Mis Últimos 50 años 1971 - 2021 Carlos Campos Colegial
En ese tiempo, me pidió el favor de acompañar a su hija, por lo que me quedé en su casa mientras ella regresaba. Para mi amiga, fue toda una sorpresa que su madre fuera quien tomara la iniciativa de pedirme que la acompañara. En paralelo, la hermana de La Chinita adquirió un restaurante bastante conocido y propuso que su hermana lo administrara, a lo que La Chinita aceptó de inmediato, renunciando a su trabajo como encargada de los giros en Copetran.
A partir de ese momento, mi rutina diaria se ajustó a este nuevo escenario. Durante el día, pasaba tiempo con La Chinita, y por la noche con Maureen Luz. Lo mismo ocurría los fines de semana, en festivos y cuando salía de vacaciones, pasaba ese tiempo con ella. El restaurante contaba con un pequeño apartamento en su interior, que La Chinita ocupó para no tener que desplazarse hasta su casa cada vez que cerraba, especialmente cuando lo hacía a altas horas de la noche. A petición de su madre, también me invitó a quedarme con su hija en ese lugar.
Mi rutina durante ese tiempo fue bastante estructurada: muy temprano salía para mi apartamento, donde me aseaba, luego me dirigía a la oficina. Almorzaba en casa de mi amiga y, por la tarde, esperaba a Maureen Luz en su casa. Allí comíamos, salíamos a dar una vuelta y, de camino a mi apartamento, pasábamos por el restaurante. Tipo diez o once de la noche, me dirigía hacia allí para quedarme. La ropa la arreglaba una señora vecina de la oficina, hasta que nuevamente la madre de La Chinita intervino, asumiendo ella misma la tarea de encargarse de este detalle.
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Esta rutina, por más que resultaba exigente, permitió que todos los aspectos de mi vida se equilibraran, aunque de una manera un tanto compleja. El tiempo pasaba y, aunque las circunstancias parecían seguir su curso de manera casi rutinaria, las dinámicas de las relaciones personales se volvían más complicadas, lo que me llevó a reflexionar en ocasiones sobre las decisiones que estaba tomando.
Siempre he afirmado que esa señora es una de las pocas personas que he conocido que no le importa lo que digan los demás. Como se suele decir en Santander, siempre tuvo los calzones bien puestos. Quedó viuda muy joven, con cinco hijas, y un varón que era el menor y estudiaba en una academia militar. Tras la muerte de su padre, decidió increpar a su madre, exigiéndole que le cediera las empresas y negocios que había dejado su padre para que él los administrara y asumiera el rol de hombre de la casa. Como consecuencia, se negó a regresar a retomar los estudios en Bogotá. Inicialmente, la señora trató de manejar la situación con calma y sensatez, pero al ver que su hijo no cedía y su paciencia se agotaba, un día, enfrentó a su hijo, propinándole un golpe con la mano abierta en la base de su oído. Inmediatamente, lo desestabilizó y, en el suelo, le colocó el tacón de su zapatilla sobre el cuello, asegurándole que, a partir de ese momento, dejaría de ser su madre. Lo cumplió hasta tal punto que, cuando su hijo sufrió un accidente en un retén de la guerrilla que lo dejó en silla de ruedas, las hijas le informaron a su madre sobre lo ocurrido. Ella les contestó que solo tenía cinco hijas, por lo que no aceptaba que le contaran lo que le pasaba a "desconocidos".
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Un día cualquiera, hacia la una de la tarde, me encontraba en su casa, en su compañía. La Chinita acababa de salir para retomar el trabajo, cuando alguien tocó el timbre. La señora estaba cerca de la puerta, así que acudió a abrir. Mi sorpresa fue enorme cuando el visitante resultó ser el hijo en su silla de ruedas. Lo saludó con un "hola, mamá, buenas tardes". Inmediatamente, ella le contestó: "Señor, está usted equivocado. A usted no lo conozco. Que tenga una buena tarde" y cerró la puerta al instante. Yo me quedé de una sola pieza. Más tarde, una de sus hijas la visitó para recriminarle su actitud, y ella, tranquila y serena, le respondió: "Si estás en desacuerdo conmigo, bien puedes unirte a su dolor y me avisas para saber que, a partir de ese momento, contaré solo con cuatro hijas. Y cuéntales a tus hermanas para que lo sepan y se definan de qué lado están". Esa fue la única madre que tomó una decisión tan radical y no se dejó manipular. Las demás sucumben ante la presión de sus hijos.
El miércoles 29 de noviembre de 1989, debía salir urgente para Bogotá y esa misma noche viajar a Puerto Gaitán, donde me haría cargo del trasteo de un equipo desde Campo Rubiales hasta allí. Llegué muy tarde a mi destino. En esa época, algunos pueblos solo tenían energía eléctrica hasta las diez de la noche, y los fines de semana, hasta las doce. Busqué hospedaje en el único hotel del lugar. La habitación era amplia, con una colchoneta en el piso, y la puerta permanecía abierta, cubierta por un ángel que impedía que los mosquitos entraran. Me acosté y, no había pasado ni media hora cuando escuché un fuerte ruido, similar al que hace una mano abierta al descargarla con fuerza sobre el piso. Quedé inmóvil.
