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De regreso, decidimos hacer una segunda parada en la casa de los Rojas Ibarra. Allí, nos encontramos con el hermano menor de esta familia, lo que hizo de esa tarde una visita aún más especial, llena de anécdotas y recuerdos entrañables que, como siempre, nos unieron más a esa familia tan importante en nuestra vida.

Después de intercambiar números de teléfono, Eleazar y yo continuamos nuestro camino hacia Cúcuta. Allí pasamos un tiempo disfrutando de la calidez de su compañía y de las conversaciones que, sin saberlo en ese momento, marcarían el inicio de una amistad mucho más profunda de lo que había imaginado. Después de unos días de descanso, decidimos regresar a Cartagena para retomar nuestras respectivas labores. A pesar de la cotidianidad que nos esperaba en la ciudad, la visita a Salazar de las Palmas se convirtió en un punto de inflexión en nuestras vidas. Fue en ese lugar donde conocí la historia de Mariana, una historia que, por su relevancia y profundidad, decidí compartir en un relato que bauticé como "Esperando a Mariana". Esa historia, que sigue viva en mi memoria, será contada algún día en su totalidad, pero por ahora queda como un testimonio de la magia que puede surgir en los momentos más inesperados.

A partir de ese viaje, la comunicación con Eleazar se volvió constante y fluida. Con el paso del tiempo, nuestras conversaciones se convirtieron en algo habitual, a tal punto que casi siempre nos estábamos comunicando semanalmente. Había algo en nuestras charlas que nos mantenía conectados, como si la distancia y el tiempo no fueran obstáculos, sino solo detalles circunstanciales. Como pasa con las amistades que tienen un significado profundo, las palabras parecían brotar de manera espontánea y natural, dejando que el flujo de la conversación nos llevara sin esfuerzo hacia temas que tocaban nuestras experiencias y nuestros sentimientos.

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Sin embargo, fue en un día de octubre cuando ocurrió algo que no solo afianzó nuestra amistad, sino que también marcó el inicio de una relación aún más estrecha. Ese día, Eleazar estaba de visita en casa de su hermana, Carmen Marlene Rojas Ibarra, en Cúcuta. Durante su estancia, Eleazar decidió entrar al baño, dejando su teléfono sobre una pequeña mesa en la entrada. Fue en ese preciso momento cuando decidí llamarlo. Lo que no imaginaba era que, por casualidad, Marlene pasaba por ahí y, al ver mi nombre en la pantalla, contestó. Sin pensarlo mucho, entablamos una conversación que resultó ser tan fluida y amena que pareció como si hubiésemos hablado toda la vida. Desde ese instante, nuestra relación pasó de ser la de conocidos a la de una verdadera amistad, una amistad que, con el paso de los años, ha crecido más fuerte que nunca. Estoy convencido de que nuestra comunicación solo se interrumpirá con la muerte, ya que la conexión que compartimos es única, profunda y sólida.

Marlene, que en ese momento se convirtió en una amiga entrañable, no solo ha sido una gran confidente, sino que también se ha convertido en la correctora de texto de este impreso, un papel que desempeña con dedicación y esmero. A lo largo de los años, hemos compartido momentos maravillosos, en especial aquellos que se vivieron con su hijo, Christian Enrique Contreras Rojas. Recuerdo con cariño cuando, junto a su madre, Christian pasó una pequeña temporada de vacaciones en Cartagena, y nosotros, en varias ocasiones, los visitamos en Cúcuta.

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 Además, disfrutamos de la tranquilidad y la belleza de la finca en La Laguna, ubicada en el norte de Santander, donde pasamos tiempo de calidad, rodeados de naturaleza y de buenas conversaciones.

Esos encuentros no solo fueron una oportunidad para disfrutar de la compañía mutua, sino también para compartir nuestras historias, anécdotas y recuerdos que, sin duda, podrían llenar páginas y páginas de un libro. Hemos hablado tanto de nuestras vidas, de lo que hemos vivido y aprendido, que siento que nuestra relación ha sido un intercambio continuo de experiencias, donde cada uno aporta algo valioso. Las historias que hemos compartido siguen vivas, y mientras podamos seguir conversando, seguirán floreciendo en nuevos relatos. En cierto modo, lo que hemos vivido juntos ha formado una especie de crónica de nuestras vidas, un testimonio de cómo las personas que se cruzan en tu camino pueden dejar una huella imborrable. Y, como siempre, sé que aún hay muchas más historias por contar, porque con Marlene y su familia, las experiencias siguen siendo una constante fuente de crecimiento y aprendizaje.

Un saludo especial y un reconocimiento eterno quedarán plasmados aquí, para siempre, para ti, Carmen Marlene Rojas Ibarra. Y, como siempre te digo: después de Dios y Christian, ¡Ajá! Tu presencia en mi vida es un regalo, y no tengo duda de que nuestra amistad será un lazo que perdurará más allá del tiempo y el espacio. En mayo de este mismo año, un nuevo capítulo se abrió en la vida de la sobrina de Maureen Luz, Estelí Marcela. 

