MIS ÚLTIMOS 50 AÑOS 1971 – 2021 CARLOS CAMPOS COLEGIAL
Ese era el momento que había estado esperando. Aproveché la oportunidad y le confesé lo que llevaba días queriendo decirle. "Ese amigo soy yo", le dije, mirándola directamente a los ojos. "Me encanta tu forma de ser, tu manera de pensar, y todo lo que representas. ¿Por qué no nos damos una oportunidad? Quizás Dios ya hizo su trabajo al cruzarnos en el camino. Tal vez estemos destinados a estar juntos el resto de nuestras vidas".
Para despejar sus dudas, le hablé con total sinceridad. Le conté que las relaciones importantes que había tenido hasta ese momento habían sido con mujeres mayores que yo: dos de ellas me llevaban 7 años, y la otra, 17. Jamás había tenido una relación con alguien de mi edad, y mucho menos con alguien más joven. Esa tendencia, lejos de ser un problema, era una elección natural en mi vida.
"Maureen Luz", le dije mirándola directamente a los ojos, "la edad nunca ha sido un factor determinante para mí. Lo que realmente importa es lo que somos el uno para el otro, y cómo juntos podemos construir algo especial".
Ese día marcó un antes y un después. Sellamos un compromiso basado en el respeto, la comprensión y el amor. Le prometí que estaría a su lado hasta el final, salvo que ocurrieran tres excepciones que no dependieran de mí: si algún día se cansaba de mí y decidía apartarse, si por alguna razón salía del país (una idea que desde niño me incomodaba profundamente solo de imaginarla), o, evidentemente, si la vida misma nos separaba por una pérdida inevitable.
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Ella aceptó mi promesa con una sonrisa que decía más que mil palabras. A partir de ese momento, nuestras vidas tomaron un rumbo que ninguno de los dos había anticipado, pero que ambos deseábamos explorar con entusiasmo y esperanza.
Para Maureen Luz, la primera causa que podría separarnos nunca sucedería. Según ella, había encontrado en mí algo invaluable: alguien que la comprendía y respetaba su decisión de no tener hijos, librándola de la maternidad que tanto temía.
La segunda posibilidad tampoco era un riesgo; no existía en sus planes salir del país, y nuestra vida juntos se desarrollaba en un entorno donde esa opción era completamente improbable. Solo la tercera causa, la inevitable separación por cuestiones de la vida misma, era aceptada como un hecho fuera de nuestro control.
Día tras día, íbamos descubriendo nuevas cualidades y aspectos de nuestras personalidades que fortalecían nuestra relación. Nuestra conexión crecía sólida, cimentada en el respeto mutuo, la admiración y el cariño sincero. Parecía que habíamos encontrado una fórmula perfecta. Sin embargo, como decía Luis Felipe con sabiduría: "Una cosa piensa el burro y otra el que lo enjalma". Ahora sé que la vida tiene sus propios planes, y aunque no siempre nos da lo que queremos, nos enseña que todo sucede por una razón. El primer fin de semana que pasamos juntos, noté la ausencia de su carro. Al preguntarle, me explicó que lo había llevado al mecánico para hacerle mantenimiento. Parecía algo normal, así que no le di mayor importancia.
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Sin embargo, mi curiosidad se despertó cuando el fin de semana siguiente ocurrió lo mismo: el carro nuevamente estaba "en mantenimiento". Decidí indagar un poco más. Resultó que, desde hacía bastante tiempo, el mecánico que atendía su vehículo la había convencido de que el uso constante del carro requería un mantenimiento semanal.
Según él, si no se cumplía con esa rutina, el vehículo empezaba a fallar a mitad de semana. Al principio, acepté su explicación con cierta cautela, pero pronto descubrí la verdadera razón detrás de esos "mantenimientos" constantes.
El mecánico le colocaba un filtro de gasolina diseñado para motocicletas, que limpiaba o reemplazaba semanalmente. Este filtro, por su diseño y capacidad, provocaba fallas en el carro si no se le daba mantenimiento regularmente. Era una solución deliberadamente inadecuada que garantizaba su regreso al taller, asegurándole un ingreso constante.