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El ruido se repitió, acercándose cada vez más a mí, que reposaba desnudo y en posición boca arriba. El próximo golpe fue en mi pecho. Algo pesado y frío se posó sobre él, lo que me hizo saltar de inmediato para averiguar qué pasaba. Localicé la linterna y revisé. Era un sapo de por lo menos un kilo el que producía ese ruido. Dormí arrullado por los sapos esa noche.
Al día siguiente realicé los contactos necesarios para coordinar el descargue del equipo. Me llamó la atención que se me advirtió sobre una particularidad: aunque existía una calle directa hacia el lote donde se realizaría la operación, debía dar una vuelta para llegar, ya que el pastor de una iglesia evangélica tenía personal apostado en la vía, impidiendo el paso de las tractomulas por ese camino. A pesar de este inconveniente, todo quedó arreglado para que el descargue se realizara en el lugar estipulado. Sabía que debía madrugar para dirigirme a Rubiales y encontrarme con la caravana que iniciaría el recorrido hacia el destino final.
En Bogotá, únicamente me proveyeron de lo
esencial: suficiente dinero para el viaje y posibles imprevistos, además de una
camioneta que debía dejar en Gaitán. Desde allí, usaría un Nissan Patrol que
estaba disponible en la estación de servicio cercana al hotel para continuar
con el trayecto. En la madrugada, me dirigí a la estación, recogí el Nissan y
noté que en la parte trasera había, al menos, diez pimpinas plásticas de cinco
galones cada una. Al llenar el tanque del vehículo y dirigirme a pagar, el bombero
de la estación me hizo una pregunta intrigante:
—¿Va para Rubiales?
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Al responder afirmativamente, me
formuló lo que él llamó "la pregunta del millón":
—¿Usted ha estado en ese campo antes?
—No —respondí—, es mi primera vez.
El bombero, con un tono serio, me advirtió sobre lo que me esperaba: debía contratar un vaquiano, alguien con experiencia en esas rutas, y llevar al menos ocho pimpinas adicionales de gasolina, ya que las distancias y las condiciones del terreno podrían complicar el viaje. Amablemente, me presentó a un hombre que, según él, había trabajado con el supervisor a quien estaba reemplazando. Este guía sería mi compañero de ruta.
Arrancamos hacia las dos de la mañana a velocidad normal, recibiendo el reproche del baqueano, quien me dijo: "Camarita, a este paso no llegamos en una semana, no venimos de paseo, acelere al máximo". Esa fue la constante: cien, ciento veinte kilómetros por hora. Por fortuna, el camino, que no se le podía llamar carretera, estaba en muy buen estado. Aparentemente viajaba en línea recta, cuando de repente, mi acompañante me pidió que me dirigiera hacia la derecha en forma circular para retomar el rumbo, pues sin darse cuenta, después de muchas horas de viaje, uno podría terminar en el mismo lugar desde donde partió. De ahí la necesidad de llevar a alguien que conozca la región como la palma de su mano. Llevábamos varias horas de viaje y poco a poco pude apreciar la majestuosidad del llano en todo su esplendor.
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Hacia el mediodía comencé a sentir la falta de alimento y bebida. El sol era inclemente, y durante todo el camino no nos habíamos cruzado con otros vehículos ni encontrado un lugar donde pudiéramos comprar algo. Casi a las dos de la tarde, divisé una casa que parecía estar cerca. Al ver mi intención de dirigirme hacia allí, el acompañante me recalcó que ir hasta ese lugar nos retrasaría más o menos una hora y que ya estábamos algo retrasados. No hice caso y decidí ir hasta la casa. Efectivamente, no estaba cerca, pero al llegar allí, nos atendió muy bien el dueño del lugar. Al solicitar comida y bebida, me preguntó si había traído crudo (carne, verduras, granos, etc.). Ante mi respuesta negativa y ofreciéndole pagar lo que me pidiera por algo de almuerzo, muy tranquilamente me contestó: "Si yo le vendo un plato de comida a usted, debo dejar sin alimento a alguien de mi familia, porque hasta el domingo no voy al pueblo a surtirme". Como alternativa, me ofreció un vaso de agua de panela con limón.
Aparte de ser la limonada más preciada de mi existencia, una vez más la vida me demostraba que el dinero no lo era todo. Esa sensación de impotencia que se siente al tener todo y, sin embargo, pasar necesidad, es algo que jamás olvidaré.
Razón tenía el abuelo Luis Felipe cuando, después de cada comida, exclamaba: "¡Gracias, Padre, porque hubo y se pudo; porque hay quienes tienen pero no pueden, y otros pueden pero no tienen!". Llegamos al río, en donde las tractomulas estaban cruzando en la gabarra que tenían allí para tal fin. (Una gabarra es un planchón que está sujeto a cada extremo del río con una gruesa guaya y es halado por un winche accionado por un motor estacionario).
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Eran aproximadamente las siete de la noche. Allí pude comer algo en un restaurante improvisado por los vecinos del lugar, que aprovechan el momento de movimiento en el puerto.