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Después de años de esfuerzo y perseverancia para conseguir un empleo en su campo como fonoaudióloga, Estelí enfrentó la adversidad de no encontrar oportunidades en su país. Sin embargo, su determinación y coraje la llevaron a tomar una decisión valiente: viajar sola a Chile en busca de una nueva oportunidad. Lo que parecía un reto insuperable pronto se convirtió en una historia de éxito. Gracias al apoyo de un contacto que logró conseguir allí, Estelí no solo encontró un trabajo que le permitió desarrollarse profesionalmente, sino que también logró formar una vida plena en este nuevo país. Con el tiempo, Estelí se casó, tuvo dos hijos y, lo más significativo, abrió su propia escuela de lenguaje. La felicidad y el bienestar que ha encontrado en Chile no tienen comparación, y se ha convertido en una fuente de inspiración para muchos, incluidos nosotros. A partir de 2007, Maureen Luz viajaba a Chile con frecuencia, generalmente entre enero y marzo, para visitar a su sobrina y a su familia, y cada vez regresaba más entusiasmada por las maravillas de ese país. Fue un viaje que le permitió no solo reconectar con su sobrina, sino también descubrir una nueva cultura y formas de vida que, años más tarde, la llevarían a tomar la decisión de mudarse definitivamente al sur del continente. Esta etapa, aunque todavía por contar, fue sin duda una de las más transformadoras de su vida, y en su debido momento compartiré con ustedes los detalles de ese proceso tan significativo.

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El sábado 24 de junio de 2006, nos tocó despedir a una de las figuras más queridas de esta familia, Doña Ana Dolores Vásquez Parada. Después de haber vivido 31.548 días, o 86 años, 4 meses y 16 días, su partida nos dejó un vacío profundo. Esa mañana, junto con Maureen Luz, viajamos a Barranquilla para acompañar a la familia en las exequias que se llevaron a cabo en el Cementerio Campos de Paz, en la salida hacia Cartagena. Fue un momento de reflexión, de recuerdos y de homenaje, donde la memoria de Doña Ana Dolores se entrelazó con las vivencias de su vida llena de sabiduría y amor.

En cuanto a la situación con la señora ajena, cada día la distancia se hacía más notoria, alimentada por los celos desmedidos que ella sentía, los cuales comenzaron a poner barreras entre ambos. Sin embargo, lo que parecía una tensión pasajera se transformó en un desencadenante de un episodio inesperado que marcaría el inicio del fin. Todo comenzó cuando un compañero de trabajo de su hija mayor se vio involucrado en un incidente que, aunque inicialmente parecía un simple malentendido, pronto se reveló como algo más grave. Tras una serie de pequeños detalles y actitudes que, al ser observados en conjunto, daban como resultado una infidelidad de grandes proporciones, la verdad salió a la luz. Cuando confronté a la señora ajena, no tuvo reparos en admitir lo sucedido. Ese momento, tan inesperado como doloroso, marcó un antes y un después en nuestra relación, y aunque fue un proceso difícil, sentí que era necesario ponerle fin a una etapa llena de desconfianzas y mentiras.

Las pequeñas acciones, que parecían insignificantes a lo largo del tiempo, se habían acumulado hasta formar un quiebre irreversible. La infidelidad, que había estado oculta durante mucho tiempo, finalmente salió a la superficie, y con ello, las sombras de la relación se desvanecieron. 

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Fue un golpe fuerte, no solo para mí, sino para todos los involucrados. Sin embargo, con el tiempo y el dolor, llegó la aceptación de lo sucedido, aunque el proceso de sanación no fue sencillo.

Bajo un convenio que fuimos adaptando día a día, los encuentros se fueron estableciendo con una cierta regularidad, siendo en las mañanas cuando compartíamos esos momentos que nos pertenecían en exclusiva, mientras que las tardes quedaban reservadas para la otra persona, quien, sumido en una celosa ignorancia, jamás supo de mi presencia ni de mi labor como "mantenedor" de su amada en las primeras horas del día. A pesar de la peculiar situación, no me sentía engañado, sino que experimentaba una extraña sensación de compasión por el otro, mientras disfrutaba plenamente de los momentos compartidos. Fue en este contexto que aprendí una valiosa lección sobre las complejidades del amor y las relaciones humanas. Observé cómo una mujer puede, con destreza, manipular las percepciones y emociones de su pareja, quien, convencido de su fidelidad y de las manifestaciones de amor, permanece ciego ante lo que realmente está sucediendo. Esa revelación me hizo entender que, efectivamente, el amor es ciego y, a veces, incluso la verdad más dolorosa puede pasar desapercibida.

A pesar de las complicaciones y las contradicciones que se desarrollaban en este triángulo de relaciones, mi contacto constante con Maureen Luz se mantenía firme. Un día, tras mucha reflexión y tras haber tomado un tiempo para reconsiderar todo lo vivido, se tomó la decisión de dar un paso hacia atrás, de reconstruir lo que había sido y de buscar una vez más la paz que ambos necesitábamos.

