Mis Últimos 50 años 1971 - 2021 Carlos Campos Colegial
Con su nombre y apellidos frente a mí, comencé a trabajar rápidamente en el acróstico. Por fortuna, no contenía letras complicadas como la Ñ, la X o la Z, que suelen dificultar la composición. En cuestión de minutos, logré completarlo. Se lo entregué, sintiendo una mezcla de nerviosismo y emoción. Ella lo leyó en silencio, con atención, deteniéndose en cada línea. Al terminar, levantó la mirada, me felicitó con una sonrisa y, para mi sorpresa, estampó un beso sonoro en mi boca. Fue un momento inesperado, pero lleno de significado.
Sin decir más, se dio vuelta y, mientras se dirigía a su habitación, anunció que ya regresaba, pidiéndome que la esperara un momento. Aquella breve pausa quedó suspendida en el tiempo, como si el universo entero contuviera la respiración, expectante por lo que sucedería a continuación.
Cuando regresó, un nudo inmenso se formó en mi garganta, inmovilizándome casi por completo e impidiéndome articular palabra alguna. Ella notó mi evidente desconcierto y, con una voz calmada pero firme, me pidió que me tranquilizara, asegurándome que lo mejor estaba por venir.
Su atuendo, inesperado y cautivador, rompió todas mis expectativas. Jamás habría imaginado algo tan especial, tan oportuno para ese instante único. Llevaba un baby doll transparente de un tono lila suave, acompañado de una delicada levantadora que caía con gracia sobre su figura, mientras unas pantuflas adornadas con pequeños detalles de peluche, también lilas, completaban el conjunto. Con una elegancia que rozaba lo hipnótico, ocupó la silla frente a mí y, con un gesto calculado, extendió una de sus espectaculares y largas piernas hacia mí.
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Sus movimientos tenían un ritmo casi coreográfico; balanceaba la pantufla en su pie con una cadencia que atrapaba la mirada y el pensamiento.
No pude resistir más. En un movimiento impulsivo, me levanté y avancé hacia ella con una mezcla de urgencia y devoción, despojándome apresuradamente de la chaqueta, la camisa, los zapatos y el pantalón mientras me acercaba. Cuando quedé frente a ella, a una distancia en la que el espacio apenas existía entre ambos, se inclinó hacia mí y, con un susurro seductor, me dijo al oído:
—A las mujeres nos encanta que nos acaricien y besen desde el dedo meñique del pie hasta la coronilla, recorriendo cada centímetro del cuerpo, sin excluir ningún lugar, por más inusual que parezca. Empiece por mi pie, y yo le iré guiando.
Al terminar de hablar, dejó caer la pantufla, marcando el inicio de un momento que resultaría inolvidable.
Aquel encuentro se transformó en una experiencia que desafió mis propios límites de imaginación y placer. Durante más de cuatro horas, descubrí sensaciones que hasta entonces parecían reservadas a un plano inalcanzable. Su guía era precisa, susurros que delineaban un camino por el que transitamos juntos, descubriendo casi todas las dimensiones del placer, como si el tiempo y el mundo exterior se hubieran detenido únicamente para nosotros.
Cuando salí de aquella casa, ya era de noche. Con pasos apresurados, corrí hacia mi hogar, preparado mentalmente para enfrentar el castigo que seguramente recibiría por llegar a esas horas. Sin embargo, al llegar, descubrí que mis padres no se habían percatado de mi ausencia, y lo que temía no sucedió.
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Aquella noche apenas logré dormir un par de horas, pues mi mente estaba ocupada, ansiosa por que amaneciera para compartir mi primera experiencia con mis amigos más cercanos.
Le supliqué a la señora, casi con desesperación, que me permitiera seguir visitándola al menos una vez por semana. Finalmente accedió, pero bajo una condición: cada vez que fuese, debía presentarle a un amigo contemporáneo que jamás hubiese tenido una experiencia como aquella, y ella, a cambio, me presentaría a una amiga de su círculo. Por supuesto, acepté la propuesta sin dudarlo. A partir de entonces, fuimos muchos los que compartimos momentos con aquella hermosa, espectacular y singular mujer, cuya presencia fue un regalo que el destino nos puso en el camino.
