Mis Últimos 50 años 1971 - 2021 Carlos Campos Colegial
Generalmente, las pruebas del ICFES tomaban entre dos y tres horas para completarse, pero yo las terminé en apenas quince minutos. La rapidez con la que entregué el examen causó risas y desconcierto entre los presentes. Abandoné el recinto, ignorando la conmoción que mi comportamiento inusual generaba, con la tranquilidad de haber hecho lo mejor posible, considerando las circunstancias.
Afortunadamente, en aquellos años, el contexto económico jugaba a mi favor. El bolívar venezolano se cotizaba alrededor de 18 pesos colombianos, y Venezuela era el país más próspero del continente, atrayendo a miles de compatriotas en busca de oportunidades. La fuerza laboral venezolana, históricamente deficiente, dependía en gran medida de trabajadores extranjeros, especialmente colombianos, quienes eran bien recibidos y aprovechaban la bonanza económica del país vecino.
Este entorno también benefició mis primeros pasos hacia la independencia económica. Logré convencer a una señora, dueña de uno de los almacenes más surtidos de la ciudad, para que me permitiera atender a su clientela venezolana durante las tardes, después de salir del colegio, y hasta el cierre del negocio. Los resultados fueron espectaculares. Los clientes venezolanos no escatimaban en precios; valoraban la atención personalizada, y en eso yo sobresalía. Durante los fines de semana, mis ingresos rondaban los mil pesos, una suma que, para la época, equivalía al salario mínimo mensual.
En junio de 1975, recibí mi primer "salario", por llamarlo de alguna manera, que ascendió a la increíble suma de 4.000 pesos.
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Este ingreso no solo me proporcionó una independencia económica temprana, sino que también me permitió atisbar las posibilidades de un futuro en el que el esfuerzo y la perseverancia eran recompensados de maneras inesperadas.
Otra de mis excentricidades en aquellos tiempos consistía en afirmar, con absoluta convicción, que cuando trabajara y ganara mucho dinero, como sabía que eventualmente lo lograría, nunca tendría nada de mi propiedad. Esta declaración generaba desconcierto, especialmente entre mis compañeros del Seminario y del Provincial, quienes no entendían la lógica detrás de mi decisión. Incluso yo, en aquel entonces, no terminaba de comprenderla del todo. Sin embargo, aclaraba siempre que, aunque no acumularía bienes materiales, viviría cómodamente: tendría un apartamento acogedor, un medio de transporte para movilizarme y viajar cuando fuese necesario, y contaría con todo lo básico hasta el último día de mi vida. Esa era, según explicaba, una especie de compromiso que había hecho con los "creadores" cuando me enviaron a este planeta. Para muchos, mis palabras eran apenas otra extravagancia juvenil, pero el tiempo, como suele suceder, me dio la razón años más tarde.
Aprovechando este espacio de reflexión, es interesante comparar cómo ha cambiado el concepto de tener una mascota desde aquellos años hasta hoy. En mi juventud, poseer un perro o un gato no era ni remotamente similar a lo que significa actualmente. Los perros, por ejemplo, estaban lejos de gozar de los privilegios que tienen en la actualidad, donde muchos han sido humanizados hasta extremos que parecen sacados de una fábula moderna.
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En aquellos días, los perros eran simplemente eso: perros. Durante el día, permanecían amarrados en los solares de las casas, cumpliendo su rol de guardianes, mientras que por la noche se les soltaba para que vigilaran el hogar mientras sus dueños dormían tranquilamente.
Recuerdo que algunos perros, los más afortunados, tenían dueños que diseñaban rudimentarios pero ingeniosos mecanismos para mejorar sus condiciones. Uno de ellos consistía en un circuito hecho con un cable metálico tipo guaya, que se fijaba rígidamente en ambos extremos del solar. Sobre este cable se deslizaba una argolla metálica, a la que se amarraba el lazo del perro. Esto le permitía desplazarse a lo largo de la parte lateral del solar, dándole cierta libertad de movimiento y evitando que quedara restringido a un espacio reducido de apenas dos metros cuadrados, como era la suerte de la mayoría de sus congéneres.