Al entender lo que ocurría, decidí intervenir. Reemplacé el filtro para moto por uno adecuado para un automóvil. El cambio fue inmediato: las supuestas fallas desaparecieron por completo, y con ellas, la necesidad de los constantes mantenimientos. Maureen Luz quedó aliviada y agradecida, pero el mecánico no tardó en mostrar su disgusto. Desde aquel día, su actitud hacia mí se transformó en una abierta hostilidad. Yo había puesto fin a una fuente de ingresos que él había explotado por mucho tiempo, y su resentimiento era evidente. A pesar de ello, la situación reforzó nuestra relación. Maureen Luz comprendió que mi intención no era solo cuidar su economía, sino también protegerla de quienes se aprovechaban de su confianza.
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Este episodio, aunque incómodo, nos permitió fortalecer aún más nuestro vínculo y nos dejó una valiosa lección sobre la importancia de prestar atención a los detalles y confiar en quienes realmente quieren lo mejor para nosotros.
Vale la pena recordar el relato del médico y la garrapata en la oreja, una historia que ilustra cómo algunos problemas persistentes pueden ser más útiles para quien los atiende que para quien los sufre. Un viejo médico atendía a un compadre que lo visitaba con regularidad debido a una molestia en el oído. Tras revisarlo, el doctor encontró que tenía una garrapata alojada en el oído medio. En lugar de eliminarla, decidió conservarla aplicando un anestésico local que mantenía al parásito inmóvil por varios días. De esta manera, aseguraba la visita recurrente de su paciente.
Un día, el médico tuvo que ausentarse y dejó a su hijo a cargo del consultorio. El joven, próximo a graduarse como médico, recibió la visita del compadre y, con esmero, solucionó el problema de raíz: extrajo la garrapata. Cuando el padre regresó, el hijo le contó, con orgullo, cómo había curado al padrino. Sin embargo, lejos de felicitarlo, el médico le respondió con sarcasmo: "Muy bien, hijito, de eso íbamos a comer la próxima semana". Esta anécdota, que tanto dice sobre las dinámicas humanas y los intereses ocultos, parecía tener eco en mi propia experiencia. No era solo el mecánico quien me detestaba por haber solucionado un problema que le aseguraba ingresos constantes.
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También me encontré con otros personajes que, de manera más sutil, mostraban su descontento con mi cercanía a Maureen Luz. Entre amigos, compañeros y clientes de la Caja Agraria, donde ella era ampliamente conocida y respetada, comenzaron a surgir actitudes de desaprobación hacia nuestra relación. Uno a uno, los inconformes fueron mostrándose, algunos con indirectas, otros con actitudes más evidentes, pero ninguno lograba debilitar el vínculo que habíamos construido.
Nuestra relación, lejos de tambalearse, tomaba nuevos rumbos y matices que reforzaban nuestra conexión. Cada día consolidábamos un lazo que parecía ir más allá de las expectativas iniciales. Así, cuando llegó enero y se acercaba una ocasión especial, decidimos dar un paso significativo. Mis padres, Don Pacho y Doña Carmen, celebraban sus bodas de plata: 25 años de matrimonio. Para acompañarlos en esta importante fecha, decidimos viajar a Pamplona, en el Norte de Santander, lugar que Maureen Luz no había visitado nunca.
La celebración fue un evento lleno de emotividad y significados, una oportunidad perfecta para compartir con la familia y reforzar nuestra unión. Además de participar en los festejos, aprovechamos nuestra estancia para explorar la ciudad y sus alrededores. Pamplona, con su clima frio y su arquitectura colonial, resultó ser un escenario encantador, y para Maureen fue una experiencia completamente nueva. Caminar juntos por sus calles, visitar iglesias y plazas, y detenernos en pequeñas cafeterías para disfrutar del café de la región se convirtió en una aventura que fortaleció aún más nuestra unión.
