


MIS ÚLTIMOS 50 AÑOS 1971 – 2021 CARLOS CAMPOS COLEGIAL
En aquel entonces, le solía decir que no sabía si llegaría a viejo, y que, si llegaba a serlo, eso era un asunto que correspondía exclusivamente al Padre Eterno. Le preguntaba: "Si usted necesita que yo viaje a cualquier ciudad para realizar algún trámite, ¿cuál es lo primero que hace?" A lo que él me respondía: "Darme los pasajes y los viáticos." De la misma manera, le expliqué, funciona la relación con el Padre Eterno. "Yo estoy cumpliendo un encargo que Él me ha dado, y Él es quien me proporciona los viáticos y lo necesario mientras esté por su cuenta.
Cuando ya no me sea útil, Él me llevará de vuelta a casa, como nos sucederá a todos, sin excepción. Entonces, ¿por qué preocuparnos por eso?", le dije, de forma sencilla pero contundente
En esa ocasión, influenciado por su ego, alzó la voz y me dijo: "Uno sin dinero no es nadie. Con dinero, uno puede hacer lo que quiera. El dinero lo resuelve todo. Esa es la razón de nuestra existencia; hay que ahorrar para la vejez, llegue o no llegue." Ahora, con lágrimas en los ojos, me confesaba: "Recuerdo mucho lo que usted me decía, y sus teorías, especialmente cuando el médico me dijo, ante la gravedad de la salud de Agustina, que le ofreció un avión ambulancia y una carta abierta de diez mil millones de pesos del Banco Popular para llevarla donde fuera necesario, con tal de salvarle la vida. Pero el médico muy sereno le replicó, mire Mario, su dinero, en ese momento, no nos sirve para absolutamente nada. Lo único que se me ocurre sería ir a una iglesia, hablar con el Creador y negociar con Él. Es lo único que queda en situaciones como esta."
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Es difícil de aceptar, pero aún más duro es ver a un ser de semejante carácter, tan exitoso y poderoso, comprender y estar ahora de acuerdo con lo que discutíamos muchos años atrás. Después de todo lo vivido, y lo que ocurrió en aquel viaje al Llano, donde tuvimos que soportar el hambre mientras el bolsillo estaba lleno de dinero, recientemente me atreví a comentar que, en realidad, es más llevadero pasar necesidad cuando no se tiene, que cuando se tiene recursos y no se puede hacer nada para aliviar el sufrimiento. Es mucho más doloroso ver a un ser querido sufrir una enfermedad y no tener los medios para ayudarlo, que estar solvente y sentirte completamente impotente porque no hay solución.
Como solía decir mi abuelo Luis Felipe: "Es mejor poder y no tener, que tener y no poder."
Para el mes de febrero de 1995, Maureen Luz viajó a Bucaramanga para organizar y contratar el trasteo del menaje hacia Santa Marta. Durante ese fin de semana, una mañana, mientras me encontraba en un almacén de cadena observando algunos artículos, antes de dirigirme al restaurante para almorzar, una joven de aproximadamente veinte años se acercó a mí y, con una expresión algo tímida, me dijo: "Señor, qué pena con usted, he tenido muchas ganas de preparar un plato que me queda delicioso, pero no tengo dinero para comprar los ingredientes. ¿Sería posible que usted los comprara, prepararé el plato en mi casa, y mañana le llevaría a su oficina como muestra?"
Le respondí que estaba solo en casa, que vivía cerca y que no había ningún problema en que fuera a mi apartamento y lo preparara allí. Ella aceptó, aunque con algo de temor.
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Sin embargo, ese temor desapareció al llegar al apartamento y descubrir que vivía en un primer piso, con la entrada justo al lado de la celaduría. Para evitar cualquier posible malentendido o comentario, dejé la puerta abierta mientras ella preparaba la comida.
Había adquirido la costumbre de siempre tener una especie de altar con un velón encendido, las 24 horas del día. En esa ocasión, lo tenía instalado debajo del lavadero. Al pasar por allí, la niña lo notó y me comentó: "Tengo una tía ya mayor que trabaja con velones y cosas así, y tiene en su casa un altar gigantesco". Me preguntó si podía contarle sobre nuestro encuentro para ver si podría hablar conmigo al respecto.
