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MIS ÚLTIMOS 50 AÑOS      1971 – 2021    CARLOS CAMPOS COLEGIAL

     Todo quedó resuelto antes de las siete de la noche, justo cuando me encontré con Doña Elvira.

    El lunes descargué los empaques y, seguidamente, cargué un viaje de maíz para Quaker en Cali, que pagaba muy bien. En otro acto de irresponsabilidad, decidí cargar 10 toneladas de maíz, a pesar de que las llantas del camión estaban en muy mal estado.

     Aun así, con la carga lista, salí de Florencia acompañado por otros 20 camiones que también se dirigían a Cali. La ruta que tomamos fue la siguiente: Florencia – Garzón – Tarqui – Pital – La Plata – Puracé – Popayán – Cali. Siempre me ha gustado madrugar, y esa costumbre me favoreció enormemente en este viaje. A tan solo unos kilómetros de Florencia, la primera llanta trasera explotó. Afortunadamente, uno de los camiones que me seguían me prestó un repuesto. La misma situación se repitió con las llantas restantes. Finalmente, llegué a Garzón con las cuatro llantas traseras prestadas, pero allí, al entregarlas, quedé con el camión parado sobre bancos de madera, con las cuatro llantas por conseguir.

     Era ya muy tarde en la noche cuando, por suerte, pasaba por el lugar una tractomula. En aquella época, las tractomulas eran muy escasas, pero esa llevaba cuatro llantas con sus neumáticos, los cuales acababa de reemplazar en Neiva. Accedió a venderme las llantas, aunque un poco costosas, pero estaban en muy buen estado, y el camino que me esperaba era largo y desafiante. Además, me había quedado atrás de los compañeros de viaje, quienes ya me llevaban una buena ventaja. Consciente de que era una oportunidad que no podía dejar pasar, compré las llantas y se montaron inmediatamente al camión. 

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   Después de descansar un rato, reanudé el viaje en la madrugada sin ningún inconveniente. Pasé por Tarqui, Pital, La Plata, y al llegar la tarde, llegué a Puracé.

     El paso por esta población es algo que nunca olvidaré, ya que consta de una sola calle, muy estrecha y con una inclinación extremadamente pronunciada, lo que me llenó de miedo. Al tomar esa calle, la carrocería del camión crujía como si fuera a desarmarse. Los habitantes del lugar, en su mayoría, se asomaban a la puerta para observar el proceso, lo que hacía la situación aún más intensa. Afortunadamente, logré sortear esa calle sin incidentes y, tras reponerme un poco, continué mi camino. Al día siguiente, muy temprano en la mañana, finalmente llegué a Cali.

     Al llegar al sitio de descarga en Quaker, me encontré con una escena que no había previsto: al menos cien camiones estaban haciendo fila para descargar. El proceso era tedioso, ya que debíamos descargar los bultos uno por uno, directamente sobre una zaranda, que a veces se atascaba, lo que retrasaba aún más el trabajo. Pasé 24 horas haciendo fila durante dos días, hasta que finalmente logré descargar el camión. Ya con el camión vacío y después de cobrar el saldo del flete, salí en dirección a un ingenio azucarero, donde Doña Elvira me había conseguido un viaje para Ibagué. Allí, nuevamente, tendría que esperar hasta el viernes para repetir el recorrido que ya había hecho.

     Ese sábado, muy temprano, cargué en un ingenio en las afueras de Cali y me dirigí rumbo a Ibagué. Después de un largo y exigente viaje, arribé en la madrugada del domingo.

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    Antes de continuar con mis tareas, me comuniqué con Chacón, quien estaba ansioso por hablar conmigo.

     Me informó que finalmente había salido el trabajo y que debía presentarme el lunes a primera hora. El cliente que recibiría la carga de azúcar necesitaba que todo estuviera listo con urgencia, lo que me permitió descargar antes del mediodía. En menos de unas horas, el camión estaba estacionado en la estación de servicio, justo frente al depósito de Doña Elvira.

