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MIS ÚLTIMOS 50 AÑOS      1971 – 2021     CARLOS CAMPOS COLEGIAL

     Poco después, la vista se expandió para abarcar ciudades vecinas, y más allá, se mostró la curvatura de la tierra. El sol comenzaba a elevarse en el horizonte, iluminando el paisaje, y después de un repentino y fuerte acelerón, llegamos a un palacio.

    Este palacio, imponente en su construcción, tenía paredes y puertas de un dorado brillante combinado con un azul profundo. Durante todo el recorrido, solo era consciente de mi rostro y mis brazos, ya que el resto de mi cuerpo parecía desvanecerse en la experiencia. Al llegar, un centinela custodiaba la entrada. Nos permitió seguir adelante sin objeción, y recorrimos el lugar a paso firme, manteniendo una línea recta.

    Lo que vi a continuación era un espacio grandioso, similar a un teatro de proporciones monumentales, como el Teatro Colón de Bogotá o el Heredia de Cartagena. El recinto tenía balcones que se elevaban en varios niveles y una platea que se extendía a lo largo de todo el espacio, llena de seres que observaban nuestro paso con una atención que, aunque enigmática, resultaba tranquilizadora. La atmósfera en ese lugar era tan imponente como sobrecogedora, y el silencio que reinaba añadía un aire de solemnidad a la situación.

    Este tipo de experiencias trascendieron cualquier expectativa o comprensión previa que tuviera sobre el mundo espiritual. Fue una vivencia que desafió los límites de la realidad, un paseo que me permitió observar la vida desde una perspectiva que no muchos pueden imaginar. Sin lugar a dudas, aquel encuentro me dejó una sensación profunda de que existen dimensiones de la existencia que van más allá de lo que percibimos normalmente, y que nuestra vida cotidiana es solo una pequeña parte de algo mucho más grande y complejo.

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     Al salir de allí, nuevamente lo hicimos por la misma puerta por la que habíamos entrado, donde el mismo centinela nos permitió el paso. Lo que me resultó completamente inexplicable es que no cruzamos ni dimos la vuelta, todo sucedió en línea recta y durante un trayecto prolongado. Este palacio, imponente en su construcción, tenía paredes y puertas de un dorado brillante combinado con un azul profundo. Durante todo el recorrido, solo era consciente de mi rostro y mis brazos, ya que el resto de mi cuerpo parecía desvanecerse en la experiencia. Al llegar, un centinela custodiaba la entrada. Nos permitió seguir adelante sin objeción, y recorrimos el lugar a paso firme, manteniendo una línea recta.

     Lo que vi a continuación era un espacio grandioso, similar a un teatro de proporciones monumentales, como el Teatro Colón de Bogotá o el Heredia de Cartagena. El recinto tenía balcones que se elevaban en varios niveles y una platea que se extendía a lo largo de todo el espacio, llena de seres que observaban nuestro paso con una atención que, aunque enigmática, resultaba tranquilizadora. La atmósfera en ese lugar era tan imponente como sobrecogedora, y el silencio que reinaba añadía un aire de solemnidad a la situación.

     Este tipo de experiencias trascendieron cualquier expectativa o comprensión previa que tuviera sobre el mundo espiritual. Fue una vivencia que desafió los límites de la realidad, un paseo que me permitió observar la vida desde una perspectiva que no muchos pueden imaginar. 

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     Sin lugar a dudas, aquel encuentro me dejó una sensación profunda de que existen dimensiones de la existencia que van más allá de lo que percibimos normalmente, y que nuestra vida cotidiana es solo una pequeña parte de algo mucho más grande y complejo.

     Al salir de allí, nuevamente lo hicimos por la misma puerta por la que habíamos entrado, donde el mismo centinela nos permitió el paso. Lo que me resultó completamente inexplicable es que no cruzamos ni dimos la vuelta, todo sucedió en línea recta y durante un trayecto prolongado.

    Salimos de ese espacio y comenzamos a retornar de la misma forma, a la inversa, hasta que quedamos suspendidos, tal como al principio, flotando sobre la reunión. Me pidió que cerrara los ojos una vez más, y cuando los abrí, me di cuenta de que me estaba soltando de los brazos del médium.

