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MIS ÚLTIMOS 50 AÑOS     1971 – 2021     CARLOS CAMPOS COLEGIAL

     Fui a ver al vecino, quien me respondió que no la tenía, pero que podría conseguirla a través de un compadre que vivía en Villavicencio. De inmediato, el vecino tomó una hoja de cuaderno, escribió un mensaje para su compadre y, con mucha naturalidad, ató la hoja a una de las patas del gallinazo. Luego, le dio la orden de llevar el mensaje. El ave, como si entendiera perfectamente la misión, voló rápidamente hacia su destino.

    Aproximadamente media hora después, el gallinazo regresó con la misma hoja de papel atada a su pata, pero esta vez con la respuesta de su compadre: "Voy saliendo para Puerto López. Me avisaste a tiempo, de paso te la dejo en la casa." Minutos más tarde, el compadre llegó con la olla, cumpliendo con la promesa. La rapidez con la que el gallinazo cumplió su misión y la forma en que se comunicaban entre ellos me dejó completamente asombrado. Fue una experiencia que, sin duda, nunca olvidaré.

    Mi permanencia en el llano estuvo marcada por una constante comunicación escrita con la profesora de Puerto Wilches. Aprovechando que dos obreros del equipo eran oriundos de esa localidad, cada tres semanas, de manera intercalada, ellos se encargaban de llevar y traer las cartas que, casi a diario, escribíamos. La comunicación telefónica era sumamente limitada; generalmente, para lograr hacer una llamada, teníamos que desplazarnos hasta las instalaciones de Telecom, lo que resultaba ser un proceso tedioso y poco efectivo. La alternativa más común para mantenernos en contacto era el marconigrama o telegrama, que, aunque se recibía con rapidez, las respuestas eran un desafío debido a las condiciones remotas en las que nos encontrábamos.

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     La única forma de comunicación directa desde el pozo era a través de un radio teléfono marca Collins, un equipo tan grande como una nevera de hotel, que funcionaba con tubos de vacío. Estos radios estaban conectados a todos los pozos de la región mediante una central ubicada en Bogotá. Sin embargo, su uso estaba restringido a emergencias. Cuando se presentaba una situación urgente, la operadora de la central realizaba la llamada y acercaba la bocina al micrófono del radio. Esta operación tenía una peculiaridad: la llamada se escuchaba en todos los campos, lo que generaba un ambiente propenso a las burlas y bromas por parte de algunos operativos, quienes aprovechaban el anonimato de la llamada para divertirse a costa de los demás. Era casi imposible rastrear el origen de la llamada, por lo que este servicio solo se utilizaba en casos verdaderamente críticos.

   En el mes de junio, se finalizaron las perforaciones programadas y el equipo, junto con el resto del personal, regresamos a Bogotá. Fue en ese momento cuando decidí solicitar una licencia no remunerada para iniciar un contrato directamente con Ecopetrol como obrero de patio en un equipo cercano a Barrancabermeja. Esta oportunidad se logró gracias a las gestiones de los ingenieros con los que había trabajado previamente, quienes se encontraban como jefes en ese equipo. Todo parecía ir de maravilla. Me había ganado el favor del ingeniero a cargo, quien me trataba como un "consentido".

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     Mi jornada laboral transcurría en el turno de 4 de la tarde a 12 de la noche, un horario relativamente cómodo que me permitía, generalmente, colaborar en la oficina, elaborar reportes y atender el radio, tareas menos extenuantes en comparación con las que realizaban mis compañeros de patio, quienes debían rotar entre turnos y cumplir con labores físicas, tales como hacer zanjas, cargar bultos de químicos, limpiar la torre de perforación y muchas otras actividades que requerían un gran esfuerzo físico.

    Sin embargo, a la cuarta semana, cuando rotaron al ingeniero que hasta entonces era desconocido para mí, los compañeros de cuadrilla comenzaron a notar mi poca participación en las labores de oficina. No tardaron en acudir a él para presentar sus quejas. El ingeniero me citó a su oficina, donde, con informes en mano, me reclamó por no estar cumpliendo con las expectativas del puesto. Me informó que, a partir de ese momento, ya no trabajaría solo en el turno de la noche, sino que rotaría al turno de 8 de la mañana a 4 de la tarde durante tres semanas consecutivas. Acepté la decisión sin imaginarme las dificultades que me esperaban. Se acababa de bajar el revestimiento de 9 5/8, lo que implicaba aproximadamente 175 tubos, cada uno con un protector de rosca en cada extremo que debía quitarse y desecharse, sumando un total de 350 protectores.

