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MIS ÚLTIMOS 50 AÑOS      1971 – 2021     CARLOS CAMPOS COLEGIAL

    No mucho después, Baker bajó las escaleras, con una sonrisa de satisfacción que era imposible de ocultar. Al verme, se acercó y me indicó que era momento de irnos. Sin más demora, abandonamos el lugar. Durante el trayecto de regreso, el americano no paraba de elogiar el sitio y el comportamiento de la chica que lo había atendido. Con entusiasmo y cierto aire de nostalgia anticipada, prometió volver antes de regresar a su país.

     Aquel encuentro no solo me dejó con una serie de impresiones sobre una faceta poco visible de la vida nocturna de Barranquilla, sino que también me hizo reflexionar sobre las múltiples realidades que coexisten, a veces escondidas, detrás de las fachadas más cotidianas.

     Quince días después, mientras desayunaba en un restaurante cerca de la oficina en Santa Marta, una hermosa y despampanante mujer entró al lugar. Su presencia no pasó desapercibida, y con una mezcla de curiosidad y admiración, noté que se ubicó en una mesa cercana a la mía. Intrigado, llamé al mesero y le pregunté quién era ella. Con una sonrisa, me respondió que trabajaba en El Marino, un prostíbulo famoso de la zona.

    Impulsado por la curiosidad, le pedí al mesero que la invitara a compartir mesa conmigo y que le ofreciera desayunar. Para mi agrado, aceptó sin titubeos, y así comenzó una charla que resultó ser tan amena como reveladora.

     Se trataba de una caleña viuda que había llegado a Santa Marta buscando nuevas oportunidades. Me contó que una amiga y vecina suya le había sugerido acompañarla a trabajar en El Marino, con la esperanza de obtener una fuente adicional de ingresos.

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     Sin embargo, las cosas no iban como esperaba. Según me explicó, en ese sitio solo había buena afluencia de clientes los fines de semana, y lo poco que ganaba en esos días lo gastaba durante la semana.

     Mientras hablábamos, recordé inmediatamente el lugar en Barranquilla que había visitado con Baker. Con total sinceridad, le comenté sobre el sitio y le sugerí que intentara ingresar allí. Le aseguré que, por lo que había visto, tendría un éxito rotundo y seguramente sería considerada una de las mejores, si no la mejor.

     Efectivamente se presentó al lugar, llenó los requisitos y empezó a trabajar días más tarde; mantuvimos una comunicación fluida, incluso le facilité dinero para realizarse una serie de exámenes y un día que viajé a despachar varios viajes a Barranquilla le llamé y salimos a comer, por donde íbamos llamaba la atención el porte de esta mujer, me comento que efectivamente, inicialmente fue el bum del momento y todos querían con ella y como no tenía la experiencia suficiente, había caído en una serie de errores que pronto rectificó y ahora estaba muy solvente, me comentó estaba ahorrando 200.000 pesos diarios y enviando a sus hijas para su manutención cómoda en Cali.

       Tenía dos clientes especiales que le requerían cada ocho días, uno era un empresario Turco que todos los viernes la recogía en el hotel para le acompañara a diferentes tipos de eventos a los que debía asistir y ella fungía como su señora y por ello le pagaba 200.000 pesos, jamás le había hecho propuesta diferente de la de acompañarlo; y un joven comerciante que igual la recogía los domingos al medio día para presumir con sus amigos y familiares y le pagaba por ello 180.000 pesos además de ropa que le suministraba muy generosamente para lucirla con él.

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     El resto de semana solo atendía unos cuantos clientes de la tercera edad, que le proporcionaban muy buenos recursos y solo iban para que ella les desfilara semi desnuda y ellos tocarla y darle besos por su cuerpo, otros iban con el propósito de comentarles sus penurias, ella los consentía les daba ánimo; definitivamente no quería nada con jóvenes quienes en un principio causaron irritaciones y molestias por el ajetreo constante a que era sometida.

