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MIS ÚLTIMOS 50 AÑOS      1971 – 2021     CARLOS CAMPOS COLEGIAL

Al regresar a Pamplona esa misma noche, justo antes de alistarme para viajar a Bogotá, me reuní con Don Esteban para darle las gracias por la oportunidad. Le dije que no le cobraría por el viaje, y que, además, cuando regresara a la ciudad, le ayudaría con los gastos de reparación por las abolladuras que había ocasionado.

Don Esteban no solo desestimó mi propuesta, sino que, al contrario, me hizo una propuesta a mí. Me sugirió que lo acompañara al menos una semana más en esa ruta, ya que le había gustado mi manera de tratar la máquina. Me comentó que, con el conductor habitual, solían hacer tres o cuatro paradas en el trayecto de Cucutilla a Pamplona para agregar agua al radiador, pero en esta ocasión no hubo necesidad de detenernos ni una sola vez. Con ese elogio y esa oferta, acepté su propuesta, y esa semana que había solicitado se convirtió en catorce meses continuos de trabajo en aquella ruta, sin interrupción alguna. Fue un período lleno de aprendizaje, nuevos desafíos y, de alguna manera, de una inexplicable conexión con mi destino.

Antes de continuar con el relato de cómo esa experiencia se entrelazó con otras más significativas en mi vida, debo detenerme en un acontecimiento único, uno que se conecta directamente con mi infancia y que marcó mi camino en una dirección que nunca habría imaginado.

Un día cualquiera, llegó de visita una prima de la esposa de Don Esteban. Desde el primer momento en que la vi, algo dentro de mí se despertó.

Sin pensarlo, me sentí impulsado a escribirle un acróstico, una pequeña composición literaria que entregué de inmediato, algo que no era común en mí.

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A pesar de que había una diferencia considerable de edad entre nosotros, no pude evitar sentir que había algo especial en ella, y sorprendentemente, no le fui indiferente. De alguna manera, comenzamos a cruzar algunas frases y papeles con expresiones cariñosas que, aunque tímidas, me daban señales de que había algo de interés. Sin embargo, esas interacciones se apagaron rápidamente cuando su visita terminó y ella regresó a su lugar de residencia.

No obstante, el destino tenía algo más reservado para nosotros. Días después, tuve que ir a Cúcuta a buscar un repuesto para el bus, y de forma inesperada, nos volvimos a encontrar. La sorpresa y la alegría fueron mutuas, y después de charlar un rato, terminamos en un hotel de la capital. Lo que comenzó como un encuentro fortuito se transformó en algo más profundo: nos entregamos al amor, sin reservas, sin preocupaciones por el qué dirán.

Días después, las noticias comenzaron a circular: Ana Zoraida Carrillo Sánchez estaba embarazada, y el padre del hijo por venir era, nada menos que, el conductor del bus de Don Esteban. La situación se volvió rápidamente un tema delicado, pero me comprometí en todo momento a hacerme responsable y sacar adelante aquella circunstancia que, aunque incierta y complicada, sabía que debía afrontar.

Afortunadamente, no pasó a mayores, ya que, a pesar de la preocupación de su familia —que al principio estuvo muy molesta por la situación—, todo tomó un giro inesperado. Cuando supieron que ella me doblaba la edad, las tensiones se suavizaron y permitieron que las cosas siguieran su curso de forma más tranquila.

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La calma regresó a sus corazones, y aunque fue una etapa de muchas dudas y temores, finalmente, el amor de Ana Zoraida y el mío siguieron su curso.

Desde mediados de agosto de 1981, Don Esteban decidió cambiar el piso del bus, que ya estaba algo deteriorado. Para ello, debía llevarlo diariamente desde el parqueadero COTRANAL, en la salida hacia Cúcuta, hasta el taller del carpintero, que se encontraba cerca de la plazuela Almeyda. El puesto del bus en el parqueadero estaba ubicado en la parte más alejada de la entrada, lo que hacía que, generalmente, nadie se estacionara cerca de él. Sin embargo, aquel lunes 3 de agosto, al dejar el bus en su sitio, noté que había un doble troque de color azul oscuro estacionado al lado. Estaban reparando algo relacionado con el motor, así que, al dejar mi bus estacionado, me acerqué a los mecánicos que trabajaban en el camión.

