Mis Últimos 50 años 1971 - 2021 Carlos Campos Colegial
A lo largo de ese tiempo, y como siempre he creído, todo lo que sucedió no fue producto del azar ni de nuestras decisiones, sino de algo más grande. Siempre he sostenido que no somos nosotros quienes decidimos, sino que es el destino, guiado por la mano del creador, el que nos lleva por caminos que, aunque inciertos, nos permiten aprender y crecer. Creo firmemente que sin su consentimiento, nada de lo que experimentamos sería posible. La vida, en su complejidad, tiene una manera especial de mostrarte lo que debes vivir, incluso cuando no lo buscas. Por eso, pienso que estamos todos peregrinando por este planeta, buscando sentido, buscando nuestro propósito.
Dado que esta persona no me autorizó a revelar su nombre, le llamaré, en los relatos venideros en los que ella sea protagonista, "la señora ajena". De esta forma, su presencia en mi vida continuará siendo relevante, pero sin entrar en detalles personales que no fueron solicitados. Durante varias semanas, nuestra comunicación se limitó exclusivamente a conversaciones telefónicas, las cuales continuaron fluyendo de forma constante, aunque sin prisa. Cada llamada era una excusa para compartir más detalles de nuestras vidas, y así, la conexión se iba afianzando sin necesidad de apresurarse.
Sin embargo, un día cualquiera, sin previo aviso, me pidió que la acompañara a una eucaristía en la iglesia de Santo Domingo, en el centro. Esto me sorprendió un poco, ya que no era común que la conversación girara hacia algo tan espiritual. De todos modos, acepté encantado, sabiendo que cada paso que daba junto a ella me permitía conocer una nueva faceta de su ser.
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Además, hacía ya varios años que tenía una buena amistad con el párroco de aquella iglesia, por lo que me sentía cómodo en ese entorno, aunque para ella representaba algo distinto, algo que ni yo mismo sabía en qué medida cambiaría nuestras dinámicas.
En El Doble Rasero de la Iglesia, un relato en donde les pormenorizaré aspectos desconocidos del clero y sus pastores, nos encontramos en el templo, un lugar de calma y reflexión, pero desde allí nos dirigimos a una cafetería cercana. Allí, mientras degustábamos una bebida, comenzamos a profundizar más en nuestro ser interior, tratando de descifrar los porqués y los paraqués de aquella aventura tan inusual, que, si bien podría considerarse "traída de los cabellos", nos llevaba por caminos desconocidos.
Le confesé mis inquietudes y preocupaciones sobre cómo manejar el hecho de que nuestros encuentros físicos fueran tan frecuentes y públicos, algo que empezaba a incomodarme. Pero, con una tranquilidad sorprendente, me dio la seguridad que necesitaba: "No te preocupes", me dijo, "mi marido y yo convivimos bajo el mismo techo, pero no tenemos nada que ver el uno con el otro. Llevo una vida de total independencia, por lo que te doy la plena seguridad de que nada va ni puede pasar. El tiempo me dará la razón, así que sigamos adelante con lo que ambos deseamos".
Sus palabras, cargadas de una firmeza inesperada, me dieron una paz momentánea, y entendí que, en su realidad, las cosas funcionaban de manera diferente a lo que muchos podrían esperar. Así, el tiempo y la situación parecían alinearse con sus deseos, y decidimos dar rienda suelta a nuestros propios impulsos y anhelos.
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El sábado 18 de octubre de 2003, aprovechando que Maureen Luz viajó a Barranquilla a celebrar el cumpleaños de su hermana, tuvimos nuestra primera salida formal en todos los sentidos, una noche que se extendió hasta el amanecer. Acompañados por una sobrina suya, quien, en una situación similar con su pareja, también compartía una independencia algo inusual, esa salida se transformó en un evento que consolidó aún más mi decisión de seguir adelante con lo propuesto por esta mujer tan especial. Fue como revivir una experiencia lejana pero profundamente marcada en mi memoria, pues esa noche, con ella, me recordó mi primera vez en estos temas, aquella experiencia con mi instructora, que también había sido tan reveladora.
Jamás podré olvidar esos dos momentos, separados por casi treinta años, pero que, al igual que una huella, estarán por siempre grabados en mi mente. La intensidad de esa primera vez, cuando todo era nuevo y desconocido, se había transformado ahora en una experiencia madura, pero igualmente cargada de emoción, y en la que, de alguna manera, el pasado y el presente se entrelazaban, formando un solo continuo.
Desde hacía algún tiempo, me encontraba lidiando con una molestia que se había convertido en una constante en mi vida: la proliferación de furúnculos. A pesar de los múltiples estudios y tratamientos médicos a los que me había sometido, el problema no desaparecía. Cada nuevo brote parecía más obstinado que el anterior, lo que me causaba un nivel de incomodidad y preocupación cada vez mayor. La situación se volvía, además de dolorosa, desesperante.
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Ya no encontraba consuelo en los remedios ni en las consultas. Esto me llevaba a sentirme atrapado en un círculo vicioso, una batalla silenciosa con mi propio cuerpo que me desgastaba tanto física como emocionalmente.