    En una ocasión, mientras acompañaba al turco a un cóctel de negocios, ocurrió algo inesperado. Entre los asistentes se encontraba el comandante de la Policía del Atlántico, un hombre de porte distinguido y modales correctos. Desde el momento en que la vio, quedó flechado, incapaz de disimular su atracción. Durante la velada, encontró la oportunidad de entregarle discretamente un pequeño papel con su número de celular, acompañado de una súplica: —Llámame cuando puedas, te interesará.

     A la mañana siguiente, cerca de las diez, ella decidió marcar el número. El comandante, con evidente emoción, respondió rápidamente. Le comentó que el turco había salido y que no regresaría hasta la tarde, aprovechando la ocasión para lanzar una propuesta descarada:

    —Déjalo y ven a un hotel en el norte de la ciudad. Yo cubriré todos los gastos por el tiempo que sea necesario. Esta noche te visitaré y podremos hablar más tranquilamente sobre proyectos futuros.

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      Era evidente que, más allá de cualquier intención profesional, el comandante estaba consumido por el deseo y la lujuria, ansioso por aprovechar cualquier oportunidad para estar cerca de ella.

     De inmediato, ella decidió renunciar a su trabajo. Llamó al turco y, con una mezcla de nervios y determinación, le comentó que no podría seguir aceptando su invitación semanal, pues había recibido lo que parecía ser la propuesta de su vida. Hizo lo mismo con el joven comerciante, quien, al igual que el turco, entendió la situación y le dejó abierta la posibilidad de regresar si las cosas no salían como ella esperaba.

    Con la misma franqueza, llamó a sus hijas en Cali. Les explicó su situación actual, confesándoles que había conocido al comandante de la policía en el departamento, y las cosas al parecer estaban tomando buenos rumbos. Hasta entonces, les había hecho creer que trabajaba como secretaria en una empresa de transporte, ganando un excelente sueldo de 500.000 pesos mensuales, más propinas generosas de los conductores. Les había dicho, además, que vivía en la casa del gerente, lo que justificaba que tuviera todos sus ingresos libres. De esta forma, había logrado mantener la apariencia de una vida estable y respetable.

    Aquella noche, el comandante llegó al exclusivo hotel en el norte de la ciudad para encontrarse con su futura pareja. Ataviado con un elegante traje, llevaba un ramo de rosas y otros regalos que ella recibió con evidente emoción y gratitud. Durante la velada, conversaron extensamente sobre lo que vendría para ambos.

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      Para el comandante, fue un flechazo, un amor a primera vista. Confesó que estaba recientemente separado y que al año siguiente sería trasladado a la dirección de la institución en Cúcuta.

      Sin rodeos, le pidió que lo acompañara formalmente, sugiriendo que se casarían para evitar complicaciones y rumores en la institución. El compromiso fue inmediato, y él no tardó en demostrar su seriedad. Mandó traer a las hijas de ella desde Cali para conocerlas y empezar a formar una familia. Todos pasaron juntos las festividades de Navidad y Año Nuevo en total armonía, rodeados de cariño y nuevos planes para el futuro.

      Durante el mes de enero, la familia se trasladó a Cúcuta, donde ocuparon una casa fiscal proporcionada por el gobierno. La estabilidad parecía consolidarse, pero seis meses después fue transferido a la capital como jefe de Tránsito y Transportes. En ese momento, tomé la decisión de cortar todo contacto con ella. Fue una elección difícil, pero necesaria. La relación, dadas las circunstancias, ya no era apropiada y mantenerla podría comprometer nuestra seguridad y la estabilidad que ella había logrado.

     La vida siguió su curso y nuestras historias tomaron caminos distintos. Pasaron muchos años antes de que volviera a saber de ella. Fue por casualidad, mientras veía un noticiero nacional, cuando la observé junto a la cúpula militar del momento, participando en un homenaje. Reconocerla no fue fácil, pues el tiempo había transformado su apariencia. Sin embargo, no me cupo duda al identificarla junto a su esposo, quien en ese momento ostentaba el rango de general. La elegancia y la dignidad con la que lo acompañaba eran inconfundibles, los años habían hecho lo suyo, pero la esencia se conservaba intacta.

