MIS ÚLTIMOS 50 AÑOS 1971 – 2021 CARLOS CAMPOS COLEGIAL
Para celebrar el negocio, Fabián me invitó al restaurante del Hotel Cacique, donde compartimos una botella de aguardiente entre risas y anécdotas. Mientras transcurría la conversación, el reloj avanzaba inexorablemente, y pronto llegó la hora de recoger a Maureen Luz de su oficina.
Sin embargo, dado que ya no tenía el carro, Fabián me acompañó hasta la recepción del hotel, donde llamé a Maureen Luz para informarle que no podría recogerla y que tendría que regresar en bus.
Le expliqué que había vendido el carro, omitiendo deliberadamente cualquier detalle sobre el negocio que acababa de concretar. Mi intención era observar su reacción al enterarse de que, aparentemente, había tomado una decisión tan importante sin consultarla previamente. Además, sabía que desconocía que el vehículo estaba a la venta por un precio menor al que finalmente obtuvo.
Maureen Luz no solo no se enfadó, sino que su reacción fue completamente opuesta a lo que había imaginado. En lugar de expresar molestia, se mostró eufórica y llena de alegría. No podía creer que el carro se hubiera vendido, y mucho menos a un precio tan favorable. Su entusiasmo y gratitud fueron tan genuinos que me hicieron sentir completamente respaldado en la decisión que había tomado.
Gracias a esta inesperada transacción, solo nos faltaba reunir 350.000 pesos más para completar el millón necesario para adquirir el Renault 12 amarillo del ingeniero Marín. Este episodio no solo representó un avance significativo hacia nuestro objetivo, sino que también reafirmó la confianza y complicidad que compartíamos como pareja.
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Poco a poco iré narrando las aventuras que vivimos con aquel Renault 12 amarillo, un vehículo que estuvo en nuestro poder durante 16 años y recorrió más de un millón de kilómetros, convirtiéndose en un testigo mudo de muchas vivencias.
Por esos días, decidí mudarme a una nueva vivienda que, por fortuna, estaba muy cerca de la casa de Maureen Luz. Este cambio no solo facilitó nuestra relación, sino que marcó una nueva etapa en nuestras vidas.
Maureen Luz había aceptado mantener una relación formal conmigo, pero bajo la condición de que no viviéramos juntos, al menos por el momento. La razón era sencilla: en su hogar no había espacio suficiente para ambos. Además de Doña Lola, su madre, también vivía allí su única hermana, quien tenía dos hijos pequeños. Esta hermana, debo decir, era el polo opuesto de Maureen Luz. Mientras Maureen luz era amable, paciente y considerada, su hermana reunía un conjunto de características que hacían difícil la convivencia: malhumorada, desconsiderada, chismosa y envidiosa, por mencionar lo menos. La disparidad entre ambas era tan notoria que quienes las conocían solían comentar que, aunque eran muy parecidas físicamente, sus personalidades eran diametralmente opuestas.
Con mi nueva residencia cerca, pasábamos mucho más tiempo juntos. Las visitas de Maureen Luz se hicieron más frecuentes, y nuestra relación se fortalecía con cada encuentro. Además, el cambio de vivienda vino acompañado de un cambio de local para mi oficina. Por aquel entonces, la mayoría de oficinas en el edificio Camerbasa habían quedado desocupadas debido a la reubicación de los juzgados a su nueva sede.
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Esto resultó ser una ventaja, ya que el nuevo local estaba estratégicamente ubicado, más cerca del puerto, lo cual era ideal para mis actividades laborales.
Por esa época, la empresa hermana Continental Radio de Colombia ganó una importante licitación para operar las comunicaciones en el campo petrolero de Casabe. Este proyecto implicaba que debía viajar diariamente a ese lugar, lo cual añadió una nueva dinámica a mi rutina. El trayecto a Casabe se convirtió en una especie de aventura cotidiana, llena de paisajes variados, encuentros inesperados y, en ocasiones, desafíos en las vías, especialmente en épocas de lluvias intensas.
