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MIS ÚLTIMOS 50 AÑOS      1971 – 2021     CARLOS CAMPOS COLEGIAL

   Lo cierto es que la mayoría de las personas tropiezan con este concepto cuando deciden explorar caminos espiritualistas. Llega un punto en el que el compromiso total con el que todo lo puede y todo lo tiene exige dejar atrás los apegos más arraigados. Esto se vuelve especialmente difícil en una época como la nuestra, donde el valor de una persona parece medirse más por lo que tiene que por lo que es.

   Sin embargo, la realidad es contundente: todo lo material debe quedarse atrás cuando abandonamos este mundo. Y, paradójicamente, muchas veces lo que acumulamos con tanto esfuerzo y dedicación termina siendo disfrutado por quienes menos imaginamos, personas que nunca trabajaron ni lucharon por ello. A menudo, son individuos a los que ni siquiera conocimos en vida, y, en ocasiones, quienes heredan nuestras posesiones no hacen más que despilfarrar todo lo que una vez significó tanto para nosotros.

   Este pensamiento no es motivo de tristeza, sino de liberación. Entender que lo más valioso no está en lo que poseemos, sino en lo que somos, me ha permitido vivir con más ligereza y plenitud. Lo material es efímero, pero las experiencias, los momentos compartidos y las huellas que dejamos en los demás son las verdaderas joyas que trascienden. Así, cada paso que doy está enfocado en nutrir aquello que es eterno, aquello que nadie puede quitarme ni desperdiciar: el legado de ser y no solo de tener.

   Parecía que 25 años eran una eternidad, pero se cumplieron casi sin darme cuenta. Lo más extraordinario fue que se disfrutaron al máximo, como si cada día trajera consigo una lección, una vivencia, o un regalo especial de la vida. Sin embargo, todo cambió de manera radical a partir de 2012, cuando mi vida dio un giro de 180 grados.

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   Aquella calma que había acompañado mi existencia durante tanto tiempo comenzó a desvanecerse, dando paso a una etapa llena de experiencias sobrenaturales que se presentaron una tras otra, de forma incesante. Fue el momento de entender que la recta final de mi vida en este hermoso planeta y país, del cual me despediré, había comenzado.

  Aquel encuentro y compromiso firmado hace tantos años parecía un evento aislado, pero su eco resonó profundamente en los años siguientes. Aunque la vida continuó con una aparente normalidad, la realidad era muy distinta. Todo comenzó a cambiar de manera paulatina y para bien. Lo que siguió fueron 25 años repletos de experiencias espectaculares desde todo punto de vista. Fue un tiempo donde los momentos sorprendentes y enriquecedores se encadenaron sin esfuerzo aparente, como si el destino se encargara de colocar cada pieza en el lugar exacto. Estoy seguro de que, a medida que les comparta estas vivencias, comprenderán cómo todo se fue desarrollando de manera tan fluida y maravillosa.

   En mi trabajo, una de mis responsabilidades era pagar los fletes a los camioneros, y la empresa enviaba los recursos a través de Copetran Giros. Allí trabajaba una hermosa dama cuya presencia no pasaba desapercibida: muy agraciada, con un encanto especial que parecía iluminar cualquier lugar al que llegara.

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   Era dos años mayor que yo, y nuestras interacciones se limitaban inicialmente a las transacciones laborales. Sin embargo, tras muchas visitas a su ventanilla, comenzó a gestarse una amistad, una conexión que pronto trascendió lo convencional.

   Con el tiempo, aquella amistad se transformó en algo mucho más profundo y emocionante. Lo que nació como un intercambio casual de palabras y miradas se convirtió en un idilio cálido, apasionado y lleno de matices que desafiaban cualquier lógica. La intensidad de nuestra relación parecía a menudo sobrenatural, casi imposible, como si estuviera marcada por fuerzas que escapaban a nuestra comprensión.

