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Mis Últimos 50 años 1971 - 2021 Carlos Campos Colegial

El médico no podía dar crédito a lo que veía, y aunque la ciencia no cree en los milagros, yo sabía que ninguna oración se pierde, y que la respuesta a mi llamado fue un rotundo "sí". Ese día comprendí algo que nunca olvidaré: a veces, la fe tiene el poder de sanar lo que la ciencia no puede comprender.

En ese momento, me sentí más cercano que nunca a la verdad de que todo está bajo el control divino, y que nuestras vidas no siguen un camino predeterminado por la ciencia o la lógica, sino por la voluntad de algo mucho más grande. Hoy, al mirar atrás, reconozco que ese episodio no solo transformó mi salud física, sino también mi comprensión del poder de la fe y la importancia de confiar plenamente en el plan divino, sin importar las adversidades.

Comenzamos el año 1997 enfrentando una situación similar a la de tres años atrás, cuando habíamos pospuesto la compra de un celular. En esta ocasión, la mayor parte de la mercancía de Occidental empezó a arribar al puerto de Cartagena, lo que llevó a la empresa a tomar la decisión de que debíamos mudarnos a esta ciudad. Sin embargo, postergamos la decisión semana tras semana durante siete largos meses, hasta que un ultimátum nos obligó a trasladarnos finalmente en agosto de ese año.

A pesar de que conseguimos encontrar un apartamento muy bien ubicado, diagonal al imponente castillo de San Felipe y rodeado de distribuidoras de vehículos, el cambio fue drástico. No hay punto de comparación entre el ambiente de Santa Marta y el de Cartagena para vivir. Santa Marta, con su tranquilidad y encanto, nos había ofrecido una calidad de vida que, lamentablemente, no encontramos en Cartagena. La ciudad, más agitada y bulliciosa, parecía estar en constante movimiento, lo que hizo que nos costara adaptarnos a su ritmo acelerado.

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En el edificio donde vivíamos en Santa Marta, un magistrado ocupaba uno de los apartamentos y presentó una demanda curiosa pero significativa. Detrás del edificio, una comunidad había invadido un terreno que, con el tiempo, fue legalizado y clasificado como estrato uno, mientras que nuestro edificio pertenecía al estrato cinco. El magistrado argumentó que debía haber igualdad en la clasificación: o bien rebajaban nuestro estrato al nivel uno, o elevaban a esa comunidad al nivel cinco. Sorprendentemente, el fallo fue favorable para nosotros, y el edificio pasó a ser clasificado como estrato uno.

Esta decisión trajo consigo un beneficio inesperado: una notable reducción en las tarifas de los servicios públicos. Por ejemplo, la factura de energía eléctrica, que anteriormente ascendía a cincuenta mil pesos, quedó en poco más de mil pesos mensuales. Lo mismo ocurrió con las tarifas del acueducto, alcantarillado y demás servicios. La situación llegó al punto en que nuestras facturas mostraban un saldo a favor, del cual se descontaba mes a mes el consumo del período.

Cuando finalmente llegó el momento de desocupar el apartamento para trasladarnos a Cartagena, dejamos pagados los servicios para los próximos inquilinos por varios meses, una circunstancia que reflejaba lo singular de aquel fallo judicial y su impacto positivo en nuestras finanzas. 

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Este hecho no solo nos alivió económicamente, sino que también nos recordó la manera en que, a veces, situaciones aparentemente negativas pueden volverse a nuestro favor de maneras inesperadas.

A partir de ese momento, Cartagena se convirtió en nuestra base operativa hasta nueva orden. El contrato con Occidental se renovaba cada dos años, pero la tubería seguía llegando a Santa Marta. Un día, mientras una mula de la empresa esperaba un viaje en esa ciudad, recibí una llamada de Don Mario. Me informó que había dado la orden para que el vehículo se trasladara a Cartagena a cargar tubería. Le expliqué que en Cartagena no había tubería ni mercancía disponible para cargar, pero insistió en que le habían confirmado el cargue para el día siguiente. Sin embargo, al llegar a Cartagena, se rectificó la orden, que había surgido de una información errónea. En realidad, el cargue estaba en Santa Marta.

Nos tocó madrugar para corregir el malentendido. Durante el trayecto entre Barranquilla y Ciénaga, el conductor, Jaime, compartió conmigo una situación profundamente preocupante. Me contó que tenía serios problemas con la salud de su hija pequeña, quien, según él, había sido "helada de difunto", una creencia popular que la ciencia médica no reconocía ni aceptaba. Según Jaime, esta condición había provocado que la salud de la niña se deteriorara gravemente, sin que ningún tratamiento médico lograra revertir su estado.

Recuerdo haberle dicho: —Jaime, estacione la mula, tome papel y lápiz y anote el tratamiento que voy a dictarle. Aplíquelo al pie de la letra, y eso será la solución. Jaime, muy atento, anotaba cuidadosamente mis instrucciones en un cuaderno que tenía a mano. 

