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Cuando llamé, me informó que acababa de adjudicar la oficina de Cúcuta, pero me había reservado la de Santa Marta. Me indicó que debíamos viajar a más tardar en dos semanas, ya que tenía a un ingeniero allí que necesitaba ser reubicado en otro cargo. Acepté la propuesta con la condición de que, si no nos acomodábamos, regresaríamos y no habría problema. Él estuvo de acuerdo y me comprometí a viajar el miércoles 16 de noviembr

Partimos a las cinco de la mañana, con el carro completamente cargado con todo lo necesario para nuestra estadía en Santa Marta. A las siete de la noche, llegamos a la dirección del hotel, que además albergaba la oficina de la empresa en la planta baja. Nos alojamos allí y, al día siguiente, hice el empalme con el ingeniero, quien me presentó en las distintas oficinas donde se tramitaban los documentos de las importaciones de Occidental, con destino a Arauca. Alpopular era la agencia de aduanas, Cooserpo el operador portuario, y en el puerto se almacenaban las bodegas con la tubería y la mercancía suelta (cajas). Como en todo comienzo en un nuevo cargo, fue algo complicado adaptarme a las nuevas responsabilidades y situaciones que debía enfrentar, muchas de las cuales eran inéditas para mí.

Después de dos días, el ingeniero viajó a Bogotá y me quedé al cien por ciento a cargo de la oficina de Santa Marta. Meses después, tuve que despachar una mercancía desde Barranquilla y Cartagena. Los reglamentos en estos tres puertos, aunque todos se encuentran en Colombia, son totalmente diferentes. Por ejemplo, mientras en Santa Marta el puerto está en servicio las 24 horas del día, los 7 días de la semana, en Barranquilla y Cartagena, para trabajar durante la noche, en días dominicales o festivos, es necesario solicitar permiso para el ingreso.

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 Además, el procedimiento para el retiro de mercancías es completamente distinto, lo que hacía que, al gestionar en estos puertos, pareciera que estuviera operando en tres países diferentes.

Durante los primeros dos meses, Maureen Luz no pudo adaptarse a la comida local y, en varias ocasiones, pensó en regresar a Bucaramanga y solo venir de manera periódica. Sin embargo, en un momento dado, su adaptación se dio de forma natural y todo volvió a la normalidad.

Conseguir un apartamento también fue una experiencia que roza lo sobrenatural. En la costa, encontrar apartamentos para arrendar por meses en buenos lugares es casi imposible, y mucho menos aquellos que cuenten con línea telefónica. Después de haber hecho varias solicitudes a las agencias inmobiliarias de la ciudad, una tarde, al llegar a la oficina, se me ocurrió buscar en el directorio alguna agencia de bajo perfil, de esas que recién comienzan en el negocio. Inmediatamente, la señora de esa agencia me invitó a recogerla para mostrarme uno muy cerca de allí. Era prácticamente nuevo, había sido utilizado solo seis meses y el precio de arrendamiento estaba dentro de lo que habíamos presupuestado.

De inmediato, me comuniqué con la empresa, envié la solicitud, la cual fue aprobada, y al día siguiente ya estaba firmando el contrato de arrendamiento por un año. La gran sorpresa llegó cuando me entregaron las llaves del apartamento, acompañadas de un aparato telefónico, lo que significaba que ya contábamos con línea telefónica. 

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El apartamento estaba ubicado en el edificio Santa Cruz de la Bahía, justo al lado del restaurante El Gran Manuel, a solo unos metros de la playa. Conseguimos algunas camas y nos trasladamos del hotel al nuevo sitio. En la noche, sentíamos el sonido del oleaje del mar golpeando la playa, y de inmediato vino a mi memoria aquella profecía del anciano durante la última sesión de espiritismo a la que asistí. Las madrugadas, con el mar encontrando la playa, eran un sonido inconfundible que jamás olvidaré.

Don Mario nos visitó por unos días, asegurándose de que seguiríamos al frente de la oficina. En una de esas salidas, mientras tomábamos un jugo con algo más, me compartió lo que había estado rondando en su cabeza desde aquel sábado 24 de septiembre de 1994, cuando falleció su señora, Doña Agustina. Comenzó diciéndome cuánta razón tenía cuando, en alguna ocasión, hablábamos sobre la importancia de guardar dinero para la vejez y lo fundamental que es tener recursos, pues sin dinero, uno no valía nada; que el dinero era lo que realmente importaba en la vida.

En aquel entonces, le solía decir que no sabía si llegaría a viejo, y que, si llegaba a serlo, eso era un asunto que correspondía exclusivamente al Padre Eterno. Le preguntaba: "Si usted necesita que yo viaje a cualquier ciudad para realizar algún trámite, ¿cuál es lo primero que hace?" A lo que él me respondía: "Darme los pasajes y los viáticos." De la misma manera, le expliqué, funciona la relación con el Padre Eterno. "Yo estoy cumpliendo un encargo que Él me ha dado, y Él es quien me proporciona los viáticos. 