   Por respeto y por preservar la esencia de esta historia, de ahora en adelante me referiré a ella como La Chinita. Su influencia en mi vida marcó una etapa imborrable, cargada de aprendizajes y emociones que aún hoy recuerdo con una mezcla de asombro y gratitud. Lo que compartimos no fue simplemente un romance; fue una experiencia que parecía predestinada, un vínculo que iba más allá de lo común y que dejó una huella indeleble en mi existencia.

   Los años que siguieron, impregnados de estas y otras experiencias, fueron un testimonio del cambio y la evolución que mi vida había asumido desde aquel encuentro inicial con el anciano en Bogotá. Cada paso, cada decisión, y cada vínculo se entrelazaron en una trama que aún hoy sigo desentrañando, con el corazón lleno de agradecimiento por todo lo vivido.

   La madre de La Chinita, una matrona con una presencia imponente y un carácter firme, había enfrentado con valentía y destreza la adversidad de quedarse viuda a temprana edad con seis hijos a su cargo, siendo el menor de ellos el único varón.

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   Con admirable determinación, tomó las riendas de los negocios que su difunto esposo había dejado y los manejó con tal habilidad que se convirtió en un ejemplo para quienes la conocían o escuchaban de su historia.

   Un sábado, en medio de la vorágine de mi trabajo despachando mulas en El Centro, me vi en la necesidad de pedirle un favor especial a La Chinita: que llevara la planilla y el dinero del giro a su casa, para que yo pudiera recogerlos más tarde cuando me desocupara. Aceptó a regañadientes, pero ese simple gesto marcó el inicio de un acercamiento entre nosotros, cimentando una amistad que con el tiempo se volvió sumamente sólida.

   Cuando pasé por su casa esa tarde, fui recibido por su madre, una figura que irradiaba autoridad y serenidad. Con un gesto amable, me invitó a pasar mientras llamaba a su hija. Al instante, La Chinita apareció con la planilla para firmar y el dinero del giro en mano. Procedí a firmar y recibí el dinero con agradecimiento, mientras sentía la mirada escrutadora de su madre, que parecía analizar cada uno de mis gestos y palabras. Más tarde me enteré de que la matrona no aprobaba para nada al novio de su hija, un hombre mucho mayor que ella. Según su perspectiva, el tiempo acabaría por demostrar que el dinero no lo era todo, y sus palabras para su hija al despedirme fueron reveladoras: "Me pareció interesante ese muchacho. Recuerde, hija, la plata se acaba y el viejo queda." Pasaron los meses, y en septiembre de 1988, más precisamente el domingo 11, ocurrió un episodio que dejó una huella indeleble en mi memoria. Estaba en el parqueadero del cruce para El Centro, esperando que llegaran las mulas que debía cargar al día siguiente.

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  Fue entonces cuando La Chinita pasó por el lugar. Al verme, detuvo su andar y, con esa sonrisa que la caracterizaba, me invitó a acompañarla a casa de una de sus hermanas, que vivía en el barrio Directivo de Ecopetrol Centro. Llevaba consigo unos presentes que había traído de un reciente viaje de vacaciones y quería entregárselos personalmente.

  Acepté sin dudar y la acompañé hasta allí. El trayecto fue agradable, lleno de conversaciones que fluían con naturalidad, como si entre nosotros existiera un entendimiento especial. Después de dejar los regalos en casa de su hermana, me llevó de vuelta al punto donde nos habíamos encontrado. Sin embargo, apenas habían transcurrido cinco minutos de mi regreso cuando apareció Maureen Luz, visiblemente molesta.

   Con un tono airado, aseguró que habíamos quedado de encontrarnos allí para "ir a moteliar", pues en esa vía existían varios moteles conocidos. Su acusación me dejó desconcertado, pues no era cierto y traté de explicárselo, pero la situación escaló rápidamente. Aquella fue una de las pocas ocasiones en las que tuvimos un altercado significativo en nuestra relación. Las tensiones, sin embargo, lograron disiparse al día siguiente temprano, tras una conversación que aclaró malentendidos y permitió retomar la armonía habitual entre nosotros. Ese episodio fue una muestra de cómo las emociones y las relaciones humanas, en su complejidad, pueden dar giros inesperados.