A pesar de la carga laboral y los compromisos diarios, nuestra relación seguía siendo el centro de mi vida. Maureen Luz, con su calidez y comprensión, siempre encontraba la manera de hacerme sentir apoyado y motivado. Por las noches, al regresar de Casabe, solíamos compartir cenas tranquilas, charlas interminables y, en ocasiones, escapadas espontáneas que nos permitían desconectar de las responsabilidades y simplemente disfrutar de nuestra compañía mutua.
Aquel Renault 12 amarillo, con su apariencia modesta pero robusta, se convirtió en mucho más que un medio de transporte. Fue nuestro aliado en largos viajes, nuestro refugio en momentos de introspección y, en ocasiones, nuestro testigo silencioso de conversaciones que definieron el rumbo de nuestras vidas. Cada kilómetro recorrido en ese carro tenía una historia, y cada historia era un capítulo de nuestra vida juntos, una vida que, aunque llena de retos, estaba marcada por un amor genuino y una complicidad inquebrantable.
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Se estableció una central de radio que operaba las 24 horas del día en turnos de 8 horas cada uno. Para cubrir los descansos semanales del radio operadoras, se designó una suplente que trabajaba en rotación. Sin embargo, la elección de estas cuatro operadoras resultó ser un proceso más complejo de lo que inicialmente se pensó. Aunque las primeras seleccionadas parecían cumplir con los requisitos básicos, pronto se evidenció un desorden que afectó gravemente la operación de la central. Estas empleadas terminaron involucrándose sentimentalmente con personal de la empresa, y en ocasiones utilizaron la central como medio para expresar sus afectos, una conducta completamente prohibida.
La situación obligó a replantear el sistema. Se tomó la decisión de contratar personal comprometido y ajeno a este tipo de conductas. Así, se seleccionó a la hermana menor de Dolly, a una cuñada de un ingeniero del departamento eléctrico, y a una sobrina de un ingeniero del área de materiales. Para cubrir los turnos de relevo, se incorporó a la novia de un ingeniero de producción. Este equipo logró estabilizar la operación de la central, garantizando el cumplimiento exitoso del contrato. Al finalizar este acuerdo, la empresa Anson Drilling solicitó nuestros servicios para establecer una nueva central de radio. Esta vez, la central fue instalada en la casa de Maureen Luz, con su hermana como una de las operadoras, acompañada nuevamente por la hermana de Dolly y la cuñada del ingeniero García. Este equipo también operó con rotundo éxito hasta la conclusión del contrato.
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En el transcurso de estos eventos, surgieron anécdotas memorables que dejaron lecciones personales. Una de ellas involucró a un ingeniero de apellido Arredondo, quien laboraba en Casabe. En una ocasión, me citó a su despacho para solicitar la colaboración de la empresa en la compra de uniformes para un equipo infantil de fútbol que patrocinaban. Accedí sin dudarlo, y en un intento de bromear, añadí una frase que terminó por avergonzarme profundamente: "Ingeniero, lo único es que debe darme muy detallado lo que necesitan, porque yo de fútbol sé lo que usted de música". Apenas terminé de hablar, el ingeniero respondió con una sonrisa que dejaba entrever su incredulidad: "¿Cómo le parece que de música se un poco, toco muy bien el acordeón, la guitarra y la batería? Además, canto y estoy adelantando estudios para perfeccionar mi ejecución del clarinete". Quedé sin palabras y, desde entonces, jamás volví a utilizar aquella frase, que hasta ese momento me había parecido una expresión inofensiva y común.
Este episodio no solo me enseñó a ser más cuidadoso con mis comentarios, sino que también me recordó que las personas pueden sorprendernos con habilidades y talentos que no siempre son evidentes a primera vista. De alguna manera, esta experiencia reflejaba las lecciones de vida que se acumulaban en aquel periodo: la importancia de la prudencia, la necesidad de adaptar estrategias en el trabajo y la capacidad de aprender incluso de los momentos más inesperados.