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Cuando ya no me sea útil, Él me llevará de vuelta a casa, como nos sucederá a todos, sin excepción. Entonces, ¿por qué preocuparnos por eso?", le dije, de forma sencilla pero contundente

En esa ocasión, influenciado por su ego, alzó la voz y me dijo: "Uno sin dinero no es nadie. Con dinero, uno puede hacer lo que quiera. El dinero lo resuelve todo. Esa es la razón de nuestra existencia; hay que ahorrar para la vejez, llegue o no llegue." Ahora, con lágrimas en los ojos, me confesaba: "Recuerdo mucho lo que usted me decía, y sus teorías, especialmente cuando el médico me dijo, ante la gravedad de la salud de Agustina, que le ofreció un avión ambulancia y una carta abierta de diez mil millones de pesos del Banco Popular para llevarla donde fuera necesario, con tal de salvarle la vida. Pero el médico muy sereno le replicó, mire Mario, su dinero, en ese momento, no nos sirve para absolutamente nada. Lo único que se me ocurre sería ir a una iglesia, hablar con el Creador y negociar con Él. Es lo único que queda en situaciones como esta."

Es difícil de aceptar, pero aún más duro es ver a un ser de semejante carácter, tan exitoso y poderoso, comprender y estar ahora de acuerdo con lo que discutíamos muchos años atrás. Después de todo lo vivido, y lo que ocurrió en aquel viaje al Llano, donde tuvimos que soportar el hambre mientras el bolsillo estaba lleno de dinero, recientemente me atreví a comentar que, en realidad, es más llevadero pasar necesidad cuando no se tiene, que cuando se tiene recursos y no se puede hacer nada para aliviar el sufrimiento. Es mucho más doloroso ver a un ser querido sufrir una enfermedad y no tener los medios para ayudarlo, que estar solvente y sentirte completamente impotente.

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 Como solía decir mi abuelo Luis Felipe: "Es mejor poder y no tener, que tener y no poder."

Para el mes de febrero de 1995, Maureen Luz viajó a Bucaramanga para organizar y contratar el trasteo del menaje hacia Santa Marta. Durante ese fin de semana, una mañana, mientras me encontraba en un almacén de cadena observando algunos artículos, antes de dirigirme al restaurante para almorzar, una joven de aproximadamente veinte años se acercó a mí y, con una expresión algo tímida, me dijo: "Señor, qué pena con usted, he tenido muchas ganas de preparar un plato que me queda delicioso, pero no tengo dinero para comprar los ingredientes. ¿Sería posible que usted los comprara, prepararé el plato en mi casa, y mañana le llevaría a su oficina como muestra?"

Le respondí que estaba solo en casa, que vivía cerca y que no había ningún problema en que fuera a mi apartamento y lo preparara allí. Ella aceptó, aunque con algo de temor. Sin embargo, ese temor desapareció al llegar al apartamento y descubrir que vivía en un primer piso, con la entrada justo al lado de la celaduría. Para evitar cualquier posible malentendido o comentario, dejé la puerta abierta mientras ella preparaba la comida.

Había adquirido la costumbre de siempre tener una especie de altar con un velón encendido, las 24 horas del día. En esa ocasión, lo tenía instalado debajo del lavadero. Al pasar por allí, la niña lo notó y me comentó: "Tengo una tía ya mayor que trabaja con velones y cosas así, y tiene en su casa un altar gigantesco". Me preguntó si podía contarle sobre nuestro encuentro para ver si podría hablar conmigo al respecto. 

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Le respondí que no tenía ningún problema y que lo hiciera. Almorzamos, y debo decir que el plato le quedó verdaderamente delicioso. Después de eso, se despidió, quedando a la espera de lo que su tía dijera sobre nuestro próximo encuentro.

Muy temprano, aquel lunes, recibí una llamada de la muchacha, quien me informó que su tía estaba complacida con la idea y me suministró la dirección para que la visitara el próximo sábado antes de las tres de la tarde. Sin dudarlo, confirmé la cita. Maureen Luz regresó a mediados de semana, habiendo dejado todo listo respecto al trasteo. Este llegaría a más tardar en una semana, ya que la única forma viable de hacerlo fue a través de una tractomula de Trasteos Santamaría, consolidado con otros dos menajes. También le comenté lo sucedido con la muchacha y la cita con su tía para el sábado siguiente.

Ese sábado se convirtió en otro día inolvidable para mí, pues algo sobrenatural ocurrió durante el encuentro. La casa de la tía estaba situada en el barrio Mamatoco, a la salida hacia la Guajira. Era una casona inmensa. La señora me recibió con una frase que, en ese momento, me resultó muy intrigante: "Bienvenido, hacía mucho tiempo que estaba esperando su visita, pero todo sucede en el momento que corresponde. Adelante, sígame".

Al ingresar a la casa, nos dirigimos hacia una especie de solar, y allí, a un lado, abrió una habitación. Dentro de ella, había un altar gigantesco, mucho más grande que los que solemos ver en nuestras iglesias católicas. Me pidió que me despojara de toda la ropa y me sentara en una silla de mimbre que estaba en el centro del salón, cerca de un desagüe o sifón.