Le respondí que no tenía ningún problema y que lo hiciera. Almorzamos, y debo decir que el plato le quedó verdaderamente delicioso. Después de eso, se despidió, quedando a la espera de lo que su tía dijera sobre nuestro próximo encuentro.
Muy temprano, aquel lunes, recibí una llamada de la muchacha, quien me informó que su tía estaba complacida con la idea y me suministró la dirección para que la visitara el próximo sábado antes de las tres de la tarde. Sin dudarlo, confirmé la cita. Maureen Luz regresó a mediados de semana, habiendo dejado todo listo respecto al trasteo. Este llegaría a más tardar en una semana, ya que la única forma viable de hacerlo fue a través de una tractomula de Trasteos Santamaría, consolidado con otros dos menajes. También le comenté lo sucedido con la muchacha y la cita con su tía para el sábado siguiente.
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Ese sábado se convirtió en otro día inolvidable para mí, pues algo sobrenatural ocurrió durante el encuentro. La casa de la tía estaba situada en el barrio Mamatoco, a la salida hacia la Guajira. Era una casona inmensa. La señora me recibió con una frase que, en ese momento, me resultó muy intrigante: "Bienvenido, hacía mucho tiempo que estaba esperando su visita, pero todo sucede en el momento que corresponde. Adelante, sígame".
Al ingresar a la casa, nos dirigimos hacia una especie de solar, y allí, a un lado, abrió una habitación. Dentro de ella, había un altar gigantesco, muy parecido a los que solemos ver en nuestras iglesias católicas. Me pidió que me despojara de toda la ropa y me sentara en una silla de mimbre que estaba en el centro del salón, cerca de un desagüe o sifón.
También cerrara los ojos y tratara de entrar en meditación, mientras ella, utilizando lo que parecían ser unas ramas, me rociaba un líquido de olor exquisito por todo el cuerpo. Después de un rato, me pidió que abriera los ojos, y lo que vi fue verdaderamente sorprendente y único en mi vida. Desde las plantas de mis pies brotaba un líquido rojo, muy parecido a la sangre, y varios hilos de ese líquido se dirigían hasta desaparecer en el desagüe de aquel lugar. Me pidió que no me preocupara por lo que veía, ni tampoco por los puntos negros que aparecían debajo de mis pies, asegurándome que desaparecerían en unos cuantos días. Al observar mis pies, noté que estaban plagados de puntos negros, del tamaño de un grano de pimienta. Ella me indicó que debía esperar a que me secara naturalmente.
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Cuando me sentí completamente seco, me vestí. Luego, compartimos un espumoso chocolate acompañado de almojábanas, charlamos un rato y, finalmente, salí hacia mi casa, sintiéndome muy relajado y liviano.
Al llegar a casa, Maureen Luz notó que me veía diferente, más blanco y despejado. Le comenté lo sucedido y, de inmediato, me recosté, muerto de cansancio, quedándome profundamente dormido hasta el día siguiente. Al despertar, revisé las plantas de mis pies, donde permanecían 33 puntos negros en cada pie. Con el paso de los días, esos puntos se fueron desvaneciendo poco a poco.
Desde aquel día, me sentí completamente diferente: más ágil, liviano y con una calma mental absoluta. Una sensación de paz total invadió mi ser, como nunca antes la había experimentado.
Continué con mi trabajo cotidiano, y un buen día caí en cuenta de que se estaba cumpliendo a cabalidad lo que había programado en mi mente subconsciente hacía ya veinticuatro años. No tenía jefes en el lugar, no debía cumplir horarios, me pagaban muy bien y lo que hacía me encantaba. En los puertos, uno solicita el servicio de cargue a la hora que desee. Por lo general, lo hacía en las horas de la noche, para evitar el sol del día, que por épocas se vuelve sofocante. Poco a poco, los dueños y conductores de tractomulas y camiones me fueron conociendo, y siempre que había despachos, encontraba fácilmente quién llevaría la mercancía a su destino: Villa del Rosario, para transbordar con destino Arauca, vía Venezuela.