     Sorprendido por la demora del trayecto, le comenté a una amiga que me había acompañado: "Hoy sí nos va a coger la tarde en la calle." Ella, con total calma, me respondió: "No, lo mismo, apenas son las diez de la noche." Me quedé perplejo, ya que, según mi percepción, el recorrido había durado al menos dos horas o más. Este pequeño detalle me hizo cuestionar muchas cosas sobre el tiempo y la percepción, ya que, en ese momento, el concepto de la realidad se distorsionó por completo. Todo había transcurrido en lo que para mí parecía un largo lapso, pero en la realidad solo habían pasado unos pocos minutos.

     En una reunión posterior, este mismo ser que había tomado contacto conmigo se incorporó nuevamente, esta vez invitándome a ser parte de su equipo como banco.

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    El rol del banco, según me explicó, requería una preparación especial. Al aceptar la invitación, me informó detalladamente sobre los requisitos de dicha preparación. Debía mantener un ayuno riguroso de productos de origen animal, lo que incluía leche y huevos. Además, se me exigió una estricta disciplina de meditaciones profundas diarias y abstinencia sexual, todo durante un período de cuarenta días. Mi alimentación debía consistir únicamente en granos, verduras y frutas.

    Durante este tiempo, se presentaron varias tentaciones, principalmente en forma de mujeres que intentaban seducirme para tener una aventura, pero siempre las rechacé, ya que el ser me había advertido de que esto sucedería y me pidió que mantuviera compostura para asegurar que el proceso llegara a buen término. Esta advertencia me hizo ser aún más consciente de mis decisiones y acciones, comprendiendo que, en ese contexto, cada paso debía ser tomado con extrema cautela para alcanzar el objetivo final, el cual aún no comprendía completamente, pero que confiaba en que me llevaría a una mayor comprensión espiritual.

     Estos meses de disciplina y sacrificio fueron intensos, no solo físicamente, sino también emocional y mentalmente. Cada día se convirtió en una lucha interna para mantenerme firme y alineado con las enseñanzas que recibía, mientras trataba de comprender la verdadera naturaleza de lo que estaba viviendo. No obstante, con el tiempo, comencé a experimentar cambios profundos, no solo en mi manera de percibir el mundo, sino también en mi relación con mi propio ser, como si todo lo que había aprendido hasta ese momento se estuviera preparando para cobrar sentido.

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     Justo el viernes santo, cuando había terminado el ayuno, salí con Maureen Luz y su hermana, quien había llegado desde Barranquilla para pasar la Semana Santa en Bucaramanga. Decidimos ir al centro, pero de repente empecé a sentir un malestar muy incómodo, que comenzó en la mitad de mis piernas y se extendió hasta cerca de las axilas.

     El dolor y la incomodidad fueron tan intensos que decidí regresar al apartamento de inmediato. Me despojé de la ropa y, para mi sorpresa, descubrí que una ampolla enorme cubría toda esa zona y estaba llena de líquido. Asustado, me comuniqué de inmediato con el médium, quien, muerto de risa por mi preocupación, me respondió con tranquilidad: "No se preocupe, Carlos, eso es muy normal. Simplemente coja un bisturí de cirugía, haga un corte en la parte baja, de unos centímetros, y cuando drene todo ese líquido, pegue la piel al músculo. Eso se va secando y con el tiempo desaparecerá." Siguiendo sus indicaciones, lo hice. Tuve la precaución de recoger el líquido, y casi llené un galón, aunque faltó muy poco para completarlo.

    Lo mejor vino después. Seguí asistiendo muy entusiasmado a las reuniones todos los sábados, sin faltar a ninguna, y cuando ya se estaba preparando mi iniciación oficial para declararme como banco de energía, ocurrió algo sorprendente. Bajó un espíritu que se presentó como un anciano, que tampoco aceptó el aguardiente, y me llevó aparte para decirme lo siguiente: con una voz sorprendentemente similar a la del Papa Juan Pablo II al final de su pontificado, me dijo: "Hermano, no se preocupe ni se vaya a molestar por lo que vengo a manifestarle.