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También cerrara los ojos y tratara de entrar en meditación, mientras ella, utilizando lo que parecían ser unas ramas, me rociaba un líquido de olor exquisito por todo el cuerpo. Después de un rato, me pidió que abriera los ojos, y lo que vi fue verdaderamente sorprendente y único en mi vida. Desde las plantas de mis pies brotaba un líquido rojo, muy parecido a la sangre, y varios hilos de ese líquido se dirigían hasta desaparecer en el desagüe de aquel lugar. Me pidió que no me preocupara por lo que veía, ni tampoco por los puntos negros que aparecían debajo de mis pies, asegurándome que desaparecerían en unos cuantos días. Al observar mis pies, noté que estaban plagados de puntos negros, del tamaño de un grano de pimienta. Ella me indicó que no debía secarme, y que debía esperar a que me secara naturalmente.

Cuando me sentí completamente seco, me vestí. Luego, compartimos un espumoso chocolate acompañado de almojábanas, charlamos un rato y, finalmente, salí hacia mi casa, sintiéndome muy relajado y liviano.

Al llegar a casa, Maureen Luz notó que me veía diferente, más blanco y despejado. Le comenté lo sucedido y, de inmediato, me recosté, muerto de cansancio, quedándome profundamente dormido hasta el día siguiente. Al despertar, revisé las plantas de mis pies, donde permanecían 33 puntos negros en cada pie. Con el paso de los días, esos puntos se fueron desvaneciendo poco a poco. 

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Desde aquel día, me sentí completamente diferente: más ágil, liviano y con una calma mental absoluta. Una sensación de paz total invadió mi ser, como nunca antes la había experimentado.

Continué con mi trabajo cotidiano, y un buen día caí en cuenta de que se estaba cumpliendo a cabalidad lo que había programado en mi mente subconsciente hacía ya veinticuatro años. No tenía jefes en el lugar, no debía cumplir horarios, me pagaban muy bien y lo que hacía me encantaba. En los puertos, uno solicita el servicio de cargue a la hora que desee. Por lo general, lo hacía en las horas de la noche, para evitar el calor del día, que en épocas se vuelve sofocante. Poco a poco, los dueños y conductores de tractomulas y camiones me fueron conociendo, y siempre que había despachos, encontraba fácilmente quién llevaría la mercancía a su destino: Villa del Rosario, para transbordar con destino Arauca, vía Venezuela.

A Occidental le llegaban mercancías a los puertos de Santa Marta y Cartagena principalmente. Durante el tiempo que llevaba en Santa Marta, aplacé una y otra vez el entrar en la era del celular, pues veía que la señal era muy deficiente. Hasta que un día, salí para Cartagena a despachar una mercancía de Baker, pero Occidental necesitaba urgente una herramienta para despacharla vía aérea, y no habían podido establecer contacto conmigo. Fue hasta la tarde cuando llamé a Maureen Luz, y ella, presa de pánico, me pidió que llamara al ingeniero Páez, quien necesitaba un despacho súper urgente desde Cartagena.

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Le llamé, y él estaba iracundo. Cuando empezó con la cantaleta por haber hecho caso omiso a la adquisición de un celular, le interrumpí diciendo: "Ingeniero, deje el regaño para después, que estamos perdiendo tiempo. Dígame qué necesita y de inmediato procederé".

Salí de inmediato hacia Almagrario, abrí la caja señalada, saqué la herramienta solicitada y tomé un taxi al aeropuerto para despacharla de aeropuerto a aeropuerto. Cuando tuve el número de la guía, llamé nuevamente al ingeniero para informarle que a las siete de la noche podía reclamar el envío en El Dorado. De inmediato, salí para Celcaribe y adquirí mi primer celular. Lo estrené llamando a Don Mario, quien, con tremenda vaciada, me dijo hasta de qué me iba a morir.

A mediados de año hubo un momento de mucho trabajo. Para ello, la empresa dispuso enviarme un ayudante, lo cual rechacé. Por fortuna, todo salió bien. Debía despachar desde Santa Marta la carga habitual de Occidental, en Barranquilla una tubería para Neiva y, desde Cartagena, cajas con material y herramientas de Baker Hughes para Neiva también. Dejaba todo listo para que Maureen Luz, con la ayuda de un amigo que hacía el ingreso de los carros al puerto, despachara lo que salía en su momento.

Yo salía de madrugada para Barranquilla, donde un funcionario de una agencia de aduana me cubría, mientras continuaba mi camino hacia Cartagena para cargar las mercancías de Baker. Durante el día, recibía llamadas de conductores que venían en camino y solicitaban un viaje. Los enrutaba hacia donde los necesitaba.

En la noche regresaba a Barranquilla y en el Hotel Universo, donde se hospedaban los conductores. Hacia la medianoche, planillaba y despachaba los camiones que mi amigo había cargado durante el día. 