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Después de ese peculiar momento, continuamos el viaje, cargamos la tubería y al día siguiente el conductor partió con rumbo a Cúcuta. Yo regresé a casa esa misma tarde, pero lo hice con una extraña inquietud. Lo ocurrido durante el trayecto hacia Santa Marta seguía rondando en mi cabeza, aunque decidí no comentarlo con nadie. Todo continuó como de costumbre, inmerso en la cotidianidad del día a día.

Pasaron varios meses y, para mi sorpresa, un día Jaime llegó a Cartagena. Traía consigo una bolsa llena de frutas variadas como muestra de agradecimiento. Con visible emoción, me contó que su hija había recuperado la salud gracias al tratamiento que le dicté aquella mañana de viaje. Sin embargo, lo que realmente me dejó desconcertado fue la inesperada pregunta que me hizo:

—Don Carlos, ¿qué debo hacer con la cabra?

Atónito, le respondí: —¿Cuál cabra?

Jaime, aún más desconcertado que yo, no podía creer que no recordara lo que para él había sido una instrucción clave. Me explicó que, según lo que yo le había indicado, una parte esencial del tratamiento consistía en conseguir una cabra negra y bañar a la niña con su leche recién ordeñada.

Ese incidente marcó el inicio de una etapa peculiar en mi vida. A partir de entonces, episodios similares comenzaron a ocurrir con cierta regularidad. Cada vez que alguien acudía a mí buscando orientación o consejo en situaciones complejas, me encontraba transmitiendo instrucciones precisas y detalladas, muchas veces con elementos inusuales o poco convencionales. 

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Lo curioso era que, aunque era plenamente consciente de estar hablando, no podía escucharme a mí mismo en absoluto. Con el tiempo, aprendí a advertir a quienes me buscaban: —Memorice muy bien lo que voy a decirle o, mejor aún, anótelo, porque solo lo diré una vez.

Esta extraña habilidad, que escapaba a toda explicación lógica, se convirtió en un aspecto recurrente de mi vida. Lo que antes me parecía un hecho aislado, pronto se transformó en una constante: me encontraba siendo un vehículo de soluciones que, aunque desconcertantes, parecían ser exactamente lo que las personas necesitaban en momentos críticos. La naturaleza inusual de estos eventos me llevó a cuestionarme sobre su origen, pero también me permitió aceptar que, más allá de mi comprensión, había algo mucho más grande guiando esos momentos.

Hablando de conductores y tractomulas, quiero compartir una anécdota sorprendente que le ocurrió a un conductor de la empresa. Este hombre viajaba de Santa Marta a Cúcuta transportando tubería, la cual sobresalía del tráiler más de dos metros. Mientras transitaba por El Copey, en el departamento del Cesar, una tractomula carbonera intentó adelantarlo a alta velocidad. Justo en ese momento, apareció otra mula que venía en sentido contrario, también desplazándose rápidamente.

El conductor de la carbonera, al darse cuenta de que el choque frontal era inminente, perdió el control de su vehículo e impactó contra la parte trasera de la mula que transportaba la tubería. 

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El golpe fue tan fuerte que los tubos que sobresalían de la plataforma fueron empujados hacia adelante, atravesando la cabina de la mula, destruyéndola por completo. Milagrosamente, el conductor quedó vivo, aunque totalmente cercado por los tubos.

El rescate fue complejo y requirió una grúa para retirar los tubos uno a uno y liberar al conductor atrapado. Una vez rescatado, fue trasladado a una clínica donde, tras un exhaustivo examen médico, se determinó que no presentaba heridas internas graves. Sin embargo, el médico le recomendó tomar vinagre durante varios días como medida preventiva, en caso de que algún órgano interno hubiera resultado afectado por el impacto.

Con el tiempo, descartadas todas las secuelas del accidente, el conductor regresó a Bucaramanga, donde vivía con su familia. Su compañera asistía regularmente a una iglesia evangélica cercana a su hogar, y un día, motivado por la curiosidad y sin nada más que hacer, decidió acompañarla. En ese lugar, desarrolló una estrecha amistad con el pastor que lideraba la congregación.

Lo que comenzó como una relación de amistad pronto se transformó en una sociedad. El pastor le enseñó las fórmulas e invocaciones necesarias para realizar ceremonias en las que los feligreses caían al suelo al recibir su toque, un fenómeno que impactaba profundamente a los asistentes. Con ese conocimiento, el conductor y su socio inauguraron una nueva iglesia en un pueblo cercano a Bucaramanga.

El proyecto tuvo un éxito inmediato: comenzaron con algo más de cincuenta personas, y en poco tiempo, la congregación creció hasta superar los mil fieles. 

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Hoy en día, aquel conductor es conocido como un respetado "Apóstol", líder de una comunidad religiosa floreciente. Por supuesto, abandonó por completo el oficio de conducir tractomulas, iniciando un nuevo capítulo en su vida.

Un buen día decidí visitarlo, convencido de que ya había presenciado de todo en esta vida. Sin embargo, al llegar a su hogar, me encontré con una escena que jamás hubiera imaginado posible en nuestro medio. En su casa convivían su compañera, cuatro hermanas de ella, diez menores de edad (hijos de su compañera y de sus hermanas), además de la suegra.