Desde estas líneas, y con profunda gratitud, le envío un sincero homenaje al más allá, pues si aún viviera, debería rondar los cien años. Siempre la recordaré como el primer día, con un "Dios te pague" y un deseo eterno de que su alma esté bendecida por siempre.
En aquella época, era común que los padres llevaran a sus hijos adolescentes a un prostíbulo para iniciarse en los aspectos íntimos de la vida. Sin embargo, gracias a esta divina mujer, jamás he tenido que pagar por sexo ni he recurrido a prostíbulos o casas de lenocinio, como eran conocidas entonces. Mis conquistas han estado marcadas por los acrósticos, que siempre han sido mi arma favorita para llegar al corazón de las damas. Eso sí, con una condición que nunca he roto: mis parejas siempre han sido mayores que yo.
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A diferencia de mis compañeros, nunca tuve una novia formal. Jamás pedí permiso para hacer visitas ni seguí el protocolo de los romances juveniles que se estilaba en aquellos tiempos. Me di cuenta de ello una madrugada, durante un programa especial de la Radio Nacional de Colombia llamado "Amaneciendo". Era época de amor y amistad, y el tema era: "¿Recuerdas con quién te diste tu primer beso? ¿Y quién se dio el primer beso contigo?". Lo primero lo tenía muy claro, pero lo segundo no. Hasta ese momento, nadie se había dado ni se daría su primer beso conmigo, por lo que anotaba antes: mis parejas siempre han sido mayores que yo. Algunas, incluso, mucho mayores, como irán descubriendo en el transcurrir de estas líneas.
Un saludo muy especial al señor William Eduardo Matiz Fernández, conductor del programa Amaneciendo de la Radio Nacional de Colombia, espacio que se ha convertido en un referente para reflexionar, aprender y conectarse con las historias de la vida cotidiana de nuestro país. A través de los años, he tenido el privilegio de mantener un contacto constante con el señor Matiz, cuyo compromiso y profesionalismo han dejado una huella profunda en la audiencia.
En este largo trayecto, he aprendido que cada experiencia, por pequeña o grande que sea, tiene un valor incalculable, y compartir esas vivencias no solo enriquece a quienes nos escuchan, sino que también nos permite perpetuar el legado de quienes nos han formado.
Quiero aprovechar estas líneas para rendir un saludo eterno y sincero a dos personas que dejaron una huella imborrable en mi formación: los prefectos de disciplina que me acompañaron en etapas cruciales de mi juventud.
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Durante mi paso por el Seminario Menor de Pamplona, entre 1971 y 1975, el señor Alfonso Capacho Martínez desempeñó un papel fundamental. Su guía, carácter firme pero justo, y su compromiso con inculcar valores esenciales en cada uno de nosotros marcaron profundamente mi desarrollo personal. Más tarde, entre 1976 y 1978, en el Colegio San José Provincial de Pamplona, tuve la fortuna de contar con la orientación del señor Oswaldo Espinosa Fernández, quien con su ejemplo de dedicación y rectitud contribuyó significativamente a la formación de nuestro carácter y espíritu. A ambos les expreso mi más profunda gratitud por los valiosos granitos de arena que aportaron, no solo a mi vida, sino a la de todos mis compañeros de esa época.
Retomando el relato, quisiera compartir algunos detalles que considero importantes para contextualizar mi trayectoria académica en esos años. En el Seminario Menor cursé primero A y B, segundo, tercero y cuarto años entre 1971 y 1975, una etapa que recuerdo con especial cariño, no solo por la formación académica recibida, sino por los valores humanos que allí se inculcaron, como la disciplina, el trabajo en equipo y la espiritualidad. Posteriormente, en el Provincial, realicé quinto y sexto A y B entre 1976 y 1978, completando así mi formación académica secundaria. Aunque obtuve mi grado en 1978, siempre me he sentido parte de la promoción de 1977, ya que fue con ellos con quienes compartí la mayor parte de mi tiempo y forjé las amistades más significativas.
