MIS ÚLTIMOS 50 AÑOS 1971 – 2021 CARLOS CAMPOS COLEGIAL
Dolly lo bañaba, lo alimentaba, y por eso siempre lo encontraba limpio y listo en la puerta cuando llegaba. Ese día en particular, Príncipe regresó a casa alrededor del mediodía, y Dolly Melitza, con la inocencia de su edad, le comentó a su madre:
—Mamá, mi papá va a venir hoy porque Príncipe ya llegó. Está esperando que lo bañes.—No creo, hija —respondió Dolly, algo escéptica—. Hoy es miércoles, y él nunca viene entre semana.
La sorpresa fue mayúscula cuando aparecí en la casa cerca de las cinco de la tarde. Fue entonces cuando me contaron lo que sucedía con Príncipe: cada vez que yo iba a visitarlas, el perro parecía presentirlo de antemano, dejando todo para esperarme en la puerta, como si tuviera una conexión inexplicable conmigo.
Príncipe continuó siendo un fiel guardián y compañero, pero un día, sin previo aviso, desapareció para siempre. Nunca se supo qué fue de él. Dolly, con el tiempo, se trasladó a Floridablanca, donde aún reside, y yo, desde entonces, no he vuelto a Puerto Wilches.
La ausencia de Príncipe dejó un vacío en nuestras vidas, pero su recuerdo sigue vivo. Su lealtad inquebrantable y esa conexión misteriosa que tenía conmigo lo convirtieron en un ser verdaderamente especial.
Después de este refrescante y entrañable paréntesis, retomemos la historia con Maureen Luz. Con el paso del tiempo, nuestra relación se fue fortaleciendo, y comenzamos a salir con una frecuencia casi diaria.
Solíamos ir a comer, al cine, o simplemente a cambiar de ambiente en Bucaramanga. Iniciábamos nuestras escapadas al finalizar su jornada laboral, alrededor de las seis de la tarde, y regresábamos hacia la medianoche.
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Eran días llenos de risas, complicidad y una creciente conexión que hacía de cada salida un momento especial.
Por esos días, surgió la oportunidad de cambiar el Renault 4 por un Renault 12, color gris, modelo 1978, con placas IB 6726. Este nuevo compañero de aventuras nos acompañaría durante más de dos años. Sin embargo, también sería protagonista de un incidente que, si no hubiese mediado una intervención casi divina, podría haber terminado en tragedia. Permíteme detallarlo.
No solo viajábamos casi a diario a Bucaramanga, sino que, los fines de semana, solíamos recorrer distancias más largas. Cartagena, Cúcuta y Bogotá se convirtieron en destinos frecuentes, disfrutando de la carretera, de nuestras conversaciones y de cada experiencia compartida. Uno de esos viajes nos llevó a Cúcuta y San Antonio, donde aprovechábamos la bonanza venezolana que aún persistía. Realizábamos mercados y adquiríamos artículos que allí se conseguían a precios inmejorables, regresando a casa con el coche cargado de provisiones y recuerdos. Fue precisamente en uno de esos viajes, el domingo 14 de octubre de 1984, cuando ocurrió el accidente. Después del mediodía, emprendimos el regreso a Barrancabermeja.
Mientras descendíamos del Picacho hacia Bucaramanga, una ligera llovizna comenzó a caer, tornando el asfalto resbaladizo. En una de las próximas curvas, al intentar recortar la velocidad, perdí el control del vehículo. El Renault 12 derrapó peligrosamente hacia el precipicio y quedó atrapado en una posición precaria: el piso del coche estaba apoyado en el borde, pero las ruedas delanteras habían quedado suspendidas en el aire.
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El auto parecía equilibrarse de manera inestable, al borde de un abismo aterrador. Logré abrir la puerta con dificultad, ya que esta chocaba contra el suelo, y me bajé para evaluar la situación. Al asomarme al precipicio, un escalofrío recorrió mi cuerpo: de haber continuado deslizándose, la caída habría sido catastrófica. El panorama era desolador y estremecedor.