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Luego, continuaba el viaje en los buses que salían hacia Maicao, los cuales partían a la una de la mañana, viajando con los contrabandistas. Llegaba a casa cerca de las tres de la mañana, dejaba la papelería utilizada, cargaba el maletín con papelería en blanco y el dinero que utilizaría al día siguiente. Maureen Luz retiraba el dinero y lo organizaba en sobres de manila. A las cinco de la mañana, comenzaba nuevamente la jornada. Este ritmo duró aproximadamente un mes, me dejó excelentes dividendos y, lo más importante, me permitió poner a prueba mis capacidades.

En una oportunidad, vi en un almacén de cadena unos zapatos en super promoción si compraba tres pares, así que los adquirí y los guardé en casa. Lo insólito ocurrió con cada uno de ellos. Un día, salí muy temprano, rumbo a Barranquilla en una tractomula que había contratado para cargar en esa ciudad. Cuando llegamos al puerto, se acercó un indigente y me pidió algo de dinero para comprar unas chanclas, pues había quedado sin zapatos y estaba descalzo. Algo me había impulsado a llevar un par de esos zapatos, así que, ante la solicitud del hombre, abrí la maleta y le dije: "Estos zapatos están totalmente nuevos, son suyos, si le quedan bien, ni grandes ni chicos". El conductor intervino y se ofreció a proporcionarle las medias, lo cual hizo, porque los zapatos le quedaron a la medida.

En otra ocasión, tuve que desplazarme a Barranquilla para encontrarme con un americano de apellido Baker. Él era el encargado de entregarme una draga que debía ser transportada a Cartagena para posteriormente embarcarla rumbo a Centroamérica. Sin embargo, el tiempo no fue suficiente para completar el cargue, por lo que tuve que pernoctar en Barranquilla.

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Mientras nos dirigíamos al hotel, Baker, con su español limitado, pero claro, me dijo:
—Yo querer ir a sitio donde hay muchas señoritas...

De inmediato detuve el vehículo y pregunté al primer taxista que pasó por el lugar. El conductor, sin dudarlo, me recomendó un sitio en el centro, ubicado en la calle 39 con carrera 39, asegurándome que allí encontraríamos "el mejor surtido de la ciudad". Nos dirigimos al lugar, dejando el carro en un parqueadero cercano.

Al llegar, nos encontramos con un estrecho corredor que conducía al interior del establecimiento. Al final del pasillo, dos guardias de seguridad nos interceptaron. Antes de dejarnos pasar, nos requisaron minuciosamente. Una vez superado este punto, una puerta de vidrio se abrió a nuestra derecha, revelando un inmenso salón dividido en varios ambientes.

El lugar estaba lleno de vida y actividad. Más de cien mujeres, de todas las edades y tipos físicos, se encontraban allí, dedicadas a lo que comúnmente se llama "el oficio más antiguo del mundo". Había para todos los gustos: mujeres muy jóvenes, otras mayores, morenas, negras, blancas, rubias, altas, bajitas, delgadas, robustas… el lugar era un catálogo humano en vivo. Además, el sitio era muy popular en la ciudad por sus precios increíblemente económicos: estar con una chica costaba diez mil pesos, la habitación cinco mil y la cerveza apenas mil.

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Las habitaciones estaban ubicadas en el piso superior. Desde mi lugar, observé cómo varios hombres hacían fila frente a la escalera, esperando su turno. Yo, sin embargo, tenía otros planes. Decidí invitar a una dama cualquiera a tomar una cerveza conmigo, pero dejándole en claro desde el principio que mi intención era únicamente conversar.

La noche transcurrió con tranquilidad mientras intercambiábamos algunas palabras. Aunque el ambiente era bullicioso, me resultaba interesante observar la dinámica de aquel lugar, que parecía ser un reflejo peculiar de la vida nocturna en Barranquilla.

Mientras Baker negociaba con otra dama en una mesa cercana, mis ojos lo siguieron un momento. Poco después, lo vi subir por las escaleras acompañado de una joven mujer de formas exuberantes. Mientras tanto, mi interlocutora y yo continuábamos conversando. Con una mezcla de naturalidad y desparpajo, ella me comentó sobre la dinámica del lugar.

—¿Ves esa fila junto a la escalera? —me dijo señalando a los hombres que esperaban con paciencia—. Están esperando a una joven delgada que tiene mucha fama aquí. Dicen que es excelente en las faenas amorosas.

Me explicó que aquella muchacha tenía tanto éxito que podía atender a más de 25 clientes en un solo día, una cifra que me dejó atónito.

—Hay otras que solo vienen a hacer lo del gasto diario, pero ella... le va muy bien —agregó, mientras tomaba un sorbo de su cerveza.

Según me contó, el lugar abría sus puertas al mediodía y permanecía activo hasta las diez de la noche. Durante ese tiempo, una alta población flotante pasaba por allí. 

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Lo más sorprendente de su relato fue descubrir que no solo eran trabajadoras habituales las que asistían al lugar. Muchas amas de casa de escasos recursos acudían temprano, "hacían lo del diario" y luego abandonaban el sitio. Incluso, según mi interlocutora, había casos de empleadas que, durante su hora de almuerzo, pasaban por allí para tener uno o dos encuentros y luego volvían a sus labores como si nada hubiera ocurrido.