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     Es la primera vez que bajo a este planeta, y mi propósito es informarle que, en los próximos meses, un muy buen amigo suyo le va a proponer un trabajo en la costa, en donde realizará lo que siempre ha soñado desde que era niño. Vivirá en un excelente apartamento, a pocos metros del mar, y se despertará y dormirá arrullado por el oleaje que besa la playa. Y esto no será por poco tiempo, será por un periodo considerable. Por lo tanto, queda suspendida la iniciación como banco hasta nueva orden." Después de esas palabras, me abrazó, se despidió y se fue.

     Ese encuentro me dejó completamente asombrado. Las palabras del anciano resonaron profundamente en mí, y todo lo que había experimentado hasta ese momento en mi camino espiritual comenzó a tener un giro aún más inesperado. Algo dentro de mí sabía que debía prepararme para lo que estaba por venir, aunque aún no comprendía completamente el impacto de lo que estaba sucediendo en mi vida. El futuro parecía llenarse de promesas, y la sensación de incertidumbre comenzó a desaparecer, dando paso a una sensación de expectativa y fe en lo que el destino me tenía reservado.

    No lograba comprender todo lo que estaba sucediendo. Llegué a casa y le conté a Maureen Luz lo que había sucedido, y ella, igualmente sorprendida, también pensaba que la profecía parecía ilógica, ya que ambos habíamos planificado quedarnos en Bucaramanga. Aun así, habíamos olvidado que para Dios todo es posible, o mejor dicho, para Dios nada es imposible. Esa realidad comenzó a calar en mí, aunque no entendiera del todo lo que se estaba desarrollando.

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     En agosto de ese mismo año, a través de mi hermano José Eduardo, conocimos a la familia Medina Carvajal. Establecimos un acercamiento con ellos después del fallecimiento de su hermano mayor, Rafael. Durante un tiempo, estuvimos cerca de su pareja y de sus dos hijos pequeños. Eduardo trabajaba junto con Martín, el hermano de Rafael, en la fabricación de helados, los cuales distribuían en los colegios de un sector de la ciudad.

    También se promocionó un lote grande de papas fritas que había llegado de Medellín, pero que no habían logrado vender debido a la tragedia que había tocado a la familia. Todo transcurría en total normalidad y calma, hasta que, de repente, la fábrica de helados cerró. Eduardo viajó a Medellín y allí se estableció definitivamente. Comenzó a trabajar en varias empresas hasta que decidió independizarse y adquirió una licorera en Sabaneta, donde vive hasta el día de hoy.

     En octubre, como era habitual en nosotros, salimos temprano hacia Bogotá. Cuando llegamos a la altura de Moniquirá, vi una tractomula de la empresa en la ruta. Decidí adelantarla, y al ver quién era el conductor, me di cuenta de que era alguien conocido. Le hice señas y paré para hablar con él. Me comentó que Doña Agustina, la esposa de Don Mario, había fallecido algunas semanas atrás. Continuamos el camino y al día siguiente, llamé a Don Mario para saludarlo y expresarle mis condolencias.

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     Me agradeció y me comentó que justo el día del fallecimiento de Doña Agustina, Occidental de Colombia le había adjudicado el contrato global de transporte de materiales por dos años, por lo que necesitaba que le ayudara administrando una de sus tres oficinas: Arauca, Cúcuta o Santa Marta. Me pidió que, a la mayor brevedad posible, le informara a cuál de ellas quería ir. Después de analizar con Maureen Luz la situación, decidimos que Cúcuta sería la opción más adecuada, pues podríamos mantener el apartamento y viajar constantemente.

    Cuando llamé, me informó que acababa de adjudicar la oficina de Cúcuta, pero me había reservado la de Santa Marta. Me indicó que debíamos viajar a más tardar en dos semanas, ya que tenía a un ingeniero allí que necesitaba ser reubicado en otro cargo. Acepté la propuesta con la condición de que, si no nos acomodábamos, regresaríamos y no habría problema. Él estuvo de acuerdo y me comprometí a viajar el miércoles 16 de noviembre.

