Mis Últimos 50 años 1971 - 2021 Carlos Campos Colegial
Al acercarnos, nos envolvió un aroma delicado y exquisito que impregnaba el ambiente; era un olor que jamás olvidaríamos.
Dentro de la habitación, la escena era inesperada. Sentado en una silla con ruedas, un anciano impecablemente vestido, de cabello plateado y aspecto majestuoso, parecía estar absorto en sus pensamientos. Estaba de espaldas a la puerta, y su figura proyectaba una silueta que irradiaba autoridad y serenidad a la vez. Apenas cruzamos el umbral, el anciano giró lentamente su silla hacia nosotros. Para nuestra sorpresa, pronunció nuestros nombres con una precisión que nos dejó helados. Sin que mediara presentación alguna, nos invitó a sentarnos en dos sillas ubicadas frente a él.
La atmósfera era cautivadora, una mezcla de misterio y calma, como si aquel lugar estuviera suspendido en un espacio fuera del tiempo. No teníamos idea de lo que estaba por suceder, pero ambos intuíamos que ese encuentro marcaría un antes y un después en nuestras vidas. La combinación de la seriedad del anciano, el peculiar ambiente de la casa y la inexplicable sensación de familiaridad que nos transmitía, crearon una experiencia que parecía sacada de un relato fantástico.
El anciano, con una mirada penetrante que parecía atravesar el alma, comenzó a hablar. Sus palabras no eran simples frases, sino una meticulosa radiografía de mi vida hasta ese momento. Describía hechos, emociones y decisiones con una precisión inquietante, como si hubiese sido testigo silencioso de cada instante. Luego, sin perder el ritmo ni la intensidad de su mirada, continuó con Maureen Luz. De igual manera, desentrañó su vida con una maestría que nos dejó anonadados, describiendo detalles que solo ella podía confirmar.
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Tras ese análisis que parecía trascender lo humano, el anciano sacó de su escritorio un documento que extendió hacia mí junto a un estilógrafo de plumín grueso y tinta negra. El papel era un acta de compromiso, en la cual, con un lenguaje solemne, se establecía mi ingreso inmediato a una práctica del espiritualismo profundo y comprometido. Sin titubear, firmé el documento, embargado por una mezcla de curiosidad, respeto y algo de temor.
Cuando llegó el turno de Maureen Luz, el anciano cambió su tono, adoptando una actitud gentil y considerada. Con una sonrisa apacible, se disculpó y le explicó que, aunque su momento llegaría, aún no estaba preparada para dar ese paso. Maureen Luz, sorprendida pero serena, aceptó sus palabras sin cuestionarlas, comprendiendo intuitivamente la trascendencia de la situación.
Nos despedimos de él formalmente, sintiendo una extraña sensación de gratitud mutua. Mientras recorríamos nuevamente el largo y silencioso corredor, Maureen Luz rompió el silencio con un comentario que me hizo reflexionar profundamente:
—¿Cómo se le ocurrió firmar ese documento? Usted, que ha estado transitando precisamente por caminos muy contrarios a todo esto… Su observación me hizo detenerme en seco. Tenía razón. Había algo contradictorio en mi decisión, algo que necesitaba aclarar. Sin decir palabra, di media vuelta y regresé al despacho del anciano. Al llegar a la puerta sabía que él ya estaba al tanto de mi presencia.
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Antes de que pudiera expresar mis dudas, soltó una sonora carcajada que resonó en la habitación.
—Sabía que te regresarías —dijo con una mezcla de burla y compasión en su voz—. No te preocupes, hiciste lo más importante. Tienes 25 años para que los disfrutes como quieras. Estaremos muy cerca de ti para respaldarte. Recuerda: 25 años.
Su respuesta, tan enigmática como tranquilizadora, me dejó sin palabras. Por segunda vez, nos despedimos. Esta vez, su mirada era más cálida, y la mía estaba cargada de una mezcla de alivio y curiosidad. Caminé de regreso hacia Maureen Luz, quien me esperaba al final del corredor con una expresión de expectación.