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A partir de ese momento, hasta su partida definitiva hacia Chile, compartimos una vez más nuestra vida, como si nunca nos hubiésemos separado.

El regreso a la vida cotidiana de Maureen Luz trajo consigo varios cambios. Tras entregarse el apartamento que habíamos compartido, nos encontramos sin un lugar fijo para vernos, y el entusiasmo con el que al principio nos embarcamos en esta nueva etapa comenzó a decaer. Ya no había el mismo ímpetu de antes, ni la espontaneidad de los primeros días. Con todo, cuando lográbamos organizar algún encuentro, reservábamos una habitación en un hotel, una rutina que se convirtió en parte de nuestro día a día. Los encuentros siempre se limitaban a la mañana y al mediodía, cuando salíamos cada uno hacia sus respectivos hogares. A medida que avanzaba la tarde, regresábamos, generalmente alrededor de las tres de la tarde, y permanecíamos hasta bien entrada la noche. Sin embargo, las veces que amanecíamos juntos en ese hotel eran muy pocas, como si ese fugaz espacio de tiempo que compartíamos estuviera destinado a permanecer limitado y reservado para esos momentos tan intensos como breves.

En aquellos días, cada viaje a Barranquilla se convertía en una oportunidad para escapar juntos de la rutina y vivir pequeñas lunas de miel. Si debía viajar por trabajo, la señora ajena solía acompañarme, y en esos breves momentos fuera de nuestra cotidianidad, nuestras pasiones afloraban con una intensidad inesperada. 

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La conexión que surgió entre nosotros, inesperada pero profunda, fue algo que jamás habíamos anticipado, pero que una vez descubierta, se convirtió en un torrente de emociones que nos arrastró a ambos sin remedio.

En varias ocasiones, mientras conversábamos sobre nuestras vidas y el futuro, la señora ajena me confesó que, si nos hubiésemos conocido antes, no habría dudado ni un segundo en tener un hijo mío. Esas palabras resonaron profundamente en mí, como un eco de lo que podría haber sido, pero que la vida, con su implacable curso, no permitió que se concretara. Afortunadamente, nos conocimos cuando ambos ya habíamos recorrido un largo trecho de nuestras vidas, lo que permitió que esta relación, en su madurez, se viviera con una intensidad tranquila, consciente de las limitaciones del tiempo pero también de las posibilidades infinitas de vivir el presente de la mejor manera posible.

La relación que compartimos, aunque marcada por las dificultades y las complejidades de las circunstancias que nos rodeaban, fue, sin lugar a dudas, un capítulo de nuestras vidas que dejó huella en nuestros corazones, una historia que, aunque tal vez incompleta, siempre será recordada con cariño y gratitud por lo que nos permitió vivir y aprender.

Muchas veces pasaba por la plaza de la Aduana, un lugar que siempre me parecía un espacio lleno de vida, movimiento y diversidad. Pero en una ocasión, algo peculiar llamó mi atención: vi una pancarta que sostenían dos jóvenes. En ella, de manera tajante, se aseguraba que "Dios no existe". Intrigado por el mensaje tan directo y desafiante, no dudé en sacar mi teléfono y tomar una foto, con la intención de más tarde investigar sobre ese tema que, de alguna forma, me desconcertaba.

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La pancarta no solo me provocó curiosidad, sino que también despertó en mí la necesidad de entender qué había detrás de esa afirmación.

Esa misma tarde, al llegar a casa, me senté tranquilo frente a la computadora y, con la foto que había tomado, comencé a investigar. Encontré un enlace a un libro en formato PDF que podía descargar de manera gratuita, lo que me permitió adentrarme en la lectura del texto con calma. Aunque el contenido del libro me pareció interesante y bien argumentado, algo dentro de mí me dijo que no debía apresurarme a juzgar o aceptar lo que allí se planteaba. En lugar de investigar más a fondo con las personas que sostenían esa pancarta a diario, algo me sugería esperar y, tal vez, encontrar una ocasión más propicia para entender de manera más profunda lo que realmente estaba detrás de ese mensaje tan radical.

Pasaron algunos días, hasta que el sábado 13 de diciembre de 2008, después del almuerzo, decidí dar una vuelta por Boca Grande, un lugar que a menudo solía visitar para despejarme. Y, como si fuera una señal, allí estaban nuevamente los mismos jóvenes con la pancarta. Lo que me sorprendió aún más fue que, entre ellos, se encontraba un hombre de muy buen aspecto, cuya presencia parecía ser diferente a la de los demás. Me acerqué y, al detenerme un momento para leer la pancarta con mayor detenimiento, el hombre se acercó a mí, me saludó y, amablemente, me invitó a escuchar algunos de los argumentos que respaldaban la afirmación de que "Dios no existe".