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Aquel viaje no solo marcó un momento importante para nosotros como pareja, sino que también reafirmó nuestro compromiso mutuo frente a las adversidades y los murmullos ajenos. Porque, como decía Luis Felipe, "las cosas pasan por algo, y no siempre es lo que uno quiere, sino lo que la vida nos tiene preparado". En Pamplona, rodeados de familia, risas y nuevas experiencias, empezamos a escribir un nuevo capítulo de nuestra historia, uno que llevaríamos con nosotros para siempre.
Cuando informé a Doña Lola, madre de Maureen Luz, sobre nuestra intención de viajar a Pamplona para asistir a la celebración de las bodas de plata de mis padres, su reacción fue todo menos favorable. Su disgusto fue inmediato y contundente, basándose en las normas sociales de la época. Alegó que un viaje así, solos, podría suscitar comentarios malintencionados y generar una mala impresión entre mis padres. En aquellos días, se consideraba inapropiado que una dama soltera, respetable y de buena reputación, viajara sin la compañía de un familiar cercano, ya fuera un padre o un hermano.
Esta situación puso en entredicho nuestro plan durante varios días. A ello se sumaba otro obstáculo: el mecánico de confianza de Maureen Luz, quien seguía sembrando dudas sobre la capacidad del Renault 4 para recorrer distancias largas. Según él, aquel pequeño vehículo apenas era apto para los trayectos diarios hacia El Centro, y llevarlo hasta Bucaramanga ya sería arriesgado, por no mencionar un viaje aún más largo hasta Pamplona.
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Me vi en la tarea de convencerla de que cualquier automóvil, siempre que estuviera en buen estado mecánico, podía recorrer grandes distancias sin problema.
Tras varios argumentos y una revisión exhaustiva del vehículo, finalmente accedió. El viaje fue, en muchos sentidos, una prueba no solo para el Renault 4, sino también para nuestra relación y la aceptación de mi familia.
Cuando llegamos a Pamplona, la calidez de mis padres y hermanos no dejó lugar a dudas. La recibieron con los brazos abiertos, y al ver nuestra complicidad y el respeto mutuo, quedó claro que Maureen Luz era la persona con quien planeaba compartir el resto de mi vida. Durante la celebración, mis padres manifestaron su alegría por nuestra relación y nos dieron su bendición, deseándonos lo mejor para el futuro.
Aquel viaje no solo sirvió para fortalecer nuestro vínculo, sino que también marcó el inicio de una nueva tradición en nuestras vidas. Desde entonces, los viajes juntos se convirtieron en una costumbre. Generalmente aprovechábamos los fines de semana para recorrer diferentes lugares del país, disfrutando de paisajes, culturas y momentos que nos unían cada vez más.
Sin embargo, para no desviarme demasiado de la cronología de los acontecimientos, debo hacer una pausa en esta narrativa y retomar un capítulo pendiente: el destino de la profesora Dolly. Un buen día, la profesora Dolly, con la franqueza que siempre la caracterizó, me abordó con una declaración inesperada: "Quiero tener un hijo, y tú debes ser el padre".
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Aquella afirmación, aunque sorprendente, no carecía de sinceridad ni de un profundo deseo de maternidad que ella había guardado en su corazón. Dolly, quien había aceptado con verdadero amor que mi relación con Maureen Luz era sólida y duradera, se mostró dispuesta a compartir sus sentimientos conmigo y, por respeto, también con Maureen Luz.
Le expliqué a Maureen Luz la situación y la petición de Dolly. Con su madurez y generosidad características, ella respondió sin vacilar: "Mira, por mí no hay ningún problema. Lo importante es que ella sea feliz. No quiero que en el futuro se diga que por mi culpa Dolly se quedó sin hijos. Deseo que ella encuentre esa felicidad, pero también que sea una decisión libre y no algo que te obligue a actuar en contra de tus deseos".