     Alrededor de las 11 de la mañana, el ingeniero me llamó y me ordenó que, utilizando una carretilla, recogiera todos los protectores esparcidos por el patio y los llevara al lugar destinado para la chatarra, ubicado a unos 50 metros al final del pozo. Él se colocó cerca de la mesa rotaria para supervisar mi trabajo.

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     No había terminado el cuarto viaje cuando el exceso de sudor me obligó a hacer una pausa. Pedí una jarra de agua en el casino y la consumí por completo. Esto desató una sudoración extrema, tan intensa que me vi obligado a quitarme las botas para drenarlas y a retorcer la franela que llevaba puesta a cada momento. Logré hacer dos recorridos más, pero aquello se había convertido en un espectáculo inédito: cada vez que ingería agua, salía de mi cuerpo en forma de sudor a chorros, literalmente. Fue entonces cuando el enfermero, al notar que el sudor brotaba de mis brazos a varios centímetros de mi piel, intervino. Habló con el ingeniero y le sugirió suspender el trabajo, ya que me estaba deshidratando rápidamente y eliminando casi todo el líquido que consumía, lo cual podría convertirse en un problema serio si no se tomaba acción.

     Se decidió suspender la tarea y mi reemplazo asumió la responsabilidad antes de que finalizara el turno. A pesar de la situación, el patio fue limpiado sin mayores inconvenientes. Luego de varias horas en las que mi organismo finalmente se estabilizó, el ingeniero se reunió conmigo para discutir cómo resolver la situación. Siempre he sido una persona que prefiere evitar conflictos innecesarios, y recordando el sabio consejo de mi abuelo Luis Felipe, quien solía decir: "En la vida es mejor un mal arreglo que un buen pleito", decidí presentar mi renuncia.

     La empresa aceptó mi decisión y, en agradecimiento, me liquidó el mes de agosto con una cifra considerable para la época: 356.500 pesos. Cabe señalar que el salario mínimo legal rondaba los 10.000 pesos en ese entonces.

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     Así fue como logré establecer en mi vida un nuevo récord, o lo que muchos llamarían un "no te lo puedo creer": renuncié a Ecopetrol, cuando para muchos era un sueño estar allí. Sin embargo, para mí siempre ha sido más importante la tranquilidad y la paz interior que el dinero. Mi abuelo Luis Felipe solía decirme: "Cuando pierdes el dinero, los bienes materiales o el trabajo, no has perdido nada; cuando pierdes la salud, has perdido algo importante, pero cuando pierdes la paz interior, lo has perdido todo". Esas palabras siempre resonaron en mi mente, y fue por ellas que tomé la decisión de seguir otro camino.

    Luego de mi renuncia, llamé a Transcontinental de Servicios Petroleros Ltda., la empresa con la que había trabajado hasta ese momento, y me puse a su disposición. De inmediato retomaron mi contrato y me colocaron en "Standby", es decir, en una posición de espera, mientras gestionaban los trámites ante el Ministerio de Transporte para obtener la autorización para abrir una oficina de despacho en la ciudad de Barrancabermeja.

     El lunes 3 de octubre de 1983, se inauguró oficialmente la oficina en Barrancabermeja, ubicada inicialmente en la vía a El Centro, en el cruce con el barrio Cincuentenario. Es importante recalcar un detalle clave: en Barrancabermeja, El Centro no es el área céntrica de la ciudad, sino un corregimiento donde se encuentran las instalaciones de Ecopetrol, y está situado a unos 11 kilómetros de Barrancabermeja, rumbo a Yarima.

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     Si alguna vez te encuentras en Barrancabermeja y decides tomar un taxi hacia el centro de la ciudad, debes indicarle al conductor que te lleve al "Comercio", porque si solo le mencionas "el centro", te llevarán al corregimiento.

