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MIS ÚLTIMOS 50 AÑOS      1971 – 2021     CARLOS CAMPOS COLEGIAL

     A propósito, ¿por qué el carro no está con usted como debe ser? Aliste su equipaje, porque se regresa conmigo para Bogotá. El conductor que viene conmigo lo reemplazará." Mientras trataba de explicarle que no hacía mucho había llegado del pozo a comer y estaba esperando que el señor Mattos, jefe operacional de Pool Américas, la empresa propietaria del equipo, regresara al pozo para irme con él, una sensación de impotencia, desconcierto y desazón se apoderó de mí.

    Llegamos al pozo y entramos a la oficina. Allí estaban los ingenieros y el geólogo, todos juntos. Se saludaron efusivamente, mientras Don Mario le comentaba al ingeniero Correa el propósito de su visita, entre otras cosas, relevarme por el hombre que lo acompañaba. El ingeniero me pidió que me retirara del lugar momentáneamente, ya que necesitaban tener una conversación privada. Durante casi tres horas, esperé fuera de la oficina, mientras mi mente se llenaba de pensamientos sobre lo que me depararía el futuro.

     Lo único que me mantenía con algo de optimismo era la petición que había hecho a mi subconsciente diez años atrás y las palabras firmes de mi amigo Oscar Mendoza, que me había dado meses antes.

    Don Mario salió con su conductor y, como había traído una botella de whiskey que consumieron durante la reunión, un poco ebrio, me dijo: "Quédese aquí hasta que se le dé la gana, porque para los ingenieros usted es el consentido. Así que no lo llamarán más de la oficina para ofrecerle relevo." Antes de irse, me felicitó, diciendo que estaba haciendo quedar muy bien a la empresa.

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    Entré a la oficina y los cuatro nos abrazamos entrañablemente, ya que habíamos logrado algo realmente difícil. Como todos estábamos alegres y el pozo se encontraba en periodo de fragüe (acababan de cementar el revestimiento de 7 pulgadas), decidimos salir a Barrancabermeja a celebrar hasta altas horas de la noche.

     En agosto de 1982, se programaron los últimos pozos del contrato en ese yacimiento, con dos perforaciones desviadas. Para ello, llegó al lugar un ingeniero argentino, José Sarmiento, quien causó asombro cuando lo recogí en el aeropuerto. Se presentó con un juego de siete maletas del mismo color amarillo intenso. Con él, aprendimos sobre la cultura de muchos lugares del mundo, ya que se había desempeñado durante años como ingeniero en Dowell Schlumberger, una empresa especializada en este tipo de pozos.

     A medida que el año llegaba a su fin, el equipo se trasladaba hacia las cercanías de la población de Puerto Wilches, donde culminaría el contrato con dos perforaciones cerca del río Magdalena. Una tarde, el ingeniero y yo fuimos a inspeccionar el progreso de los trabajos previos a la llegada del equipo. Mientras pasábamos cerca del Instituto Técnico, vi a una joven esperando que le abrieran la puerta. Su silueta no me era desconocida. Por un momento, la duda me asaltó, así que, casi instintivamente, tocó ligeramente el pito del vehículo. Y, para mi sorpresa, no me había equivocado: era ella. Una estudiante de la Universidad de Pamplona, a quien había visto por primera vez de manera accidental en la mañana de 1974, cuando me dirigía al seminario y ella se dirigía a la universidad.

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    Eso ocurrió justo después de haber vivido una experiencia inolvidable con la señora que, de manera dedicada y amable, me enseñó las artes amatorias.

   Es importante destacar que, en ese entonces, al verla aquella mañana, quedé  profundamente impresionado por su porte y su presencia. Aquella imagen se grabó con fuerza en mi subconsciente, quien, como siempre, no tardaría en atender uno de mis más profundos deseos. Como era costumbre, mi mente se encargó de hacer realidad una de mis peticiones, sin que yo lo solicitara de manera explícita. En ese momento, esa joven pasó a formar parte de una de las muchas peticiones que, desde hacía años, había formulado en mi mente sin ser plenamente consciente de ello.