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Decidí escuchar con atención lo que tenía para decir, sin prisas, sin prejuicios, simplemente con la mente abierta, buscando entender la perspectiva que estaba compartiendo. Lo que comenzó como una conversación casual se transformó en algo mucho más profundo. A medida que el hombre explicaba los fundamentos de su creencia, sentí que su discurso resonaba de manera inesperada dentro de mí. Los argumentos fueron claros y lógicos, y aunque al principio me había mostrado escéptico, a medida que la charla avanzaba, me di cuenta de que mi mente se abría a nuevas posibilidades, nuevas formas de pensar sobre el mundo y la vida. Fue en ese momento cuando decidí dar un paso más allá y me convertí en miembro de aquella congregación, los Raelianos, una comunidad que, a partir de entonces, marcaría un giro significativo en mi forma de entender la existencia, la espiritualidad y la vida misma.

Este cambio, aunque inicialmente desconcertante, se convirtió en una parte importante de mi camino personal. Como si todo hubiera sucedido de manera predestinada, la invitación a escuchar, el encuentro casual en Boca Grande y la decisión de unirme a los Raelianos fueron pasos que, de alguna manera, encajaron en mi vida, provocando una transformación profunda en mi forma de ver la vida y el mundo.

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Aquel hombre que tan amablemente me explicó la filosofía y los principios de la congregación era un chileno-suizo, casado con una colombiana, y se encontraban de vacaciones en Colombia hasta principios de febrero. Durante nuestra charla, me invitó a participar en un seminario continental que se realizaría en la última semana de enero en San Vicente, un pequeño pero significativo municipio de Antioquia. Me comentó que el evento se llevaría a cabo en un lugar especial, una sede de los Raelianos que también albergaba uno de los pocos campos nudistas existentes en el país. Ante la invitación, acepté con agrado, pero con la condición de que podría organizar todo mi trabajo para esa semana sin dejar cabos sueltos. Afortunadamente, logré coordinar todo y el viernes, antes de la última semana de enero, emprendí mi viaje hacia San Vicente.

El seminario comenzó el domingo muy temprano. A nuestra llegada, nos reunimos cerca de setenta Raelianos provenientes de diferentes rincones del mundo: México, Brasil, Venezuela, Panamá, Argentina, y, por supuesto, de varias ciudades de Colombia, como Bogotá, Medellín, Cartagena, Manizales, entre otras. La atmósfera en el lugar era indescriptible. Un ambiente campestre, rodeado de naturaleza, con un clima agradable que complementaba perfectamente la ocasión. La atención recibida fue excelente, y lo que más se destacaba era la sensación general de alegría, complicidad y libertad que se respiraba por todos lados. Era como si, de alguna manera, todos compartiéramos una conexión profunda y auténtica, una energía que nos unía más allá de las diferencias de procedencia o de ideologías.

En la tarde del mismo domingo, se llevó a cabo el registro individual de los participantes. En esta sesión, todos los presentes nos comprometimos a seguir un reglamento estricto durante la semana, el cual incluía normas que promovían el respeto mutuo y el bienestar colectivo. 

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Entre las reglas, destacaba la prohibición de consumir bebidas oscuras, café, Coca Cola, licores, cigarrillos y cualquier tipo de droga. La idea era mantener una pureza tanto física como mental, y dedicarnos plenamente al aprendizaje y a la práctica de los principios Raelianos. A cada participante se le entregaron siete cintas de diferentes colores que debían llevar en un lugar visible en todo momento durante el evento. Estas cintas servían como una especie de código que informaba a los demás sobre nuestras preferencias sexuales y nos permitía expresar de manera respetuosa lo que estábamos dispuestos a compartir con los demás, evitando así posibles malentendidos o situaciones incómodas entre los asistentes.

Inicialmente, los participantes que se unieron al grupo de nudistas eran pocos, pero a medida que pasaba el tiempo y nos adentrábamos más en el seminario, la participación en el nudismo se incrementó hasta llegar al 100% en algunos momentos del evento. La sensación de libertad era palpable, y aunque el nudismo no era obligatorio, se convertía en una forma de liberación y expresión natural para muchos. Sin embargo, la naturaleza de la experiencia también estaba marcada por los cambios de temperatura, y, especialmente por las noches, el intenso frío nos obligaba a utilizar algún atuendo para abrigarnos. A pesar de este pequeño inconveniente, la experiencia fue, en general, una de conexión, apertura y entendimiento.

El seminario no solo consistía en discusiones filosóficas, sino también en la práctica de los valores Raelianos, en la meditación, el intercambio de ideas y, por supuesto, en la profundización del conocimiento sobre la vida, el universo y el ser.

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Los días transcurrían de manera intensamente educativa, pero también de gran camaradería. Cada momento estuvo cargado de un significado profundo, y al final de la semana, la sensación de haber vivido algo transformador era compartida por todos los participantes.

La programación diaria durante ese seminario era meticulosamente estructurada, variada y profundamente enriquecedora. Cada mañana comenzaba con relajaciones profundas que nos ayudaban a conectarnos con nuestro ser interior, preparándonos para lo que vendría a lo largo del día. Las tardes estaban destinadas a conferencias que, además de ser fascinantes, resultaban ser enormemente educativas. Estos espacios no solo nos proporcionaban conocimiento, sino que nos ayudaban a reflexionar sobre el propósito de la vida, la evolución del ser humano y las enseñanzas de la congregación Raeliana.