Las cinco hermanas, incluida su compañera, eran extraordinariamente parecidas: delgadas, de estatura promedio, piel muy blanca y rasgos similares. La madre de ellas, quien también vivía en la casa, compartía esas mismas características. Lo más impactante era el increíble parecido entre todos los niños, cuyas edades oscilaban entre los tres y los doce años. Aquella casa no solo era un hogar numeroso, sino también un lugar donde reinaban el orden y el amor, algo que me dejó intrigado.

Al observar el notable parecido entre los niños y la convivencia tan armoniosa entre las hermanas, mi curiosidad fue más fuerte que mi prudencia. Aproveché el primer momento que tuve para hablar con él en privado y le pedí, casi con urgencia, que me confiara el secreto detrás de cómo había logrado formar un hogar tan único y organizado. Sabía que debía haber algo más que no estaba a simple vista.

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Él me miró con una sonrisa a medias, como si estuviera evaluando si compartir o no lo que, según me confesó más tarde, era su secreto mejor guardado. Finalmente, decidió hablar, y lo que me contó me dejó sin palabras.

Relató que, en su juventud, su compañera y sus hermanas provenían de una familia muy humilde que vivía en el campo. Un día, su compañera le pidió un favor: dar alojamiento a una de sus hermanas, quien deseaba trabajar en la ciudad para mejorar su situación. Él accedió sin reparos, considerándolo un gesto de apoyo natural.

Sin embargo, en un día cualquiera, mientras él y la hermana de su compañera realizaban juntos algunas diligencias en el mercado, surgió entre ellos una conexión inesperada que los llevó a involucrarse íntimamente. Como resultado, la hermana quedó embarazada, pero se negó rotundamente a revelar la identidad del padre del bebé.

Él, por su parte, tomó una postura que me sorprendió profundamente: lejos de preocuparse o intentar aclarar la situación, asumió una actitud de total tranquilidad. Le dijo que, para él, no importaba quién fuera el padre del niño. Lo único que le interesaba era asegurar que ese bebé nunca careciera de nada.

Él asumió la responsabilidad total de los niños, registrándolos como si fueran suyos. Este mismo patrón se repitió con cada una de las hermanas, quienes mantuvieron un absoluto hermetismo respecto a la verdadera paternidad de sus pequeños. Según me contó, su compañera y sus hermanas lo adoraban por ser tan generoso y dedicado a la familia, incluso al punto de aceptar que la madre de ellas se mudara a vivir con ellos.

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Vivían en completa armonía, y ninguna de las hermanas parecía sospechar que los hijos de todas compartían al mismo padre. Cada una guardaba celosamente su secreto, y su comportamiento en casa no despertaba ninguna inquietud. Cuando deseaban estar juntos, simplemente se encontraban en el centro de la ciudad, aprovechando los momentos después del trabajo.

La última vez que lo visité, me invitó a acompañarlo al mercado, donde compraba todo al por mayor para mantener abastecido aquel numeroso hogar. Su vida no se limitaba a la convivencia familiar, ya que la iglesia que lideraba era una de las más reconocidas en la región. Contaba con varias sedes y una creciente comunidad de fieles que, día a día, seguían sus enseñanzas y compartían su fe.

Por otro lado, cada vez que tenía la oportunidad de viajar a Cúcuta o Tibú llevando alguna mercancía urgente, aprovechaba para hacer una parada en Pamplona y recoger a Don Pacho, quien solía acompañarme en el trayecto. Disfrutaba mucho de esos viajes, y era habitual verlo animado, compartiendo anécdotas y riendo durante el recorrido.

Sin embargo, en una de esas ocasiones, lo encontré visiblemente desmejorado. Ya no tenía el entusiasmo de siempre y rechazó el paseo que acostumbrábamos hacer. Me confesó que llevaba tiempo sufriendo un dolor persistente en el bajo vientre, que le dificultaba orinar con normalidad.

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Había acudido al médico, quien le practicó una serie de exámenes. El diagnóstico fue desalentador: tenía un tumor en la vejiga que obstruía la salida de la orina. Lo más preocupante no fue la gravedad de la enfermedad, sino su decisión de renunciar a los servicios médicos y negarse rotundamente a someterse al procedimiento que le habían recomendado.

Para Don Pacho, aquel diagnóstico marcó el inicio de un inevitable final. El tumor seguía creciendo, y cada día orinar se volvía una tarea más ardua y dolorosa. Solo lograba evacuar parcialmente su vejiga al colocarse de lado, aprovechando los breves momentos en los que la masa desplazada permitía algo de alivio. La situación empeoraba con el tiempo, hasta que mi hermano menor, Eduardo, consiguió convencerlo de viajar a Medellín. Allí, una prima nuestra, sobrina de Don Pacho y enfermera de profesión, se comprometió a colocarle una sonda con el mayor cuidado para aliviar su sufrimiento.