Muy temprano en la madrugada, zarpamos de vuelta a Puerto Gaitán, llegando treinta y seis horas después. Se descargó el equipo, se dejó todo en orden y seguimos para Bogotá. Entregué los informes, cuadré cuentas, y al día siguiente viajé a Barrancabermeja en el primer vuelo de Aces.
La carretera del Magdalena Medio se inauguró en esa época y estaba destapada. Con La Chinita decidimos estrenarla, viajando a Santa Marta en su Renault 4. Allí conocimos a un hombre muy joven que era vegetariano de nacimiento. Siempre había creído que estos se hacían, no nacían, de manera inversa a los homosexuales. Este muchacho nos comentaba que, de niño, le daban un pedacito de pollo, lo masticaba hasta que encontraba la manera de botarlo. Jamás ha comido carne de ningún tipo y verla le producía un terrible asco. Todos en su familia son carnívoros, menos él.
Las salidas se volvieron más frecuentes, pues, además de las acostumbradas con Maureen Luz, también las realizábamos con La Chinita y su mamá, quien varias veces nos acompañó. En una oportunidad, viajamos a visitar a un tío de mi amiga que vivía en Villavicencio, aprovechando para explorar los pueblos del entorno, incluidos Puerto López y el Alto de Menegua, donde años después se construyó el obelisco al "Ombligo de Colombia".
En noviembre de 1991, Maureen Luz se acogió a un plan único de retiro que ofreció la Caja Agraria debido a su liquidación. Este plan consistía en recibir unos recursos para, cuando cumpliera la edad (47 años), empezar a recibir la pensión de jubilación.
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Tiempo después, hubo otro plan en el cual, con el tiempo de trabajo, le pensionaban a cualquier edad. Ella, junto con cerca de 4.000 empleados más, demandaron a la Caja porque se habían acogido al plan inicial bajo la premisa de que era único, lo cual resultó no ser cierto. Con el tiempo, ganaron la demanda y la Caja les reconoció todo lo que solicitaban.
La tía de Maureen Luz vivía relativamente cerca, junto con su marido, un músico de vasta trayectoria, y juntos regentaban una pequeña tienda de barrio. En mayo de 1992, luego de pasar varios días en Barranquilla con la hermana de Maureen Luz y sus hijos, regresamos a la ciudad y, como era costumbre, decidimos pasar por su casa para visitarlos. Esa noche, al llegar, algo curioso ocurrió. "Cundo", como era conocido el esposo de la tía de Maureen Luz, me llamó aparte y nos sentamos en un mecedor. Con tono serio y algo directo, me preguntó:
—Carlos, hace tiempo que te he escuchado hablar de temas un tanto extraños. Quería preguntarte algo… ¿qué se siente cuando uno se muere? ¿Duele?
Mi respuesta fue la siguiente:
—Es como cuando usted se duerme, la única diferencia es que el espíritu no podrá volver a entrar a el cuerpo. En la Biblia dice que dormir es morir un poco, por lo tanto, no hay dolor, solo es un proceso natural. Él me dio las gracias por la respuesta, y nos despedimos.
Al día siguiente, muy temprano, recibimos la noticia de que Cundo había fallecido de manera fulminante a causa de un ataque cardíaco. La tía de Maureen Luz nos encargó de gestionar los trámites necesarios para el sepelio, ya que, en medio del dolor, necesitaba ayuda con todo lo relacionado al funeral.
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Un detalle que complicaba las cosas era la estatura de Cundo: él medía 2.05 metros. Al momento de entregar el cadáver, nos encontramos con el inconveniente de que el único ataúd disponible era el más económico. La señora insistía en que él merecía lo mejor, así que quería el ataúd más costoso, pero este medía solo 1.80 metros. Ante tal dilema, no quedaba más opción que tomar una decisión drástica: cortarle las piernas a la altura de las rodillas y colocar las extremidades junto al resto del cuerpo.
Para quienes conocíamos a Cundo, el ataúd lucía muy pequeño y llamativo, pero afortunadamente, nadie pareció sospechar nada. Y si alguien lo hizo, nunca lo expresó en voz alta.
Este suceso, aunque extraño y perturbador, refleja la realidad de cómo a veces, las circunstancias nos obligan a tomar decisiones insólitas, incluso en los momentos de dolor más profundo. La muerte, como fenómeno natural, siempre trae consigo situaciones inesperadas que desafían nuestras normas sociales, culturales y emocionales.
A partir de ese momento, la mamá de Maureen Luz tomó la decisión de vender la casa en la que habían vivido durante tantos años. La razón era acompañar a su hermana, que había quedado sola después del fallecimiento de su esposo. Dado que la casa de la tía era enorme, Maureen Luz propuso a su madre que, en lugar de seguir viviendo sola, yo entregara el apartamento en el que residía y me mudara a vivir con ellas.
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Es importante señalar que, desde que Maureen Luz dejó de trabajar, nuestras visitas y encuentros con La Chinita se redujeron considerablemente. Aunque no terminamos nuestra relación, fue un proceso difícil, pero logramos superarlo. Siempre buscábamos cualquier oportunidad para vernos y aprovechábamos al máximo los pocos momentos que teníamos disponibles.