Fue en este contexto que conocí a una persona que dejó una huella profunda en mi vida, alguien a quien consideré un gran amigo: Álvaro José Bernardo Montenegro Solarte. Lamentablemente, él partió de este plano terrenal en agosto de 2021. Con Álvaro, se compartieron muchos momentos de prosperidad y alegría, pero también atravesamos tiempos de desesperanza, tristeza y escasez. Siempre estuvo presente en los momentos más difíciles, ofreciendo su apoyo incondicional, como un hermano. Recuerdo cada palabra de aliento, cada gesto de amistad sincera, y siempre estaré agradecido por su presencia en mi vida. A pesar de la partida física de Álvaro, sé que nuestro vínculo es eterno, y que más temprano que tarde nos reuniremos en nuestra "casa eterna" para continuar la evolución que siempre buscamos en este plano, con pequeños logros que permanecerán más allá del tiempo.

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La semana transcurría rápidamente, llena de momentos trascendentales. Lo que vivimos durante esos días es tan vasto en experiencias que daría para escribir una crónica bastante extensa. Sin embargo, lo que más destacaba era el verdadero sentimiento de amor y fraternidad que impregnaba cada rincón del lugar. No hubo ni el más mínimo disgusto, ni una sola discusión o comentario discordante entre los participantes. Todo se desenvolvía en un ambiente de armonía perfecta, de respeto absoluto y, sobre todo, de compasión. Ese espacio, lejos de la rutina diaria, era como un paraíso terrenal, donde todo parecía alinearse con un propósito mayor. La paz que se experimentaba era algo incomparable.

El sábado por la noche, el ambiente comenzó a teñirse de una leve nostalgia, ya que algunos de los participantes debían regresar a sus lugares de origen al día siguiente, muy temprano. La despedida era inevitable, pero cada uno de nosotros se fue con el corazón lleno de gratitud por lo vivido. El resto de los asistentes abandonamos el monasterio hacia el mediodía, y decidimos reunirnos para un almuerzo en un restaurante en el poblado de Medellín, en un gesto final de camaradería y fraternidad. Al despedirnos, con un abrazo fuerte y sinceros deseos de bienestar, cada uno emprendió el regreso a su casa, pero las experiencias vividas en ese seminario seguían resonando en nuestros corazones.

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Durante el seminario, mientras compartía con Álvaro, él me comentó sobre la posibilidad de quedarme unos días más en la ciudad para conectarme con un ser excepcional, que en ese momento era un completo desconocido para mí, pero que cambiaría el curso de mi vida: Milton Lukumi Castro. Milton se destacó por ser una persona visionaria, alguien que había incursionado con éxito en los negocios por internet. Su enfoque y estrategias me llamaron profundamente la atención, y en los días siguientes, tuve la oportunidad de conectarme con él. A partir de ese encuentro, un nuevo amanecer floreció en mis finanzas. Milton no solo me introdujo en el mundo del comercio digital, sino que también me enseñó a navegar en ese vasto océano de oportunidades que es internet, dándome herramientas que hasta el día de hoy sigo utilizando para crecer y expandir mis horizontes.

Ese periodo fue un punto de inflexión en mi vida. No solo fue una experiencia espiritual enriquecedora, sino que también marcó el comienzo de una nueva etapa en mi vida profesional, gracias a la conexión con personas que, como Álvaro y Milton, me brindaron una perspectiva distinta, pero igualmente valiosa, sobre lo que significa el éxito en diferentes facetas de la vida.

Mi entrada en el mundo de los negocios virtuales ocurrió con una inversión que, por más que sonara algo fuera de lo común, se convirtió en un acontecimiento financiero significativo en mi vida. Fue Milton Lukumi Castro quien me introdujo a una plataforma denominada namoney.com, la cual ofrecía oportunidades de inversión en lo que, al principio, parecía una idea algo extraña: sembrar arroz en China. 

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En teoría, la empresa captaba dinero de inversores a cambio de un interés diario del 3%, lo cual era una tasa extremadamente atractiva. La lógica detrás de este tipo de negocio era que el arroz sembrado en China generaba suficientes ganancias para cubrir esos pagos diarios a los inversionistas.

Aunque la idea era innovadora, parecía casi demasiado buena para ser cierta, y aunque había cierto escepticismo en torno a este tipo de inversiones, namoney.com había estado operando durante varios años y tenía una cierta reputación en el mercado. En el contexto del auge de las inversiones online, que también incluían a empresas como DMG, las cuales pagaban un 100% de retorno cada seis meses, me decidí a invertir. Para ese momento, estaba viviendo un año financieramente muy positivo, el dinero parecía llegar de diversas fuentes gracias a esta clase de negocios que proliferaban en internet. Los pagos que recibía de namoney.com llegaban puntualmente, y las ganancias eran abundantes. Era una época de oportunidades, aunque al mismo tiempo se respiraba un aire de incertidumbre, pues este tipo de negocios siempre venían con su dosis de riesgos, aunque en ese momento no se percibieran.