   Recuerdo que, cuando le mencioné a mis amigos quién era ella, todos, al unísono, se burlaron. Ella era la novia de un conocido habitante de Pamplona, un hombre al que apodaban "el japonés". Aunque ellos no lo creyeron, les insistí que, para mi mente subconsciente, al igual que para Dios, nada es imposible. Todo es posible, y el tiempo siempre, tarde o temprano, me daría la razón.

    En aquel momento, mis amigos me desafiaron, pero en el fondo sabía que esta historia formaba parte de un proceso más grande, una serie de acontecimientos que el destino estaba tejiendo con paciencia. Las piezas, sin que yo lo supiera, estaban comenzando a encajar. Era como si, al pasar los años, mi vida estuviera tomando la forma que mi subconsciente había visualizado tanto tiempo atrás, y esa joven, sin duda, representaba una de esas señales que comenzaban a materializarse.

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   Días después, el equipo y el campamento se trasladaron a Puerto Wilches, una pintoresca población que, al igual que otros lugares de la región, dejó una huella imborrable en mí. Durante mi estancia allí, viví una serie de eventos que, estoy seguro, solo podrían ocurrir en esa localidad y, por efecto de vecindad, también en Barrancabermeja. Un día, el ingeniero me pidió que fuera al pueblo a buscar al dueño de las chalupas para solicitarle una adicional que nos ayudaría en Barrancabermeja, ya que llegaban unos ingenieros adicionales de visita.

    Al llegar al pueblo, eran cerca de las siete de la noche, y la mayoría de los habitantes se encontraban descansando del calor en sus mecedoras, sentados en las terrazas de sus casas. Al llegar a la calle que me habían indicado, me acerqué a una de las vecinas y le pregunté por la casa del dueño de las chalupas. Ella, con una calma característica de la región, me respondió lo siguiente: "Ves a esas señoras que están reunidas en círculo, alrededor de la señora con gafas y cabello canoso? Todas ellas son mujeres del hombre que buscas. Pero si quieres dejarle un mensaje, tendrás que hablar con la señora que te indiqué".

    Siguiendo su consejo, me acerqué a la mujer de gafas y cabello canoso. Ella, con una actitud muy formal y tranquila, me atendió y tomó mi pedido. Al despedirme, regresé nuevamente a la fuente de mi información para corroborar los detalles, y la vecina, con la misma calma, me explicó que, efectivamente, esa era la estructura del hogar del hombre en cuestión.

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    Fue en ese momento cuando comprendí que la cultura de esta región era bastante diferente a todo lo que había experimentado hasta entonces. La señora de gafas y cabello canoso no solo era la más respetada del grupo, sino que ocupaba el puesto de cabeza del clan. A ella le seguían las otras mujeres por orden de llegada, y todas debían rendirle un respeto absoluto, ya que era con ella con quien el señor de las chalupas llevaba a cabo los arreglos para los gastos familiares. Este hombre vivía con todas ellas, en seis casas separadas pero cercanas unas a otras, y aunque parecía ser el jefe de la familia, también debía acatar las decisiones que las mujeres tomaban de manera democrática.

    Una de las anécdotas más curiosas que me contaron fue sobre un incidente reciente en el que el jefe de la familia llegó con una nueva novia. Después de que las mujeres realizaran su propia investigación sobre la joven, decidieron que ella no ocuparía el octavo puesto que el jefe había intentado asignarle. Semanas después, una joven recién egresada del Instituto Técnico ocupó ese lugar, con el total acuerdo y beneplácito de las siete mujeres restantes. Todo esto se hacía según las normas no escritas del clan, y cualquier intento de alterar el orden establecido era rápidamente corregido de forma colectiva.

    Este relato sobre las dinámicas familiares de Puerto Wilches me dejó una profunda impresión, ya que ilustraba no solo las costumbres particulares de la región, sino también cómo las relaciones dentro de esa sociedad funcionaban bajo un sistema propio, de respeto mutuo y acuerdos no necesariamente convencionales.

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   En Barrancabermeja, más adelante, viviría una experiencia similar, aunque con un matiz técnico que bien podría analizarse de una forma diferente, pero eso es una historia para otro momento.