Solo me quedó clamar al cielo con la seguridad de que recibiría su apoyo. Y entonces, lo insólito sucedió: la llovizna que caía se transformó de pronto en un aguacero torrencial. Como si fuera una respuesta divina, apareció un bus con más de veinte ocupantes, todos hombres. Sin dudarlo y sin importarles la fuerte lluvia que caía sobre ellos, bajaron del vehículo y corrieron hacia nuestro vehículo. Uniendo fuerzas, sostuvieron el auto en su precaria posición para que Maureen Luz pudiera salir con seguridad. Luego, a la cuenta de tres, levantaron el vehículo y lo colocaron de nuevo sobre el pavimento.
Nos dejaron a salvo y, sin esperar nada a cambio, continuaron su camino. Entre los curiosos que no faltan, un hombre que había vivido experiencias similares se ofreció a acompañarnos en su carro hasta Bucaramanga, asegurándose de que no tuviéramos más inconvenientes. A pesar de que su presencia era tranquilizadora, yo aún estaba conmocionado. Cuando intenté retomar la marcha, me di cuenta de que estaba bloqueado. Durante varios minutos, no pude reaccionar ni recordar cómo conducir.
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Fue un momento de vulnerabilidad que me recordó lo frágil que es nuestra confianza cuando enfrentamos lo inesperado. Sin embargo, con el apoyo de Maureen Luz y el acompañamiento de aquel hombre, logré reponerme y seguimos adelante.
Desde entonces, aquel domingo de octubre quedó marcado como un recordatorio de la fragilidad de la existencia y de la fortaleza que teníamos como pareja. Fue un incidente que, aunque traumático, nos unió aún más, reafirmando que el amor y la confianza que nos teníamos eran capaces de superar cualquier obstáculo, incluso aquellos que se encontraban al borde de un precipicio.
Meses más tarde, aprovechando las vacaciones, decidimos emprender una aventura más ambiciosa: viajar hasta la frontera con Ecuador. Partimos de Barrancabermeja con destino a Bogotá, donde nos quedamos varios días disfrutando de su oferta cultural y visitando a algunos amigos. Luego seguimos rumbo a Cali, una ciudad vibrante que nos recibió con su calidez característica.
Después de explorar Cali, continuamos hacia Pasto, una ciudad que sería el escenario de un episodio tan curioso como inesperado.
Nos hospedamos en un pequeño hotel en el corazón de Pasto. La mañana siguiente, al salir de nuestra habitación para comenzar el día, notamos que justo al lado, en la habitación contigua, también salían sus huéspedes. Para nuestra sorpresa, uno de ellos resultó ser el sacerdote de la parroquia del barrio donde vivíamos en Barrancabermeja. Lo reconocimos de inmediato, pues era una figura bien conocida en nuestra comunidad.
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Sin embargo, lo que llamó aún más nuestra atención fue la compañía que llevaba: una mujer voluptuosa y de extraordinaria belleza, que evidentemente no era parte de su congregación. Nos saludamos de forma cordial, como si se tratara de un encuentro cotidiano, y cada quien siguió su camino sin hacer comentarios.
Este encuentro inesperado nos dejó reflexionando. En una época en la que las apariencias y el juicio social pesaban tanto, era curioso presenciar algo que desafiaba tanto las normas como las expectativas. Sin embargo, decidimos no darle mayor importancia y centrarnos en disfrutar de nuestra travesía.
La experiencia de ese viaje, tanto los paisajes andinos como los momentos de introspección y compañía, nos ayudó a fortalecer aún más nuestra relación. Cada kilómetro recorrido era una nueva oportunidad para conocernos, entendernos y compartir una vida que, aunque llena de sorpresas y desafíos, construíamos juntos con amor y confianza.
Nuestra travesía nos llevó hasta Ipiales, una ciudad que marcaba la frontera con Ecuador. Allí visitamos la majestuosa iglesia de Las Lajas, un santuario que, con su impresionante arquitectura gótica construida en el cañón del río Guáitara, nos dejó sin palabras. La mezcla de espiritualidad y belleza natural del lugar nos hizo sentir que cada kilómetro recorrido hasta ese punto había valido la pena.