Mientras tanto, la proximidad de mis 50 años me llevó a pensar seriamente en mi salud, particularmente en la importancia de realizarme el examen de la próstata, un procedimiento que se recomendaba para los hombres después de los 40 años, especialmente por la proliferación de comerciales que alertaban sobre la importancia de este chequeo. 

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Empecé a investigar y buscar una uróloga en la costa atlántica, pero a pesar de la existencia de muchos profesionales de la salud en Cartagena y en otras ciudades cercanas, fue imposible encontrar una uróloga en la región. Tras extender mi búsqueda, encontré a la Dra. Soledad de los Ríos, una uróloga en la clínica del Rosario en Medellín, y decidí agendar una cita para junio de 2009.

Cuando llegué a la consulta, fui puntual y me encontré con la Dra. Soledad, quien al verme sorprendida, me preguntó el motivo de mi viaje desde Cartagena, ya que, según ella, había muchos urólogos excelentes en esa ciudad. Le respondí que sí, tenía conocimiento de ello, pero que, por razones personales, me sentiría más cómodo siendo atendido por una mujer para este tipo de examen tan íntimo, que por un hombre. Fue entonces cuando me explicó, algo que hasta ese momento desconocía: la mayoría de los hombres prefieren acudir a un urólogo masculino para este tipo de chequeos. Ella me contó que, en sus 25 años de experiencia, era el segundo paciente hombre que tenía. Al principio me pareció increíble, pero comprendí que en esa especialidad, el tabú sobre este tipo de exámenes sigue existiendo y aún hay quienes se sienten incómodos con la idea de ser atendidos por una mujer.

Ese encuentro no solo fue el inicio de un proceso de atención médica importante para mi bienestar, sino que también me hizo reflexionar sobre las costumbres y percepciones sociales que giran en torno a temas de salud, especialmente los que involucran la intimidad. Aunque parecía un asunto trivial, se trataba de un indicio de cómo las diferencias de género, incluso en la medicina, siguen marcando ciertas decisiones. 

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La llegada del año y el aumento de las entradas económicas trajeron consigo varios cambios en mi vida. Uno de ellos fue el incremento de mis viajes a Medellín, gracias a la cercanía con la ciudad. En paralelo, Maureen Luz, que siempre había sido muy prudente en sus decisiones, decidió darse un gusto personal y cambió su automóvil por uno cero kilómetros. Este año, con la demanda contra la Caja Agraria en su favor, era un momento propicio para disfrutar de una recompensa bien merecida. Fue un año de logros y celebraciones, y con la llegada de mis 50 años, mis hermanos y primos organizaron una fiesta en Sabaneta que, a pesar de las celebraciones similares en el pasado, marcó la diferencia. La fiesta fue única, llena de emociones y de momentos que jamás olvidaré.

En junio de ese mismo año, conocí a Marbalmar, con quien ya llevaba más de tres meses comunicándome por teléfono. Nuestra relación virtual había sido bastante intensa, pero por diversas razones, habíamos tenido que aplazar nuestro encuentro en varias oportunidades. Marbalmar residía en Valledupar, y a pesar de los intentos, no habíamos podido coordinar nada hasta que un día, mientras me encontraba en Sabaneta en el negocio de la prima organizadora del evento familiar, recibí una llamada de Marbalmar. ¡Estaba en Medellín! Y estaba decidida a que finalmente nos conociéramos, por lo que me sorprendió enormemente. No dudé en preguntar a mi prima si podía invitar a una amiga que había viajado desde Valledupar a la fiesta de la familia esa noche, y por supuesto, me dio su autorización. 

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Así fue como, en medio de una tarde llena de sorpresas, programamos nuestro tan esperado encuentro.

Marbalmar, quien es compositora, arreglista y poeta, se encargó de describir ese primer encuentro de una manera tan profunda y hermosa que me quedó grabado para siempre. En uno de sus mensajes, lo expresó así:

"Llegado el día esperado con miles de nervios y emociones encontradas: Primero al fin te conocería, segundo no saber si me llevarías a la fiesta de la familia. Al invitarme a la fiesta de tu familia, yo iba a ser tu acompañante sin conocerte. Yo quería ir y desesperaba porque me invitaras y ya... cuando llegué y te vi, sentí que también tenías los mismos nervios y te portabas como un niño, eso me encantó de ti. Todo empezó con una mirada, después sin pensarlo nos tomamos las manos, después puras risas y esperé que dijeras 'esta noche es muy especial porque conocí a la mujer más natural y sencilla del mundo'. Yo reconozco ahora que para mí lo fue, muy a pesar de los lunares que tú dices hubo, al final la despedida con un beso (por mi iniciativa) selló la fiesta. De ahí en adelante las respectivas llamadas de cinco minutos, los paseos que hicimos por la hermosa Medellín, agarrados de la mano y robándonos uno que otro beso, hasta nos decíamos que nos queríamos y solo te había visto una vez. Tú sabes que yo no te esperaba, ya había dejado de creer en el amor porque los hombres que conocía o no me cortejaban, o no eran lo que esperaba, o estaban comprometidos. Todo fue tan distinto contigo."