Con cierta resignación, Don Pacho aceptó la propuesta. El procedimiento fue exitoso y permitió evacuar cerca de siete litros de orina acumulada, pero el daño a su cuerpo ya era considerable. A pesar de los esfuerzos médicos, las complicaciones derivadas de su condición fueron insuperables. Finalmente, un fulminante infarto lo sorprendió el viernes 19 de mayo del año 2000, a las 9:00 de la noche, en brazos de mi hermana menor, quien lo acompañaba en ese momento.

Saturnino Campos Gutiérrez vivió 27.227 días, o 74 años, 6 meses y 17 días.

Hasta ahora, no he podido asistir al funeral de ningún ser querido, pues prefiero recordarlos vivos, manteniendo intacta la imagen de nuestro último encuentro. Don Pacho no fue la excepción. Dos meses antes de su partida, viajé con Maureen Luz para despedirme, consciente de su férrea negativa a someterse a una intervención médica.

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No tuve la oportunidad de visitarlo en Medellín, ya que en esa época se desató un paro camionero que bloqueó las vías hacia la ciudad. Además, su estado de salud había mejorado notablemente tras la colocación de la sonda, y estaba previsto que le dieran de alta ese mismo fin de semana.

Lo importante para mí es mantener su recuerdo vivo, albergándolo en lo más profundo de mi ser, mientras elaboro el duelo correspondiente. Prefiero evocar los momentos felices que compartimos, aunque también hubo episodios difíciles que, con el tiempo, se transformaron en enseñanzas valiosas.

Siempre admiraré cómo Don Pacho, con tan poca o ninguna preparación académica, logró sacar adelante a una familia de cinco hijos, proporcionándoles a todos una educación secundaria. Para la época, esto era un logro significativo, especialmente para alguien que nunca tuvo esa oportunidad y soñaba con que sus hijos alcanzaran lo que él no pudo. Su esfuerzo y dedicación permanecen como un legado de amor y perseverancia que me llena de orgullo y gratitud.

Les contaré una anécdota que viví por aquellos días y que refleja claramente la idiosincrasia del costeño, tan particular y diferente del resto de los habitantes de este hermoso país.

Una mañana, mientras me dirigía en un taxi al puerto, recibí una llamada desde Bogotá. Me solicitaron que retirara y enviara de manera urgente a Coveñas unos espárragos (tornillos de gran tamaño utilizados en la industria petrolera) que pesaban cerca de cien kilos. Usualmente, yo mismo realizaba esos envíos, pero ese día tenía mi carro en el taller.

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Fue entonces cuando se me ocurrió ofrecerle al taxista que me transportaba la oportunidad de hacer el viaje, con un flete de 200 mil pesos. El conductor aceptó de inmediato. Procedí a sacar las planillas correspondientes, se cargó la mercancía en el taxi y le entregué un anticipo de 100 mil pesos, con la promesa de pagarle el saldo al regreso. Todo transcurrió sin contratiempos, y alrededor de las tres de la tarde, el conductor regresó con los documentos debidamente diligenciados.

Tras cumplir con el compromiso, le entregué el saldo restante y, de manera casual, le comenté:
—Hasta las seis que entregues el carro, todavía alcanzas a hacer lo del diario. Así, lo que ganaste en este viaje te queda libre.

El conductor, con la chispa característica de nuestra región, me respondió:
—¡Ombe! ¿Quién dijo que voy a seguir trabajando? Si ya tengo el diario de cuatro días, ahora me voy para la casa a descansar. Los próximos días los cojo con "suavena" y su pitillo. Eso sí, cuando salga otro viaje de esos, téngame en cuenta, que yo te tiro la liga.

Esa respuesta, tan sincera y espontánea, me sacó una sonrisa. ¿Qué les parece? Esa es la esencia del Caribe: disfrutar la vida con calma y, siempre que se pueda, priorizar el descanso sobre el afán.

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En una ocasión, un amigo paisa que tiene un almacén donde vende pilas y otros accesorios para relojes me llamó la atención por los precios tan bajos de sus productos. Intrigado, le pregunté cómo lograba cubrir los gastos con esos valores.

Su respuesta fue sencilla pero reveladora:
—Un cartón de pilas cuesta mil pesos y trae diez unidades. Hay personas que cambian veinte o más pilas al día, pero en lugar de comprar el cartón completo, prefieren adquirirlas detalladas. Cada pila vendida así cuesta 300 pesos.

Mientras me explicaba, Mario —mi amigo— cortaba pequeños cartones de unos cinco centímetros cuadrados. Me contó que los usaba para vender porciones de pegamento, lo cual era muy rentable. Los dos tubos de pegamento le costaban cuatro mil pesos, y detallándolos, obtenía 25 mil pesos. Me aseguró que vendía de dos a tres juegos diarios.

Este ingenioso modelo de ventas no se limitaba a las pilas y el pegamento. Aplicaba la misma estrategia en varios artículos, lo que explicaba cómo muchos paisas, inicialmente llevados como ayudantes por sus familiares, terminaban siendo dueños de negocios prósperos en poco tiempo.