Al llegar a un punto de total agotamiento, entendí que lo único que me quedaba era confiar en algo más grande que yo. Decidí entonces elevar una plegaria al ser superior, pidiéndole humildemente que se hiciera Su voluntad, sin importar cuál fuera el desenlace. En ese momento, mi fe se convirtió en mi única herramienta, una fe que se fundamentaba en la aceptación de que lo que debía ser, sería. No sabía si la respuesta sería lo que esperaba, pero confiaba ciegamente en que algo cambiaría. Fue entonces cuando, como siempre, la respuesta llegó a mi vida en la forma menos esperada, como una especie de alivio divino, y pronto comenzó a vislumbrarse la solución definitiva.
El jueves 6 de noviembre cuando la señora ajena me llamó por la mañana, su voz al otro lado de la línea tenía una calidez que invitaba a confiar. Me extendió una invitación para asistir esa misma tarde a una reunión de sanación que se llevaría a cabo en casa de una de sus hermanas. El encuentro contaría con la presencia del padre Hollman Londoño, un sacerdote de gran renombre en la región, conocido por realizar estos actos de sanación material y espiritual. En su voz percibí la certeza de que este encuentro podría traer la respuesta que había estado buscando.
Decidí asistir, sabiendo que lo único que podía hacer era mantener la mente abierta y permitir que el proceso se desarrollara sin resistencias.
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Salimos temprano, pues el padre Hollman solía atraer a un público considerable, y era común que estos actos se llenaran rápidamente. La noticia de que el encuentro sería en pleno centro de la calle, acondicionada por los vecinos para este fin, nos permitió anticipar la magnitud del evento. Al llegar, observé la zona, transformada en un pequeño santuario improvisado, con los vecinos colaborando para hacer de esa calle un lugar adecuado para recibir a todos los asistentes. Había una energía especial en el aire, algo que se percibía, aunque aún no sabíamos exactamente qué esperar.
Nos posicionamos cerca de la entrada de la casa anfitriona, observando con atención el lugar. En ese preciso instante, una camioneta blanca apareció en la esquina posterior de la calle, su aparición fue tan inesperada como solemne. De ella descendió el padre Hollman, la figura que tanto había escuchado nombrar, pero que jamás había tenido la oportunidad de ver en persona. La presencia de aquel hombre, con su caminar sereno y su mirada penetrante, llenó el espacio con una calma inexplicable.
Mientras avanzaba hacia nosotros, mi mente se inundó de pensamientos contradictorios. Aquel momento parecía estar cargado de un simbolismo que no entendía del todo, pero que me hacía sentir que algo trascendental estaba por ocurrir. Sin poder evitarlo, volví a elevar una oración, una súplica silenciosa para que esta reunión fuera, efectivamente, la respuesta que mi alma tanto había clamado. Mi corazón latía con fuerza, y en ese suspiro de esperanza, una sensación de paz me invadió.
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Como si en ese preciso instante, el universo hubiera hecho converger todos los elementos necesarios para que, por fin, algo cambiara. Mis oraciones fueron escuchadas, y esa tarde, como una señal clara, la respuesta llegó de manera rotunda y definitiva.
El padre Hollman, con su serenidad y porte inconfundibles, se dirigió hacia la casa anfitriona. Sin embargo, antes de entrar, se detuvo frente a mí. Vi cómo, con un gesto cargado de propósito, posaba su mano derecha sobre mi hombro izquierdo. Sus ojos se fijaron en los míos, y me dijo con una certeza que caló hondo en mi ser: "No te preocupes más por lo que padeces, estás curado, y jamás volverás a sufrir de algo similar". Aquellas palabras, cargadas de una energía especial, resonaron en mi interior de una forma que nunca había experimentado. Sentí una paz profunda, una serenidad que me envolvió por completo, como si algo dentro de mí se hubiera relajado definitivamente.
En ese momento, sin poder contenerme, unas lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas. Era la respuesta a tanto sufrimiento, a tantas noches de insomnio y preocupación. La sensación de alivio era tan grande que no supe cómo expresar lo que sentía, así que lo único que hice fue realizar una pequeña venia de aprobación, agradeciendo desde lo más profundo de mi ser. Aquella certeza en sus palabras me transmitió una confianza que solo los grandes espíritus son capaces de otorgar.
A partir de ese instante, algo comenzó a cambiar. El decrecimiento de los furúnculos, esos molestos bultos que habían invadido mi cuerpo durante tanto tiempo, fue progresivo y notorio.
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Más de cincuenta de estos se habían alojado en diversas partes de mi cuerpo, una condición que me había acompañado durante largo tiempo. Pero ahora, como por arte de magia, comencé a sentirme considerablemente mejor. El dolor, que antes era constante, se fue tornando más tenue, casi imperceptible. Los furúnculos empezaron a secarse y, en menos de una semana, desaparecieron por completo. Fue un proceso tan rápido que me resultó casi milagroso. Han pasado ya veinte años desde aquel encuentro, y puedo decir con total seguridad que jamás he vuelto a experimentar el más mínimo síntoma de reincidencia. Es como si aquella intervención divina hubiera sellado mi curación de una vez por todas.