Aquella noche estuvo marcada por un fuerte aguacero desde las seis de la tarde, lo que alteró un poco nuestros planes. 

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Sin embargo, a la hora de nuestro encuentro, que estaba programada para las ocho de la noche, el clima se hizo parte del encanto del momento. Nos encontramos en el parque de Sabaneta y, de allí, nos dirigimos al lugar de la reunión familiar, que por suerte estaba muy cerca. Al llegar, la familia nos recibieron con los brazos abiertos, y a pesar de que Marbalmar era la única que no pertenecía a la familia, fue incluida en la celebración. Nunca antes había sucedido algo así en esta fiesta, y fue una muestra más de la calidez con la que nos aceptaron. La fiesta continuó hasta el amanecer, una celebración que quedaría grabada en mi memoria como un momento único.

Ese encuentro marcó el inicio de algo muy especial. Lo que comenzó como una cita esperada, se transformó en una conexión profunda y natural, como si nos conociéramos de toda la vida.

Los días posteriores los dedicamos a explorar la ciudad, aprovechando cada rincón de Medellín y sus alrededores. Visitamos varios lugares de interés, disfrutando de la compañía mutua y construyendo recuerdos que perdurarían. Después de este tiempo compartido, llegó el momento de regresar. Viajamos por carretera hasta Cartagena, donde Marbalmar continuó su viaje de regreso a Valledupar. Desde ese entonces, nuestra amistad ha perdurado, y aunque las circunstancias de la vida nos llevaron por diferentes caminos, jamás hemos dejado de comunicarnos. Mi compromiso fue llamarla sin falta en dos fechas especiales: el 22 de julio, día de su cumpleaños, y para despedir el año. 

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Estas fechas se han cumplido sin faltar, y hasta el día de hoy, seguimos manteniendo ese lazo. A Marbalmar, un saludo muy especial y un agradecimiento profundo por haber sido parte de este capítulo de mi vida. Que Dios te bendiga infinitamente.

En ese mismo año, mi participación en los eventos Raelianos marcó una etapa significativa en mi vida espiritual. Cada una de las cuatro fechas principales para los Raelianos fueron momentos de reflexión y conmemoración, y me encontré más inmerso en ese camino. Estos eventos son fundamentales para los seguidores de esta corriente, pues celebran la revelación del origen de la humanidad y la relación con los Elohim. Las fechas que destacan son:

13 de diciembre: Primer encuentro de Rael con un extraterrestre llamado Yahvé, quien le reveló la verdad sobre nuestro origen.

7 de octubre: Segundo encuentro de Rael con Yahvé, donde fue llevado al planeta de los creadores, los Elohim.

Primer domingo de abril: Conmemoración del primer ser humano creado científicamente en laboratorio por los Elohim.

6 de agosto: Conmemoración de la explosión de la bomba atómica en Hiroshima, que marcó la entrada de la humanidad en la "edad del Apocalipsis", un término que, en griego, significa "revelación".

Este último evento, la celebración del año nuevo Raeliano, fue el contexto de una importante decisión en mi vida. Después de haberme involucrado durante más de 20 años en la espiritualidad de tiempo completo, llegué a la conclusión de que mis creencias ya no concordaban con lo que las religiones tradicionales promovían. 

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Reflexioné profundamente sobre las diferencias entre religión y espiritualismo. Para ilustrar mi perspectiva, se definen de la siguiente manera:

* La religión es para aquellos que necesitan que alguien les diga qué hacer y quieren ser guiados. El espiritualismo es para aquellos que prestan atención a su voz interior.

* La religión amenaza y asusta, mientras que el espiritualismo da paz interior.

* La religión inventa, y el espiritualismo encuentra.

* La religión te busca para que creas, mientras que el espiritualismo tienes que buscarlo para creer.

Tras una reflexión tan profunda, tomé la decisión de separarme formalmente de la iglesia católica, a la que había pertenecido desde mi nacimiento. Presenté mi solicitud de apostasía en la Parroquia Nuestra Señora del Carmen de Pamplona, donde había sido bautizado en enero de 1960. Recibí una respuesta formal de la parroquia, que anotó en mi partida de bautizo la desvinculación de la iglesia católica. La carta que se emitió fue la siguiente:

"Siguiendo el procedimiento de Apostasía, en su partida de bautizo reposa la siguiente nota marginal: 'Según acta notariada, el señor CARLOS ARTURO CAMPOS COLEGIAL, identificado con la cédula de ciudadanía No. 13.352.104 de Pamplona, solicita a la Parroquia Nuestra Señora del Carmen de Pamplona, ser desvinculado como miembro de la iglesia católica y por tanto, exonera a la iglesia de cualquier responsabilidad en caso de que él o algunos de sus descendientes requieran de esta partida de bautizo, dado a  los 25 días del mes de junio de 2011.' Doy fe, Ablucelio Afanador Maldonado, Pbro."