Quedé impresionado por todo lo que me relataba aquel personaje. Sus palabras pintaban una realidad que, aunque conocida por muchos, yo apenas comenzaba a entender en su complejidad. Cada historia parecía ser un pequeño fragmento de las múltiples vidas que convergían en aquel lugar.

No mucho después, Baker bajó las escaleras, con una sonrisa de satisfacción que era imposible de ocultar. Al verme, se acercó y me indicó que era momento de irnos. Sin más demora, abandonamos el lugar. Durante el trayecto de regreso, el americano no paraba de elogiar el sitio y el comportamiento de la mujer que lo había atendido. Con entusiasmo y cierto aire de nostalgia anticipada, prometió volver antes de regresar a su país.

Aquel encuentro no solo me dejó con una serie de impresiones sobre una faceta poco visible de la vida nocturna de Barranquilla, sino que también me hizo reflexionar sobre las múltiples realidades que coexisten, a veces escondidas, detrás de las fachadas más cotidianas.

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Quince días después, mientras desayunaba en un restaurante cerca de la oficina en Santa Marta, una hermosa y despampanante mujer entró al lugar. Su presencia no pasó desapercibida, y con una mezcla de curiosidad y admiración, noté que se ubicó en una mesa cercana a la mía. Intrigado, llamé al mesero y le pregunté quién era ella. Con una sonrisa, me respondió que trabajaba en El Marino, un prostíbulo famoso de la zona.

Impulsado por la curiosidad, le pedí al mesero que la invitara a compartir mesa conmigo y que le ofreciera desayunar. Para mi agrado, aceptó sin titubeos, y así comenzó una charla que resultó ser tan amena como reveladora.

Se trataba de una caleña viuda que había llegado a Santa Marta buscando nuevas oportunidades. Me contó que una amiga y vecina suya le había sugerido acompañarla a trabajar en El Marino, con la esperanza de obtener una fuente adicional de ingresos. Sin embargo, las cosas no iban como esperaba. Según me explicó, en ese sitio solo había buena afluencia de clientes los fines de semana, y lo poco que ganaba en esos días lo gastaba durante la semana.

Mientras hablábamos, recordé inmediatamente el lugar en Barranquilla que había visitado con Baker. Con total sinceridad, le comenté sobre el sitio y le sugerí que intentara ingresar allí. Le aseguré que, por lo que había visto, tendría un éxito rotundo y seguramente sería considerada una de las mejores, si no la mejor.

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Mi recomendación no cayó en saco roto. Días después, se presentó en el lugar, cumplió con los requisitos y comenzó a trabajar. Mantuve una comunicación constante con ella durante ese tiempo, e incluso le facilité dinero para que pudiera realizarse una serie de exámenes médicos necesarios.

En una ocasión, cuando viajé a Barranquilla para supervisar algunos despachos, la llamé para invitarla a cenar. A donde íbamos, no podía evitar llamar la atención; su porte y elegancia eran innegables. Durante nuestra conversación, me confesó cómo había sido su experiencia inicial en aquel lugar.

—Al principio fue un boom. Todos querían estar conmigo, pero, como no tenía mucha experiencia, cometí varios errores —me dijo con una sonrisa algo nostálgica, pero llena de confianza—. Aprendí rápido, corregí los fallos y ahora estoy muy bien.

Me comentó que, gracias a su esfuerzo, estaba ahorrando 200.000 pesos diarios y enviando dinero a Cali para asegurar una manutención cómoda para sus hijas. Sus palabras reflejaban no solo un cambio en su situación económica, sino también un nuevo nivel de estabilidad y confianza en sí misma.

Aquel encuentro me dejó con una profunda reflexión sobre las vueltas de la vida y cómo, incluso en los caminos más inesperados, algunas personas logran encontrar oportunidades para salir adelante.

Ella tenía dos clientes especiales que marcaban su semana con una rutina bien definida. El primero era un empresario turco que todos los viernes pasaba por ella en el hotel. Su rol era acompañarlo a diversos eventos sociales, donde ella se hacía pasar por su esposa. 

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Este acuerdo, basado en la apariencia y la discreción, le generaba ingresos de 200.000 pesos por noche, y en todo ese tiempo jamás recibió de él una propuesta distinta a la de acompañarlo.

El segundo cliente habitual era un joven comerciante que la recogía cada domingo al mediodía. Su objetivo era presumirla ante amigos y familiares como su pareja. Por esta compañía, le pagaba 180.000 pesos y, además, solía regalarle ropa de marca para que la luciera durante las salidas.