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    Lo sucedido con La Chinita, sumado a la reacción de Maureen Luz, dejó entrever los matices de dos relaciones distintas, pero igualmente significativas, que en ese momento coexistían en mi vida de maneras complejas y a veces difíciles de manejar.

   La noche anterior, pese a todos mis esfuerzos, no había logrado hacer entrar en razón a Maureen Luz. Su imaginación había tomado un rumbo erróneo, y aunque intenté explicarle lo sucedido, sus pensamientos no coincidían con la realidad. Fue entonces cuando decidí darle un espacio, apartándome momentáneamente y permitiendo que ella, por su cuenta, reflexionara y tomara una decisión sobre la situación. No quería forzar nada y pensaba que el tiempo ayudaría a aclarar las cosas.

    En ese tiempo de distanciamiento, me comuniqué con La Chinita, compartí con ella lo sucedido y, en un impulso, le propuse iniciar una relación. La respuesta que obtuve fue rápida y tajante. Me explicó que ya tenía una relación estable con un ganadero de la zona, con quien llevaba varios años, y que no veía motivo alguno para dar ese paso. Su negativa, aunque esperada, me dejó un sabor amargo, pues la propuesta había sido impulsiva, pero no estaba en mis manos forzar lo que no era posible.

  Casi al amanecer, cuando el día aún no se asomaba, Maureen Luz apareció en mi puerta. Había reflexionado sobre lo ocurrido y, con una calma renovada, nos sentamos a conversar. El diálogo fue corto pero fructífero, sin reproches innecesarios, y en él se acordó que nunca más volveríamos a pasar por una situación similar. Aceptó su error y, con sinceridad, se comprometió a no repetir la escena. Fue un momento de resolución que nos permitió continuar nuestra relación con una nueva perspectiva.

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   El viernes 16 de septiembre, cerca de las dos de la tarde, recibí una llamada de La Chinita. Su voz sonaba visiblemente alterada y me explicó que había recibido una amenaza anónima. La persona en el otro lado del teléfono le advirtió que, si no se apartaba de mí, contaría a su madre sobre nuestra relación. La amenaza la había dejado desconcertada y furiosa, y me pidió que la acompañara a comer para conversar sobre lo sucedido. Acepté sin dudarlo, y ese día, en un restaurante donde compartimos una comida sencilla, consolidamos lo que serían cinco años de una relación que marcó mi vida profundamente. Aquella etapa fue tan intensa y especial que, si el creador me otorgara más tiempo en este mundo, estoy seguro de que podría llenar por lo menos veinte páginas por año con recuerdos de esos momentos vividos a su lado.

   Esos cinco años fueron una montaña rusa de emociones, pero cada instante vivido en su compañía dejó una huella imborrable en mi corazón. No solo fueron años de pasión y amor, sino también de aprendizaje y crecimiento personal. Aunque muchas veces la relación estuvo marcada por obstáculos, el balance final fue positivo, y aún hoy, cuando miro hacia atrás, los recuerdos de ese tiempo siguen siendo un tesoro invaluable.

   De inmediato, le comenté lo sucedido a Maureen Luz, quien, tras escuchar todo, tomó la decisión de no hacer nada al respecto. Decidió que todo seguiría como hasta ahora, sin alteraciones ni confrontaciones.

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     Al principio, se mostró bastante triste y acongojada por la situación, como era de esperar, pero con el paso de los días, su tristeza fue disminuyendo. Un tiempo después, mi amiga me llamó para contarme que había recibido una llamada de Maureen Luz y que habían quedado en encontrarse en un lugar muy conocido de la ciudad para hablar sobre lo sucedido.

    El encuentro, como era de esperarse, fue intenso, y después de algunas horas de conversación y tras consumir una botella de aguardiente, Maureen Luz regresó a casa. Me informó sobre el encuentro y la rotunda determinación de mi amiga de no abandonar lo nuestro. Aseguraba sentirse completamente a gusto y, por lo tanto, no tenía intención de hacer ningún cambio en nuestra relación. Maureen Luz, con una gran serenidad, también expresó que pensaba lo mismo, y decidieron que todo seguiría igual, como había sido hasta ese momento. De hecho, así fue. No hubo más inconvenientes, y la situación se estabilizó, manteniendo la armonía en nuestras vidas.