Emprendimos el camino de regreso a casa en un silencio reflexivo, como si ambos estuviéramos tratando de asimilar lo que acabábamos de vivir. La experiencia nos dejó con más preguntas que respuestas, pero también con la certeza de que algo había cambiado, aunque no entendíamos exactamente qué. Aquella frase del anciano —"25 años"— quedó grabada en mi memoria, como una promesa o quizá una advertencia, que con el tiempo, sin duda, adquiriría un significado más claro.
Aquella noche, el sueño fue un lujo que apenas rozamos. Nos sumergimos en interminables conversaciones sobre lo vivido, elaborando toda clase de conjeturas. Iban desde augurios de gloria y bienestar hasta los más sombríos escenarios de infortunio, fruto del compromiso que había asumido de manera tan inesperada. Sin embargo, en medio de ese vaivén de emociones y especulaciones, una profunda calma interior me sostenía.
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Era como si una parte de mi ser hubiera encontrado, finalmente, algo que buscaba desde hacía mucho tiempo. Esa serenidad, extraña pero reconfortante, me daba la certeza de que había hecho lo correcto. Y en ese momento, nada era más importante.
Con el paso del tiempo, aquel instante que marcó un antes y un después en mi vida fue cobrando un significado más profundo. Ahora, al mirar en retrospectiva, no puedo sino dar infinitas gracias al cielo por la oportunidad de estar aquí, compartiendo estas líneas con quienes me leen. Este es un pequeño testimonio de gratitud, no solo hacia la vida, sino también hacia ustedes, los que dedican un momento de su tiempo a estas palabras. ¡Dios les pague inmensamente! Mi mayor deseo es que experimenten muchos momentos de felicidad, alegría y placer en sus vidas, porque al final, esas experiencias son lo único que podemos llevarnos de este plano hacia la eternidad.
Uno de los puntos centrales del compromiso que firmé aquella tarde resonaba con algo que había estado meditando desde hacía 16 años: el desprendimiento de las posesiones materiales. No tener nada que fuera exclusivamente mío era una idea que había rumiado largo tiempo. Cuando llegó el momento de materializarla, me resultó menos traumático de lo que podría parecer. Tal vez porque, en mi interior, ya estaba preparado para soltar aquello que nunca realmente nos pertenece. Es cierto que la mayoría de las personas tropiezan con este concepto cuando deciden explorar caminos espiritualistas.
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Llega un punto en el que el compromiso total con el que todo lo puede y todo lo tiene exige dejar atrás los apegos más arraigados. Esto se vuelve especialmente difícil en una época como la nuestra, donde el valor de una persona parece medirse más por lo que tiene que por lo que es.
Sin embargo, la realidad es contundente: todo lo material debe quedarse atrás cuando abandonamos este mundo. Y, paradójicamente, muchas veces lo que acumulamos con tanto esfuerzo y dedicación termina siendo disfrutado por quienes menos imaginamos, personas que nunca trabajaron ni lucharon por ello. A menudo, son individuos a los que ni siquiera conocimos en vida, y, en ocasiones, quienes heredan nuestras posesiones no hacen más que despilfarrar todo lo que una vez significó tanto para nosotros.
Este pensamiento no es motivo de tristeza, sino de liberación. Entender que lo más valioso no está en lo que poseemos, sino en lo que somos, me ha permitido vivir con más ligereza y plenitud. Lo material es efímero, pero las experiencias, los momentos compartidos y las huellas que dejamos en los demás son las verdaderas joyas que trascienden. Así, cada paso que doy está enfocado en nutrir aquello que es eterno, aquello que nadie puede quitarme ni desperdiciar: el legado de ser y no solo de tener.
Parecía que 25 años eran una eternidad, pero se cumplieron casi sin darme cuenta. Lo más extraordinario fue que se disfrutaron al máximo, como si cada día trajera consigo una lección, una vivencia, o un regalo especial de la vida. Sin embargo, todo cambió de manera radical a partir de 2012, cuando mi vida dio un giro de 180 grados.
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Aquella calma que había acompañado mi existencia durante tanto tiempo comenzó a desvanecerse, dando paso a una etapa llena de experiencias sobrenaturales que se presentaron una tras otra, de forma incesante. Fue el momento de entender que la recta final de mi vida en este hermoso planeta y país, del cual me despediré, había comenzado.