     Dejé el camión bajo su cuidado, agradeciéndole profundamente por todo lo que había hecho por mí. No era solo su ayuda, sino la generosidad de alguien que ni siquiera me conocía. En este punto, ella se convirtió en una figura clave en mi travesía, una persona a quien nunca podré pagar por todo lo que hizo. Con la promesa de que en la semana Alfonso Chacón iría a recoger el camión, nos despedimos, sin saber que ese sería el último encuentro entre nosotros.

    Esa misma noche, tomé un bus hacia Bogotá, llegando a la capital en la madrugada del lunes 21 de septiembre. Al llegar, entregué cuentas a Chacón y su esposa, quienes, sorprendidos y gratamente agradecidos por los resultados, no dejaban de darme las gracias. Había cumplido con todo lo acordado: entregué un saldo de 10.000 pesos, además de un camión con varias mejoras. Dejé el camión con carpa en buen estado, cruceta, dos llantas de repuesto, un extintor, y varios ajustes mecánicos que se habían corregido y reparado durante mi tiempo al mando. Fue un balance final que dejó a todos satisfechos, pues más allá de los beneficios materiales, había demostrado mi compromiso y esfuerzo, algo que me abriría más puertas en el futuro.

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    Al llegar a la oficina, me presenté con expectativas altas. De inmediato, firmé un contrato a término indefinido y recibí un anticipo de 10.000 pesos, destinados para gastos e inventario de un campero Toyota último modelo, que me sería asignado para el campo de Apiay, en el Meta. En ese momento, no tenía la menor idea de dónde quedaba dicho campo, por lo que decidí preguntar a varios colegas que se encontraban en la oficina, esperando asignación de trabajo. Ellos me indicaron la ruta a seguir, y cuando ya estaba listo para salir, algo inesperado ocurrió. Don Enrique, desde su oficina, salió por la ventana y me pidió que devolviera el campero, subiera de nuevo a su oficina. Mi mente comenzó a recorrer un sinnúmero de posibilidades sobre el cambio de planes, pero confiaba plenamente en que lo que me esperaba sería aún mejor, y efectivamente, así fue.

     Don Enrique, con su habitual seriedad, me explicó que había decidido cambiar la asignación a última hora. Me comentó que acababan de recibir una llamada urgente desde el campo El Llanito, en Barrancabermeja, donde el ingeniero jefe del pozo había solicitado un cambio inmediato de conductor para la camioneta destinada al pozo. Me dio las instrucciones necesarias, además de advertirme que estaba completamente prohibido prestar la camioneta a los ingenieros; debía estar disponible las 24 horas del día, los 7 días de la semana. A su vez, me indicó que debía permanecer allí al menos dos meses, tiempo tras el cual retornaría a Bogotá para iniciar un proceso de formación y trabajo con vehículos pesados, lo que eventualmente me llevaría a operar tractomulas.

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     Con el compromiso ya hecho, me asignaron un nuevo anticipo para cubrir los gastos y me entregaron una carta dirigida al ingeniero jefe de pozo, Luis Carlos Correa Álvarez, junto con las demás instrucciones necesarias para llegar al destino. A continuación, me transportaron hasta el Barrio 7 de agosto, una zona conocida en Bogotá por ser el punto de partida de los transportes hacia diferentes partes del país. Desde allí, tomé el primer bus con destino a Bucaramanga, y de allí un colectivo que me llevó finalmente hasta Barrancabermeja.

     Llegué a Barrancabermeja en el terminal callejero cerca de Copetran, donde tomé un taxi. Le pedí al conductor que me llevara hasta las residencias Moreno, ya que allí debía encontrarme con el señor Manuel Acosta, quien conducía un carrotanque. Cada mañana, muy temprano, él se desplazaba hasta el pozo para suministrar A.C.P.M. al equipo. Después de un largo recorrido y de haber pagado el servicio, finalmente llegué al lugar y me encontré con Manuel. Juntos, viajamos al pozo para comenzar una nueva etapa en mi vida, que como verán más adelante, duró casi treinta años.

    Es importante mencionar que el taxista me tumbó, por decirlo de alguna manera, ya que la residencia Moreno se encontraba a solo dos cuadras de donde lo tomé. Sin embargo, no le di mayor importancia, pues lo que me aguardaba era mucho más significativo.