    En octubre de 1988, la empresa me envió a Cúcuta para despachar un pedido grande de tubería de 7 pulgadas que provenía de Venezuela y que debía ser enviado al campo de Apiay. Este proceso de transporte se realizó exclusivamente con vehículos de la empresa y se extendió hasta marzo de 1989. Durante estos cinco meses, me hospedé en el hotel Acora, ubicado en el centro de la ciudad, un lugar que se convirtió en el escenario de muchas experiencias inolvidables. La vida en Cúcuta fue una etapa muy interesante, llena de momentos de reflexión, trabajo intenso y también de nuevas vivencias, que con el tiempo se volvieron parte fundamental de mi historia personal.

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     Cada día traía algo nuevo, ya sea por el desafío del trabajo o por los encuentros con personas que, de una u otra manera, contribuyeron a forjar la persona que era en ese entonces. Sin duda, esos meses en Cúcuta fueron determinantes para mi crecimiento y para entender muchas cosas acerca de la vida, de los demás y, sobre todo, de mí mismo.

     La siguiente es una muestra de la sagacidad del colombiano para lo ilícito. La empresa contaba con un parque automotor que incluía cinco tractomulas nuevas, y durante este tiempo, las unidades realizaban el recorrido Cúcuta – Apiay cargadas y Apiay – Cúcuta vacías. Sin embargo, al revisar las cuentas de gasto de combustible en Bogotá, se descubrió que las tractomulas nuevas estaban consumiendo mucho más combustible que las otras, que ya tenían varios años de servicio.

     Al ver esta discrepancia, Don Mario, quien era un hombre muy sagaz, encargado de la gestión de la flota, decidió tomar cartas en el asunto. Sabía que algo no estaba bien, así que ordenó que un supervisor viajara en una de las mulas nuevas y se encargara de vigilar los tanqueos de combustible en cada parada. El resultado fue claro: en esa ocasión, se gastó mucho más combustible que cuando las mulas viajaban sin supervisión.

    Don Mario, cuyo apellido no era casualidad (Zorro), tenía una intuición muy aguda para detectar irregularidades. De inmediato, sospechó de una posible trampa que los conductores podrían estar tendiendo al supervisor para que esto ocurriera.

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    Decidió llamar a su oficina a uno de los conductores involucrados y, con la promesa de no sancionarlo por el ilícito, le pidió que le contara cómo habían hecho para aumentar el consumo y, al mismo tiempo, burlarse del acompañante.

    El conductor, al verse ante la oportunidad de salir impune, confesó sin reparos lo que sucedía. Le explicó a Don Mario que, durante el recorrido, el supervisor anotaba meticulosamente el número de galones y el valor a pagar por cada vehículo en cada tanqueo. Sin embargo, cuando se acercaban a una estación de servicio, los conductores detenían el camión fuera de la carretera, en zonas donde había hierba. En esos momentos, aprovechaban para bajar de las tractomulas, revisar las llantas como si fuera parte de la rutina y, en ese instante, abrían los grifos de los tanques para botar combustible, mientras el supervisor permanecía inocente en la cabina sin percatarse de la maniobra.

     Este engaño bien orquestado se había repetido varias veces sin que el supervisor lo notara, lo que provocó que el consumo de combustible de las nuevas tractomulas fuera mucho mayor al que se esperaba, afectando las finanzas de la empresa. Sin embargo, gracias a la sagacidad de Don Mario, la trampa fue descubierta y se tomaron las medidas necesarias para evitar futuros fraudes.

   El sábado 3 de diciembre de 1988, falleció mi abuela materna, con quien nunca tuve buenas relaciones. En un principio, no pensaba asistir a sus honras fúnebres, pero el destino a veces nos lleva por caminos que nunca imaginamos, y de alguna manera, allí estuve, acompañando a doña Carmen y demás familiares. Curiosamente, ese mismo día, mi segundo hijo, Juan Carlos, cumplía 7 años.

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