El sábado 13 de febrero de 1993, nació en Ibagué Miguel Orlando Mahecha Campos, el único hijo de mi hermana Carmen Ignacia. Ese mismo día, tomamos la decisión de mudarnos a Bucaramanga. Encontramos un cómodo y amplio apartamento en el Barrio Cabecera del Llano, diagonal al Colegio de la Presentación. Este lugar sería, o al menos así lo pensábamos, nuestra residencia definitiva por el resto de nuestras vidas. Como parte de ese cambio, Dolly Cecilia, la madre de mi única hija, comenzó a gestionar su traslado desde Puerto Wilches a Bucaramanga o sus alrededores. El proceso se concretó un año después.
En ese momento, comprendí que, en la vida, muchas veces no se trata de lo que nosotros queremos, sino de lo que nos toca. Este tipo de situaciones nos recuerda lo impredecible de la existencia y cómo nuestras decisiones, por más planificadas que sean, pueden verse alteradas por factores fuera de nuestro control. Con el tiempo, llegué a aprender que la adaptación es clave para avanzar en la vida, y que los cambios, aunque incómodos o no deseados en su inicio, pueden traer consigo nuevas oportunidades y aprendizajes que enriquecen nuestro camino.
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Estoy totalmente convencido de que venimos a este mundo con un esquema preestablecido, que si bien permite modificar ciertos aspectos dentro de él, no nos permite desviarnos completamente de ese camino trazado. Para ilustrar esta idea, hagamos una analogía con el metro de Medellín. Este sistema de transporte se desplaza desde la estación Niquía, al norte, hasta la estación La Estrella, al sur del Valle de Aburrá, y jamás el metro me llevará a un lugar distinto de las 21 estaciones que existen entre esos dos puntos. Este recorrido es inmutable, no puede modificarse. Sin embargo, lo que sí está en mis manos es cómo decido viajar dentro de ese trayecto. Puedo elegir dormir, escuchar música, conversar con el vecino o, en fin, explorar casi infinitas posibilidades mientras me encuentro en el viaje. Así sucede en el metro de nuestra vida: aunque el recorrido esté predefinido, cómo lo vivimos depende de nuestras decisiones. Este es el mismo principio que descubrí en la regresión: lo preestablecido es imposible de cambiar, y debemos aprender a navegar dentro de los límites de ese diseño.
A menudo viajábamos a Bogotá para informarnos personalmente sobre el avance de la demanda que Maureen Luz había interpuesto contra la Caja Agraria. La demanda, que involucraba a más de 4.000 empleados, se estaba procesando con mucha lentitud debido a varios factores. Uno de los principales problemas era que si todas las demandas se procesaban al mismo tiempo, el proceso causaría un detrimento económico significativo para el país. Por esta razón, solo se permitía procesar un máximo de 10 demandas a la semana.
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Además, cada vez que cambiaban de juez y el nuevo dictaminaba que la demanda no procedía, era necesario esperar a que el juez fuera cambiado nuevamente o a que se hiciera un nuevo reparto de casos. Esta situación de lentitud se extendió por más de diez años hasta que, finalmente, el fallo salió a favor de Maureen Luz, tal como se había esperado.
Desafortunadamente, las predicciones del obispo gnóstico comenzaron a cumplirse, y la génesis de esta situación se dio de la siguiente manera: por aquel tiempo, se estaban realizando cambios en las placas de los vehículos. El carro de La Chinita estaba matriculado en Bogotá, por lo que era necesario hacer el trámite y enviar las placas viejas para el cambio. Debido a esto, no nos habíamos encontrado durante las últimas dos semanas, ya que ella, sin falta, viajaba cada ocho días a Bucaramanga a "desatrasar el cuaderno", como solíamos llamar a sus visitas.
Aquel martes 31 de agosto de 1993, hablamos como todos los días lo hacíamos. En medio de la conversación, ella me comentó que para el fin de semana llegaría las nuevas placas y que, en cuanto las recibiera, viajaría inmediatamente. No sé cómo sucedió, pero le respondí: "Si no vienes mañana en la mañana para pasar el día juntos, esto se acaba". Ella simplemente me contestó: "Pues se acabó, porque mañana no voy a viajar", y colgó.
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Jamás me volvió a contestar el teléfono, y nunca más nos volvimos a ver. Añado a esto que, en ningún momento, fui una "cucaracha" (es decir, insistente tras ser rechazado). Desde ese instante, mi vida dio un giro de 180 grados, hasta el punto de que Maureen Luz me preguntó qué me estaba pasando. Le conté lo sucedido, y me acompañó a realizar el duelo, que fue bastante difícil. Pensé que no sería capaz de superar esa pérdida. Recordé que Dios no nos da una carga que no seamos capaces de llevar, y eso me alivió. Aprendí que es necesario confiar en Él, porque cuando atravieso momentos difíciles, pienso en ello, y siempre todo se soluciona.