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El viernes 3 de abril de 1987, durante uno de nuestros habituales viajes a Bogotá, nos encontrábamos caminando por el centro de la ciudad. Entre la multitud, alguien nos entregó una invitación para asistir a una conferencia sobre control mental, que se llevaría a cabo en el barrio El Polo. En esa ocasión, estábamos alojados cerca de allí, en casa de un hermano de Maureen Luz, por lo que decidimos asistir. La conferencia, dirigida por el señor Eugenio Sardá, prometía ser interesante y distinta.
Mientras el evento transcurría, una señora sentada junto a mí me entregó discretamente un papel con una dirección escrita y, con una voz baja pero firme, me dijo: "Esta es una cita que tienes mañana a las tres de la tarde. No faltes, te interesa". Sorprendido por la extraña invitación, le pregunté: "¿Puedo asistir con mi pareja?". La mujer, sin dudar, respondió: "Claro que sí, no hay ningún problema".
Intrigados por el enigma, al día siguiente, sábado, nos presentamos puntualmente en la dirección indicada, en el barrio Santa Bárbara. La vivienda, de fachada antigua y apariencia sobria, irradiaba un aire de misterio. Al llegar, tocamos el timbre, y de inmediato la puerta se abrió. Observamos que una cuerda conectaba la chapa con el interior. Sin tiempo para cuestionar, ingresamos, y una voz grave resonó desde dentro: "Cierren la puerta al entrar". La instrucción tenía un tono autoritario, pero no amenazante.
Caminamos por un largo pasillo tenuemente iluminado, que parecía extenderse hacia el infinito. Al final del corredor, este giraba hacia la derecha.
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A mitad del trayecto, notamos una puerta abierta de la que emanaba una luz cálida, bañando parcialmente el exterior. Al acercarnos, nos envolvió un aroma delicado y exquisito que impregnaba el ambiente; era un olor que jamás olvidaríamos.
Dentro de la habitación, la escena era inesperada. Sentado en una silla con ruedas, un anciano impecablemente vestido, de cabello plateado y aspecto majestuoso, parecía estar absorto en sus pensamientos. Estaba de espaldas a la puerta, y su figura proyectaba una silueta que irradiaba autoridad y serenidad a la vez. Apenas cruzamos el umbral, el anciano giró lentamente su silla hacia nosotros. Para nuestra sorpresa, pronunció nuestros nombres con una precisión que nos dejó helados. Sin que mediara presentación alguna, nos invitó a sentarnos en dos sillas ubicadas frente a él.
La atmósfera era cautivadora, una mezcla de misterio y calma, como si aquel lugar estuviera suspendido en un espacio fuera del tiempo. No teníamos idea de lo que estaba por suceder, pero ambos intuíamos que ese encuentro marcaría un antes y un después en nuestras vidas. La combinación de la seriedad del anciano, el peculiar ambiente de la casa y la inexplicable sensación de familiaridad que nos transmitía, crearon una experiencia que parecía sacada de un relato fantástico.
El anciano, con una mirada penetrante que parecía atravesar el alma, comenzó a hablar. Sus palabras no eran simples frases, sino una meticulosa radiografía de mi vida hasta ese momento. Describía hechos, emociones y decisiones con una precisión inquietante, como si hubiese sido testigo silencioso de cada instante.
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Luego, sin perder el ritmo ni la intensidad de su mirada, continuó con Maureen Luz. De igual manera, desentrañó su vida con una maestría que nos dejó anonadados, describiendo detalles que solo ella podía confirmar.
Tras ese análisis que parecía trascender lo humano, el anciano sacó de su escritorio un documento que extendió hacia mí junto a un estilógrafo de plumín grueso y tinta negra. El papel era un acta de compromiso, en la cual, con un lenguaje solemne, se establecía mi ingreso inmediato a una práctica del espiritualismo profundo, comprometido de forma voluntaria y consciente. Sin titubear, firmé el documento, embargado por una mezcla de curiosidad, respeto y algo de temor.