En la costa, el comercio tiene una dinámica única: se adapta a la capacidad de compra del cliente. Por ejemplo, incluso el almuerzo se puede adquirir a precios sorprendentemente bajos. Con apenas dos mil pesos, se consiguen ingredientes mínimos: media papa, media cebolla, medio tomate, un octavo de panela, 100 gramos de arroz, una copa de aceite, y si es necesario, los huevos se venden por separado, (la yema aparte de la clara).

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En los barrios más humildes, es común ver letreros que anuncian: "Venta de sopa". El cliente lleva su olla, le preguntan cuántas personas hay en casa, y se la llenan a un costo muy asequible. Este sistema no solo ayuda a la comunidad, sino que también genera un ingreso adicional para quienes lo ofrecen.

Algo que siempre me llamó poderosamente la atención fue la actitud solidaria de los conductores de buses en esta región. No te dejan varado en los barrios, tengas o no tengas dinero. Si no cuentas con el pasaje completo, solo necesitas decírselo al conductor y te permite abordar por la puerta trasera. Cuando tu situación mejora, puedes devolver algo de lo que debes, manteniendo un vínculo de confianza. Así, siempre tienes la certeza de poder viajar diariamente, independientemente de tu condición económica.

Otro aspecto curioso es cómo manejan los impuestos de rodamiento de los vehículos. Es común que los conductores acumulen grandes deudas, que en ocasiones ascienden a varios millones de pesos. Luego, cuando la cifra se torna insostenible, acuden a las oficinas de tránsito y negocian un descuento significativo, logrando quedar a paz y salvo pagando apenas una décima parte, o incluso menos, de la deuda original.

Por otro lado, como mencioné anteriormente al hablar de los trámites en los puertos, moverse en la costa es casi como estar en otro país. Esa dinámica tan distinta hace que adaptarse al ritmo del interior sea un desafío cuando se regresa.

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Por esos días, Colombia vivía tiempos difíciles. El país estaba prácticamente secuestrado. Viajar por carretera implicaba enfrentar el constante riesgo de las llamadas "pescas milagrosas" realizadas por la guerrilla, donde retenían vehículos y seleccionaban a las personas para extorsionarlas o secuestrarlas. Además, en algunas rutas, el tránsito estaba restringido después de las seis de la tarde. Esta situación de inseguridad perduró durante mucho tiempo hasta la llegada de un gobernante decidido y sin temor a enfrentar a estos grupos armados.

Este líder, consciente del impacto que la violencia tenía sobre la movilidad y la economía, implementó un programa valiente y necesario: "Vive Colombia, viaja por ella". Bajo esta estrategia, se organizaron caravanas de transporte escoltadas por tropas del Ejército, que cubrían 41 rutas nacionales. Gracias a esta medida, se logró desmantelar las temidas pescas milagrosas y devolver la tranquilidad al transporte, especialmente al de carga.

Para quienes vivieron esa época, este programa representó un gran alivio y sigue siendo recordado con gratitud. En cambio, las generaciones más jóvenes, que desconocen esta etapa del país, suelen asumir que siempre ha sido posible transitar libremente por las carreteras de Colombia.

Al finalizar el año 2002, se convocó la reunión para conmemorar los 25 años de graduados del Colegio Provincial de Pamplona. Gracias al Padre Eterno, pude asistir y reencontrarme con compañeros a los que no veía desde entonces. Excepto Marco Aurelio Luna Maldonado, nadie me reconoció, y él aprovechó la ocasión para generar cierto suspenso en torno a aquel hombre robusto, de barba y gafas, que acababa de llegar al evento, y que para la mayoría era un completo desconocido. 

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Lo único en lo que coincidían todos era en que me parecía a Raúl Reyes, un guerrillero que, para la época, estaba en conversaciones con el gobierno para negociar su desmovilización, y cuya figura era ampliamente conocida en los medios de comunicación.

Muchos preguntaban a Marco Aurelio quién era yo, y él mantenía la intriga, respondiendo: "Es un compañero, ¿acaso no lo conocen? Esperen a la presentación, ya lo sabrán". Cuando llamaron a lista, uno a uno subimos a la tarima para presentarnos. Cuando llegó mi turno, alguien gritó: "¡Es el hijueputa del Campos!" Inmediatamente, otro miembro del grupo, recordando nuestra última reunión en la que habíamos hablado sobre nuestros planes de estudio, me preguntó: "¿Se le cumplieron los deseos que pidió a la mente subconsciente hace casi 32 años?" A lo que respondí de inmediato: "Claro que sí, al pie de la letra". Luego, les expliqué a qué me dedicaba y con quién compartía mi vida en ese momento. Sin embargo, no faltó quien no lo pudiera creer y me exigió pruebas de ello.