Por supuesto, los perros no tenían acceso a la alimentación especializada que hoy en día es la norma. Se les alimentaba con sobras de la comida familiar, y solo en raras ocasiones recibían un hueso carnudo como premio o se les hacía una sopa con carnes de segunda, al sustituir dicha alimentación por el cuido actualmente, el valor de la carne de segunda se ha depreciado considerablemente. No existían paseos dedicados, camas especiales ni juguetes diseñados para estimular su mente o actividad física. Su propósito principal era funcional: proteger la casa y, en muy escasos casos, acompañar a los niños en sus juegos al aire libre.
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La evolución en la manera en que tratamos a las mascotas no deja de sorprenderme.
Hoy en día, los perros no solo son miembros de la familia, sino que en muchos casos reciben un trato que supera con creces al que se da a algunos seres humanos. Se les celebra cumpleaños, se les lleva al spa y se les ofrecen servicios de guardería y hasta funerales, algo inimaginable en mi juventud. Reflexionar sobre estos cambios me lleva a pensar en cómo las sociedades transforman sus valores y prioridades con el tiempo, adaptándose a nuevas realidades y sensibilidades.
En aquellos años, las opciones de alimentación para las mascotas eran extremadamente limitadas. Solo existían dos fábricas dedicadas a producir alimentos para animales: Finca y Purina. Sin embargo, su producción estaba destinada exclusivamente a pollos y gallinas, con fórmulas específicas para levante, engorde y producción de huevos. Los perros, por tanto, se alimentaban con lo que sobraba de las comidas familiares. Si la familia era de buen comer y poco o nada sobraba en los platos, se les preparaba una sopa de huesos y carne de segunda. Además, los restos que vecinos, generalmente sin mascotas, tenían la amabilidad de compartir, contribuían a completar la dieta de los canes.
De esta práctica surgió un dicho muy popular en la época, aunque ahora casi en desuso: "Cómase todo porque aquí no hay perrito". Esta frase, repetida con frecuencia en los hogares, reflejaba no solo la importancia de no desperdiciar alimentos, sino también la realidad de que muchas familias no podían permitirse el lujo de mantener un animal doméstico, al menos no como se concibe en la actualidad.
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Los veterinarios, por otro lado, eran profesionales escasos y su atención se destinaba casi exclusivamente a animales de granja, como el ganado vacuno y los caballos. Las necesidades médicas de los perros rara vez eran consideradas. Si un perro enfermaba, se le administraba una pastilla de terramicina, un antibiótico de amplio espectro que se usaba tanto para humanos como para animales, esperando que esto fuera suficiente para aliviarlo. En caso de que no mejorara y sucumbiera a la enfermedad, el procedimiento habitual era enterrarlo en el mismo solar donde había pasado toda su vida, un acto que, aunque sencillo, estaba cargado de un simbolismo respetuoso y final.
La eutanasia para mascotas era un concepto prácticamente inexistente en aquella época. En los raros casos en los que se consideraba "necesario", se recurría a métodos rudimentarios y ciertamente controvertidos. Recuerdo que en ocasiones se le pedía prestado un revólver al vecino, y con un disparo en la frente, se ponía fin al sufrimiento del animal. Este acto, aunque drástico, era visto como una solución práctica en un contexto donde los recursos eran limitados y las opciones, aún más.
Todo esto contrasta profundamente con la realidad actual, donde las mascotas son atendidas con un nivel de cuidado y sensibilidad que incluye una amplia gama de alimentos balanceados, servicios veterinarios especializados, y métodos éticos para manejar enfermedades terminales o sufrimientos extremos.
Reflexionar sobre estas diferencias no solo evidencia el avance en nuestra relación con los animales, sino también cómo han evolucionado nuestras prioridades y valores como sociedad.