   Durante mi estancia en Puerto Wilches, busqué la manera de reencontrarme con la dama que había visto años atrás en mi natal Pamplona, una imagen que no había podido sacar de mi mente desde aquel entonces.

   Finalmente, logré conocerla gracias a la intervención de la bibliotecaria del colegio, quien me la presentó durante una de las tradicionales fiestas de caseta que se celebraban todos los fines de semana en el pueblo. A partir de ahí, comenzamos una linda amistad que, con el tiempo, se transformó en una historia de amor que culminó con el nacimiento de mi única hija, Dolly Melitza Johanna Paola. Este era otro de los pedidos que había hecho a mi mente subconsciente, y, como siempre, el destino me lo concedió.

    El contrato llegó a su fin, y el equipo y el campamento se trasladarían a Bogotá para, finalmente, regresar a los Estados Unidos, de donde habían llegado originalmente. El viernes 11 de febrero, ya entrada la noche, compartí con ella nuestro primer beso, marcando el inicio de la relación amorosa que mencioné previamente. En la madrugada del sábado, partimos hacia Bucaramanga, donde ella residía con su madre y hermanos. Permanecí allí hasta el lunes, aprovechando para hacer que el radiador de la camioneta se reparara. Cuando la camioneta estuvo lista, ya era tarde, pero inmediatamente tomé rumbo a Bogotá, llegando a la oficina a primera hora.

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     En la oficina me recibieron el vehículo y me entregaron otro para llevar unas muestras geológicas al aeropuerto. Sin embargo, el avión que debía recibirlas nunca llegó, por lo que me vi obligado a regresar a la oficina. Fue allí cuando Don Mario Zorro me comunicó que debía tomar unas vacaciones, lo cual acepté y firmé sin problema. Sin embargo, antes de marcharme, debía realizar una última tarea: en compañía de un funcionario, recoger un campero Daihatsu en el concesionario para llevarlo a campo Casabe, en Yondó, y entregarlo antes del mediodía, ya que pasaba el último ferry.

     Recogimos el campero y, alrededor de las 9 de la noche, partí hacia Barrancabermeja. Desde allí, continué mi viaje a Puerto Wilches y, finalmente, a Pamplona para visitar a mi familia, a quienes hacía ya bastante tiempo que no veía.

    Después de un agotador viaje de Bucaramanga a Bogotá, donde no pude dormir debido a la espera en el aeropuerto por el avión que recogería las muestras, decidí comprar una botella de aguardiente, una Coca-Cola y dos paquetes de Marlboro para mantenerme despierto. En aquellos tiempos, se consideraba que una mezcla de aguardiente, Coca-Cola y cigarrillos era la fórmula ideal para mitigar el sueño y la fatiga. Este hábito no solo era común, sino que no se sancionaba, y, en comparación con la actualidad, los accidentes ocasionados por ello eran extremadamente raros.

   El campero recién sacado del concesionario presentaba una peculiaridad en su funcionamiento. En esa época, los vehículos necesitaban un proceso de despegue en el que el motor debía andar a baja velocidad. A pesar de acelerar el motor, la velocidad del campero no era considerablemente alta, pero mejoraba gradualmente a medida que el motor tomaba ritmo.

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    Ya de madrugada, llegué a Bucaramanga, donde desayuné rápidamente para reponer fuerzas antes de iniciar la parte final del viaje, la más ardua. A pesar de los cigarrillos y el aguardiente, el cansancio y el sueño comenzaron a hacer su trabajo.

    El calor implacable y la topografía de la carretera, principalmente plana y recta, hicieron que el trayecto fuera aún más difícil. En muchos momentos, experimenté lo que se conoce como micro sueños, esos momentos fugaces en los que el cuerpo cede al cansancio y la mente se apaga brevemente. Afortunadamente, logré recuperarme a tiempo en varias ocasiones, pero el agotamiento era tal que, al llegar a La Fortuna, no pude más. Decidí tomar una decisión sensata y encargué a un dueño de un pequeño negocio que me despertara después de una breve siesta de media hora.

