroso hogar. Su vida no se limitaba a la convivencia familiar, ya que la iglesia que lideraba era una de las más reconocidas en la región. Contaba con varias sedes y una creciente comunidad de fieles que, día a día, seguían sus enseñanzas y compartían su fe.

     Por otro lado, cada vez que tenía la oportunidad de viajar a Cúcuta o Tibú llevando alguna mercancía urgente, aprovechaba para hacer una parada en Pamplona y recoger a Don Pacho, quien solía acompañarme en el trayecto. Disfrutaba mucho de esos viajes, y era habitual verlo animado, compartiendo anécdotas y riendo durante el recorrido.

     Sin embargo, en una de esas ocasiones, lo encontré visiblemente desmejorado. Ya no tenía el entusiasmo de siempre y rechazó el paseo que acostumbrábamos hacer.

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