El abuelo Luis Felipe me enseñó que los problemas se resuelven de tres maneras: 1) Los resuelve Dios; 2) Los resuelve el tiempo, y 3) Se resuelven por sí solos. Así que, al final, poco podemos hacer al respecto.
Conversaba con Maureen Luz acerca de la conclusión del obispo tras la regresión, en la que nos dijo que nos quedarían 20 años juntos. Ella me aseguraba que no sabía si serían veinte, pero lo que sí tenía claro era que nunca me dejaría y que solo la muerte podría separarnos. Sin embargo, con mi amiga, la chinita, solo faltaron 16 días para que se cumplieran los cinco años pronosticados. A medida que pasaban los días, veía esos veinte años como algo lejano, como un horizonte distante, pues a esa edad, la vida parece transcurrir más lentamente. Hasta ese momento, la pérdida más difícil de superar había sido la de ella. Gracias a Dios, a pesar de lo agreste de la situación, logré superar esa pérdida con el paso del tiempo.
Durante ese periodo, solía salir a caminar sin rumbo fijo por las calles de Bucaramanga. Mientras caminaba, lloraba amargamente, sintiendo una profunda impotencia por no poder hacer nada para solucionar lo que parecía imposible de resolver. Las palabras del Padre Luna Gómez volvieron a cobrar fuerza en mi mente: "Ante lo inevitable, no hay que hacer nada, solo pasar la página y seguir adelante".
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Fue entonces cuando recibí una llamada anónima de alguien que me invitó a encontrarnos en un centro comercial. Allí me entregó un anillo de piedra transparente, con una impresión a cada lado: una estrella de seis puntas y otra de cinco. Según esta persona, el anillo me lo enviaba un señor de Bogotá, a quien había visitado seis años atrás. Decidí asistir al encuentro, que fue breve, pero lleno de significado. Inmediatamente me coloqué el anillo, reemplazando la argolla que siempre había tenido. Encajó perfectamente, como si estuviera hecho a medida. Fue otro gesto sobrenatural en mi vida, y desde entonces, el anillo me ha acompañado en cada paso que doy.
El año 1994 trajo consigo varias situaciones nuevas en mi vida. Iniciamos el año con un encuentro casual que resultó ser bastante significativo. En un paradero de bus, conocí a una señora visiblemente preocupada. Su hijo adolescente, según ella, había sido víctima de una brujería, y conocía a un espiritista que se había comprometido a ayudarlo. El único inconveniente era que este espiritista tenía su consultorio en una finca dentro de la ciudad, y para poder llegar allí, necesitaba que el hijo fuera llevado desde una casa de reposo en la que se encontraba recluido. Ella me pidió colaboración para hacerme pasar por el padre del joven y lograr que lo sacáramos de allí. Acepté ayudarla, y nos dirigimos al lugar.
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Hablamos con el psiquiatra, quien diagnosticaba al joven con esquizofrenia. Según el doctor, mientras el muchacho no aceptara que estaba enfermo, no se le podía dar el alta. Sin embargo, él no lo aceptaba y solo repetía que oía voces, algo que lo desesperaba por completo. Ante esa situación, nos propuso sacar al joven renunciando a los servicios de Caprecom. Firmamos los documentos necesarios y acordamos asistir con él a una sesión de espiritismo el siguiente sábado en la noche. Aunque al principio no sabía qué esperar, el tema me intrigó, y decidí acompañarlos a este ritual.
El único requisito para participar era aportar una botella de aguardiente y tres velas blancas. Llegamos puntualmente a las nueve de la noche y nos encontramos con un grupo de aproximadamente quince personas adultas. De inmediato, apareció el médium, un hombre de unos cuarenta años, de estatura promedio, vestido con una pantaloneta blanca muy corta. Llevaba tres cintas rojas que le rodeaban la cabeza, el brazo derecho y la pierna izquierda a la altura del muslo. Tras él, una señora de baja estatura, muy delgada, con una cinta roja alrededor de la cabeza, que oficiaba como "banco de energía". Su tarea era dar la bienvenida a los espíritus que esa noche nos visitarían y, al mismo tiempo, proteger al médium de cualquier contratiempo.
Todo esto era completamente nuevo para mí, y, a pesar de la incredulidad, sentí una extraña mezcla de curiosidad y respeto hacia el ritual que estaba a punto de comenzar.
El altar estaba dispuesto al pie de un árbol gigante, donde descansaba un Cristo de tamaño medio, acompañado de tres velas blancas dispuestas en un triángulo. Estas velas se consumían rápidamente a medida que los espíritus comenzaban a descender.
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También había más de diez medias de aguardiente y una totuma de tamaño regular. El médium nos pidió que nos rodeáramos a cierta distancia y que lo acompañáramos con una oración cualquiera, la que cada uno supiera. Luego, extendió sus brazos hacia el cielo y, al hacerlo, dirigió su mirada hacia arriba, comenzando a gesticular de manera extraña. Los huesos de su cuerpo crujían, y su apariencia comenzaba a cambiar, transformándose poco a poco hasta estabilizarse completamente.