Mientras tanto, en el ámbito personal, la situación también estaba tomando un giro inesperado. Maureen Luz, estimulada por la situación y el entusiasmo que veía reflejado en mí, tomó una decisión importante. Después de todo lo vivido, se dio cuenta de lo mucho que me había impactado este cambio en mi vida, y decidió darnos un tiempo para reflexionar sobre lo que estábamos viviendo. Aunque nuestra relación siempre fue sólida, esta experiencia parecía haber marcado un antes y un después. Con el fin de comenzar una nueva etapa, Maureen Luz decidió trasladarse a Barranquilla en enero del siguiente año, llevando consigo solo una parte mínima de sus enseres.
El apartamento que compartíamos fue entregado, y tomé en arriendo otro en el barrio El Prado, en una zona más tranquila. Allí, con el resto de los enseres, inicié esta nueva etapa, ahora acompañado por la señora ajena, quien cada vez me sorprendía más por su dedicación y empeño en la relación.
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Cada día, me mostraba más apoyo y comprensión, lo cual me hacía sentir increíblemente afortunado. A menudo, ella salía de mi casa casi a la medianoche, ya que no quería separarse de mí, y los fines de semana se convertían en una excusa para inventar viajes a diferentes lugares, siempre con el objetivo de pasar más tiempo juntos. Nuestra conexión se fortaleció aún más con cada paso que dábamos, y sentía que estábamos construyendo una relación sólida y llena de pasión, en la que la distancia nunca fue un obstáculo.
El compromiso de ambos hacia la relación se hizo evidente en estos gestos cotidianos, y la dedicación que ponía la señora ajena me dejaba sin palabras. Su empeño en que compartiéramos más tiempo juntos me hizo darme cuenta de lo afortunado que era al tener a alguien que valoraba la relación tanto como yo. Sentía que, a pesar de las adversidades que habíamos vivido, estábamos creando una vida que valía la pena, llena de momentos que quedaban grabados en mi memoria.
Para Maureen Luz, la situación fue completamente diferente. Aunque al principio las expectativas parecían ser buenas, su hermana, que había sido tan amable al principio, cambió radicalmente con ella. A medida que pasaban los días, la convivencia se tornó cada vez más difícil, convirtiéndose en un verdadero calvario. Maureen Luz me reportaba a diario, cada vez con más desesperación, con la esperanza de que fuera solo una fase pasajera, pero no fue así. Las diferencias entre ellas se acentuaron aún más, y la tensión crecía a medida que pasaba el tiempo.
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Viendo su sufrimiento, tomé la decisión de proponerle algo que nos ofreciera un respiro a ambos: le sugerí que tomara en arriendo un apartamento en Cartagena, y me comprometí a subsidiarlo, con la intención de que pudiera estar cómoda y, sobre todo, tranquila. Tras pensarlo un poco, aceptó y viajó a buscar un lugar que se ajustara a sus necesidades. Fue una decisión importante, una que reflejaba mi deseo de verla en paz y en un ambiente más adecuado para ella.
En otro frente, las circunstancias de mi vida empresarial también tomaron un giro inesperado. Un fin de semana, me surgió un contratiempo relacionado con la mercancía que debía despachar urgentemente. No tenía suficiente efectivo para cubrir los anticipos, y era imposible que Bogotá pudiera enviarme el dinero necesario a tiempo. Ante esta situación, decidí recurrir a un colega con quien había establecido una buena relación. Aunque él tampoco disponía de los recursos necesarios, me presentó a Don Orlando López Carmona, un señor que se dedicaba a cambiar cheques y, lo que fue aún más valioso, me resolvió el problema de inmediato. No solo me solucionó el impase financiero, sino que, de alguna manera, se convirtió en un verdadero benefactor para mí. A partir de ese momento, nuestra relación se consolidó y hasta el día de hoy, le considero mi mejor amigo. A pesar de la distancia que nos separa, ya que vivimos en ciudades diferentes, mantenemos una comunicación constante, y para mí, su amistad ha sido fundamental a lo largo de los años.
Este tipo de experiencias me llevó a reflexionar sobre el famoso dicho que afirma que "los hijos siguen el ejemplo de sus padres". Personalmente, no comparto esa visión, ya que considero que la vida es mucho más compleja.
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Un claro ejemplo de esto lo encontré en la familia de Don Orlando. Sus padres fueron fumadores toda su vida, y cuando sus hijos eran pequeños, la madre, para evitar ir hasta la cocina a encender un cigarro, les pedía a sus hijos varones (eran cuatro) que lo hicieran por ella. Sin embargo, ninguno de esos hijos siguió el ejemplo, y hasta la fecha, ninguno de ellos fuma. Por el contrario, en mi propia familia, a pesar de que mis padres nunca fumaron, considerándolo uno de los peores hábitos que podía adquirir un ser humano, los tres hijos varones nos convertimos en fumadores en diferentes etapas de nuestras vidas.