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Recuerdo con especial emoción la celebración de los 25 años de egresados en el año 2002, cuando más de sesenta compañeros respondimos a la convocatoria. Fue un encuentro cargado de memorias, anécdotas y un profundo sentido de gratitud hacia una etapa de nuestras vidas que marcó nuestro camino. En ese momento, reafirmé mi pertenencia a esa generación que, como yo, vivió con intensidad los desafíos y alegrías de aquellos años formativos.
Mirando hacia atrás, comprendo que cada etapa vivida, cada persona que se cruzó en mi camino, y cada enseñanza recibida han sido fundamentales para construir lo que soy hoy.
A pesar de haber perdido el año académico, decidí asistir al baile de graduación que se celebraba en el Club Águeda Gallardo. No fue una decisión fácil, ya que para entonces me encontraba en plena recuperación de un aparatoso accidente en bicicleta que me había provocado una fractura en el tabique nasal. Llevaba una férula interna con taponamiento y un vendaje externo en forma de X que cubría gran parte de mi rostro. Sin embargo, el ánimo de celebración pudo más que las recomendaciones médicas, así que me presenté al evento, incluso tomando aguardiente como de costumbre, desafiando las estrictas restricciones impuestas por los médicos.
Al llegar al club, noté las miradas de sorpresa de mis compañeros. Nadie esperaba que me presentara en esas condiciones. Entre risas y bromas, se acercaron algunos amigos que solían retarme, y no tardaron en plantearme un desafío. En una mesa cercana a la orquesta, se encontraba una dama desconocida de aproximadamente 25 años.
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A lo largo de la noche, ella había rechazado todas las invitaciones para bailar. El reto era claro: lograr que esa mujer aceptara bailar conmigo. La apuesta, una media de aguardiente, fue sellada con la confianza de ellos en que sería imposible cumplirla, especialmente en mi estado.
Acepté el desafío con determinación. Decidí usar una estrategia diferente: en lugar de abordarla directamente, comencé a moverme por distintos puntos del salón, colocándome en lugares estratégicos donde pudiera percatarse de que la estaba observando. Cada vez que ella notaba mi mirada, me escondía rápidamente, generando un juego de intriga. Mientras tanto, continué atento a las invitaciones que le hacían otros hombres, las cuales seguía rechazando una tras otra.
Después de algunos minutos, logré captar completamente su atención. Fue entonces cuando decidí actuar. Me acerqué con confianza hasta su mesa, me incliné ligeramente hacia ella y, con una sonrisa, la invité a bailar. Para mi sorpresa y la de todos los presentes, la dama aceptó de inmediato. En ese instante, una oleada de euforia me invadió, tanto que no pude evitar expresar mi alegría.
Ella, curiosa, me preguntó a qué se debía mi entusiasmo. Entre risas, le conté lo ocurrido: "Mis amigos aseguraron que nadie aceptaría bailar conmigo en estas condiciones. Yo les dije que no solo lo lograría, sino que lo haría contigo, la mujer más bella y misteriosa del salón". Al escucharme, ella sonrió con una mezcla de incredulidad y complicidad.
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Aquella noche no solo gané la apuesta, sino también un recuerdo inolvidable que sigue vivo en mi memoria. Fue un momento en el que la osadía, la determinación y un toque de humor transformaron lo que parecía una desventaja en una anécdota para contar toda la vida.
Bailamos el resto de la noche, compartiendo risas, conversaciones y algunos datos personales que poco a poco nos permitieron conocernos mejor. La conexión era evidente, y el ambiente del club parecía envolverse en una atmósfera especial alrededor de nosotros. Sin embargo, al salir del lugar, ocurrió un incidente que marcó el final de la velada de una manera peculiar: pisé accidentalmente un vómito que no vi y, para mi desgracia, caí sentado en medio de él.