En ese momento, la señora encargada del "banco de energía" intervino, preguntando: "¿Quién ha llegado?". A lo que el médium, con una voz completamente diferente a la suya, respondió: "Soy el hermano Abel y vengo a solucionar el problema de fulano de tal", refiriéndose al joven que habíamos llevado. De inmediato, el médium apartó al muchacho para tratarlo en privado, llevándolo a una especie de cueva muy grande, tallada en medio de la montaña. Sin embargo, antes de entrar, solicitó que le brindaran un trago. Abrieron una botella de aguardiente, y la mitad del contenido se sirvió en la totuma, que el médium bebió de un solo trago, con avidez.
Al regresar al altar, el joven parecía estar completamente recuperado, como si acabara de despertarse. Preguntaba insistentemente qué había sucedido y dónde estaba, lo que sorprendió a todos los presentes, pues pocos minutos antes lo habíamos visto en un estado deplorable. El hermano Abel respondió a las preguntas de los asistentes mientras consumía aguardiente a grandes tragos.
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Ya completamente borracho, se despidió, y en ese instante, otro espíritu se incorporó al médium, comenzando otro ciclo de preguntas y respuestas. Este ritual, tan extraño y lleno de elementos que desbordaban la comprensión racional, dejó una impresión profunda en mí. A pesar de la naturaleza esotérica del acto, no pude evitar sentir una mezcla de asombro y reflexión sobre las fuerzas que algunos creen que pueden influir en nuestras vidas. El ambiente estaba cargado de una energía difícil de describir, una tensión palpable entre lo terrenal y lo espiritual, que permaneció conmigo mucho tiempo después de ese encuentro.
La transformación continuó, y en esta ocasión la voz del médium cambió de forma radical. Había llegado la hermana Rosa, quien, al igual que el hermano Abel, comenzó a consumir el aguardiente de manera casi ritualista. Esta entidad estaba especializada en problemas de pareja y ofrecía todo tipo de soluciones, que consistían principalmente en baños con hierbas amargas y dulces, flores de diferentes especies, bebedizos naturales, y despojos hechos con velones de diversos colores. Para mí, todo eso resultaba completamente alucinante, por decir lo menos. Jamás imaginé que existiera un mundo tan complejo, lleno de rituales y productos destinados a abordar esos aspectos tan específicos de la vida humana.
Los espíritus siguieron desfilando uno tras otro, cada uno con sus propios consejos y remedios para los asistentes. Las horas pasaron rápidamente, y casi hasta la medianoche continuó el ritual. Se consumieron todas las medias de aguardiente que habían sido traídas, y casi todas las velas que habían sido encendidas en el altar se extinguieron.
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Lo más asombroso de todo esto fue que el médium, al final, parecía estar completamente sobrio, sin un rastro de haber consumido un solo trago de aguardiente. Solo parecía un poco confundido, y fue entonces cuando le preguntó al banco de energía: "¿Quiénes bajaron?" y "¿Qué pasó en general?".
Intrigado por lo sucedido y aún con muchas preguntas sin respuesta, decidí buscar al médium días después. Le dediqué una tarde para visitarlo y preguntarle más sobre el mecanismo de lo que ocurrió esa noche. Fue entonces cuando me explicó lo siguiente:
"Cuando abandono mi cuerpo para que el espíritu pueda incorporarse, quedo como en un limbo, en un estado en el que no soy consciente de nada de lo que está sucediendo. Por eso, cuando regreso al cuerpo, pregunto al banco de energía quiénes han bajado y qué ocurrió en general. En cuanto al aguardiente, ellos lo toman, y esa es la razón por la que los espíritus descienden. Ellos saben quiénes van a venir y qué han solicitado. Además, aprovechan para aconsejar a los asistentes sobre diferentes aspectos de la vida cotidiana, problemas, inquietudes o incluso situaciones emocionales".
Lo que me relató el médium dejó una huella profunda en mi mente. Todo lo que había presenciado esa noche parecía aún más surrealista al escuchar su explicación. Era evidente que el fenómeno que había presenciado no era solo un espectáculo esotérico, sino una práctica profundamente enraizada en creencias y rituales con un propósito claro para aquellos que buscaban respuestas o soluciones.
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Mi comprensión sobre ese tipo de prácticas se expandió y me permitió ver la complejidad de las creencias populares en un contexto mucho más amplio, lleno de simbolismos y significados que, aunque ajenos a mi propia perspectiva, tenían un peso y una relevancia incuestionables para quienes participaban de ellas.
Asistí a numerosas reuniones en las que se vivieron situaciones sobrenaturales que, si decidiera profundizar, darían material para un libro entero. No obstante, quiero destacar lo siguiente: en una de esas ocasiones, se presentó un ser muy interesante, uno de los pocos que rechazó el aguardiente y, desde el principio, se dirigió hacia mí diciéndome: "Tómame de los brazos". Sin dudarlo, accedí y lo tomé. Luego me pidió que cerrara los ojos, y, al hacerlo, permanecí en total oscuridad durante unos instantes. Pasados unos momentos, me indicó que podía abrirlos y disfrutar del paseo.