Este contraste me lleva a pensar que las influencias familiares y los hábitos no siempre se transmiten de manera directa. En otros casos, como el de Don Pacho, que nunca bebió alcohol, dos de sus hijos, incluido el narrador de la historia, terminaron siendo alcohólicos, y uno de ellos lamentablemente falleció debido a esta adicción. Este tipo de situaciones me lleva a la conclusión de que tenemos tareas y lecciones específicas que debemos aprender en esta vida, tareas que, tal vez, traemos de vidas pasadas. Si bien no podemos cambiar el pasado, sí tenemos la oportunidad de elaborar estas lecciones en el presente de la mejor manera posible.
En una ocasión, durante una visita a un taller automotriz, me encontré con algo realmente peculiar: varios huevos de tortuga habían eclosionado y las pequeñas criaturas habían emergido de sus cáscaras. Mientras me dirigía al carro, descubrí a una de ellas, recién nacida, que se encontraba completamente desorientada y moviéndose de manera torpe.
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La recogí con delicadeza y la coloqué en el piso del carro, imaginando que encontraría un buen lugar para cuidarla más tarde. Sin embargo, al llegar a casa, me distraje con otras cosas y, por algún motivo, me olvidé por completo de la pequeña tortuga.
Al día siguiente, Maureen Luz, al salir en el carro, notó algo extraño al tocarle el pie. Ella siempre manejaba descalza, lo que facilitó que sintiera un leve movimiento. Intrigada, se estacionó y miró hacia abajo, descubriendo al animalito que había estado olvidado allí. Al principio no sabía qué hacer con ella, pero decidió llevarla de vuelta a casa, y en cuanto llegó, le dio un poco de lechuga, que devoró con gusto, y agua, la cual bebió con avidez.
A partir de ese momento, la pequeña tortuga se convirtió en un miembro más de nuestra familia. Pasaron los años, y a medida que crecía, se volvió una presencia constante en la casa, disfrutando de la libertad de moverse por nuestro patio y buscando siempre la mejor sombra para descansar. La ventaja de tener una mascota como ella es que, a diferencia de otros animales que requieren cuidados constantes o que pueden enfermarse fácilmente, las tortugas tienen una naturaleza mucho más resistente. Su dieta es variada, ya que comen prácticamente cualquier cosa que les ofrezcan, y por su longevidad, se sabe que podrían vivir muchos años. Con el tiempo, fue una bendición tenerla, no solo por su compañía, sino por la tranquilidad de saber que su vida no estaría limitada a una corta etapa, como sucede con otras mascotas. Hoy en día, más de 20 años después, sigue viva, con una descendencia numerosa. A pesar de los años, sigue manteniendo una energía juvenil y se ha convertido en un símbolo de longevidad y paz en la familia.
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A lo largo de los años, he aprendido a admirar la tenacidad de este ser que, de alguna manera, ha llegado a representar una de las enseñanzas más valiosas: la vida es un regalo que hay que cuidar, pero también un proceso que debe ser vivido con calma y paciencia, como lo hace nuestra tortuga, disfrutando de su juventud eterna.
Años después, durante un cargue de tuberías en un puerto de Cartagena, descubrí algo inesperado: un nido de serpientes boa constrictor, que usualmente generan pavor en las personas, sin importar si son venenosas o no. En este caso, la serpiente no era venenosa, pero estaba muy pequeña, no alcanzaba el metro de longitud. Como no se podía sacar de ese lugar, decidí colocarla dentro de la cabina de la mula, comprometiéndome con el conductor de que la tomaría cuando fuéramos a salir del puerto.
Al momento de salir, la serpiente no apareció por ningún lado, lo que nos preocupó. El conductor, claramente aterrorizado, entró en pánico y no pudo continuar conduciendo, así que tuve que sacar la mula del lugar. Ya en el parqueadero, después de un largo rato buscando, finalmente encontramos al animal en la tapicería del techo de la cabina. La tomé con cuidado y la llevé a casa, pero allí la situación se complicó. La presencia de la serpiente llenó de intranquilidad y miedo a Maureen Luz, quien no soportaba el estrés que le generaba la idea de tenerla cerca. Me solicitó que la sacara de allí, y como no podía dejarla en casa, decidí obsequiarla a un conductor que tenía una casa en su finca infestada de ratas. No supe más de ella después de esa entrega.
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A través de esta experiencia, aprendí algunas lecciones valiosas sobre las serpientes como mascotas. Aunque mucha gente le teme a estos reptiles, descubrí que, para quienes no tienen fobia, pueden ser criaturas fascinantes. Las boas constrictor, por ejemplo, se alimentan cada 10 o 15 días, y su dieta se basa principalmente en pollitos, ratones, ratas y pequeños animales vivos. En caso de no contar con alimento vivo, se puede resolver el problema dándoles un par de huevos, aunque esta solución solo es temporal. Durante largos periodos, las serpientes duermen, y solo salen de su lugar cuando sienten un rayo de sol.