Aquel encuentro y compromiso firmado hace tantos años parecía un evento aislado, pero su eco resonó profundamente en los años siguientes. Aunque la vida continuó con una aparente normalidad, la realidad era muy distinta. Todo comenzó a cambiar de manera paulatina y para bien. Lo que siguió fueron 25 años repletos de experiencias espectaculares desde cualquier punto de vista. Fue un tiempo donde los momentos sorprendentes y enriquecedores se encadenaron sin esfuerzo aparente, como si el destino se encargara de colocar cada pieza en el lugar exacto. Estoy seguro de que, a medida que les comparta estas vivencias, comprenderán cómo todo se fue desarrollando de manera tan fluida y maravillosa.
En mi trabajo, una de mis responsabilidades era pagar los fletes a los camioneros, y la empresa enviaba los recursos a través de Copetran Giros. Allí trabajaba una hermosa dama cuya presencia no pasaba desapercibida: muy agraciada, con un encanto especial que parecía iluminar cualquier lugar al que llegara. Era dos años mayor que yo, y nuestras interacciones se limitaban inicialmente a las transacciones laborales. Sin embargo, tras muchas visitas a su ventanilla, comenzó a gestarse una amistad, una conexión que pronto trascendió lo convencional.
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Con el tiempo, aquella amistad se transformó en algo mucho más profundo y emocionante. Lo que nació como un intercambio casual de palabras y miradas se convirtió en un idilio cálido, apasionado y lleno de matices que desafiaban cualquier lógica. La intensidad de nuestra relación parecía a menudo sobrenatural, casi imposible, como si estuviera marcada por fuerzas que escapaban a nuestra comprensión.
Por respeto y por preservar la esencia de esta historia, de ahora en adelante me referiré a ella como La Chinita. Su influencia en mi vida marcó una etapa imborrable, cargada de aprendizajes y emociones que aún hoy recuerdo con una mezcla de asombro y gratitud. Lo que compartimos no fue simplemente un romance; fue una experiencia que parecía predestinada, un vínculo que iba más allá de lo común y que dejó una huella indeleble en mi existencia.
Los años que siguieron, impregnados de estas y otras experiencias, fueron un testimonio del cambio y la evolución que mi vida había asumido desde aquel encuentro inicial con el anciano en Bogotá. Cada paso, cada decisión, y cada vínculo se entrelazaron en una trama que aún hoy sigo desentrañando, con el corazón lleno de agradecimiento por todo lo vivido.
La madre de La Chinita, una matrona con una presencia imponente y un carácter firme, había enfrentado con valentía y destreza la adversidad de quedarse viuda a temprana edad con seis hijos a su cargo, siendo el menor de ellos el único varón. Con admirable determinación, tomó las riendas de los negocios que su difunto esposo había dejado y los manejó con tal habilidad que se convirtió en un ejemplo para quienes la conocían o escuchaban de su historia.
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Un sábado, en medio de la vorágine de mi trabajo despachando mulas en El Centro, me vi en la necesidad de pedirle un favor especial a La Chinita: que llevara la planilla y el dinero del giro a su casa, para que yo pudiera recogerlos más tarde cuando me desocupara. Aceptó a regañadientes, pero ese simple gesto marcó el inicio de un acercamiento más cercano entre nosotros, cimentando una amistad que con el tiempo se volvió sumamente sólida.
Cuando pasé por su casa esa tarde, fui recibido por su madre, una figura que irradiaba autoridad y serenidad. Con un gesto amable, me invitó a pasar mientras llamaba a su hija. Al instante, La Chinita apareció con la planilla para firmar y el dinero del giro en mano. Procedí a firmar y recibí el dinero con agradecimiento, mientras sentía la mirada escrutadora de su madre, que parecía analizar cada uno de mis gestos y palabras. Más tarde me enteré de que la matrona no aprobaba para nada al novio de su hija, un hombre mucho mayor que ella. Según su perspectiva, el tiempo acabaría por demostrar que el dinero no lo era todo, y sus palabras para su hija al despedirme fueron reveladoras: "Me pareció interesante ese muchacho. Recuerde, hija, la plata se acaba y el viejo queda." Pasaron los meses, y en septiembre de 1988, más precisamente el domingo 11, ocurrió un episodio que dejó una huella indeleble en mi memoria. Estaba en el parqueadero del cruce para El Centro, esperando que llegaran las mulas que debía cargar al día siguiente.