Al abrir los ojos, me encontré viendo la reunión desde una perspectiva completamente diferente, como si flotara a unos doce metros de altura. Observaba la escena en la que me veía, todavía sosteniendo los brazos del médium, pero desde un ángulo elevado. El espectáculo comenzó con un lento ascenso vertical, y desde allí podía divisar la ciudad con total claridad. Poco después, la vista se expandió para abarcar ciudades vecinas, y más allá, se mostró la curvatura de la tierra. El sol comenzaba a elevarse en el horizonte, iluminando el paisaje, y después de un repentino y fuerte acelerón, llegamos a un palacio.
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Este palacio, imponente en su construcción, tenía paredes y puertas de un dorado brillante combinado con un azul profundo. Durante todo el recorrido, solo era consciente de mi rostro y mis brazos, ya que el resto de mi cuerpo parecía desvanecerse en la experiencia. Al llegar, un centinela custodiaba la entrada. Nos permitió seguir adelante sin objeción, y recorrimos el lugar a paso firme, manteniendo una línea recta.
Lo que vi a continuación era un espacio grandioso, similar a un teatro de proporciones monumentales, como el Teatro Colón de Bogotá o el Heredia de Cartagena. El recinto tenía balcones que se elevaban en varios niveles y una platea que se extendía a lo largo de todo el espacio, llena de seres que observaban nuestro paso con una atención que, aunque enigmática, resultaba tranquilizadora. La atmósfera en ese lugar era tan imponente como sobrecogedora, y el silencio que reinaba añadía un aire de solemnidad a la situación.
Este tipo de experiencias trascendieron cualquier expectativa o comprensión previa que tuviera sobre el mundo espiritual. Fue una vivencia que desafió los límites de la realidad, un paseo que me permitió observar la vida desde una perspectiva que no muchos pueden imaginar. Sin lugar a dudas, aquel encuentro me dejó una sensación profunda de que existen dimensiones de la existencia que van más allá de lo que percibimos normalmente, y que nuestra vida cotidiana es solo una pequeña parte de algo mucho más grande y complejo.
Al salir de allí, nuevamente lo hicimos por la misma puerta por la que habíamos entrado, donde el mismo centinela nos permitió el paso. Lo que me resultó completamente inexplicable es que no cruzamos ni dimos la vuelta, todo sucedió en línea recta y durante un trayecto prolongado.
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Salimos de ese espacio y comenzamos a retornar de la misma forma, hasta que quedamos suspendidos, tal como al principio, flotando sobre la reunión. Me pidió que cerrara los ojos una vez más, y cuando los abrí, me di cuenta de que me estaba soltando de los brazos del médium.
Sorprendido por la demora del trayecto, le comenté a una amiga que me había acompañado: "Hoy sí nos va a coger el tarde en la calle." Ella, con total calma, me respondió: "No, lo mismo, apenas son las diez de la noche." Me quedé perplejo, ya que, según mi percepción, el recorrido había durado al menos dos horas o más. Este pequeño detalle me hizo cuestionar muchas cosas sobre el tiempo y la percepción, ya que en ese momento, el concepto de la realidad se distorsionó por completo. Todo había transcurrido en lo que para mí parecía un largo lapso, pero en la realidad solo habían pasado unos pocos minutos.
En una reunión posterior, este mismo ser que había tomado contacto conmigo se incorporó nuevamente, esta vez invitándome a ser parte de su equipo como banco. El rol del banco, según me explicó, requería una preparación especial. Al aceptar la invitación, me informó detalladamente sobre los requisitos de dicha preparación. Debía mantener un ayuno riguroso de productos de origen animal, lo que incluía leche y huevos. Además, se me exigió una estricta disciplina de meditaciones profundas diarias y abstinencia sexual, todo durante un período de cuarenta días. Mi alimentación debía consistir únicamente en granos, verduras y frutas.
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Durante este tiempo, se presentaron varias tentaciones, principalmente en forma de mujeres que intentaban seducirme para tener una aventura, pero siempre las rechacé, ya que el ser me había advertido de que esto sucedería y me pidió que mantuviera compostura para asegurar que el proceso llegara a buen término. Esta advertencia me hizo ser aún más consciente de mis decisiones y acciones, comprendiendo que, en ese contexto, cada paso debía ser tomado con extrema cautela para alcanzar el objetivo final, el cual aún no comprendía completamente, pero que confiaba en que me llevaría a una mayor comprensión espiritual.
Estos meses de disciplina y sacrificio fueron intensos, no solo físicamente, sino también emocional y mentalmente. Cada día se convirtió en una lucha interna para mantenerme firme y alineado con las enseñanzas que recibía, mientras trataba de comprender la verdadera naturaleza de lo que estaba viviendo. No obstante, con el tiempo, comencé a experimentar cambios profundos, no solo en mi manera de percibir el mundo, sino también en mi relación con mi propio ser, como si todo lo que había aprendido hasta ese momento se estuviera preparando para cobrar sentido.