     Llegamos al pozo alrededor de las siete de la mañana. El sol brillaba con todo su esplendor, y el calor en el ambiente era abrumador. Al preguntar por el ingeniero jefe, me informaron que él ya se encontraba en el equipo.

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     Poco después, apareció un joven de mi edad, quien se presentó como el ingeniero jefe. La sorpresa fue total, ya que había supuesto que se trataría de un hombre de unos 40 años o más.

    Este joven ingeniero, tras la presentación, me contactó de inmediato con el conductor de la camioneta, una Chevrolet de doble transmisión con placa FC 8761. La orden era clara: recibir el vehículo inventariado y, sin demora, llevar al conductor hasta Barrancabermeja para su desplazamiento hacia Bogotá. Así sucedió, y antes de las 10 de la mañana, ya estaba nuevamente en el equipo, listo para iniciar mis labores. La rutina comenzaba a tomar forma y la sensación de estar involucrado en un trabajo que marcaría un antes y un después en mi vida era cada vez más fuerte.

     Al mediodía, mientras transportaba al ingeniero al campamento, que se encontraba a varios kilómetros de allí, me preguntó si era posible enseñarle a conducir. Le expliqué que tenía prohibido hacerlo, pero que si lo hacíamos discretamente en algún lugar despoblado, no habría ningún problema. Desde ese momento, comenzó una excelente relación laboral, que perduró durante toda mi estancia en ese equipo. Lo que inicialmente parecía ser un compromiso de dos meses se extendió a 17 meses, superando ampliamente el plazo original.

     En poco tiempo, me adapté a las condiciones de trabajo, todas ellas completamente nuevas y enriquecedoras. Cada día me ofrecía un reto diferente, pero también nuevas oportunidades de aprender y crecer. Cuando cumplí los primeros dos meses, el 20 de noviembre, recibí una llamada de Bogotá a través de la radio.

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     Me indicaron que debía alistarme, ya que al día siguiente enviaban a quien sería mi reemplazo. Ante esa noticia, le pregunté al interlocutor si existía la posibilidad de quedarme dos meses más. Él, sorprendido, ya que era la primera vez que un conductor en mis condiciones no solo completaba los dos meses establecidos, sino que además solicitaba extender su estadía, me respondió que no había ningún problema. Me informó que se comunicarían nuevamente conmigo el próximo 20 de enero para darme instrucciones sobre lo siguiente.

     El ingeniero Correa se turnaba cada dos semanas con el ingeniero Rodrigo Pérez Valencia, ambos originarios de Medellín y egresados de la Universidad de Antioquia. Trabajaban en Operaciones Asociadas de Ecopetrol. A estas alturas ya me movía como pez en el agua en el campo, y por iniciativa propia le propuse al ingeniero de Lodos, Vladimir Galindo, que me enseñara el manejo de los lodos, un aspecto fundamental para el normal funcionamiento de la perforación de pozos petroleros. Hice lo mismo con el geólogo Fernando Pachón, quien era el miembro más veterano del equipo y rondaba los 50 años.

     Mi interés por aprender se convirtió en un motor para mi crecimiento dentro del equipo y, con el tiempo, en una herramienta invaluable para mi desempeño.

     El viernes 4 de diciembre, algo me decía que Zoraida ya debía haber tenido a mi segundo hijo. Convencí al ingeniero para que me prestara la camioneta para ir hasta Cúcuta y conocerlo. Lo único que me pedía era que debía estar de regreso antes de las siete de la mañana del día siguiente. 

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    Inmediatamente salí hacia las tres de la tarde, haciendo una parada breve en casa de mi familia antes de continuar hasta Cúcuta. Al llegar, me encontré con la grata sorpresa de que efectivamente el niño había nacido el día anterior, jueves 3 de diciembre de 1981, a las diez y treinta de la mañana. El pequeño se llamaba Juan Carlos Campos Carrillo. No me demoré mucho, ya que mi compromiso con el trabajo era firme, y emprendí el regreso con la promesa de estar presente para el registro civil del niño. Regresé al pozo a las cuatro de la mañana sin novedad alguna, cumpliendo con los tiempos establecidos.