A pesar de la incomodidad y la vergüenza del momento, ella, con una actitud comprensiva y amable, no dudó en ayudarme a levantarme y acompañarme hasta los baños para asearme lo mejor posible. Su actitud solidaria y su disposición para no dejarme solo en esa situación fueron un reflejo de la nobleza que más tarde descubriría en ella. Una vez me hube aseado, insistí en acompañarla hasta la casa donde se encontraba hospedada.
Durante el camino, seguimos conversando, y fue entonces cuando me contó que vivía en Cúcuta junto a sus padres y hermanas. Su padre, don Alfonso Ardila González, era un destacado empresario en sectores como los seguros, las panaderías y el transporte. Antes de despedirnos, me invitó a encontrarnos al día siguiente por la tarde para conocer la ciudad. Por supuesto, acepté con entusiasmo.
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Nos encontramos al día siguiente en la tarde y, durante un buen tiempo, recorrimos la población, sirviendo de guía. Un día después, viajó a Cúcuta, y nuestra comunicación fue fluida y constante hasta que me invitó a conocer a su familia, invitación que acepté complacido. Días más tarde, después de una minuciosa preparación, viajé a Cúcuta para cumplir ese objetivo.
Aquella tarde marcó el inicio de algo mucho más profundo. Don Alfonso, un hombre de gran visión y carácter, no tardó en reconocer en mí un potencial que hasta entonces pocos habían notado. Me ofreció trabajar en su oficina, un gesto que no solo me brindó una oportunidad profesional, sino que también lo convirtió en otro maestro importante en mi vida, uno que jamás olvidaré. Desde aquí, mi reconocimiento eterno a ese gran hombre que, con su guía y confianza, dejó una huella imborrable en mi trayectoria.
Durante 1978, la relación con su hija, Esperanza Ardila Suárez, se fue consolidando. Lo que comenzó como un encuentro fortuito en un baile de graduación se transformó en un romance lleno de ilusiones y proyectos compartidos.
En 1979, decidimos formalizar nuestra unión y comenzamos a construir una vida juntos. Ese mismo año, el jueves 23 de agosto a las 10:30 de la mañana, nació nuestro primogénito, Carlos Eduardo Campos Ardila, en San Antonio del Táchira. Como era común en esos tiempos, fue registrado también en una notaría de Cúcuta. La llegada de Carlos Eduardo llenó nuestras vidas de alegría y nos brindó un propósito renovado.
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Es de anotar que se llamó Carlos Eduardo en homenaje a mi gran maestro del seminario, rector del mismo durante 1971, Pbro Carlos Eduardo Luna Gómez.
Sin embargo, no todo fue armonía. Las tensiones comenzaron a surgir cuando Doña Teofilde, la madre de Esperanza, tomó una postura adversa hacia mí. En vista de que me negué a suministrar datos confidenciales sobre las actividades de Don Alfonso, ella emprendió una campaña en mi contra. Sus constantes críticas y consejos a su hija para que "me apretara las clavijas" se tradujeron en una cantaleta permanente que, con el tiempo, erosionó la estabilidad de nuestra relación.
La situación se tornó insostenible con la llegada de Carlos Eduardo. Finalmente, el martes 4 de septiembre de 1979, tomé la difícil decisión de partir. Esa despedida marcó el final de nuestra vida juntos, y hasta el día de hoy, nunca volvimos a vernos.
A pesar de todo, la historia no terminó en ruptura total. Con Carlos Eduardo he mantenido una relación excelente a lo largo de los años, y ese vínculo ha sido una fuente de satisfacción y orgullo en mi vida.
Aunque las circunstancias nos separaron, siempre quedará en mi memoria lo que aprendí y viví junto a Esperanza y su familia, con todos sus matices de alegría, desafíos y enseñanzas.
Mi camino hacia la graduación estuvo lleno de grandes y pequeñas emociones que, con el tiempo, moldearon mi carácter, volviéndome una persona decidida, poco temerosa y con una fe inquebrantable en la guía de los seres superiores. Esa misma fe ha sido mi faro en estos 60 y tantos años de vida en este planeta tan especial y, particularmente, en este único e inigualable país, Colombia.
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