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El perro, desde que llegaba a casa siendo cachorro, permanecía confinado en el hogar, sin salir ni siquiera a la puerta de la casa. Esta restricción no era solo por precaución, sino porque los animales no estaban acostumbrados a interactuar con el mundo exterior de la forma en que lo hacen hoy en día. Cuando, en raras ocasiones, lograban escaparse y salir, no sabían cómo enfrentarse a las calles, lo que los hacía vulnerables a accidentes, generalmente con vehículos. Esta situación trágica se repetía con frecuencia, dejando a las familias con un sentimiento de culpa y desolación.
Además, si un perro lograba entrar accidentalmente a una iglesia durante la celebración de la eucaristía, se encontraba con un recibimiento hostil: era pateado por los asistentes hasta que lograban echarlo fuera. De estas experiencias tan comunes surgieron expresiones populares como "vida de perros" o "le va como perro en misa", que aún hoy resuenan como testigos de esa época en que los animales eran vistos como simples guardianes o acompañantes, sin el estatus de miembros de la familia que tienen en la actualidad.
En ese entonces, conceptos como psicólogos para perros, paseadores o guarderías para mascotas eran impensables, así como los sofisticados y costosos exámenes y tratamientos médicos que hoy están disponibles. La atención que se les brindaba era mínima y utilitaria, sin las comodidades y privilegios modernos que ahora parecen indispensables para muchas familias.
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Con respecto a las guarderías para perros, conocí no hace mucho a una amiga que administra una de ellas. En este lugar, atiende exclusivamente a perros de razas consideradas finas, y sus dueños están dispuestos a pagar tarifas impresionantes: hasta doscientos mil pesos diarios por cada perro. Durante una visita que le hice, fui testigo de una escena que parecía sacada de una película. En esa guardería, además de los perros, la señora tenía un cerdito como mascota, el cual, para sorpresa de todos, había entablado una estrecha amistad con uno de los perros que solían dejar por largos periodos.
El dueño de este perro, además de pagar la elevada tarifa, dejaba siempre un cuido especial e importado para atender los problemas estomacales de su mascota, que al parecer era particularmente delicado. Sin embargo, lo más curioso ocurrió un día en la cocina de la guardería. El cerdito y el perro, unidos en su insólita camaradería, aguardaban con entusiasmo mientras una empleada pelaba papas. Al caer las cáscaras al suelo, ambos animales se lanzaban a disputarlas con una voracidad inesperada. Fue la primera vez en mi vida que presencié a un perro comiendo cáscaras de papa, algo que nunca hubiera imaginado de un animal tan fino y supuestamente acostumbrado a cuidados tan especiales.
Definitivamente como le escuché a un afamado conferencista que decía, los perros son los animales más inteligentes, tanto que hacen que el ser humano haga por ellos lo que jamás harían por sus hijos y decía como a los perros había que sacarlos a pasear todos los días, en donde el perro decidía para donde ir y no solo eso sino que el humano cada vez que el animalito se desocupa, el humano se arrodilla, para recoger sus excrementos.
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Volviendo a nuestro relato, los perros eran simplemente, perros no estaban humanizados como en la actualidad y sus nombres eran siempre los mismos, Nerón, Leoncico, Tony, Capitán y otros por el estilo, por supuesto ni imaginar que a estos seres se les hicieran honras fúnebres con sufragios recordatorios y demás pompas, los gatos por ser más independientes tenían total libertad, hasta que por estar tras las hembras en celo, rompían las tejas, causando goteras y el ofendido les colocaba veneno, de pronto el gato desaparecía para siempre, a ellos si se les alimentaba exclusivamente con leche y pan sobrante que se endurecía.