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     En otro momento de mi vida profesional, viví una experiencia que hasta el día de hoy considero sobrenatural. Ocurrió en el contexto de mi trabajo, y solo al analizarlo con el paso del tiempo encontré cierta lógica en lo sucedido. En aquella época enfrentábamos una grave escasez de vehículos para el transporte de mercancías, lo que provocó un aumento desmesurado en los costos de los fletes. A pesar de ofrecer un incremento del cien por ciento en el pago, no logré conseguir transportes disponibles. Los conductores preferían rutas hacia ciudades como Bogotá o Medellín, donde podían garantizar un viaje de retorno, algo que no ofrecía Cúcuta debido a su limitado tráfico de carga.

     La mercancía que debía trasladar consistía en dos cargas de tubería de producción. Eran envíos manejables, ya que las tuberías no sobresalían del tráiler y podían asegurarse fácilmente con cadenas. Su peso tampoco era excesivo. Sin embargo, la situación era crítica. La empresa Occidental nos había dado un ultimátum, exigiendo la entrega inmediata de las tuberías para evitar el cese de operaciones en un proyecto clave.

     A las diez y treinta de la noche, el teléfono fijo del apartamento sonó, interrumpiendo la tranquilidad de la noche. Era una llamada inusual a esa hora, cargada de misterio. Al responder, escuché la voz de un hombre que se presentó como el señor Medrano. Con tono firme, me preguntó si aún estaba disponible para cargar viajes hacia Cúcuta. Quiso saber el peso de la carga, el costo del flete y si sería posible cargar de inmediato para salir tan pronto se completara el proceso.

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     Sorprendido por la oportunidad que parecía llegar en el último momento, ofrecí el flete habitual, pensando que podría negociar un aumento si era necesario. Para mi asombro, aceptó sin objeciones. Le detallé las características de la carga y acordamos encontrarnos en la entrada del puerto esa misma noche.

     Mientras gestionaba los trámites para el cargue, los vehículos llegaron puntualmente. La operación se realizó con una rapidez inusual; el equipo de carga parecía casi coordinado por fuerzas invisibles. Una vez finalizado el proceso y tras planillar todo correctamente, entregué a los conductores el anticipo correspondiente. A las tres de la mañana, ambas tracto mulas partieron hacia Cúcuta bajo la penumbra de la madrugada.

    Algo llamó mi atención durante todo el proceso: los conductores se limitaron a un mínimo de palabras. No mostraron interés en nada más que lo necesario para completar el trabajo. Era la primera vez que los veía, y, como supe después, sería también la última.

    Cuando amaneció, el teléfono volvió a sonar. Era Don Mario, su voz transmitía una mezcla de enojo y desesperación. Me informó que ese día era el último plazo para despachar la tubería, advirtiendo que el incumplimiento acarrearía una multa millonaria. Traté de calmarlo explicando que las tracto mulas ya estaban en camino desde la madrugada. Sin embargo, al intentar contactar a los conductores, me encontré con que ambos teléfonos estaban apagados.

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     El desconcierto creció. Revisé la documentación del despacho, solo para darme cuenta de que no había hecho copias de los papeles de los vehículos. Tampoco tenía referencias de los conductores ni información adicional que respaldara su legitimidad. En ese momento, una inquietante posibilidad comenzó a rondar mi mente: ¿había cometido un error catastrófico? Todo indicaba que podía haber caído en una trampa y que las cargas estaban en peligro de ser robadas.

     La presión era abrumadora. Don Mario exigía actualizaciones inmediatas y la certeza de que las tuberías llegarían a tiempo. Mientras tanto, los conductores seguían sin dar señales de vida. La incertidumbre y la culpa me golpeaban con fuerza, pero aún quedaba algo de esperanza. Me aferré a la fe de que, de alguna forma, todo se resolvería.