Cuando llegó el turno de Maureen Luz, el anciano cambió su tono, adoptando una actitud gentil y considerada. Con una sonrisa apacible, se disculpó y le explicó que, aunque su momento llegaría, aún no estaba preparada para dar ese paso. Maureen Luz, sorprendida pero serena, aceptó sus palabras sin cuestionarlas, comprendiendo intuitivamente la trascendencia de la situación.
Nos despedimos de él formalmente, sintiendo una extraña sensación de gratitud mutua. Mientras recorríamos nuevamente el largo y silencioso corredor, Maureen Luz rompió el silencio con un comentario que me hizo reflexionar profundamente:
—¿Cómo se le ocurrió firmar ese documento? Usted, que ha estado transitando precisamente por caminos muy contrarios a todo esto… Su observación me hizo detenerme en seco. Tenía razón.
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Había algo contradictorio en mi decisión, algo que necesitaba aclarar. Sin decir palabra, di media vuelta y regresé al despacho del anciano. Al llegar a la puerta sabía que él ya estaba al tanto de mi presencia.
Antes de que pudiera expresar mis dudas, soltó una sonora carcajada que resonó en la habitación.
—Sabía que te regresarías —dijo con una mezcla de burla y compasión en su voz—. No te preocupes, hiciste lo más importante. Tienes 25 años para que los disfrutes como quieras. Estaremos muy cerca de ti para respaldarte. Recuerda: 25 años.
Su respuesta, tan enigmática como tranquilizadora, me dejó sin palabras. Por segunda vez, nos despedimos. Esta vez, su mirada era más cálida, y la mía estaba cargada de una mezcla de alivio y curiosidad. Caminé de regreso hacia Maureen Luz, quien me esperaba al final del corredor con una expresión de expectación.
Emprendimos el camino de regreso a casa en un silencio reflexivo, como si ambos estuviéramos tratando de asimilar lo que acabábamos de vivir. La experiencia nos dejó con más preguntas que respuestas, pero también con la certeza de que algo había cambiado, aunque no entendíamos exactamente qué. Aquella frase del anciano —"25 años"— quedó grabada en mi memoria, como una promesa o quizá una advertencia, que, con el tiempo, sin duda, adquiriría un significado más claro.
Aquella noche, el sueño fue un lujo que apenas rozamos. Nos sumergimos en interminables conversaciones sobre lo vivido, elaborando toda clase de conjeturas. Iban desde augurios de gloria y bienestar hasta los más sombríos escenarios de infortunio, fruto del compromiso que había asumido de manera tan inesperada.
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Sin embargo, en medio de ese vaivén de emociones y especulaciones, una profunda calma interior me sostenía. Era como si una parte de mi ser hubiera encontrado, finalmente, algo que buscaba desde hacía mucho tiempo. Esa serenidad, extraña pero reconfortante, me daba la certeza de que había hecho lo correcto. Y en ese momento, nada era más importante.
Con el paso del tiempo, aquel instante que marcó un antes y un después en mi vida fue cobrando un significado más profundo. Ahora, al mirar en retrospectiva, no puedo sino dar infinitas gracias al cielo por la oportunidad de estar aquí, compartiendo estas líneas con quienes me leen. Este es un pequeño testimonio de gratitud, no solo hacia la vida, sino también hacia ustedes, los que dedican un momento de su tiempo a estas palabras. ¡Dios les pague inmensamente! Mi mayor deseo es que experimenten muchos momentos de felicidad, alegría y placer en sus vidas, porque al final, esas experiencias son lo único que podemos llevarnos de este plano hacia la eternidad.
Uno de los puntos centrales del compromiso que firmé aquella tarde resonaba con algo que había estado meditando desde hacía 16 años: el desprendimiento total de las posesiones materiales. No tener nada que fuera exclusivamente mío era una idea que había rumiado por largo tiempo. Cuando llegó el momento de materializarla, me resultó menos traumático de lo que podría parecer. Tal vez porque, en mi interior, ya estaba preparado para soltar aquello que nunca realmente nos pertenece.
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