MIS ÚLTIMOS 50 AÑOS 1971 – 2021 CARLOS CAMPOS COLEGIAL
La razón era acompañar a su hermana, que había quedado sola después del fallecimiento de su esposo. Dado que la casa de la tía era enorme, Maureen Luz propuso a su madre que, en lugar de seguir viviendo sola, yo entregara el apartamento en el que residía y me mudara a vivir con ellas.
Es importante señalar que, desde que Maureen Luz dejó de trabajar, nuestras visitas y encuentros con La Chinita se redujeron considerablemente. Aunque no terminamos nuestra relación, fue un proceso difícil, pero logramos superarlo. Siempre buscábamos cualquier oportunidad para vernos y aprovechábamos al máximo los pocos momentos que teníamos disponibles.
El sábado 13 de febrero de 1993, nació en Ibagué Miguel Orlando Mahecha Campos, el único hijo de mi hermana Carmen Ignacia. Ese mismo día, tomamos la decisión de mudarnos a Bucaramanga. Encontramos un cómodo y amplio apartamento en el Barrio Cabecera del Llano, diagonal al Colegio de la Presentación. Este lugar sería, o al menos así lo pensábamos, nuestra residencia definitiva por el resto de nuestras vidas. Como parte de ese cambio, Dolly Cecilia, la madre de mi única hija, comenzó a gestionar su traslado desde Puerto Wilches a Bucaramanga o sus alrededores. El proceso se concretó un año después.
En ese momento, comprendí que, en la vida, muchas veces no se trata de lo que nosotros queremos, sino de lo que nos toca. Este tipo de situaciones nos recuerda lo impredecible de la existencia y cómo nuestras decisiones, por más planificadas que sean, pueden verse alteradas por factores fuera de nuestro control.
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Con el tiempo, llegué a aprender que la adaptación es clave para avanzar en la vida, y que los cambios, aunque incómodos o no deseados en su inicio, pueden traer consigo nuevas oportunidades y aprendizajes que enriquecen nuestro camino.
Estoy totalmente convencido de que venimos a este mundo con un esquema preestablecido, que, si bien permite modificar ciertos aspectos dentro de él, no nos permite desviarnos completamente de ese camino trazado. Para ilustrar esta idea, hagamos una analogía con el metro de Medellín. Este sistema de transporte se desplaza desde la estación Niquía, al norte, hasta la estación La Estrella, al sur del Valle de Aburrá, y jamás el metro te llevará a un lugar distinto de las 21 estaciones que existen entre esos dos puntos. Este recorrido es inmutable, no puede modificarse. Sin embargo, lo que sí está en mis manos es cómo decido viajar dentro de ese trayecto. Puedo elegir dormir, escuchar música, conversar con el vecino o, en fin, explorar casi infinitas posibilidades mientras me encuentro en el viaje. Así sucede en el metro de nuestra vida: aunque el recorrido esté predefinido, cómo lo vivimos depende de nuestras decisiones. Este es el mismo principio que descubrí en la regresión: lo preestablecido es imposible de cambiar, y debemos aprender a navegar dentro de los límites de ese diseño.
A menudo viajábamos a Bogotá para informarnos personalmente sobre el avance de la demanda que Maureen Luz había interpuesto contra la Caja Agraria. La demanda, que involucraba a más de 4.000 empleados, se estaba procesando con mucha lentitud debido a varios factores.
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Uno de los principales problemas era que si todas las demandas se procesaban al mismo tiempo, el proceso causaría un detrimento económico significativo para el país. Por esta razón, solo se permitía procesar un máximo de 10 demandas a la semana.
Además, cada vez que cambiaban de juez y el nuevo dictaminaba que la demanda no procedía, era necesario esperar a que el juez fuera cambiado nuevamente o a que se hiciera un nuevo reparto de casos. Esta situación de lentitud se extendió por más de diez años hasta que, finalmente, el fallo salió a favor de Maureen Luz, tal como se había esperado.