Durante el resto de la semana, su clientela era muy distinta. Atendía principalmente a hombres de la tercera edad que la buscaban no por sexo, sino por consuelo y compañía. Algunos simplemente querían que les desfilara semidesnuda, disfrutar del contacto físico o recibir un beso en el cuerpo; otros iban para contarle sus problemas, recibir palabras de ánimo y sentirse comprendidos. Estos encuentros, aunque menos intensos, eran igualmente lucrativos. Sin embargo, ella evitaba atender a jóvenes. En sus palabras, no quería lidiar con las molestias y el desgaste físico que estos le habían causado en sus inicios, cuando no tenía límites ni descansos.

En una ocasión, mientras acompañaba al turco a un cóctel de negocios, ocurrió algo inesperado. Entre los asistentes se encontraba el comandante de la Policía del Atlántico, un hombre de porte distinguido y modales correctos. Desde el momento en que la vio, quedó flechado, incapaz de disimular su atracción. Durante la velada, encontró la oportunidad de entregarle discretamente un pequeño papel con su número de celular, acompañado de una súplica:

—Llámame cuando puedas, te interesará.

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A la mañana siguiente, cerca de las diez, ella decidió marcar el número. El comandante, con evidente emoción, respondió rápidamente. Le comentó que el turco había salido y que no regresaría hasta la tarde, aprovechando la ocasión para lanzar una propuesta descarada:

—Déjalo y ven a un hotel en el norte de la ciudad. Yo cubriré todos los gastos por el tiempo que sea necesario. Esta noche te visitaré y podremos hablar más tranquilamente sobre proyectos futuros.

Era evidente que, más allá de cualquier intención profesional, el comandante estaba consumido por el deseo y la lujuria, ansioso por aprovechar cualquier oportunidad para estar cerca de ella.

De inmediato, ella decidió renunciar a su trabajo. Llamó al turco y, con una mezcla de nervios y determinación, le comentó que no podría seguir aceptando su invitación semanal, pues había recibido lo que parecía ser la propuesta de su vida. Hizo lo mismo con el joven comerciante, quien, al igual que el turco, entendió la situación y le dejó abierta la posibilidad de regresar si las cosas no salían como ella esperaba.

Con la misma franqueza, llamó a sus hijas en Cali. Les explicó su situación actual, confesándoles que nunca les había contado la verdad sobre su ocupación en la costa. Hasta entonces, les había hecho creer que trabajaba como secretaria en una empresa de transporte, ganando un excelente sueldo de 500.000 pesos mensuales, más propinas generosas de los conductores. Les había dicho, además, que vivía en la casa del gerente, lo que justificaba que tuviera todos sus ingresos libres. De esta forma, había logrado mantener la apariencia de una vida estable y respetable.

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Aquella noche, el comandante llegó al exclusivo hotel en el norte de la ciudad para encontrarse con su futura pareja. Ataviado con un elegante traje, llevaba un ramo de rosas y otros regalos que ella recibió con evidente emoción y gratitud. Durante la velada, conversaron extensamente sobre lo que vendría para ambos. Para el comandante, fue un flechazo, un amor a primera vista. Confesó que estaba recientemente separado y que al año siguiente sería trasladado a la dirección de la institución en Cúcuta.

Sin rodeos, le pidió que lo acompañara formalmente, sugiriendo que se casaran para evitar complicaciones y rumores. El compromiso fue inmediato, y él no tardó en demostrar su seriedad. Mandó traer a las hijas de ella desde Cali para conocerlas y empezar a formar una familia. Todos pasaron juntos las festividades de Navidad y Año Nuevo en total armonía, rodeados de cariño y nuevos planes para el futuro.

Durante el mes de enero, la familia se trasladó a Cúcuta, donde ocuparon una casa fiscal proporcionada por el gobierno. La estabilidad parecía consolidarse, pero seis meses después fue transferido a la capital como jefe de Tránsito y Transportes. En ese momento, tomé la decisión de cortar todo contacto con ella. Fue una elección difícil, pero necesaria. La relación, dadas las circunstancias, ya no era apropiada y mantenerla podría comprometer nuestra seguridad y la estabilidad que ella había logrado.

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La vida siguió su curso y nuestras historias tomaron caminos distintos. Pasaron muchos años antes de que volviera a saber de ella. Fue por casualidad, mientras veía un noticiero nacional, cuando la observé junto a la cúpula militar del momento, participando en un homenaje. Reconocerla no fue fácil, pues el tiempo había transformado su apariencia. Sin embargo, no me cupo duda al identificarla junto a su esposo, quien en ese momento ostentaba el rango de general. La elegancia y la dignidad con la que lo acompañaba eran inconfundibles.

En otro momento de mi vida profesional, viví una experiencia que hasta el día de hoy considero sobrenatural. Ocurrió en el contexto de mi trabajo, y solo al analizarlo con el paso del tiempo encontré cierta lógica en lo sucedido.

En aquella época enfrentábamos una grave escasez de vehículos para el transporte de mercancías, lo que provocó un aumento desmesurado en los costos de los fletes. A pesar de ofrecer un incremento del cien por ciento en el pago, no logré conseguir transportes disponibles. Los conductores preferían rutas hacia ciudades como Bogotá o Medellín, donde podían garantizar un viaje de retorno, algo que no ofrecía Cúcuta debido a su limitado tráfico de carga.