En ese momento, en el recinto se encontraba un alto ejecutivo de Baker Hughes, el ingeniero Torrealba, quien podría avalar con certeza todo lo que estaba diciendo. Al escuchar mi comentario, se levantó, visiblemente confundido, ya que no tenía ni la más mínima idea de a qué me refería. Le pregunté: "¿Cómo se llama la empresa que se encarga de despachar las herramientas desde Cartagena hasta Neiva?" Con un tono de sorpresa, respondió: "Se llaman Los Zorros, ¿por qué lo preguntas?"

Sin perder el ritmo, le expliqué: "Hace ya 21 años que trabajo con ellos, y soy el encargado de coordinar el despacho de mercancías desde Cartagena.

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A lo largo de los años, he sido testigo de cómo operan los puertos, que a menudo carecen de horarios fijos, lo que añade un nivel de imprevisibilidad a las operaciones. El dueño de la empresa reside en Bogotá, y aunque el contacto con él ha sido limitado, nos hemos encontrado en persona no más de cinco veces a lo largo de todos estos años. Sin embargo, mi labor ha sido sumamente satisfactoria: gestiono múltiples roles dentro de la compañía: desde gerente hasta despachador y embarcador, e incluso en ocasiones cumplo funciones de secretario. Gracias a la dinámica del trabajo, los conductores suelen dejarme propinas bastante generosas, lo que sin duda mejora mi día a día. Lo que más me satisface es que disfruto profundamente de lo que hago; mi trabajo se ha convertido en una pasión que no cambiaría por nada."

En ese preciso instante, uno de los presentes, curioso por conocer más detalles, interrumpió con una pregunta: "Y, ¿la pareja también la encontró como la pidió?" Sin dudar, respondí con una sonrisa: "Efectivamente, la encontré exactamente como la había imaginado. Se llama Maureen Luz Ojeda, y el próximo año celebramos veinte años juntos. No tenemos hijos, pero eso no ha sido un obstáculo para nuestra felicidad. Ella me da total libertad para hacer lo que considere mejor, siempre confiando en mí. Nunca ha sido una persona que se inmiscuyera en mis decisiones, algo que valoro profundamente. Y, por si alguien lo duda, sí, usa gafas desde los once años. Solo faltó que no sea zurda, condición que se cumplió con una compañera que el futuro me tenía para reservada para ello."

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En ese momento, decidí llamar a Maureen Luz, quien confirmó todo lo dicho anteriormente con su voz cálida y alegre, aportando más detalles sobre nuestra relación y los años que hemos compartido.

El reencuentro fue tan agradable que decidimos aprovechar los tres días que teníamos para compartir juntos. Disfrutamos de largas charlas y risas, rematando nuestra estadía con un delicioso e inolvidable asado, acompañado de una velada excepcional. Esa noche, después de la cena, nos dirigimos al Club del Comercio para bailar al son de Los Melódicos de Venezuela, cuya música, llena de sabor y ritmo, nos envolvió en un ambiente de pura alegría. Fue una experiencia única, que siempre recordaré con cariño.

El único inconveniente que surgió durante la reunión, y que se resolvió de inmediato, fue la insistencia de algunos compañeros en exponer lo que poseían: casas, fincas, carros, empresas, entre otras cosas. No pude evitar llamar la atención públicamente, recordando a los organizadores que se les había olvidado mencionar un detalle importante: que todos debíamos presentar nuestra declaración de renta. De haber sabido eso, habría decidido no asistir, pues siempre he tenido claro que jamás tendré ese documento entre mis pertenencias.

A pesar de este pequeño incidente, logramos reunirnos 61 de los 100 compañeros de la promoción, una cifra considerable después de 25 años de distanciamiento. Algunos no pudieron asistir porque viven en el exterior, otros por las dificultades que implica desplazarse desde sus lugares de origen hasta Pamplona. Afortunadamente, hubo pocos casos en los que la vida no les ha sonreído.

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También algunos se ausentaron por motivos de seguridad, y, lamentablemente, otros ya no están con nosotros, habiendo partido antes de tiempo. Ahora, solo nos queda esperar y ver cuántos de nosotros estaremos presentes en el cincuentenario de la promoción Ideal 77, como originalmente se llamó, en el año 2027.

Mientras tanto, la mamá y la tía de Maureen Luz, que vivían en Barrancabermeja, decidieron vender sus propiedades y trasladarse a Barranquilla. En ese entonces, Maureen Luz viajó a Barranca para coordinar el trasteo y otros asuntos relacionados. Durante su paso por Bucaramanga, aprovechó la oportunidad para negociar un automóvil R9, que dejó en la casa de su tía en Barranca. Días más tarde, me tocó a mí viajar para traer el carro y, por supuesto, también a su mamá y su tía. Cuando ya teníamos todo listo para partir, tuvimos que aplazar la salida, por lo que me hospedé en el Hotel Anterza. Finalmente, partimos al día siguiente, alrededor de las dos de la tarde, y con el viaje, una vez más, el destino nos ofreció una nueva experiencia que guardaríamos en la memoria.