Durante nuestra estancia, nos animamos a solicitar un permiso para cruzar la frontera y explorar el vecino país. Sin mayores trámites, nos autorizaron ingresar a Ecuador, un gesto de amabilidad que agradecimos enormemente. Así, muy temprano al día siguiente, partimos hacia Ibarra.
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El viaje a Ibarra fue una experiencia maravillosa. Nos sorprendió gratamente la calidad de las vías, que facilitaban la conducción, así como la comida local, con sabores únicos que reflejaban la riqueza cultural de la región. Además, la gasolina, a un precio sorprendentemente bajo, nos permitió desplazarnos sin preocuparnos demasiado por los gastos.
En Ibarra disfrutamos de un día tranquilo, recorriendo sus calles y mercados, admirando la amabilidad de su gente y la serenidad que irradiaba el lugar. Sin embargo, sabíamos que debíamos regresar, así que al día siguiente emprendimos el viaje de vuelta hacia Ipiales. De allí continuamos hacia Cali, donde decidimos quedarnos un par de días para descansar antes de iniciar el camino a casa.
El domingo 14 de julio de 1985, salimos de Cali a las 3 de la madrugada, listos para completar la última etapa de nuestra travesía. Con paradas solo para lo estrictamente necesario, logramos avanzar con buen ritmo y llegamos a Bucaramanga alrededor de las 9 de la noche. Aunque el cansancio comenzaba a hacerse notar, decidimos no detenernos demasiado, ya que estábamos a solo dos horas de Barrancabermeja, nuestro destino final.
Alrededor de las 10 de la noche, cuando nos encontrábamos a apenas 40 kilómetros de casa, nos enfrentamos a otro evento inesperado. En un tramo del camino, nos topamos con una profunda excavación que ocupaba por completo el carril derecho de la carretera. La falta de señalización y la oscuridad de la noche hicieron imposible que la detectara a tiempo.
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El carro atravesó el terraplén de tierra y quedó incrustado en la excavación, como si estuviera suspendido a modo de puente.
La escena era aterradora: la puerta izquierda del auto estaba a más de un metro de la carretera, mientras que el lado derecho daba hacia una profundidad de aproximadamente cinco metros. Salir del vehículo fue un desafío en sí mismo. Por fortuna, un transeúnte que pasaba por el lugar no dudó en detenerse para ayudarnos.
Maureen Luz, con su serenidad característica, fue clave para evitar que la situación se volviera caótica. Su tranquilidad me permitió analizar el panorama con más claridad y seguir las indicaciones del hombre que nos auxiliaba. Con su ayuda, logramos salir del auto sin sufrir lesiones.
Tras superar el susto inicial, pudimos constatar que el daño al vehículo era considerable, más de lo esperado. Gracias a la colaboración del transeúnte y la ayuda de algunos conductores que pasaban por allí, conseguimos retomar nuestro camino de pasajeros, dejando en el lugar el carro para rescatarlo al siguiente día. A pesar de los inconvenientes, logramos llegar a casa esa misma noche, agradeciendo que todo hubiese quedado en un susto más que en una tragedia.
Este viaje nos dejó múltiples lecciones. Nos mostró la importancia de mantener la calma en situaciones adversas, valorar la solidaridad de las personas desconocidas y agradecer cada pequeño milagro que hace posible continuar el camino.
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Para retirar el vehículo al día siguiente fue necesario idear una solución que implicara la fabricación de un marco metálico especialmente diseñado para la tarea. Este marco fue asegurado con cuatro cadenas conectadas a una grúa telescópica que permitió extraer el carro de la excavación con sumo cuidado y precisión. Una vez fuera, fue trasladado al taller mecánico, donde se le realizaron las reparaciones necesarias en los sistemas más afectados, especialmente la tracción, la suspensión y la dirección. Más tarde, el vehículo pasó a latonería para trabajar en los daños sufridos en la carrocería, que presentaba abolladuras y raspones producto del impacto.
Las reparaciones fueron meticulosas, pero el proceso tomó cerca de dos meses, un tiempo que para nosotros, acostumbrados a utilizar el vehículo con frecuencia, pareció interminable.