La mercancía que debía trasladar consistía en dos cargas de tubería de producción. Eran envíos manejables, ya que las tuberías no sobresalían del tráiler y podían asegurarse fácilmente con cadenas. Su peso tampoco era excesivo. Sin embargo, la situación era crítica. La empresa Occidental nos había dado un ultimátum, exigiendo la entrega inmediata de las tuberías para evitar el cese de operaciones en un proyecto clave.

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A las diez y treinta de la noche, el teléfono fijo del apartamento sonó, interrumpiendo la tranquilidad de la noche. Era una llamada inusual a esa hora, cargada de misterio. Al responder, escuché la voz de un hombre que se presentó como el señor Medrano. Con tono firme, me preguntó si aún estaba disponible para gestionar viajes hacia Cúcuta. Quiso saber el peso de la carga, el costo del flete y si sería posible cargar de inmediato para salir tan pronto se completara el proceso.

Sorprendido por la oportunidad que parecía llegar en el último momento, ofrecí el flete habitual, pensando que podría negociar un aumento si era necesario. Para mi asombro, aceptó sin objeciones. Le detallé las características de la carga y acordamos encontrarnos en la entrada del puerto esa misma noche.

Mientras gestionaba los trámites para el cargue, los vehículos llegaron puntualmente. La operación se realizó con una rapidez inusual; el equipo de carga parecía casi coordinado por fuerzas invisibles. Una vez finalizado el proceso y tras planillar todo correctamente, entregué a los conductores el anticipo correspondiente. A las tres de la mañana, ambos camiones partieron hacia su destino, iniciando el viaje hacia Cúcuta bajo la penumbra de la madrugada.

Algo llamó mi atención durante todo el proceso: los conductores se limitaron a un mínimo de palabras. No mostraron interés en nada más que lo necesario para completar el trabajo. Era la primera vez que los veía, y, como supe después, sería también la última.

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Cuando amaneció, el teléfono volvió a sonar. Era Don Mario, su voz transmitía una mezcla de enojo y desesperación. Me informó que ese día era el último plazo para despachar la tubería, advirtiendo que el incumplimiento acarrearía una multa millonaria. Traté de calmarlo explicando que los camiones ya estaban en camino desde la madrugada. Sin embargo, al intentar contactar a los conductores, me encontré con que ambos teléfonos estaban apagados.

El desconcierto creció. Revisé la documentación del despacho, solo para darme cuenta de que no había hecho copias de los papeles de los vehículos. Tampoco tenía referencias de los conductores ni información adicional que respaldara su legitimidad. En ese momento, una inquietante posibilidad comenzó a rondar mi mente: ¿había cometido un error catastrófico? Todo indicaba que podía haber caído en una trampa y que las cargas estaban en peligro de ser robadas.

La presión era abrumadora. Don Mario exigía actualizaciones inmediatas y la certeza de que las tuberías llegarían a tiempo. Mientras tanto, los conductores seguían sin dar señales de vida. La incertidumbre y la culpa me golpeaban con fuerza, pero aún quedaba algo de esperanza. Me aferré a la fe de que, de alguna forma, todo se resolvería.

La gran sorpresa, y muy grata por demás, llegó al mediodía, cuando recibí una llamada de la oficina de Cúcuta. Con una mezcla de asombro y alivio, me informaron que los dos camiones acababan de llegar y que ya estaban procediendo al transbordo para continuar su trayecto hacia Arauca. La incredulidad se apoderó de todos los presentes cuando les dije que los vehículos habían salido apenas nueve horas antes desde Santa Marta. Un trayecto que, bajo condiciones normales, solía realizarse en aproximadamente 18 horas.

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El misterio no terminó ahí. Al igual que durante el cargue, los conductores mantuvieron el mismo comportamiento reservado. No cruzaron palabra alguna durante el transbordo, se limitaron a cumplir con la entrega de la planilla y, tras asegurar que todo estaba en orden, desaparecieron sin más. Nunca pidieron el saldo de las planillas, algo que jamás había ocurrido en mi experiencia profesional.

Intenté contactarlos en los días siguientes, pero sus celulares continuaron apagados. No hubo manera de volver a saber de ellos. Era como si aquellos hombres hubiesen surgido de la nada, completado su misión y regresado al lugar de donde vinieron.

La pregunta inevitable permaneció rondando nuestras mentes: ¿quiénes eran estos misteriosos conductores? ¿Cómo lograron realizar el trayecto en tan poco tiempo, desafiando toda lógica? ¿Por qué no volvimos a saber de ellos?

Para muchos, era un caso de eficiencia excepcional; para mí, era algo más. Algo en el fondo de mi ser me decía que esta experiencia iba más allá de lo terrenal, un evento extraordinario que rozaba lo sobrenatural.

Al reflexionar sobre este episodio, solo puedo concluir que, de alguna manera, fuerzas superiores intervinieron para asegurar que todo saliera bien. Y si bien el misterio sigue sin resolverse, tengo la certeza de que, algún día, cuando abandone este plano, conoceré las respuestas que ahora me son esquivas.