Suficiente con el tema de las mascotas, pasemos nuevamente a las experiencias juveniles y demás; tuve la fortuna de tener mi primera experiencia sexual poco antes de los 15 años y ello ocurrió así: siempre solía acompañar a Doña Carmen los sábados al mercado y fue allí cuando una amiga de esta se encontró y cruzaron varios comentarios, mientras una señora bastante agraciada a mi modo de ver, pasaba por el lugar y escuché como la amiga le comentaba a Doña Carmen: esa vieja que acabo de pasar es una vieja sinvergüenza y le gustan los muchachitos para corromperlos, tenga mucho cuidado con Carlitos que está en la edad de su preferencia; pues tomé atenta nota al respecto, me fije muy bien en la señora y comencé a idear un plan para llegar a ella.
Un día cualquiera, al regresar del colegio, vi nuevamente a aquella agraciada y hermosa señora que tanto había llamado mi atención. Era una de las mujeres más altas de la población, siempre impecablemente vestida y maquillada con sutileza.
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Su presencia se anunciaba con una delicada estela de perfume que quedaba suspendida en el aire dondequiera que pasara. De inmediato, desvié mi trayecto para seguirla discretamente hasta su casa, que, por cierto, estaba bastante alejada del centro de la ciudad. Observé con atención y anoté mentalmente la dirección exacta.
Días más tarde, aproximadamente a las cinco de la tarde, regresé a su casa con un sobre en la mano. Había escrito en él su dirección y un nombre inventado. Toqué la puerta, y casi de inmediato, apareció ante mí aquella señora encantadora. Le expliqué que venía de Cúcuta y que una familiar me había encargado entregar ese sobre en esa dirección. Obviamente, el nombre no coincidía, por lo que no lo aceptó. Sin embargo, con ese simple pretexto, ya había logrado romper el hielo.
Aprovechando la oportunidad, le pregunté si le parecía bien que la visitara la próxima semana, si no tenía inconveniente. Para mi sorpresa y alegría, su respuesta fue positiva. Me dijo que vivía sola y que le agradaría compartir las onces algún día de la semana siguiente. Me comprometí a regresar, llevando panes y queso de hoja para degustar juntos.
El jueves 4 de julio de 1974, volví a su casa, esta vez alrededor de las tres de la tarde, con todo lo acordado. Me invitó a pasar, y juntos preparamos un espumoso chocolate con leche fresca. En aquel entonces, la leche llegaba directamente del campo al consumidor, transportada en grandes cántaras metálicas de 42 litros. Se vendía por litros, y era necesario llevar un recipiente para transportarla. Era lo que llamaban leche cruda, y debía hervirse antes de consumirla.
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Durante este proceso, había que estar muy pendiente, ya que, al hervir, la espuma crecía rápidamente y podía derramarse si no se vigilaba. De hecho, de esa particularidad surgió el conocido refrán: "No hacemos nada con llorar frente a la leche derramada".
Aquella tarde, mientras compartíamos el chocolate y conversábamos, mi curiosidad juvenil se combinaba con la emoción de estar en presencia de alguien que hasta entonces había sido una figura lejana y misteriosa. Fue una experiencia que marcaría el inicio de una relación singular y memorable en esa etapa de mi vida.
Desde muy temprana edad, descubrí que poseía una habilidad especial para expresarme mejor por escrito que verbalmente. Siempre me ha resultado sencillo crear acrósticos, una forma poética que, aunque hoy en día está algo en desuso, sigue siendo una de mis favoritas. Aprovecho la ocasión para invitarlos a ser parte de mi libro Acrósticos CARCACOL, https://acrosticoscarcacol.webnode.com con el cual confecciono acrósticos como homenaje póstumo a seres queridos fallecidos. Es una manera única y emotiva de rendir tributo a su memoria.
Aquella tarde inolvidable, después de degustar el chocolate con pan y queso, sentí una profunda inspiración para aprovechar mis habilidades. Le pregunté a la señora su nombre completo y le pedí una hoja de papel. Siempre llevo conmigo, como hasta el día de hoy, un estilógrafo: un instrumento de escritura que, aunque está en desuso, todavía puede conseguirse con cierta facilidad. Me siento particularmente cómodo escribiendo con este tipo de pluma; hay algo especial en la precisión y fluidez que ofrece.
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