Curiosamente, llegué a notar que estas serpientes desarrollan un tipo de vínculo con su dueño, reconociéndolo y estableciendo una especie de amistad. De hecho, a la hora de entregar la serpiente al conductor, me costó trabajo hacer que aceptara irse con él. La serpiente, al parecer, se había encariñado conmigo. Se aferraba a mi cuello, y luego, al estar con su nuevo dueño, se estiraba hacia donde yo estaba, como si tratara de alcanzarme nuevamente. Fue un momento curioso, que me dejó una profunda reflexión sobre la capacidad de los animales para formar lazos, incluso con aquellos que no son sus tradicionales compañeros de vida.
La luna de miel intensa con la señora ajena duró relativamente poco. El domingo 29 de febrero de 2004, tras recibir la noticia de que Maureen Luz había regresado a Cartagena, la señora ajena estalló en cólera. De repente, emergió el demonio que llevaba dentro, comenzando a vociferar contra nosotros con una furia inesperada.
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Era la primera vez que una pareja me maltrataba verbalmente de esta manera, y lamentablemente no sería la última. Como podrán darse cuenta al final de este relato, se encontrarán con lo que comúnmente se conoce como "la tapa de la olla", la que cubre todo lo que se oculta dentro y que inevitablemente debe salir a la luz. Este episodio fue, en cierto modo, un anticipo de lo que me aguardaba años más tarde, un acontecimiento que, en su momento, logré sortear con una tranquilidad y paz interior que, en su momento, parecía lejana.
En ese momento, ella salió de mi vida iracunda, con la promesa de no volver nunca más. Acepté su decisión sin resistencia, y, como era de esperarse, antes de una semana, se puso en contacto conmigo para pedir un favor, algo que decidí hacer sin pensarlo demasiado. Ese pequeño gesto abrió la puerta para que ella regresara, con la intención de agradecerme lo que había hecho.
Siempre he dicho que no soy el tipo de persona que se convierte en "cucaracha" (aquellos seres que, a pesar de ser rechazados, se aferran al espacio en el que ya no son bienvenidos). Tampoco suelo mantener comunicación con quienes han salido de mi vida. Sin embargo, si la otra persona toma la iniciativa de contactarme, siempre respondo de manera formal, sin problema alguno. No soy de acumular rencores ni, mucho menos, de alimentar odios. Menos aún ahora, que he comprendido que el amor no es una opción, sino una obligación. Entonces, ¿para qué odiar y no perdonar? Al final, querámoslo o no, la vida nos empuja a perdonar, pues es lo que debemos hacer. Como el conocido y antiguo comercial que decía, "tarde o temprano su radio será un Philips".
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Esta reflexión me lleva a recordar otra frase que resuena profundamente en mi ser: "Para Dios, la humanidad es un solo ser humano atomizado. No me conviene que te vaya mal; cuando te ataco, me ataco a mí mismo. Si soy dueño de mí, ¿por qué querría ser dueño de la idea que habita en tu cabeza?"
A lo largo de mi vida, he comprendido que, por más que quisiera, no he sido capaz de odiar, celar o envidiar a nadie. Cuando alguien actúa con esas emociones en contra de mi ser, no me produce más que una gran tristeza. Y, al mismo tiempo, la certeza de que esa persona terminará regresando, arrepentida, con el corazón lleno de pena por haberme atacado. La vida, de alguna manera, siempre nos devuelve lo que damos.
En una ocasión, un conductor, al no recibir en la oficina de Bogotá el cheque correspondiente al saldo de la planilla, se encontraba en la oficina de un colega. En ese momento, llegó al lugar y, al verme, comenzó a insultarme furiosamente, ya que su señora había perdido el viaje para buscar el cheque. A pesar de que siempre les recomendaba cobrar los saldos directamente en Cartagena para evitar este tipo de inconvenientes, el conductor no pudo controlar su frustración y arremetió verbalmente contra mí. Me quedé callado, sin replicar, y fue el colega quien intervino, pidiéndole que saliera de la oficina. Días más tarde, el conductor me llamó para ofrecerme una disculpa. No dudé ni un momento en aceptarlas, sin rencor alguno, como siempre he hecho en situaciones similares.
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Tiempo después, un día en que no había vehículos disponibles para viajar a Neiva, el conductor pasó por mi oficina solicitando un viaje. No lo dudé y le asigné uno sin problema alguno. Esto, de alguna manera, lo hizo sentir aún más incómodo, especialmente por cómo me había tratado en aquella oportunidad.
Es curioso cómo las circunstancias de la vida nos colocan en situaciones inesperadas. Algunos afirman que lo sobrenatural no existe, pero les aseguro que tengo la certeza de que sí existe. De hecho, ¿por qué Wikipedia dedicaría una página entera al tema de lo sobrenatural? ¿O cómo podemos explicar el siguiente episodio que ocurrió en mi vida, un suceso tan extraño que desafía cualquier explicación lógica?
Una tarde, mientras estábamos en un puerto de Cartagena, cargando unas cajas de dimensiones extraordinarias, ocurrió un suceso que jamás podré olvidar. Para cargar este tipo de mercancía, es necesario desmontar la carrocería del trailer, que consta de diez barandas, cada una de dos metros y medio de ancho por dos metros de alto, con un peso aproximado de cinco toneladas. La operación consistía en cargar primero una caja de doce metros de largo, un metro y medio de ancho y un metro de alto. Encima de esa caja, se colocó la carrocería desarmada. Sin embargo, no se tuvo en cuenta que la carrocería sobresalía por ambos lados de la caja.