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El sábado 6 de julio de 1996, a las dos y media de la madrugada, me despertó un fuerte calambre en el pecho acompañado de una molestia estomacal que me hizo ponerme de pie de inmediato. Solicité a Maureen Luz que me trajera un Alka-Seltzer, pero no encontré alivio. El desespero era abrumador; no soportaba estar acostado, ni sentado, ni de pie. Al amanecer, descubrí que al arrodillarme y recostarme en una esquina de la cama, experimentaba algo de alivio, aunque muy leve.

Decidí quedarme en casa. Más tarde, cuando Maureen me trajo el almuerzo, no sentí apetito, lo que la alarmó profundamente. Casi obligándome, me hizo acudir al médico hacia las seis de la tarde. Tras realizar los exámenes iniciales y escuchar mis síntomas, el médico solicitó dos pastillas para colocar bajo la lengua y luego me aplicó una inyección directamente en el corazón. Sentí un alivio inmediato.

El médico me explicó que había sufrido un infarto y que, afortunadamente, había permanecido en reposo durante el día. Según su diagnóstico, mi corazón había estado colapsado, trabajando a media marcha, lo que explicaba el desespero y la incomodidad extrema.

Me ordenó una serie de análisis de sangre, los cuales realicé en los días siguientes. Al revisarlos, el diagnóstico fue preocupante. Uno de los indicadores estaba gravemente alterado, y esto llevó al médico a solicitar una ecografía de vientre. Cuando llevé los resultados, su explicación fue contundente: el infarto no era el principal problema, sino varios tumores de tamaño considerable alojados en el colon.

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El médico me recomendó de inmediato someterme a una colostomía, asegurándome que, sin el procedimiento, mi tiempo de vida sería de aproximadamente seis meses. Sin embargo, rechacé tajantemente la propuesta. Afortunadamente, había ido solo a esa cita, lo que me permitió procesar la noticia a mi manera.

Cuando llegué a casa, Maureen Luz me preguntó qué había sucedido. Le resté importancia al asunto, comentándole que no era nada grave y que, como siempre, la principal recomendación del médico era bajar de peso. Para ese entonces, pesaba 117 kilos y, a pesar de varios intentos previos, no había logrado adelgazar.

En aquella madrugada, en medio de la incertidumbre y la angustia, clamé al Todo Poderoso en los siguientes términos:

"Padre Universal, dueño de la vida, confío en Ti y hago Tu voluntad mi voluntad. Sabes bien lo que dijo el médico, y Tú sabes que no me someteré a nada que no provenga de Tu divina voluntad. Si me necesitas para algo en este plano, desde este momento es Tu problema. Tú sabrás cómo solucionarlo. Y si no me necesitas, a pesar de mi relativa juventud, estoy listo para emprender el regreso a casa, que tarde o temprano ocurrirá. Gracias, Padre, por haberme oído. Sé que me proteges y que siempre deseas lo mejor para mí."

Esa noche, la angustia y el miedo se apoderaron de mi ser, pero a través de mi oración sentí un consuelo profundo, como si la certeza de ser escuchado me otorgara la paz necesaria para enfrentar lo que viniera. A pesar de la fragilidad de la condición humana, algo dentro de mí me decía que, aunque la situación era grave, no todo estaba perdido. En los días siguientes, como es natural, la preocupación me invadió, pero me aferré a una de las enseñanzas del Padre Luna: "No basta con creer en Dios, es necesario creerle a Dios."

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Esa reflexión me reconfortaba y, poco a poco, el miedo comenzó a disiparse, hasta que finalmente desapareció por completo.

Los seis primeros meses pasaron, y aunque la incertidumbre seguía latente, mi confianza en que nada sucedería fue fortaleciéndose. No porque ignorara el diagnóstico ni la gravedad de la situación, sino porque, con el tiempo, fui comprendiendo que la vida no está en nuestras manos, sino en las manos de Dios. Este entendimiento me otorgó la serenidad para continuar, con la certeza de que todo lo que debía ocurrir, ocurriría.

Un fin de semana, mientras me encontraba en un centro comercial de Barranquilla, un hombre robusto con gafas se acercó a mí y me preguntó si era el paciente al que había atendido años atrás en una urgencia en Santa Marta. Al mirarlo, lo reconocí: era el mismo médico que me había diagnosticado, aunque ahora tenía algo de sobrepeso. Me preguntó qué había sucedido con la anomalía, y le respondí que no había ocurrido nada en absoluto. Le expliqué que, después de clamar al Dueño de la vida, parecía que tenía muchas cosas pendientes en este planeta, porque todo estaba bien. Mi respuesta no le pareció muy convincente, así que, con cierto asombro, me invitó a realizarme una ecografía para comprobar qué había sucedido.

Acepté su invitación, sin pensarlo mucho. En una oportunidad, me hice la ecografía, y los resultados fueron sorprendentes: los tumores, que en su momento habían sido de gran tamaño, se habían reducido a algo tan pequeño como una cabeza de alfiler. 

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