    La gran sorpresa, y muy grata por demás, llegó al mediodía, cuando recibí una llamada de la oficina de Cúcuta. Con una mezcla de asombro y alivio, me informaron que las dos tracto mulas acababan de llegar y que ya estaban procediendo al transbordo para continuar su trayecto hacia Arauca. La incredulidad se apoderó de todos los presentes cuando les dije que los vehículos habían salido apenas nueve horas antes desde Santa Marta. Un trayecto que, bajo condiciones normales, solía realizarse en aproximadamente 18 horas.

     El misterio no terminó ahí. Al igual que durante el cargue, los conductores mantuvieron el mismo comportamiento reservado. No cruzaron palabra alguna durante el transbordo, se limitaron a cumplir con la entrega de la planilla y, tras asegurar que todo estaba en orden, desaparecieron sin más.

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     El sábado 6 de julio de 1996, a las dos y media de la madrugada, me despertó un fuerte calambre en el pecho acompañado de una molestia estomacal que me hizo ponerme de pie de inmediato. Solicité a Maureen Luz que me trajera un Alka-Seltzer, pero no encontré alivio. El desespero era abrumador; no soportaba estar acostado, ni sentado, ni de pie. Al amanecer, descubrí que, al arrodillarme y recostarme en una esquina de la cama, experimentaba algo de alivio, aunque muy leve.

     Decidí quedarme en casa. Más tarde, cuando Maureen me trajo el almuerzo, no sentí apetito, lo que la alarmó profundamente. Casi obligándome, me hizo acudir al médico hacia las seis de la tarde. Tras realizar los exámenes iniciales y escuchar mis síntomas, el médico solicitó dos pastillas para colocar bajo la lengua y luego me aplicó una inyección directamente en el corazón. Sentí un alivio inmediato.

     El médico me explicó que había sufrido un infarto y que, afortunadamente, había permanecido en reposo durante el día. Según su diagnóstico, mi corazón había estado colapsado, trabajando a media marcha, lo que explicaba el desespero y la incomodidad extrema.

     Me ordenó una serie de análisis de sangre, los cuales realicé en los días siguientes. Al revisarlos, el diagnóstico fue preocupante. Uno de los indicadores estaba gravemente alterado, y esto llevó al médico a solicitar una ecografía de vientre. Cuando llevé los resultados, su explicación fue contundente: el infarto no era el principal problema, sino varios tumores de tamaño considerable alojados en el colon.

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     El médico me recomendó de inmediato someterme a una colostomía, asegurándome que, sin el procedimiento, mi tiempo de vida sería de aproximadamente seis meses. Sin embargo, rechacé tajantemente la propuesta. Afortunadamente, había ido solo a esa cita, lo que me permitió procesar la noticia a mi manera.

   Cuando llegué a casa, Maureen Luz me preguntó qué había sucedido. Le resté importancia al asunto, comentándole que no era nada grave y que, como siempre, la principal recomendación del médico era bajar de peso. Para ese entonces, pesaba 117 kilos y, a pesar de varios intentos previos, no había logrado adelgazar.

     En aquella madrugada, en medio de la incertidumbre y la angustia, clamé al Todo Poderoso en los siguientes términos:

    "Padre Universal, dueño de la vida, confío en Ti y hago Tu voluntad, no mi voluntad. Sabes bien lo que dijo el médico, y Tú sabes que no me someteré a nada que no provenga de Tu divina voluntad. Si me necesitas para algo en este plano, desde este momento es Tu problema. Tú sabrás cómo solucionarlo. Y si no me necesitas, a pesar de mi relativa juventud, estoy listo para emprender el regreso a casa, que tarde o temprano ocurrirá. Gracias, Padre, por haberme oído. Sé que me proteges y que siempre deseas lo mejor para mí."

    Esa noche, la angustia y el miedo se apoderaron de mi ser, pero a través de mi oración sentí un consuelo profundo, como si la certeza de ser escuchado me otorgara la paz necesaria para enfrentar lo que viniera. A pesar de la fragilidad de la condición humana, algo dentro de mí me decía que, aunque la situación era grave, no todo estaba perdido.

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