Luego, se procedió a cargar una segunda caja, que medía tres metros de ancho y casi dos metros de alto. Este tamaño provocó que el operador del montacargas perdiera la visibilidad total de la carga. Desde el otro lado, le indicaba que empujara más la caja, pero no me percaté de que esa acción estaba empujando hacia mí el bloque de las barandas.
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Al perder el equilibrio sobre la caja larga, las barandas comenzaron a rodar hacia mí. En ese instante, miles de pensamientos pasaron por mi mente en una fracción de segundo. Pensé en tirarme debajo del tráiler, retroceder, pero no había tiempo para nada. Las barandas estaban cayendo directamente sobre mí. Lo que sucedió a continuación fue, sin duda, algo que jamás podría haber anticipado: una fuerza sobrenatural. Sentí que alguien, o algo, me tomó fuertemente por la parte trasera del cuello de mi camisa. Con una fuerza descomunal y en un movimiento extremadamente rápido, me arrastró hacia atrás, mientras las barandas seguían deslizándose y rodando frente a mí. Mis pies se deslizaban sobre los tacones de mis botas, y sentía mi cuerpo inclinarse hacia atrás en una posición oblicua.
Cuando las barandas finalmente se detuvieron, yo me había deslizado con ellas, quedando a escasos dos metros de la primera de las barandas. Todo esto ocurrió en un parpadeo, en cuestión de segundos, pero el impacto emocional fue tan grande que todos los presentes no podían creer lo que acababan de presenciar. El señor despachador de Alpopular, el supervisor del patio y otros conductores que esperaban su turno para cargar se acercaron rápidamente, visiblemente más asustados que yo. No podían entender cómo había logrado salir ileso de una situación tan peligrosa. Me preguntaron, entre sorprendidos y asustados, a qué tipo de devoción o creencia le debía semejante intervención, ya que todos pensaban que había quedado aplastado por las barandas.
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Me confirmaron que, cuando las barandas perdieron el equilibrio y comenzaron a rodar, todos pensaron que estaba condenado. Sin embargo, vieron cómo, en un movimiento vertiginoso, me incliné hacia atrás y me desplacé a gran velocidad sobre mis talones, esquivando la carga de manera casi milagrosa. Lo que sucedió fue tan rápido, tan impresionante, que a todos los presentes les resultaba difícil de creer. Afortunadamente, pude salir de esa experiencia con vida, pero siempre recordaré cómo algo, o alguien, me salvó en ese momento crítico.
Mi hermano César Enrique, el tercero de cinco hijos en nuestra familia, fue, sin lugar a dudas, el más talentoso e inteligente de todos nosotros. Sin embargo, la vida le jugó una serie de crueles trucos, llevándolo por un camino de sufrimientos y dificultades inéditas que marcaron su existencia de manera profunda.
Desde el momento de su nacimiento, las circunstancias no fueron fáciles. Fue recibido por una comadrona que acababa de atender un parto en el que el bebé había nacido muerto. En un giro macabro del destino, esta mujer le transmitió el frío de la muerte de aquel niño a César. Desde entonces, empezó a sufrir de quebrantos de salud y notables deformaciones físicas. Sus brazos y piernas se torcieron de manera preocupante, sus ojos se desviaron y, por si fuera poco, comenzó a caminar a los cuatro años, una edad bastante avanzada en comparación con otros niños. Además, no fue hasta los cinco años que logró hablar, y su habla nunca fue completamente fluida, arrastrando esa dificultad durante toda su vida.
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A pesar de estos obstáculos, su inteligencia era sobresaliente. De hecho, su capacidad mental era mucho más aguda que la de sus hermanos. Tenía una asombrosa facilidad para expresarse por escrito, algo que sorprendía a todos, y un talento innato para reparar todo tipo de artefactos caseros, desde plomería y electricidad hasta carpintería. Era un verdadero maestro de las manualidades, y su habilidad para arreglar lo que otros consideraban irremediable le dio una reputación de ser una persona extremadamente capaz y competente.
Sin embargo, como si el destino no se hubiera ensañado lo suficiente, César comenzó a buscar consuelo en la bebida. Al principio, parecía ser algo inofensivo, pero pronto la adicción a las sustancias lo consumió por completo. La bebida lo arrastró con tal fuerza que terminó llevándolo a su tumba en el año 2004, dejándonos a todos con el corazón roto por lo que pudo haber sido y no fue.
El caso de mi hermano César Enrique es un claro ejemplo de cómo, incluso las mentes más brillantes y los corazones más grandes, pueden verse aplastados por los infortunios de la vida. Su talento nunca fue debidamente aprovechado, pero su legado sigue vivo en la memoria de quienes lo conocimos, recordando siempre la complejidad de su ser: un hombre con grandes capacidades que, por causas que escapan a nuestra comprensión, nunca pudo encontrar la paz que tanto merecía.