    Partimos a las cinco de la mañana, con el carro completamente cargado con todo lo necesario para nuestra estadía en Santa Marta. A las siete de la noche, llegamos a la dirección del hotel, que además albergaba la oficina de la empresa en la planta baja. Nos alojamos allí y, al día siguiente, hice el empalme con el ingeniero, quien me presentó en las distintas oficinas donde se tramitaban los documentos de las importaciones de Occidental, con destino a Arauca. Alpopular era la agencia de aduanas, Cooserpo el operador portuario, y en el puerto se almacenaban las bodegas con la tubería y la mercancía suelta (cajas). Como en todo comienzo en un nuevo cargo, fue algo complicado adaptarme a las nuevas responsabilidades y situaciones que debía enfrentar, muchas de las cuales eran inéditas para mí.

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     Después de dos días, el ingeniero viajó a Bogotá y me quedé al cien por ciento a cargo de la oficina de Santa Marta. Meses después, tuve que despachar una mercancía desde Barranquilla y Cartagena. Los reglamentos en estos tres puertos, aunque todos se encuentran en Colombia, son totalmente diferentes. Por ejemplo, mientras en Santa Marta el puerto está en servicio las 24 horas del día, los 7 días de la semana, en Barranquilla y Cartagena, para trabajar durante la noche, en días dominicales o festivos, es necesario solicitar permiso con anticipación para el ingreso.

     Además, el procedimiento para el retiro de mercancías es completamente distinto, lo que hacía que, al gestionar en estos puertos, pareciera que estuviera operando en tres países diferentes.

     Durante los primeros dos meses, Maureen Luz no pudo adaptarse a la comida local y, en varias ocasiones, pensó en regresar a Bucaramanga y solo venir de manera periódica. Sin embargo, en un momento dado, su adaptación se dio de forma natural y todo volvió a la normalidad.

   Conseguir un apartamento también fue una experiencia que roza lo sobrenatural. En la costa, encontrar apartamentos para arrendar por meses en buenos lugares es casi imposible, y mucho menos aquellos que cuenten con línea telefónica. Después de haber hecho varias solicitudes a las agencias inmobiliarias de la ciudad, una tarde, al llegar a la oficina, se me ocurrió buscar en el directorio alguna agencia de bajo perfil, de esas que recién comienzan en el negocio. Inmediatamente, la señora de esa agencia me invitó a recogerla para mostrarme uno muy cerca de allí.

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     Era prácticamente nuevo, había sido utilizado solo seis meses y el precio de arrendamiento estaba dentro de lo que habíamos presupuestado.

     De inmediato, me comuniqué con la empresa, envié la solicitud, la cual fue aprobada, y al día siguiente ya estaba firmando el contrato de arrendamiento por un año. La gran sorpresa llegó cuando me entregaron las llaves del apartamento, acompañadas de un aparato telefónico, ya nos habíamos resignado a no tener teléfono en el apartamento.

      El apartamento estaba ubicado en el edificio Santa Cruz de la Bahía, justo al lado del restaurante El Gran Manuel, a solo unos metros de la playa. Conseguimos algunas camas y nos trasladamos del hotel al nuevo sitio. En la noche, sentíamos el sonido del oleaje del mar golpeando la playa, y de inmediato vino a mi memoria aquella profecía del anciano durante la última sesión de espiritismo a la que asistí. Las madrugadas, con el mar encontrando la playa, eran un sonido inconfundible que jamás olvidaré.

    Don Mario nos visitó por unos días, asegurándose de que seguiríamos al frente de la oficina. En una de esas salidas, mientras tomábamos un jugo con algo más, me compartió lo que había estado rondando en su cabeza desde aquel sábado 24 de septiembre de 1994, cuando falleció su señora, Doña Agustina. Comenzó diciéndome cuánta razón tenía cuando, en alguna ocasión, hablábamos sobre la importancia de guardar dinero para la vejez y lo fundamental que es tener recursos, pues sin dinero, uno no valía nada; que el dinero era lo que realmente importaba en la vida.

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