El conductor del vehículo, Aristóbulo Piñeros, y el mecánico, Alfonso Chacón, ambos bogotanos, me recibieron amablemente. Iniciamos una amena conversación, que rápidamente resultó en una invitación por parte de Piñeros.

Me ofreció acompañarlo en el viaje cuando terminaran de hacerle los ajustes al motor, y aprovechando la oportunidad, me sugería que aprendería a manejar la caja de cambios de ese tipo de camión. Acepté la invitación sin dudar, con la expectativa de aprender algo nuevo, y días después, cuando todo estuvo listo, salimos rumbo a Saravena.

Lo que no esperaba era que, al poco de salir de Pamplona, Aristóbulo me cediera el mando del camión. Sin pensarlo mucho, tomé las riendas del vehículo, y lo manejé sin dificultad, conociendo lo básico de los cambios.

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Continué conduciendo hasta el amanecer, cuando finalmente llegamos a Saravena. Allí, nos detuvimos y lo esperé mientras él se dirigía al pozo para cargar un tanque de almacenamiento de 10,000 galones de combustible. Esa experiencia fue única para mí, pues no solo aprendí a manejar un camión doble troque, sino que también viví de cerca lo que implicaba realizar largos viajes por carreteras desconocidas, todo en un contexto en el que, además, me sentí confiado al volante.

En la tarde-noche de ese día, emprendimos el regreso hacia Pamplona, que duró dos días debido a problemas en la vía. Pasamos por Pamplona en la noche, y continuamos hasta Bucaramanga. Desde allí, me devolví, con la promesa de que me ayudarían a ingresar a trabajar en la empresa donde ellos laboraban, una compañía de transporte al servicio de la industria petrolera. Pasaron algunos días y, aproximadamente un mes después, recibí una llamada de Piñeros. Me informó que todo estaba listo para que viajara a Bogotá de inmediato para presentarme en la oficina, y me aseguró que, para facilitarme todo, Chacón me ofrecería hospedaje en su casa, ya que vivía a solo dos cuadras de la empresa.

Con la idea de que se abría una nueva oportunidad laboral, entregué el bus y comencé a preparar mi viaje hacia la capital. Esa misma noche, me embarqué en un bus de Berlinas del Fonce, y al amanecer, llegué a Bogotá. Me quedé en la autopista norte con la calle 163a y caminé unas cuadras hasta la residencia de Chacón. Allí vivía con una señora que recientemente había quedado viuda y tenía un pequeño hijo de meses.

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Dejé mi maleta y, junto con Chacón, fuimos a la empresa. Me recibió el Sr. Enrique Zorro, quien me hizo la entrevista y, tras la cual, ordenó que realizara una prueba de manejo, que fue supervisada por el Sr. Omar Zorro. Tras pasar la prueba, quedé pendiente de que me llamaran para los exámenes y la firma del contrato.

Sin embargo, antes de continuar con el proceso, debía pasar por la oficina del Sr. Enrique Vargas, quien se encargaba de recopilar los requisitos para el ingreso a la empresa. Todo iba muy bien hasta que, en el listado de documentos, apareció un requisito inesperado: una carta de recomendación de alguien de una empresa relacionada con la industria petrolera. Me quedé en silencio, pero dentro de mí pensé que, para Dios, nada es imposible. Llamé a mi amigo Oscar Mendoza Moreno, quien en ese momento residía en Bogotá.

Le conté la situación que estaba viviendo, y como siempre había hecho, con una seguridad descomunal me respondió: "No te preocupes, ven inmediatamente a mi oficina y yo te soluciono el problema". Sin pensarlo dos veces, salí hacia su lugar de trabajo. Cuando llegué, me recibió con el afecto de siempre, abrazándome fuertemente, y me pidió que le narrara todos los detalles de lo sucedido.

Lo que sucedió a continuación fue completamente inesperado y sorprendente. Con una calma y determinación impresionantes, me miró y me dijo: "Carlos, no te preocupes, te voy a hacer la carta, con la certeza de que el trabajo es tuyo. No solo lo vas a conseguir, sino que vas a quedarte allí por muchos años, o, mejor dicho, por todo el tiempo que tú desees".