Desafortunadamente, las predicciones del obispo gnóstico comenzaron a cumplirse, y la génesis de esta situación se dio de la siguiente manera: por aquel tiempo, se estaban realizando cambios en las placas de los vehículos. El carro de La Chinita estaba matriculado en Bogotá, por lo que era necesario hacer el trámite y enviar las placas viejas para el cambio. Debido a esto, no nos habíamos encontrado durante las últimas dos semanas, ya que ella, sin falta, viajaba cada ocho días a Bucaramanga a "desatrasar el cuaderno", como solíamos llamar a sus visitas.
Aquel martes 31 de agosto de 1993, hablamos como todos los días lo hacíamos. En medio de la conversación, ella me comentó que para el fin de semana llegaría las nuevas placas y que, en cuanto las recibiera, viajaría inmediatamente. No sé cómo sucedió, pero le respondí: "Si no vienes mañana en la mañana para pasar el día juntos, esto se acaba". Ella simplemente me contestó: "Pues se acabó, porque mañana no voy a viajar", y colgó.
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Jamás me volvió a contestar el teléfono, y nunca más nos volvimos a ver. Añado a esto que, en ningún momento, fui una "cucaracha" (es decir, insistente tras ser rechazado). Desde ese instante, mi vida dio un giro de 180 grados, hasta el punto de que Maureen Luz me preguntó qué me estaba pasando. Le comenté lo sucedido, y me acompañó a realizar el duelo, que fue bastante difícil. Pensé que no sería capaz de superar esa pérdida. Recordé que Dios no nos da una carga que no seamos capaces de llevar, y eso me alivió. Aprendí que es necesario confiar en Él, porque cuando atravieso momentos difíciles, pienso en ello, y siempre todo se soluciona.
El abuelo Luis Felipe me enseñó que los problemas se resuelven de tres maneras: 1) Los resuelve Dios; 2) Los resuelve el tiempo, y 3) Se resuelven por sí solos. Así que, al final, poco podemos hacer al respecto.
Conversaba con Maureen Luz acerca de la conclusión del obispo tras la regresión, en la que nos dijo que nos quedarían 20 años juntos. Ella me aseguraba que no sabía si serían veinte, pero lo que sí tenía claro era que nunca me dejaría y que solo la muerte podría separarnos. Sin embargo, con, la chinita, solo faltaron 16 días para que se cumplieran los cinco años pronosticados. A medida que pasaban los días, veía esos veinte años como algo lejano, como un horizonte distante, pues a esa edad, la vida parece transcurrir más lentamente. Hasta ese momento, la pérdida más difícil de superar había sido la de ella. Gracias a Dios, a pesar de lo agreste de la situación, logré superar esa pérdida con el paso del tiempo.
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Durante ese periodo, solía salir a caminar sin rumbo fijo por las calles de Bucaramanga. Mientras caminaba, lloraba amargamente, sintiendo una profunda impotencia por no poder hacer nada para solucionar lo que parecía imposible de resolver. Las palabras del Padre Luna Gómez volvieron a cobrar fuerza en mi mente: "Ante lo inevitable, no hay que hacer nada, solo pasar la página y seguir adelante".
Fue entonces cuando recibí una llamada anónima de alguien que me invitó a encontrarnos en un centro comercial. Allí me entregó un anillo de piedra transparente, con una impresión a cada lado: una estrella de seis puntas y otra de cinco. Según esta persona, el anillo me lo enviaba un señor de Bogotá, a quien había visitado seis años atrás. Decidí asistir al encuentro, que fue breve, pero lleno de significado. Inmediatamente me coloqué el anillo, reemplazando la argolla que siempre había tenido. Encajó perfectamente, como si estuviera hecho a medida. Fue otro gesto sobrenatural en mi vida, y desde entonces, el anillo me ha acompañado en cada paso que doy.
El año 1994 trajo consigo varias situaciones nuevas en mi vida. Iniciamos el año con un encuentro casual que resultó ser bastante significativo. En un paradero de bus, conocí a una señora visiblemente preocupada. Su hijo adolescente, según ella, había sido víctima de una brujería, y conocía a un espiritista que se había comprometido a ayudarlo. El único inconveniente era que este espiritista tenía su consultorio en una finca dentro de la ciudad, y para poder llegar allí, necesitaba que el hijo fuera llevado desde una casa de reposo en la que se encontraba recluido.