Esa tarde-noche, mientras me encontraba en las inmediaciones del hotel, conocí a una dama interesante que se dirigía a tomar transporte hacia Puerto Wilches y, desde allí, a Cantagallo, donde trabajaba. Logré convencerla de posponer su viaje, ofreciéndole alojamiento, una comida y unas cervezas. Aceptó con gusto, pero puso una sola condición, a la cual accedí de inmediato: le dije que no haría nada que ella no quisiera, dejándole claro que ella tenía el control de la situación y podía estar tranquila.

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Esa noche, salimos y departimos hasta bien entrada la medianoche. Al regresar al hotel, seguimos charlando durante un buen rato, compartiendo historias, como si nos conociéramos desde siempre. De madrugada, antes de quedarnos dormidos, me comentó que tenía una amiga muy querida en Cartagena, y que le gustaría que la conociera. Me dio el número de Cecilia, su amiga, y prometí llamarla tan pronto como llegara a mi destino. Por la mañana, después de desayunar, la acompañé a la terminal de buses. Nos despedimos con la intención de vernos nuevamente cuando ella viajara a visitar a su amiga Cecilia en Cartagena.

Después del mediodía, recogí el carro y las pasajeras, y a las dos de la tarde emprendimos el viaje con destino a Barranquilla. El trayecto fue tranquilo y sin contratiempos, y llegamos a nuestro destino cerca de las dos de la mañana. Una vez descargado el carro, continué mi camino hacia el destino final, llegando a casa alrededor de las cinco de la mañana. Como era festivo, 7 de agosto, no había prisa, así que con Maureen Luz aprovechamos para poner al día el cuaderno de notas, con todos los pormenores del viaje. Luego, nos dormimos hasta después del desayuno.

El viernes 8 de agosto, alrededor de las nueve de la mañana, recordé el número de teléfono de Cecilia y decidí llamarla. Sin embargo, el destino, una vez más, jugó su papel y me puso en contacto con alguien que, de otra manera, jamás habría alcanzado a conocer. Al marcar el número, cometí un error en un dígito y, para mi sorpresa, me contestó una señora con una voz muy agradable. 

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Al preguntarle por Cecilia, me respondió de manera brusca: "Vaya a comer mierda, Alberto Medina, que la muchacha salió, por eso te contesté, además, estoy muy ocupada".

Ante esto, rápidamente le respondí: "No soy Alberto, soy Carlos Campos Colegial. ¿Y de quién es esa hermosa voz?". La señora, visiblemente avergonzada por su error, se disculpó de inmediato. Acepté sus disculpas y la conversación continuó durante dos horas más, fluyendo con naturalidad. Desde ese momento, las llamadas se repitieron a lo largo de la tarde y la noche, estableciendo un interés mutuo entre los dos. Ambos teníamos historias fascinantes para contar, lo que dio lugar a más charlas en los días siguientes.

Resultó ser una señora casada con un hombre reconocido en la ciudad. Tenía dos hijas mayores y dos nietos pequeños que vivían con ella. Así pasaron tres semanas de conversaciones diarias y extensas. Sin embargo, una tarde, una de sus hijas le sugirió que quizás todo esto podría ser una trampa ideada por su esposo. La señora, preocupada, me pidió que nos conociéramos lo antes posible, para aclarar cualquier malentendido. Fue así como concertamos un encuentro en la tarde del siguiente día en la cafetería de un conocido almacén de gran superficie.

Para evitar una desagradable sorpresa, decidí estar preparado. Sabía que las primeras impresiones son cruciales, y no quería que nada me tomara por sorpresa. Esa mañana, como de costumbre, realizamos nuestra llamada habitual. Durante la conversación, me comentó que tenía que ir al centro, y con la misma calma de siempre, me indicó por qué zonas estaría. 

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Mis Últimos 50 años 1971 - 2021 Carlos Campos Colegial

Aunque ya nos conocíamos de las charlas previas, me tomé un momento extra para escuchar atentamente, como si fuera la primera vez. De forma casi automática, le pregunté cómo se encontraba vestida, sabiendo que cada detalle podía ser relevante para el encuentro.

Como siempre, traté de dar una imagen de ocupación y compromiso, así que le mencioné que me dirigía al puerto y que no tendría tiempo libre hasta la tarde. Quería darme un aire de distancia, pero al mismo tiempo, hacerle saber que mi tiempo era valioso, aunque para ese entonces, ya la curiosidad me invadía. Nos despedimos con la promesa de encontrarnos a las cinco en la entrada principal de un reconocido almacén en el Centro Comercial La Castellana. La expectativa ya se había instalado, y la idea de conocernos en persona en ese preciso instante comenzaba a tomar forma.

De inmediato, me dirigí al centro, eligiendo un lugar estratégico desde donde podría anticipar su llegada. Mi objetivo era conocerla un poco más antes de nuestro encuentro cara a cara. No quería ser sorprendido por ninguna apariencia que no pudiera anticipar. A medida que caminaba por las calles del centro, me fui acomodando en un rincón discreto, desde donde podía observar sin ser visto. La ansiedad no era evidente, pero sí estaba presente. Quería saber si la mujer que había llegado a mis pensamientos a través de tantas conversaciones sería la misma que vería en realidad.