Cuando José Eduardo trasladó a Don Pacho y Doña Carmen a Medellín, él decidió quedarse en Pamplona a esperar su regreso, algo que, lamentablemente, nunca ocurrió.
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Don Pacho falleció poco tiempo después de llegar allí, y Doña Carmen se estableció definitivamente en Sabaneta. Por su parte, César no quiso mudarse con ella, prefiriendo quedarse solo en Pamplona, en una habitación que tenia alquilada. Así transcurrieron sus últimos cuatro años, hasta aquel fatídico domingo 19 de diciembre de 2004, cuando recibí una llamada en la tarde. Era un agente de policía quien me informó que estaban realizando el levantamiento del cadáver de mi hermano en el lugar de su residencia.
De inmediato, comuniqué la noticia a Eduardo, quien siempre se había encargado de las exequias familiares, y le pedí que se desplazara a Pamplona para despedir a César y darle sepultura. Además, le encomendé que, en su paso por Bucaramanga, pasara por Paola y Dolly su madre, para que se acompañaran en tan dolorosa misión. César Enrique Campos Colegial había vivido 15.439 días, es decir, 42 años, 3 meses y 7 días.
Lo más extraño de esta situación fue lo que ocurrió justo antes de su muerte, un hecho que quedó marcado por una inusitada coincidencia. El jueves 16 de diciembre, como era costumbre, César jugó el chance con la lotería de Bogotá, pero esta vez lo hizo con cuatro cifras, algo que no hacía habitualmente. Curiosamente, decidió agregar un "5" al inicio del número que siempre jugaba en memoria de Don Pacho, que era el 519, y ese número resultó ser el ganador. César le había prometido a Doña Carmen que el lunes le enviaría el dinero del premio, lo que nunca ocurrió.
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Si consideramos que desde el 19 de mayo de 2000 hasta el 19 de diciembre de 2004 transcurrieron exactamente 55 meses, la situación se vuelve aún más inquietante. La alegría de haber ganado el premio fue tal que César se compró un litro de aguardiente. Sin embargo, dado que ya padecía cirrosis hepática, no pudo soportar el abuso de alcohol, lo que le provocó un fulminante vómito de sangre que terminó ahogándolo. Nadie se dio cuenta de lo que sucedía hasta el mediodía, cuando notaron que no se había levantado. Al ir a verlo, encontraron la fatídica escena y de inmediato llamaron a las autoridades. Fue entonces cuando la policía se comunicó conmigo para informarme de su fallecimiento.
Así se fue César, sin haber tenido la oportunidad de disfrutar de su inesperada pequeña fortuna, y sin que su madre pudiera recibir el giro que él le había prometido. Su vida, aunque llena de luchas y dificultades, terminó en un extraño giro del destino, marcado por una muerte repentina y por una promesa que nunca se cumplió.
Eduardo, Paola y su madre, Dolly Cecilia, se desplazaron a Pamplona para cumplir con las diligencias necesarias. Desde allí, Paola me llamó y, con una voz cargada de incertidumbre, me preguntó: "¿Mi tío tiene aquí en la habitación cinco cajas grandes llenas de hojas escritas por ambos lados? ¿Qué hacemos con ellas y con el resto de sus pertenencias?". Mi respuesta fue rápida y práctica: "Regalen todo a la gente y a sus amigos, pero de las cajas, tomen una muestra y mándenmela por correo". Lo que vino después fue una verdadera sorpresa para mí: días más tarde recibí en una pequeña caja aquella muestra, que me dejó profundamente impactado.
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A partir de ese momento, traté de comunicarme sin éxito con los dueños de la casa donde César había vivido. Incapaz de obtener respuesta directa, decidí encomendar a un amigo la misión de recuperar las cajas con los escritos. Sin embargo, al llegar fue demasiado tarde: las habían desechado y tirado a la basura. La muestra que había recibido formaba parte de lo que aparentemente era una obra literaria, que se percibía como muy bien elaborada. Sin embargo, algo faltaba: el comienzo era amplio y prometedor, pero el final, aunque inesperado, no se alcanzó a completar. El vacío de esa obra sin terminar me dejó una sensación amarga.
Durante un largo tiempo intenté reconstruir lo perdido a partir de la pequeña muestra que había recibido, pero mi esfuerzo fue en vano. La nostalgia y la tristeza se apoderaron de mí, y finalmente decidí rendirme. Sentí que las palabras de César y su proyecto, tan cercanos y a la vez tan distantes, ya no podían ser recuperados. Para darles una idea más clara de lo que había sido esa obra, les contaré lo siguiente: César observaba a un grupo de jóvenes que esperaban su turno para una cita médica, todos ellos extraños entre sí, sin conexión aparente. Sin embargo, a través de su mente inquisitiva, él imaginaba lo que cada uno pensaba en silencio: sus sueños, aspiraciones y futuros posibles. A pesar de las diferencias, César veía en ellos una suerte de conexión, como si todos fueran miembros de una extensa familia compartiendo el mismo anhelo de realización. Este proyecto, tan fascinante y tan profundo, lo conocí cuando, en nuestro último encuentro, me lo comentó con entusiasmo.