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Ella me pidió colaboración para hacerme pasar por el padre del joven y lograr que lo sacáramos de allí. Acepté ayudarla, y nos dirigimos al lugar. Hablamos con el psiquiatra, quien diagnosticaba al joven con esquizofrenia. Según el doctor, mientras el muchacho no aceptara que estaba enfermo, no se le podía dar el alta. Sin embargo, él no lo aceptaba y solo repetía que oía voces, algo que lo desesperaba por completo. Ante esa situación, nos propusimos sacar al joven renunciando a los servicios de Caprecom. Firmamos los documentos necesarios y acordamos asistir con él a una sesión de espiritismo el siguiente sábado en la noche. Aunque al principio no sabía qué esperar, el tema desconocido para mí, me intrigó, y decidí acompañarlos a este ritual.
El único requisito para participar era aportar una botella de aguardiente y tres velas blancas. Llegamos puntualmente a las nueve de la noche y nos encontramos con un grupo de aproximadamente quince personas adultas. De inmediato, apareció el médium, un hombre de unos cuarenta años, de estatura promedio, vestido con una pantaloneta blanca muy corta. Llevaba tres cintas rojas que le rodeaban la cabeza, el brazo derecho y la pierna izquierda a la altura del muslo. Tras él, una señora de baja estatura, muy delgada, con una cinta roja alrededor de la cabeza, que oficiaba como "banco de energía". Su tarea era dar la bienvenida a los espíritus que esa noche nos visitarían y, al mismo tiempo, proteger al médium de cualquier contratiempo.
Todo esto era completamente nuevo para mí, y, a pesar de la incredulidad, sentí una extraña mezcla de curiosidad y respeto hacia el ritual que estaba a punto de comenzar.
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El altar estaba dispuesto al pie de un árbol gigante, donde descansaba un Cristo de tamaño medio, acompañado de tres velas blancas dispuestas en triángulo. Estas velas se consumían rápidamente a medida que los espíritus comenzaban a descender.
También había más de diez medias de aguardiente y una totuma de tamaño regular. El médium nos pidió que lo rodeáramos a cierta distancia y que lo acompañáramos con una oración cualquiera, la que cada uno supiera. Luego, extendió sus brazos hacia el cielo y, al hacerlo, dirigió su mirada hacia arriba, comenzando a gesticular de manera extraña. Los huesos de su cuerpo crujían, y su apariencia física comenzó a cambiar, transformándose poco a poco hasta estabilizarse completamente.
En ese momento, la señora encargada del "banco de energía" intervino, preguntando: "¿Quién ha llegado?". A lo que el médium, con una voz completamente diferente a la suya, respondió: "Soy el hermano Abel y vengo a solucionar el problema de fulano de tal", refiriéndose al joven que habíamos llevado. De inmediato, el médium apartó al muchacho para tratarlo en privado, llevándolo a una especie de cueva muy grande, tallada en medio de la montaña. Sin embargo, antes de entrar, solicitó que le brindaran un trago. Abrieron una botella de aguardiente, y la mitad del contenido se sirvió en la totuma, que el médium bebió de un solo trago, con avidez.
Al regresar al altar, el joven parecía estar completamente recuperado, como si acabara de despertarse. Preguntaba insistentemente qué había sucedido y dónde estaba, lo que sorprendió a todos los presentes, pues pocos minutos antes lo habíamos visto en un estado deplorable.
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El hermano Abel respondió a las preguntas de los asistentes mientras consumía aguardiente a grandes tragos.
Ya completamente borracho, se despidió, y en ese instante, otro espíritu se incorporó al médium, comenzando otro ciclo de preguntas y respuestas. Este ritual, tan extraño y lleno de elementos que desbordaban la comprensión racional, dejó una impresión profunda en mí. A pesar de la naturaleza esotérica del acto, no pude evitar sentir una mezcla de asombro y reflexión sobre las fuerzas que algunos creen que pueden influir en nuestras vidas. El ambiente estaba cargado de una energía difícil de describir, una tensión palpable entre lo terrenal y lo espiritual, que permaneció conmigo mucho tiempo después de ese encuentro.