Justo el viernes santo, cuando había terminado el ayuno, salí con Maureen Luz y su hermana, quien había llegado desde Barranquilla para pasar la Semana Santa en Bucaramanga. Decidimos ir al centro, pero de repente empecé a sentir un malestar muy incómodo, que comenzó en la mitad de mis piernas y se extendió hasta cerca de las axilas.
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El dolor y la incomodidad fueron tan intensos que decidí regresar al apartamento de inmediato. Me despojé de la ropa y, para mi sorpresa, descubrí que una ampolla enorme cubría toda esa zona y estaba llena de líquido. Asustado, me comuniqué de inmediato con el médium, quien, muerto de risa por mi preocupación, me respondió con tranquilidad: "No se preocupe, Carlos, eso es muy normal. Simplemente coja un bisturí de cirugía, haga un corte en la parte baja, de unos centímetros, y cuando drene todo ese líquido, pegue la piel al músculo. Eso se va secando y con el tiempo desaparecerá." Siguiendo sus indicaciones, lo hice. Tuve la precaución de recoger el líquido, y casi llené un galón, aunque faltó muy poco para completarlo.
Lo mejor vino después. Seguí asistiendo muy entusiasmado a las reuniones todos los sábados, sin faltar a ninguna, y cuando ya se estaba preparando mi iniciación oficial para declararme como banco de energía, ocurrió algo sorprendente. Bajó un espíritu que se presentó como un anciano, que tampoco aceptó el aguardiente, y me llevó aparte para decirme lo siguiente: con una voz sorprendentemente similar a la del Papa Juan Pablo II al final de su pontificado, me dijo: "Hermano, no se preocupe ni se vaya a molestar por lo que vengo a manifestarle. Es la primera vez que bajo a este planeta, y mi propósito es informarle que, en los próximos meses, un muy buen amigo suyo le va a proponer un trabajo en la costa, en donde realizará lo que siempre ha soñado desde que era niño. Vivirá en un excelente apartamento, a pocos metros del mar, y se despertará y dormirá arrullado por el oleaje que besa la playa. Y esto no será por poco tiempo, será por un periodo considerable. Por lo tanto, queda suspendida la iniciación como banco hasta nueva orden." Después de esas palabras, me abrazó, se despidió y se fue.
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Ese encuentro me dejó completamente asombrado. Las palabras del anciano resonaron profundamente en mí, y todo lo que había experimentado hasta ese momento en mi camino espiritual comenzó a tener un giro aún más inesperado. Algo dentro de mí sabía que debía prepararme para lo que estaba por venir, aunque aún no comprendía completamente el impacto de lo que estaba sucediendo en mi vida. El futuro parecía llenarse de promesas, y la sensación de incertidumbre comenzó a desaparecer, dando paso a una sensación de expectativa y fe en lo que el destino me tenía reservado.
No lograba comprender todo lo que estaba sucediendo. Llegué a casa y le conté a Maureen Luz lo que había sucedido, y ella, igualmente sorprendida, también pensaba que la profecía parecía ilógica, ya que ambos habíamos planificado quedarnos en Bucaramanga. Aún así, habíamos olvidado que para Dios todo es posible, o mejor dicho, para Dios nada es imposible. Esa realidad comenzó a calar en mí, aunque no entendiera del todo lo que se estaba desarrollando.
En agosto de ese mismo año, a través de mi hermano José Eduardo, conocimos a la familia Medina Carvajal. Establecimos un acercamiento con ellos después del fallecimiento de su hermano mayor, Rafael. Durante un tiempo, estuvimos cerca de su pareja y de sus dos hijos pequeños. Eduardo trabajaba junto con Martín, el hermano de Rafael, en la fabricación de helados, los cuales distribuían en los colegios de un sector de la ciudad.
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También se promocionó un lote grande de papas fritas que había llegado de Medellín, pero que no habían logrado vender debido a la tragedia que había tocado a la familia. Todo transcurría en total normalidad y calma, hasta que, de repente, la fábrica de helados cerró. Eduardo viajó a Medellín y allí se estableció definitivamente. Comenzó a trabajar en varias empresas hasta que decidió independizarse y adquirió una licorera en Sabaneta, donde vive hasta el día de hoy.
En octubre, como era habitual en nosotros, salimos temprano hacia Bogotá. Cuando llegamos a la altura de Moniquirá, vi una tractomula de la empresa en la ruta. Decidí adelantarla, y al ver quién era el conductor, me di cuenta de que era alguien conocido. Le hice señas y paré para hablar con él. Me comentó que Doña Agustina, la esposa de Don Mario, había fallecido algunas semanas atrás.
Continuamos el camino y al día siguiente, llamé a Don Mario para saludarlo y expresarle mis condolencias. Me agradeció y me comentó que justo el día del fallecimiento de Doña Agustina, Occidental de Colombia le había adjudicado el contrato global de transporte de materiales por dos años, por lo que necesitaba que le ayudara administrando una de sus tres oficinas: Arauca, Cúcuta o Santa Marta. Me pidió que, a la mayor brevedad posible, le informara a cuál de ellas quería ir. Después de analizar con Maureen Luz la situación, decidimos que Cúcuta sería la opción más adecuada, pues podríamos mantener el apartamento y viajar constantemente.
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