Con el visto bueno de Maureen Luz y mi compromiso de apoyar a Dolly en este importante paso, nos pusimos de acuerdo para coordinar los eventos que marcarían un antes y un después en su vida: la pérdida de su virginidad y la concepción de su hija. Viajé a Puerto Wilches aquel fin de semana, y en un ambiente de mutua comprensión y respeto, el viernes 16 de marzo de 1984 Dolly quedó embarazada de lo que sería su única hija.
El embarazo transcurrió de manera tranquila, sin mayores molestias ni complicaciones. Dolly llevaba consigo una alegría serena y una fortaleza admirable. Sin embargo, en las últimas semanas comenzaron a manifestarse algunos síntomas propios del tercer trimestre: los pies se le inflamaban considerablemente, y el cansancio se hacía cada vez más evidente.
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Llegado el momento, viajó a Bucaramanga el 20 de noviembre y se internó en la Clínica San Luis dos días después, el 22 de noviembre, en las primeras horas de la mañana. A las diez y media de la mañana de aquel jueves, Dolly dio a luz a una preciosa niña. El nacimiento fue sin complicaciones, y la felicidad en el rostro de Dolly era indescriptible. Decidimos llamarla Dolly Melitza Johanna Paola Campos Ruiz, un nombre que honraba tanto a su madre como el amor y los sueños que envolvieron su llegada al mundo.
Al día siguiente, cuando madre e hija abandonaban la clínica, un inesperado detalle añadió una nota de ternura a ese día especial. Al abordar el taxi que las llevaría de regreso, el conductor llevaba consigo una caja con siete perritos recién destetados que estaba regalando a sus pasajeros. Dolly, emocionada, escogió uno de color blanco y negro al que decidió llamar "Príncipe". Ese día regresó a casa no solo con su hija recién nacida, sino también con un nuevo integrante de la familia.
Tras cumplir la cuarentena, Dolly y su hija viajaron de regreso a Puerto Wilches, llevándose también al pequeño Príncipe, quien rápidamente se convirtió en el inseparable compañero de Dolly Melitza, marcando así el inicio de una nueva etapa llena de amor, aprendizajes y felicidad.
Príncipe, a diferencia de la mayoría de los perros de su época, nunca conoció lo que era estar amarrado. Desde cachorro gozó de una libertad plena que le permitió desarrollar un carácter noble y protector, especialmente hacia Dolly Melitza. Entre ambos se formó un vínculo tan estrecho que el perro se convirtió en su inseparable guardián.
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Su dedicación era tal que no permitía que ningún extraño se acercara más de lo debido a la niña. A pesar de su actitud alerta, con la familia y en particular conmigo, tenía una conexión especial que muchos en el pueblo consideraban poco menos que sobrenatural.
Cada vez que visitaba a Dolly en Puerto Wilches, encontraba a Príncipe esperándome en la puerta de la casa. Siempre estaba recién bañado, tranquilo y comportándose de manera impecable. Al llegar, me saludaba con una efusividad breve, como si confirmara mi presencia, para luego seguir con su vida habitual, acompañando a Dolly Melitza o explorando el vecindario. Este comportamiento, aunque curioso, no levantaba sospechas hasta que un día se reveló lo extraordinario que realmente era.
Un miércoles cualquiera, mientras trabajaba en Pénjamo, un punto entre Barrancabermeja y Puerto Wilches, estaba ocupado supervisando la carga de una tubería en varias Tracto mulas. Cerca del mediodía, recibí una llamada desde Bogotá a través del radio teléfono, solicitándome que enviara una de las mulas para cargar material en Puerto Wilches. Despaché al conductor hacia Barrancabermeja y me dirigí personalmente con la mula a cumplir con el cargamento. Al regresar a casa ese mismo día, me enteré de algo que llevaba tiempo ocurriendo sin que nadie lo notara. Dolly me explicó que, cada vez que yo salía de casa, momentos después, Príncipe también lo hacía.
El perro desaparecía durante varios días, solo para regresar antes de mi llegada, frecuentemente sucio, y en ocasiones, con pequeñas heridas o golpes.
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