Durante este periodo sin carro, sucedió algo inesperado que cambiaría nuestra situación. Un día, mientras me encontraba en el puerto de Casabe supervisando operaciones, mi atención fue capturada por un Renault 12 amarillo estacionado en la caseta de vigilancia. A simple vista, el carro lucía en perfectas condiciones, con la pintura brillante y los detalles impecables. Intrigado, pregunté al vigilante sobre el vehículo, y él me informó que pertenecía al ingeniero Guillermo Marín, quien estaba buscando venderlo. No perdí tiempo y me acerqué al ingeniero para conversar. El ingeniero me confirmó que el auto estaba a la venta y me explicó su historia.
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El Renault 12 amarillo era modelo 1980, y a pesar de su antigüedad, apenas contaba con 30.000 kilómetros en su odómetro, un hecho que hablaba de su excelente estado de conservación. Según Guillermo, el carro había sido utilizado de manera ocasional para desplazamientos cortos durante los fines de semana, ya que su familia residía en Bucaramanga y solo utilizaba el carro para mercar y pasear un poco el fin de semana ya que su señora no conducía. Al enterarme de esto, me entusiasmó la posibilidad de adquirir un vehículo tan bien cuidado. En ese momento, decidí compartir el descubrimiento con Maureen Luz, y juntos tomamos la decisión de poner a la venta el Renault 12 gris para financiar la compra del nuevo auto.
Sin embargo, el proceso de vender este carro resultó ser más complicado de lo que habíamos previsto. A pesar de ofrecerlo a un precio competitivo, los días pasaban sin que apareciera un comprador serio. Mientras tanto, el ingeniero Marín insistía en que necesitaba vender el Renault 12 amarillo con urgencia. Su situación era peculiar: como jefe del grupo eléctrico de Ecopetrol, sentía la presión de tener un vehículo acorde con su posición, especialmente porque uno de sus subalternos había adquirido recientemente un Renault 18, un modelo más nuevo que el suyo. En un ambiente donde la percepción y el estatus eran importantes, Guillermo consideraba imperativo cambiar de carro lo antes posible.
Los días continuaron pasando y las posibilidades de adquirir el Renault 12 amarillo parecían desvanecerse. Sin embargo, justo cuando comenzábamos a resignarnos, sucedió algo inesperado. Un comprador se presentó de manera repentina interesado en nuestro Renault 12 gris. Lo sorprendente fue que no solo estaba dispuesto a adquirirlo, sino que ofreció un precio superior al que inicialmente habíamos solicitado.
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Este giro inesperado nos permitió reunir el dinero necesario y concretar la compra del vehículo del ingeniero Marín. Cerramos el trato con rapidez, y finalmente el Renault 12 amarillo se convirtió en nuestro nuevo compañero de viajes y aventuras.
Como el carro estaba a la venta, en las mañanas solía llevar a Maureen Luz a su oficina y quedarme con el vehículo durante el día, lo que me permitía atender mis propios asuntos mientras esperaba recogerla a las seis de la tarde. Una mañana en particular, mientras realizaba algunas diligencias, me encontré con el ingeniero Fabián Sarmiento, que trabajaba para Anson Drilling. Durante nuestra conversación, de pronto se le ocurrió al ingeniero lanzarme una propuesta a manera de reto de la siguiente manera: le apuesto que usted no es capaz de venderme el carro sin consultarle a Maureen Luz. Le respondí que le aceptaba el reto, e inmediatamente salimos a darle una vuelta, para constatar que estaba en buenas condiciones, otra condición era que debía entregarle el carro junto con los documentos en el momento que él me extendiera el cheque a la fecha. La propuesta era tan inesperada como interesante, y aunque implicaba un riesgo evidente, decidí aceptar. Después de todo, estaba convencido de que vender el vehículo a un buen precio era lo mejor para avanzar en nuestra meta de adquirir el Renault 12 amarillo del ingeniero Marín.
Sin perder tiempo, sacó su chequera y escribió el cheque a nombre de Maureen Luz, una decisión que me pareció una muestra de seriedad y confianza.
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