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Tomó una libreta de taquigrafía con un gesto confiado y me preguntó a quién debía dirigirse la carta. Le mencioné que debía ir dirigida al Sr. Enrique Vargas. Sin perder tiempo, comenzó a escribir con velocidad, haciendo anotaciones concisas pero muy bien estructuradas. Cuando terminó, se levantó, tomó las dos hojas que había utilizado, las arrancó de un tirón, grapó con firmeza y me las entregó.

Yo, aún algo desconcertado por la forma en que había resuelto todo tan rápido, le pregunté cómo podría hacer para que la carta fuera mecanografiada, ya que la apariencia de la carta escrita a mano no me parecía tan formal. Él me miró con una sonrisa segura y me dijo: "No, no te preocupes, entrégala así tal cual. Esa carta tiene más fuerza de lo que te imaginas".

Antes de que pudiera decir algo más, me detuvo cuando trataba de quitarle los sobrantes de papel que quedaban al rasgarla del resorte original de la libreta.

Me increpó con firmeza: "No le quites nada, déjala tal cual está. Y cuando la entregues, mira fijamente al Sr. Vargas y, en tu mente, exígele a que te mande a exámenes. Ese trabajo es tuyo".

Me despedí profundamente agradecido por su ayuda y con la seguridad de que su intervención iba a marcar la diferencia. Salí de su oficina con una sensación de confianza renovada, convencido de que la situación se resolvería de la manera que Oscar había predicho.

Al llegar a casa, compartí mi relato con Chacón y su señora, quienes me escucharon con una incredulidad absoluta. Ellos no podían creer cómo, en tan poco tiempo, un simple gesto de apoyo de un amigo había transformado mi perspectiva sobre el futuro y las posibilidades que se abrían ante mí.

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Mientras me relataban sus dudas y asombro, yo ya sabía en lo más profundo de mi ser que Oscar tenía razón, y que esa carta no solo abriría puertas, sino que me colocaría en el camino correcto para asegurar el trabajo que tanto anhelaba.

Muy temprano, estuve atento a la llegada del Sr. Vargas, con la esperanza de que, tal como había predicho mi amigo Oscar, todo marcharía según lo planeado. Siguiendo al pie de la letra las instrucciones de mi benefactor, entregué la carta. El Sr. Vargas la leyó detenidamente, me miró con una expresión seria y dijo: "Muy bien, pase a personal para que lo envíen a exámenes médicos".

Con esa respuesta, mi ansiedad se disipó momentáneamente. Fui enviado a un centro médico en el que, por suerte, los resultados de los exámenes fueron favorables. Al revisar los informes, me indicaron que debía permanecer pendiente, esperando que se produjera una vacante para cubrirla. Sentí una mezcla de alivio y frustración, ya que la vacante aún no se había materializado. Pasaron los días y no ocurría nada, lo que aumentó mi inquietud. Me encontraba sin hacer nada en casa de Chacón, una situación que me hacía sentir como si el tiempo estuviera pasando por encima.

Fue entonces cuando me enteré de que Chacón tenía un camión Ford Modelo 65 estacionado en un parqueadero. El vehículo no podía trabajar porque carecía de los papeles, la carpa, llanta de repuesto, cruceta, en fin, estaba completamente incompleto. En ese momento, se me ocurrió una idea.

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Le propuse a Chacón que me prestara el camión para realizar algún viaje mientras esperaba una respuesta. Sin embargo, le mencioné que primero necesitaría consultar con mi amigo Oscar, quien siempre había sido mi guía en situaciones como esta.

Cuando le comuniqué mi propuesta a Oscar, él ya sabía exactamente qué hacer. No me sorprendió su respuesta, ya que, como siempre, su seguridad y claridad me daban confianza. Me pidió que le proporcionara todos los detalles del vehículo y, con la misma determinación que lo había hecho antes, concluyó diciendo: "Mañana a primera hora te presentas en la empresa de transporte que te indicaré y empiezas a trabajar con ese camión.

Eso sí, cuando te llamen, de inmediato regresas y dejas el vehículo donde te lo pidan, porque el trabajo es un hecho. Solo que aún no es el momento adecuado, pero ten paciencia".