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Para empezar con su iniciativa, lo apoyé proporcionándole tres resmas de papel carta. Cada mes le enviaba más materiales, junto con lo necesario para su sustento: media botella de aguardiente, y minas para su portaminas. Ese día, además, le dejé los suministros y unas palabras de aliento para que siguiera adelante con su sueño.
Hoy, el recuerdo de ese proyecto, la sensación de lo que pudo haber sido y la certeza de lo que nunca sabremos, siguen presentes en mi mente. La obra, que estaba tomando forma en su mente y que tal vez podría haber llegado a ser una pieza brillante, quedó truncada, desechada en el olvido. Y con ella, una parte de César también se fue, llevándose con él ese pedazo de su alma, que solo él sabía cómo escribir y proyectar.
Meses después, Maureen Luz y yo visitamos la tumba de César, aprovechando la ocasión para instalar una lápida de mármol gris que, además de los datos tradicionales, incluía un epitafio que resumía con ironía y un toque de resignación su vida: "Por fin dejé de beber". Ese día, además, aproveché para visitar al Chato Medrano, compadre de Don Pacho y padrino de Eduardo, quien, con su particular estilo y un dejo de emoción, me relató cómo fue el sepelio de César.
"Un entierro como este no se ha visto en Pamplona en toda mi vida", comenzó, con un tono de asombro que aún conservaba en su voz. "La iglesia de Santo Domingo estaba abarrotada. Allí se dieron cita todo tipo de personas: vagos, indigentes, gamines, borrachines, vendedores ambulantes, loteros, emboladores, chanceros, zorreros, caletas, carretilleros y pordioseros, todos acompañados de sus familias. Era un espectáculo tan inusual como triste.
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Nunca dejaron que Eduardo cargara el féretro. Todos querían rendirle su homenaje a su manera. Cuando salieron de misa, en lugar de ir directo al cementerio, que estaba a solo tres cuadras de allí, decidieron subir el féretro al parque principal. Allí le dieron varias vueltas completas al parque, como si fuera una procesión improvisada. El féretro daba vueltas alrededor del parque, mientras las voces de los presentes resonaban con una mezcla de respeto y desorden. Finalmente, ya entrada la noche, lo llevaron al humilladero para proceder con el entierro."
El relato del Chato Medrano, cargado de nostalgia y cierta tristeza, me permitió entender la magnitud del afecto, aunque extraño, que César había generado entre esas personas, un amor que se forjaba a través de sus propias luchas y sufrimientos. El entierro de César, lejos de ser el acto solemne y ceremonioso que uno podría imaginar, fue una celebración de su vida, tan tumultuosa y llena de contrastes como las calles de Pamplona. En ese último adiós, el caos y la afectuosidad parecían entrelazarse en un testamento de cómo César había tocado las vidas de aquellos que, de alguna forma, lo habían acompañado en su travesía, aunque fuera en los márgenes de la sociedad.
Eduardo me comentaba que cuando estuvo en Pamplona, varias personas se le acercaron para preguntarle si era el hermano de Medellín o el de Cartagena. Al decirles que era el de Medellín, de inmediato le hicieron llegar hojas de vida solicitándole que les ayudara a ingresar al F2. Resulta que, en alguna ocasión, alguien intentó intimidar a César, como hoy se le denomina "matoneo".
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Ante esa amenaza, César, con su peculiar manera de zafarse de situaciones incómodas, le dijo al agresor: "Usted me sigue jodiendo y no es más sino llamar a mi hermano de Medellín, que es jefe en el F2, y le aseguro que en menos de una semana vendrán por usted. Así que piense bien lo que va a hacer". Y, por supuesto, esa fue la solución para el problema; a partir de ese momento, todos querían ser sus amigos.
¡César! Dondequiera que estés, sabes que te extrañamos mucho. Hasta nuestro próximo encuentro, Dios te bendecirá por siempre y para siempre. Hasta pronto.
En marzo de 2006, de paso por Cúcuta, rumbo a una hermosa población del norte de Santander, Salazar de las Palmas, recogimos a Carlos Eduardo, mi hijo, Kevin Eduardo, mi nieto, y su madre, Leidy. Mientras pasábamos por La Laguna, les comentaba a mis pasajeros que allí vivía un primo de Don Pacho a quien quería mucho: Don José Rojas. Su hijo había estado en nuestra casa en 1973 y era mi padrino de confirmación. Su nombre es Álvaro Rojas Ibarra. Como si fuera una señal del destino, al acercarme a la casa, justo en ese momento, salía Álvaro rumbo al cafetal. Lo saludé, me reconoció y me invitó a seguir, informándome que Don José estaba próximo a cumplir 100 años y goza de una salud excelente. Hicimos una visita y nos atendieron de maravilla, como siempre sucede con esta familia tan querida. Luego continuamos nuestro viaje hacia Salazar, donde visitamos a otro primo muy querido: Erminsul García Moreno, quien también nos recibió de manera extraordinaria.
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