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A Occidental les llegaban mercancías a los puertos de Santa Marta y Cartagena principalmente. Durante el tiempo que llevaba en Santa Marta, aplacé una y otra vez el entrar en la era del celular, pues veía que la señal era muy deficiente. Hasta que un día, salí para Cartagena a despachar una mercancía de Baker, pero Occidental necesitaba urgente una herramienta para despacharla vía aérea, y no habían podido establecer contacto conmigo. Fue hasta la tarde cuando llamé a Maureen Luz, y ella, presa de pánico, me pidió que llamara al ingeniero Páez, quien necesitaba un despacho súper urgente desde Cartagena.
Le llamé, y él estaba iracundo. Cuando empezó con la cantaleta por haber hecho caso omiso a la adquisición de un celular, le interrumpí diciendo: "Ingeniero, deje el regaño para después, que estamos perdiendo tiempo. Dígame qué necesita y de inmediato procederé".
Salí de inmediato hacia Almagrario, abrí la caja señalada, saqué la herramienta solicitada y tomé un taxi al aeropuerto para despacharla de aeropuerto a aeropuerto. Cuando tuve el número de la guía, llamé nuevamente al ingeniero para informarle que a las siete de la noche podía reclamar el envío en El Dorado. De inmediato, salí para Celcaribe y adquirí mi primer celular. Lo estrené llamando a Don Mario, quien, con tremenda vaciada, me dijo hasta de qué me iba a morir.
A mediados de año hubo un momento de mucho trabajo. Para ello, la empresa dispuso enviarme un ayudante, lo cual rechacé. Por fortuna, todo salió bien. Debía despachar desde Santa Marta la carga habitual de Occidental, en Barranquilla una tubería para Neiva y, desde Cartagena, cajas con material y herramientas de Baker Hughes para Neiva también.
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Dejaba todo listo para que Maureen Luz, con la ayuda de un amigo que hacía el ingreso de los carros al puerto, despachara lo que salía en su momento.
Yo salía de madrugada para Barranquilla, donde un funcionario de una agencia de aduana me cubría, mientras continuaba mi camino hacia Cartagena para cargar las mercancías de Baker. Durante el día, recibía llamadas de conductores que venían en camino y solicitaban un viaje. Los enrutaba hacia donde los necesitaba el día siguiente.
En la noche regresaba a Barranquilla y en el Hotel Universo, donde se hospedaban los conductores. Hacia la medianoche, planillaba y despachaba los camiones que mi amigo había cargado durante el día.
Luego, continuaba el viaje en los buses que salían hacia Maicao, los cuales partían a la una de la mañana, viajando con los contrabandistas. Llegaba a casa cerca de las tres de la mañana, dejaba la papelería utilizada, cargaba el maletín con papelería en blanco y el dinero que utilizaría al día siguiente. Maureen Luz retiraba el dinero y lo organizaba en sobres de manila. A las cinco de la mañana, comenzaba nuevamente la jornada. Este ritmo duró aproximadamente un mes, me dejó excelentes dividendos y, lo más importante, me permitió poner a prueba mis capacidades.
En una oportunidad, vi en un almacén de cadena unos zapatos en super promoción si compraba tres pares, así que los adquirí y los guardé en casa. Lo insólito ocurrió con cada uno de ellos. Un día, salí muy temprano, rumbo a Barranquilla en una tractomula que había contratado para cargar en esa ciudad.
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Cuando llegamos al puerto, se acercó un indigente y me pidió algo de dinero para comprar unas chanclas, pues había quedado sin zapatos y estaba descalzo. Algo me había impulsado a llevar un par de esos zapatos, así que, ante la solicitud del hombre, abrí la maleta y le dije: "Estos zapatos están totalmente nuevos, son suyos, si le quedan bien, ni grandes ni chicos". El conductor intervino y se ofreció a proporcionarle las medias, lo cual hizo, porque los zapatos le quedaron a la medida.