La transformación continuó, y en esta ocasión la voz del médium cambió de forma radical. Había llegado la hermana Rosa, quien, al igual que el hermano Abel, comenzó a consumir el aguardiente de manera casi ritualista. Esta entidad estaba especializada en problemas de pareja y ofrecía todo tipo de soluciones, que consistían principalmente en baños con hierbas amargas y dulces, flores de diferentes especies, bebedizos naturales, y despojos hechos con velones de diversos colores. Para mí, todo eso resultaba completamente alucinante, por decir lo menos. Jamás imaginé que existiera un mundo tan complejo, lleno de rituales y productos destinados a abordar esos aspectos tan específicos de la vida humana.
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Los espíritus siguieron desfilando uno tras otro, cada uno con sus propios consejos y remedios para los asistentes. Las horas pasaron rápidamente, y casi hasta la medianoche continuó el ritual. Se consumieron todas las medias de aguardiente que habían sido traídas, y casi todas las velas que habían sido encendidas en el altar se extinguieron.
Lo más asombroso de todo esto fue que el médium, al final, parecía estar completamente sobrio, sin un rastro de haber consumido un solo trago de aguardiente. Solo parecía un poco confundido, y fue entonces cuando le preguntó al banco de energía: "¿Quiénes bajaron?" y "¿Qué pasó en general?".
Intrigado por lo sucedido y aún con muchas preguntas sin respuesta, decidí buscar al médium días después. Le dediqué una tarde para visitarlo y preguntarle más sobre el mecanismo de lo que ocurrió esa noche. Fue entonces cuando me explicó lo siguiente:
"Cuando abandono mi cuerpo para que el espíritu pueda incorporarse, quedo como en un limbo, en un estado en el que no soy consciente de nada de lo que está sucediendo. Por eso, cuando regreso al cuerpo, pregunto al banco de energía quiénes han bajado y qué ocurrió en general. En cuanto al aguardiente, ellos lo toman, y esa es la razón por la que los espíritus descienden. Ellos saben quiénes van a venir y qué han solicitado. Además, aprovechan para aconsejar a los asistentes sobre diferentes aspectos de la vida cotidiana, problemas, inquietudes o incluso situaciones emocionales".
Lo que me relató el médium dejó una huella profunda en mi mente. Todo lo que había presenciado esa noche parecía aún más surrealista al escuchar su explicación.
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Era evidente que el fenómeno que había presenciado no era solo un espectáculo esotérico, sino una práctica profundamente enraizada en creencias y rituales con un propósito claro para aquellos que buscaban respuestas o soluciones.
Mi comprensión sobre ese tipo de prácticas se expandió y me permitió ver la complejidad de las creencias populares en un contexto mucho más amplio, lleno de simbolismos y significados que, aunque ajenos a mi propia perspectiva, tenían un peso y una relevancia incuestionables para quienes participaban de ellas.
Asistí a numerosas reuniones en las que se vivieron situaciones sobrenaturales que, si decidiera profundizar, darían material para un libro entero. No obstante, quiero destacar lo siguiente: en una de esas ocasiones, se presentó un ser muy interesante, uno de los pocos que rechazó el aguardiente y, desde el principio, se dirigió hacia mí diciéndome: "Tómame de los brazos". Sin dudarlo, accedí y lo tomé. Luego me pidió que cerrara los ojos, y, al hacerlo, permanecí en total oscuridad durante unos instantes. Pasados unos momentos, me indicó que podía abrirlos y disfrutar del paseo.
Al abrir los ojos, me encontré viendo la reunión desde una perspectiva completamente diferente, como si flotara a unos doce metros de altura. Observaba la escena en la que me veía, todavía sosteniendo los brazos del médium, pero desde un ángulo elevado. El espectáculo comenzó con un lento ascenso vertical, y desde allí podía divisar la ciudad con total claridad.
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