    En ese momento comenzaba a cumplirse otra parte de mi petición hecha doce años atrás a mi mente subconsciente. Estaba recibiendo un buen salario, los jefes se encontraban en Bogotá y rara vez me visitaban. Además, no tenía horario fijo, pues me desempeñaba como gerente, secretario, despachador y embarcador ante Ecopetrol, para la cual Transcontinental prestaba los servicios de transporte de tubería y materiales para los pozos en perforación o limpieza. Se realizaban pocos viajes a la semana y, cuando había más, rara vez ocurrían varios en un solo día.

      El jueves 27 de octubre de 1983, la segunda parte de mi solicitud comenzaba a hacerse realidad. Ese día desperté muy temprano y, aunque no tenía nada pendiente por hacer, decidí salir después de las seis de la mañana para El Centro a tomar un tinto con Don Jesús Reyes Salazar, coordinador de Operaciones Asociadas de Ecopetrol Bogotá.

      En El Centro, la jornada de trabajo comienza a las seis de la mañana y termina a las 10:30, cuando se hace una pausa para el almuerzo, retomándose a las 12 del mediodía hasta las cuatro de la tarde.

    Cuando transitaba cerca del club Cardales, divisé un Renault 4 de color azul, con placas IC 0217, del que emanaba una pequeña columna de humo. Justo en ese momento, se bajaron dos elegantes damas que, alarmadas por la situación, me hicieron señales para detenerme.

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    Sin pensarlo dos veces, detuve la marcha, tomé el extintor y me acerqué a socorrerlas. Levanté el capó, desconecté la batería y, al instante, el humo cesó. Acto seguido, empujé el vehículo hasta la portería del club, donde le pedí al celador del lugar que lo tuviera en cuenta hasta que más tarde llegara el mecánico.

     Resuelta parcialmente la situación, me dirigí a las damas para preguntarles dónde vivía el mecánico de confianza, ya que pensaba llevarlas hasta allí. La conductora me respondió que vivía en El Centro. Sin dudarlo, les contesté: "No se preocupen, las llevaré, pues voy hacia allá".

    El vehículo que conducía era un campero Daihatsu de dos puertas, el cual las damas ocuparon de inmediato. Algo inusual sucedió en ese momento: la conductora se subió primero y se acomodó en el asiento posterior, mientras que la pasajera más joven ocupó el asiento del copiloto. Desde el momento en que las vi, me llamó poderosamente la atención la primera, por lo que no dudé en sugerirle amablemente a la otra que cambiara de puesto con su amiga, a lo cual accedió rápidamente, y emprendimos el viaje hacia El Centro.

    Durante el trayecto, nos presentamos y comentamos sobre situaciones cotidianas. Entre otras cosas, les pregunté por qué viajaban tan temprano. La conductora, Maureen Luz Ojeda Vásquez, me explicó que trabajaba en la Caja Agraria, mientras que su amiga, Elvia González, lo hacía en el Banco Comercial Antioqueño, que estaba justo en los bajos de la oficina de Don Jesús Reyes, a donde me dirigía.

    Al llegar al banco, Elvia fue la primera en bajar, ya que allí era su destino. Maureen Luz, que estaba en el asiento del copiloto, también se dispuso a bajar.

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     Don Jesús, quien estaba en la ventana, nos vio y reconoció a las dos. Continué mi camino hacia la Caja Agraria, que quedaba a pocos metros más adelante. Aproveché la ocasión para pedirle a Maureen Luz su número telefónico, a lo que ella accedió amablemente, agradecida por haberla auxiliado. Me lo proporcionó: 261. Me despedí, comentándole que su nombre me parecía un poco difícil de recordar, a lo que ella respondió con una sonrisa: "Después que te lo aprendas, jamás se te va a olvidar". Le prometí que la llamaría en los próximos días.

     Cuando llegué a la oficina de Don Jesús, este me recibió con una mirada crítica y, casi sin darme tiempo a saludar, me increpó y sentenció: "Ni crea que Maurencita le va a hacer caso a usted. Le cuento esto para que se baje de esa nube. Ella ha rechazado incluso a directivos de la empresa". Me ha rechazado a mí, me dijo. "Ella tiene su propio criterio, y no está interesada en nadie.