En otra ocasión, tuve que desplazarme a Barranquilla para encontrarme con un americano de apellido Baker. Él era el encargado de entregarme una draga que debía ser transportada a Cartagena para posteriormente embarcarla rumbo a Centroamérica. Sin embargo, el tiempo no fue suficiente para completar el cargue, por lo que tuve que pernoctar en Barranquilla.
Mientras nos dirigíamos al hotel,
Baker, con su español limitado, pero claro, me dijo:
—Yo querer ir a sitio donde hay muchas señoritas...
De inmediato detuve el vehículo y pregunté al primer taxista que pasó por el lugar. El conductor, sin dudarlo, me recomendó un sitio en el centro, ubicado en la calle 39 con carrera 39, asegurándome que allí encontraríamos "el mejor surtido de la ciudad". Nos dirigimos al lugar, dejando el carro en un parqueadero cercano.
Al llegar, nos encontramos con un estrecho corredor que conducía al interior del establecimiento. Al final del pasillo, dos guardias de seguridad nos interceptaron. Antes de dejarnos pasar, nos requisaron minuciosamente.
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Una vez superado este punto, una puerta de vidrio se abrió a nuestra derecha, revelando un inmenso salón dividido en varios ambientes.
El lugar estaba lleno de vida y actividad. Más de cien mujeres, de todas las edades y tipos físicos, se encontraban allí, dedicadas a lo que comúnmente se llama "el oficio más antiguo del mundo". Había para todos los gustos: mujeres muy jóvenes, otras mayores, morenas, negras, blancas, rubias, altas, bajitas, delgadas, robustas… el lugar era un catálogo humano en vivo. Además, el sitio era muy popular en la ciudad por sus precios increíblemente económicos: estar con una chica costaba diez mil pesos, la habitación cinco mil y la cerveza apenas mil.
Las habitaciones estaban ubicadas en el piso superior. Desde mi lugar, observé cómo varios hombres hacían fila frente a la escalera, esperando su turno. Yo, sin embargo, tenía otros planes. Decidí invitar a una dama cualquiera a tomar una cerveza conmigo, pero dejándole en claro desde el principio que mi intención era únicamente conversar.
La noche transcurrió con tranquilidad mientras intercambiábamos algunas palabras. Aunque el ambiente era bullicioso, me resultaba interesante observar la dinámica de aquel lugar, que parecía ser un reflejo peculiar de la vida nocturna en Barranquilla.
Mientras Baker negociaba con otra dama en una mesa cercana, mis ojos lo siguieron un momento. Poco después, lo vi subir por las escaleras acompañado de una joven mujer de formas exuberantes. Mientras tanto, mi interlocutora y yo continuábamos conversando.
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Con una mezcla de naturalidad y desparpajo, ella me comentó sobre la dinámica del lugar.
—¿Ves esa fila junto a la escalera? —me dijo señalando a los hombres que esperaban con paciencia—. Están esperando a una joven delgada que tiene mucha fama aquí. Dicen que es excelente en las faenas amorosas.
Me explicó que aquella muchacha tenía tanto éxito que podía atender a más de 25 clientes en un solo día, una cifra que me dejó atónito.
—Hay otras que solo vienen a hacer lo del gasto diario, pero ella... le va muy bien —agregó, mientras tomaba un sorbo de su cerveza.
Según me contó, el lugar abría sus puertas al mediodía y permanecía activo hasta las diez de la noche. Durante ese tiempo, una alta población flotante pasaba por allí.
Lo más sorprendente de su relato fue descubrir que no solo eran trabajadoras habituales las que asistían al lugar. Muchas amas de casa de escasos recursos acudían temprano, "hacían lo del diario" y luego abandonaban el sitio. Incluso, según mi interlocutora, había casos de empleadas que, durante su hora de almuerzo, pasaban por allí para tener uno o dos encuentros y luego volvían a sus labores como si nada hubiera ocurrido.
Quedé impresionado por todo lo que me relataba aquel personaje. Sus palabras pintaban una realidad que, aunque conocida por muchos, yo apenas comenzaba a entender en su complejidad. Cada historia parecía ser un pequeño fragmento de las múltiples vidas que convergían en aquel lugar.
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