    El 20 de enero, puntualmente en la mañana, nuevamente se comunicaron desde Bogotá para enviarme el relevo. Al rechazarlo por segunda vez, esto causó extrañeza en los directivos y dueños de la empresa, y el nombre de Carlos Campos empezó a tomar cierta relevancia en la oficina. Es importante destacar que el sueldo se consignaba muy puntualmente cada quince días en una cuenta del Banco Popular, en la cual me había mantenido vigente desde joven. Mis gastos mensuales eran mínimos, ya que me suministraban comida, hospedaje y arreglo de ropa en el campamento.

     El salario era excelente, equivalente a más o menos tres salarios mínimos vigentes, completamente libres. Por lo tanto, mensualmente enviaba a doña Carmen el equivalente a un salario mínimo como aporte para gastos varios a través de giros de los correos nacionales.

    Poco a poco, comenzaron a dar resultados los deseos que había formulado desde niño en mi mente subconsciente: un trabajo muy bien remunerado.

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    Así, de forma gradual, se fueron cumpliendo uno a uno todos los sueños que había expresado diez años atrás, sin saber que el destino me estaba guiando hacia ese futuro.

    No pude regresar a Cúcuta hasta el miércoles 4 de febrero, cuando finalmente pude recoger a Zoraida y al niño. Nos acercamos a una notaría, y allí se repitió la misma historia de cuando me denunciaron a mí. Como el niño ya tenía más de un mes de nacido, debía ser bautizado antes de poder registrarlo. Dado que no había tiempo que perder, salimos de inmediato hacia Pamplona. Antes de llegar a la notaría, pasé por el hospital y, con la colaboración de una enfermera, logré cambiar el documento de nacido vivo, estableciendo la fecha de nacimiento como el 6 de enero de 1982.

     Finalmente, fuimos a la notaría, donde el registro se realizó sin ningún inconveniente. Después de eso, fuimos a almorzar, y al pasar por el almacén de Don Pacho, nos encontramos con él en la puerta. Zoraida comentó: "A Don Pacho no le pasan los años, está igualito." Cuando le pregunté cuánto tiempo hacía que lo conocía, Zoraida respondió: "Hace mucho tiempo." Luego, me preguntó si yo lo conocía, y le respondí: "Claro que sí, de toda la vida, es mi padre."

     Pensé que el niño iba a caerse de la impresión al escuchar mi respuesta. Me preguntó, incrédula: "¿O sea, tu mamá es Doña Carmen?" Al confirmar mi respuesta, me explicó que ella había trabajado con mi padre. Me relató que todos los días, cuando mi madre iba al mercado, me dejaba en el almacén, y yo, en todo momento, prefería estar con ella en lugar de con su compañera.

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    Esa misma noche, cuando fuimos a casa para que conocieran al niño, Doña Carmen, al verla, no salía de su asombro. Recordaba cómo me alzaba y cómo a veces nos acompañaba hasta la casa, porque yo no quería regresar, y solo ella lograba que me calmara. El asombro de Don Pacho no fue menor, y después de compartir varias anécdotas, salimos para Cúcuta para dejarlos y regresamos de inmediato al pozo en Barrancabermeja.

    Pasaron los meses, y mi interés por comprender todos los aspectos de la operación crecía cada día más. A tal punto que me convertí en un auxiliar con un conocimiento bastante amplio. Cuando había relevo de ingenieros, los nuevos me consultaban ante cualquier duda que pudieran tener. Les ayudaba con la confección de informes y en todo lo que necesitaban.

     Los ingenieros decidieron trasladarme al comedor de staff, firmando en las planillas de obreros, lo cual incomodó a muchos de mis compañeros, ya que no soportaban la situación. Sin embargo, como eran órdenes superiores, debían acatarlas.

    El 20 de mayo en la noche, estaba en el campamento disfrutando de una ensalada de frutas mientras veía una película cuando, de repente, un hombre que no había visto antes entró al recinto. Preguntó por Carlos Campos. Me levanté, lo saludé y le respondí: "Soy yo, a la orden." El hombre me contestó: "Discúlpeme por interrumpirlo. Soy Mario Zorro, y ahora entiendo por qué usted no quiere salir de aquí.

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