     Su nombre es Maureen Luz, por si pensaba que tenía alguna posibilidad con ella", sentenció, antes de seguir con su retahíla de imposibles, detallando con tono despectivo los rechazos que ella había hecho a lo largo de los años.

     Cuando terminó de hablar, lo miré serenamente y respondí con convicción: "Para Dios nada es imposible. O, mejor dicho, para Dios todo es posible. No vaya a ser que sea esa persona que llevo años pidiendo a mi mente subconsciente".

     Dejé que el silencio llenara la oficina durante unos segundos, mientras digería sus palabras.

    Pasaron varios días antes de que volviera a pensar en Maureen Luz. Sin embargo, el 1 de noviembre, que era festivo, sentí que era el momento adecuado para dar el siguiente paso.

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     Esa noche, me dirigí a su casa en Barrancabermeja. Al llegar, me atendió su madre, Doña Lola, como cariñosamente la llamaban. Era una mujer cálida y amable, que al verme me sonrió y me comentó que Maureen Luz había salido, pero que estaba cerca, ya que su carro estaba estacionado justo al frente de la casa.

     Decidí regresar más tarde. No había pasado mucho tiempo cuando Maureen Luz abrió la puerta con una sonrisa y me invitó a pasar. Muy educada, me presentó a su madre, explicándole que era el joven que le había ayudado durante el percance días atrás. La conversación fluyó con naturalidad. Mientras disfrutábamos de una botella de piña colada, compartimos muchas historias y detalles de nuestras vidas.

     Entre las anécdotas que conté, mencioné que llevaba un mes administrando una oficina de transporte en Barrancabermeja, y que no conocía a muchas personas en la ciudad. Además, le confíé que estaba a punto de cumplir años y le pedí, casi tímidamente, si podría celebrarlo en su compañía. A su sorpresa y alegría, aceptó con gusto, mostrándome su disposición y haciéndome sentir bienvenido en su hogar.

     El viernes 4 de noviembre de 1983, nos comunicamos temprano y acordamos que pasaría por ella alrededor de las siete de la noche para salir a cenar. Todo transcurrió como planeado, y, al ser fin de semana, extendimos la celebración en una taberna hasta cerca de la medianoche. Al salir, antes de llevarla a su casa, pasamos por el barrio La Floresta, donde aproveché para mostrarle el lugar donde vivía. Esa noche logré que aceptara algo que llevaba tiempo deseando: visitarla todos los días como amigo. Ella accedió con una sonrisa, y esa promesa marcó el inicio de una rutina que pronto se volvería indispensable para ambos, como veremos más adelante.

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     Las visitas diarias no se hicieron esperar. Cada tarde encontraba una excusa para pasar por su casa, disfrutar de su compañía y seguir conociéndola más profundamente. En una de esas visitas, surgió un tema inesperado: le pregunté, con curiosidad pero sin intención de incomodarla, por qué seguía soltera siendo tan pretendida y con tantas cualidades admirables. Su respuesta, cargada de sinceridad, abrió la puerta a una nueva etapa en nuestra relación.

    Maureen Luz me confesó que el principal motivo era el miedo casi irracional que sentía hacia la maternidad. La sola idea de tener hijos le causaba un pánico que no podía explicar del todo. Todos sus pretendientes, especialmente aquellos que buscaban algo serio, compartían un requisito que para ella era inaceptable: querían tener hijos, mínimo dos. Eso siempre terminaba por romper el encanto y la conexión que pudiera haber.

     Su honestidad me dejó pensativo, pero también me dio el impulso que necesitaba. Al día siguiente, retomamos la conversación. Con cierto tono casual, le comenté que conocía a alguien que podría ser exactamente lo que ella buscaba: un hombre interesante que, al igual que ella, no deseaba tener hijos. "Si me lo permites, podría presentártelo", le dije, probando su reacción.

     Su respuesta fue un rotundo no. Me miró con una mezcla de seriedad y ternura, y replicó: "No tengo afán. Si Dios quiere que conozca a alguien así, Él se encargará de ponerlo en mi camino".

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