Con esa indicación tan clara, me sentí más confiado. Emprendí los primeros pasos para poner en marcha la operación. Decidí empeñar un reloj que había comprado no hace mucho y con ese dinero, más un poco más que tenía guardado, compré gasolina para arrancar al día siguiente.

Me presenté en la empresa temprano esa mañana y, de inmediato, me asignaron mi primer viaje: debía cargar un pedido de abono para la Caja Agraria de Neiva, con la indicación de que debía colocarle carpa al camión, ya que en caso de lluvia sería un desastre. En un acto de total irresponsabilidad, les aseguré que lo haría, aunque en el fondo imploraba al Todopoderoso para que todo saliera bien. El flete costaba 4.000 pesos, y me dieron de anticipo 2.000.

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Arranqué en la madrugada, sorteando toda clase de inconvenientes en la vía, pero, afortunadamente, nada grave ocurrió. Sin embargo, al llegar cerca de Neiva, me quedé sin gasolina, y aún estaba a unos pocos kilómetros del destino. Eran las 5 de la tarde cuando, de repente, una camioneta se detuvo detrás de mi camión. Un hombre se acercó y, al verme parado, me preguntó si necesitaba ayuda. Le expliqué mi problema, y de inmediato me alcanzó la llave del tanque, ofreciendo un par de galones de gasolina. No podía creerlo. Con ese pequeño milagro, logré llegar a Neiva.

Apenas llegué, comenzó a lloviznar, así que le pedí al celador que me dejara ingresar el camión a la bodega. Hizo una excepción y permitió que el camión se quedara bajo techo. Justo en ese momento, comenzó a llover con fuerza, un aguacero que se hizo sentir con toda su intensidad. Afortunadamente, el diluvio pasó rápido, y el resto de la noche lo pasé tomando tinto y charlando con el celador, agradecido por haber llegado sano y salvo.

Al día siguiente, descargué la carga y cobré el saldo restante de la planilla. Con ese dinero, compré un gato, una cruceta y una llanta de repuesto de segunda mano. En la tarde, conseguí un viaje para Ibagué, donde debía entregar un motor. El pago por el flete fue de 500 pesos, que era lo único que podía cargar debido a la falta de carpa. Salí en la madrugada hacia Ibagué sin problemas. El descargue fue cerca de una estación de servicio, y allí dejé el camión estacionado.

Fue en ese lugar donde conocí a otro "angelito de la guarda": Doña Elvira Gómez. Ella me ofreció un viaje a Florencia, Caquetá, para el viernes siguiente, si podía esperar hasta ese día. Acepté con gusto.

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Durante los días previos, me gané su confianza y, como parte del acuerdo, ella me ayudó a conseguir una carpa de segunda mano en buenas condiciones. Aproveché la oportunidad para hacer algunos ajustes mecánicos al camión. Estaba listo para el viernes y, cada día, me comunicaba con Chacón para saber si había novedades sobre el trabajo en la empresa. Por supuesto, también mantenía contacto constante con Oscar, quien, con su característico optimismo desbordante, seguía dándome fuerzas y ánimos sobrenaturales para no rendirme.

Llegó el viernes, y durante todo el día se cargaron los bultos de empaques. Como la carga era considerable, se tuvo que subir varillas al máximo, lo que hizo que el camión estuviera muy voluminoso. A pesar de todo, salí hacia Florencia con el compromiso de encontrarme con Doña Elvira el domingo siguiente para entregar los empaques el lunes a primera hora. El trayecto fue bastante complicado, especialmente después de Garzón, donde la carretera era destapada y en regulares condiciones. Esto requería mucha precaución, sobre todo por el volumen de la carga que llevaba. Cuando finalmente llegué a Florencia el domingo en la tarde, me encontré con un inconveniente: el rodillo delantero del lado izquierdo del camión se averió. No perdí tiempo y lo llevé hasta el parqueadero que la señora me había señalado, donde había un mecánico que, con mucha disposición, estaba terminando de arreglar un campero. Accedió a cambiar el rodillo de inmediato, pues si se dejaba enfriar, el rodillo quedaría pegado al cacho, lo que complicaría aún más la reparación.

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