      Después de descansar una media hora en La Fortuna, logré reponer energías y, con la mente más despejada, continué mi tortuoso viaje. Llegué a tiempo para embarcar el campero en el ferry que zarpaba en el puerto de Barrancabermeja. Aproveché el corto trayecto para dormir profundamente. Ya a la una de la tarde, llegué a las instalaciones de Ecopetrol Casabe, en Yondó (Antioquia), donde entregué el vehículo.

     Al instante, me regresé en bus desde Barrancabermeja hasta Puerto Wilches, allí llegué al único hotel del pueblo. Allí, me hospedé y pasé la noche, sumido en un sueño reparador que me permitió descansar durante más de 24 horas seguidas. Nunca había dormido tanto en toda mi vida.

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     Esa noche, el sueño se apoderó de mí por completo, y no desperté hasta la tarde-noche del día siguiente. Después de tan reparador descanso, me sentí como nuevo. Aproveché el tiempo restante de mi estadía en Puerto Wilches para visitar a la profesora Dolly Cecilia Ruiz Marín.

     Compartimos varios días realizando actividades juntas, disfrutando de su compañía y la tranquilidad del lugar. Fue una semana agradable y relajante, pero todo tiene un final. Decidí partir hacia Pamplona para visitar a mi familia, ya que hacía tiempo que no los veía. Pasé dos días con ellos, disfrutando de su compañía y poniéndome al día con todo lo que había sucedido en el tiempo que había estado fuera.

     Sin embargo, mi descanso fue interrumpido de manera inesperada. Mientras estaba en Pamplona, recibí una llamada en el negocio de Don Pacho. Era Don Mario, quien me informó que debía interrumpir mis vacaciones inmediatamente. Había recibido una solicitud urgente desde Bogotá: un ingeniero que no conocía requería que yo fuera el conductor del campero para un pozo de Apiay, pues exigían que fuera yo quien lo condujera personalmente. Esta solicitud me tomó por sorpresa, pero comprendí la importancia de la situación y acepté sin dudarlo. Me asignaron un pasaje desde el aeropuerto de Cúcuta, el cual reclamé y utilicé ese mismo día. Llegué muy tarde a la oficina en Bogotá, donde recogí el campero y, tras hacer los preparativos, partí de inmediato hacia el campo de Apiay.

     Solo un día después de haber llegado al campo de Apiay, mientras esperaba en un semáforo que cambiara, sucedió un incidente que pudo haber sido mucho peor.

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     Un bus urbano que venía detrás de mí se quedó sin frenos y me embistió por completo. El impacto fue tan fuerte que lanzó el campero que conducía unos siete metros hacia adelante.

     Por suerte, estaba en primer lugar en el semáforo y no había otros vehículos pasando en ese momento. El choque fue registrado por el tránsito, quien elaboró el croquis correspondiente. Ambos vehículos quedaron retenidos en los patios de Villavicencio mientras la empresa enviaba su equipo para encargarse de los trámites necesarios.

    Al día siguiente, muy temprano, una camioneta llegó para reemplazar al campero y pude continuar con mi trabajo en Apiay. Estuve en el campo hasta junio de ese año. Durante mi estancia en ese lugar, uno de los aspectos más curiosos que viví fue mi encuentro con un vecino muy peculiar. Este hombre tenía como mascota un gallinazo, un ave que había criado desde pequeña y que cumplía una serie de funciones en su casa. El gallinazo actuaba como vigilante y mensajero, entre otras cosas. Cuando alguien desconocido llegaba a la casa, el ave salía inmediatamente a recibirlo, extendía sus alas de manera imponente y emitía un fuerte graznido. Este sonido alertaba a su dueño, quien luego le daba la orden de tratar al visitante como uno más de la casa. El gallinazo, obediente, se posaba tranquilamente en las piernas del visitante, dejándose acariciar con una confianza sorprendente.

     Sin embargo, lo que realmente me dejó paralizado fue el día en que el ingeniero me encargó una tarea un tanto inusual. Necesitaba conseguir una olla, similar a las que se usan en el ejército, para hacer un sancocho. 

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