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La solicitud de apostasía que presenté en la parroquia de Pamplona fue un hecho inédito en ese lugar, lo que generó sorpresa y cierta presión por parte de figuras cercanas, como un monseñor, hijo de un vecino de la casa paterna. Él me contactó con el fin de persuadirme de desistir de la petición, argumentando cómo esta decisión podría afectar a mi madre, Doña Carmen. Le respondí con firmeza que ella ni residía en Pamplona ni se enteraría de esa solicitud, y que por primera vez estaba haciendo pública una decisión tan personal y trascendental. Mi negativa fue clara, y el trámite siguió su curso. Cuando acudí al despacho parroquial para reclamar el documento que formalizaba la desvinculación, tras autenticar la firma en notaría, finalmente recibí un correo confirmando que, desde esa fecha, todos los sacramentos y cualquier vínculo con la iglesia católica quedaban disueltos.

Por otro lado, el negocio con nanomoney.com continuaba prosperando, aunque una intuición me decía que algo no estaba bien. A pesar de los rendimientos diarios y la apariencia de solidez, el sentido común me advertía que algo tan positivo no podía durar mucho. En ese contexto, decidí solicitar un préstamo al BBVA por diez millones de pesos, con el cual generaba 300,000 pesos diarios, incluidos domingos y festivos. A los dos meses, ya había logrado no solo mantener la inversión sino también cubrir el préstamo bancario. Al ver el flujo de dinero, varios amigos se interesaron en el negocio y los introduje a la plataforma, advirtiéndoles, sin embargo, que este tipo de esquemas puede terminar de un momento a otro, y mi estrategia era recuperar el capital invertido mientras dejaba que las ganancias siguieran trabajando.

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Y, como era de esperar, el desenlace llegó: el negocio se desplomó, como tantas veces ocurre en sistemas financieros que prometen rendimientos insostenibles. Sin embargo, al menos logré asegurar mis ganancias antes de la caída.

Así las cosas, mi capital invertido experimentó un notable incremento, pues por cada nuevo inversionista que ingresaba, me abonaban un 7% del capital invertido en mi cuenta. A pesar de las advertencias previas y de haber consignado puntualmente todos los lunes en las cuentas personales hasta el final, no faltó quien, en su frustración, reclamara de manera airada. En esos momentos, solo me quedaba hacerles caer en cuenta que lo que teníamos en ese momento eran, afortunadamente, ganancias sobre las ganancias. El capital inicial ya había sido recuperado meses atrás, y el dinero que seguía generándose era fruto de la rentabilidad de esas ganancias reinvertidas.

El año 2010 comenzó con la promesa de nuevos retos y oportunidades. En enero, se realizó un seminario Raeliano en el monasterio de San Vicente, esta vez con una mayor cantidad de asistentes y un ambiente de mayor confianza. Nada parecía desconocido, como ocurrió el año anterior, lo que hizo que la experiencia fuera aún más enriquecedora. En la despedida de este seminario, se llevó a cabo una actividad especialmente peculiar y divertida, conocida como la "terapia de la risa". Consistía en lo siguiente: tomamos un vagón del metro y asignamos a una persona a cada una de las seis puertas del vagón. 

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Sin previo aviso, esa persona comenzaba a reírse a carcajadas sin causa aparente. Lo sorprendente de este ejercicio fue cómo, rápidamente, su risa se contagiaba a los demás pasajeros. A medida que nuevos viajeros se iban subiendo al vagón, se unían también a la risa colectiva, creando un ambiente de contagio y alegría. Así, el vagón entero comenzó a reír sin cesar durante el trayecto. Al llegar a nuestro destino y bajar del tren, el efecto de la risa se mantenía en el aire, y los pasajeros seguían carcajeándose sin poder parar. Fue un experimento realmente fascinante y una experiencia única que dejó una profunda reflexión sobre el poder de la risa y la energía colectiva.

Al finalizar el seminario, nos reunimos con Milton, quien me informó acerca de la llegada al país de una empresa de publicidad llamada amarillasinternet.com, la cual estaba ofreciendo franquicias en una promoción de dos por uno. Las ganancias prometidas eran exorbitantes, del 2000%, aunque implicaban trabajo, ya que consistía en vender anuncios. El costo de la franquicia era de un millón de pesos, cantidad que él amablemente me prestó, con la condición de que lo pagaría con un Nano Money que se vencía próximamente. Tomé el curso de manejo de la franquicia y regresé a Cartagena para retomar mi vida habitual. Sin embargo, a finales de febrero, me encontré con la noticia de que la página de nanomoney.com había desaparecido, lo cual significó un golpe fuerte a mis entradas económicas, que solían rondar los cinco millones de pesos semanales.

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