Lo que sucedió fue una grata sorpresa, mucho más de lo que había imaginado. Era una señora de porte elegante, no de la clase superficialmente ostentosa, sino de una elegancia sutil que emanaba confianza.

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 Su atuendo estaba perfectamente equilibrado: unas zapatillas altas, modernas y de buen gusto, combinaban a la perfección con una cartera de buen tamaño que llevaba colgada de su brazo derecho. La elección de sus accesorios, simples pero bien elegidos, me dio una idea clara de su estilo y personalidad. Me sorprendió lo serena que lucía, como si estuviera completamente segura de sí misma, lo cual me intrigó aún más.

Decidí seguirla discretamente, sin mostrar ningún indicio de que la observaba. Tenía la intención de comprender mejor quién era, de captar más detalles que las palabras no podían transmitir. Aproveché la oportunidad para sobrepasarla y, luego, regresar en un par de ocasiones, para poder verla de frente y confirmar si mis suposiciones coincidían con la realidad. La mujer que caminaba frente a mí, como si fuera parte del paisaje urbano, no notó mis movimientos. Mi corazón latía con un ritmo acelerado, pero traté de mantenerme calmado. A veces, el tiempo parece detenerse cuando estás ante lo inesperado. No podía creer que en tan solo unas horas tendría la oportunidad de conocerla en persona. Todo lo que había imaginado y conversado sobre ella se materializaba de una forma tan auténtica y real que me sorprendía.

Decidí regresar a casa, aunque sabía que el encuentro estaba por llegar. Almorcé tranquilamente, más por hábito que por hambre, pues mi mente no podía dejar de pensar en lo que ocurriría en pocas horas. Luego, tomé una pequeña siesta, tratando de calmar la expectación que había crecido en mí desde que iniciamos esta extraña conexión telefónica. 

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La tarde avanzaba rápidamente, y a las cinco en punto, me encontraba frente al almacén, con los nervios al borde, pero también con una sensación de tranquilidad, como si todo estuviera ya escrito. Estaba listo para ese encuentro, un encuentro que, sin lugar a dudas, prometía ser tan fascinante como el camino que había recorrido para llegar hasta allí.

Este momento, el que tanto había esperado, ya estaba por suceder. El aire se sentía denso, pero cargado de una energía peculiar. Mi mente comenzaba a correr con mil pensamientos, pero lo que más me decía a mí mismo era que debía estar presente, vivir el momento, no dejar que nada me distrajera de la oportunidad que tenía frente a mí. Esa tarde, todo lo que había sido conversación, expectativas y fantasías, estaría a punto de convertirse en una realidad.

Aquella esplendorosa dama, con su porte elegante, estaba acompañada por su hija mayor en el lugar de encuentro. Para romper el hielo y aligerar el ambiente, decidí hacer algo inesperado. Comencé a cojear, simulando tener una pierna más corta, algo que, sin duda, rompería la tensión del momento. Mientras avanzaba hacia ellas, las distancias nos separaban aún lo suficiente como para que la hija, al verme, preguntara a su madre: "¿Ese señor sí te ha dicho que es cojo?" Al acercarnos, me presenté con una sonrisa que buscaba relajar el ambiente, y ella, con un gesto amable, me presentó a su hija. Me sentí a gusto al ver que la situación comenzaba a distenderse.

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Nos dirigimos hacia la cafetería del lugar, aún charlando y ajustando las primeras palabras, como si estuviésemos, de alguna manera, equilibrando la energía del encuentro. En cuanto nos adentramos en el establecimiento, corregí de inmediato mi 'cojera', lo cual provocó una risa espontánea entre ellas. Parecía que el escenario de tensión inicial se estaba convirtiendo en una situación mucho más cómoda. A medida que nos sentábamos y nos acomodábamos en la mesa, noté que la señora que tenía frente a mí era aún más interesante de lo que me había imaginado. No solo su apariencia, sino también su aura y la forma en que se expresaba. Era una mujer con historia, con vivencias que ya comenzaban a desvelarse en cada palabra que compartía. Tomamos un refresco mientras charlábamos largo rato, y la conversación continuó más tarde a través del teléfono. Como siempre solía hacer, dejaba que la otra persona tomara la iniciativa, una estrategia que me aseguraba no forzar las cosas. Esta vez no fue la excepción. Cada palabra, cada gesto, era una pieza más en el rompecabezas de esa conexión que lentamente iba creciendo.

Durante los siguientes diez años, transitamos una relación que, si bien no encajaba perfectamente en ninguna categoría, podría describirse como interesante, conflictiva y, por momentos, apasionada. Fue una experiencia intensa, que me permitió experimentar distintas facetas de la condición humana. Algunas de ellas, en verdad, las conocía solo por rumores o relatos de terceros, pero ahora las vivía de manera directa, al lado de una persona cuya complejidad me desbordaba. Aquel vínculo, marcado por momentos de gran intensidad y otros de profundas reflexiones, me brindó una comprensión única de la vida, algo que muy pocos pueden conocer en su rutina diaria.

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