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Fue entonces cuando La Chinita pasó por el lugar. Al verme, detuvo su andar y, con esa sonrisa que la caracterizaba, me invitó a acompañarla a casa de una de sus hermanas, que vivía en el barrio Directivo de Ecopetrol Centro. Llevaba consigo unos presentes que había traído de un reciente viaje de vacaciones y quería entregárselos personalmente.
Acepté sin dudar y la acompañé hasta allí. El trayecto fue agradable, lleno de conversaciones que fluían con naturalidad, como si entre nosotros existiera un entendimiento especial. Después de dejar los regalos en casa de su hermana, me llevó de vuelta al punto donde nos habíamos encontrado. Sin embargo, apenas habían transcurrido cinco minutos de mi regreso cuando apareció Maureen Luz, visiblemente molesta.
Con un tono airado, aseguró que habíamos quedado de encontrarnos allí para "ir a moteliar", pues en esa vía existían varios moteles conocidos. Su acusación me dejó desconcertado, pues no era cierto y traté de explicárselo, pero la situación escaló rápidamente. Aquella fue una de las pocas ocasiones en las que tuvimos un altercado significativo en nuestra relación. Las tensiones, sin embargo, lograron disiparse al día siguiente temprano, tras una conversación que aclaró malentendidos y permitió retomar la armonía habitual entre nosotros.
Ese episodio fue una muestra de cómo las emociones y las relaciones humanas, en su complejidad, pueden dar giros inesperados. Lo sucedido con La Chinita, sumado a la reacción de Maureen Luz, dejó entrever los matices de dos relaciones distintas, pero igualmente significativas, que en ese momento coexistían en mi vida de maneras complejas y a veces difíciles de manejar.
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La noche anterior, pese a todos mis esfuerzos, no había logrado hacer entrar en razón a Maureen Luz. Su imaginación había tomado un rumbo erróneo, y aunque intenté explicarle lo sucedido, sus pensamientos no coincidían con la realidad. Fue entonces cuando decidí darle un espacio, apartándome momentáneamente y permitiendo que ella, por su cuenta, reflexionara y tomara una decisión sobre la situación. No quería forzar nada y pensaba que el tiempo ayudaría a aclarar las cosas.
En ese tiempo de distanciamiento, me comuniqué con La Chinita, compartí con ella lo sucedido y, en un impulso, le propuse iniciar una relación. La respuesta que obtuve fue rápida y tajante. Me explicó que ya tenía una relación estable con un ganadero de la zona, con quien llevaba varios años, y que no veía motivo alguno para dar ese paso. Su negativa, aunque esperada, me dejó un sabor amargo, pues la propuesta había sido impulsiva, pero no estaba en mis manos forzar lo que no era posible.
Casi al amanecer, cuando el día aún no se asomaba, Maureen Luz apareció en mi puerta. Había reflexionado sobre lo ocurrido y, con una calma renovada, nos sentamos a conversar. El diálogo fue corto pero fructífero, sin reproches innecesarios, y en él se acordó que nunca más volveríamos a pasar por una situación similar. Aceptó su error y, con sinceridad, se comprometió a no repetir la escena. Fue un momento de resolución que nos permitió continuar nuestra relación con una nueva perspectiva.
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El viernes 16 de septiembre, cerca de las dos de la tarde, recibí una llamada de La Chinita. Su voz sonaba visiblemente alterada y me explicó que había recibido una amenaza anónima. La persona en el otro lado del teléfono le advirtió que, si no se apartaba de mí, contaría a su madre sobre nuestra relación. La amenaza la había dejado desconcertada y furiosa, y me pidió que la acompañara a comer para conversar sobre lo sucedido. Acepté sin dudarlo, y ese día, en un restaurante donde compartimos una comida sencilla, consolidamos lo que serían cinco años de una relación que marcó mi vida profundamente. Aquella etapa fue tan intensa y especial que, si el creador me otorgara más tiempo en este mundo, estoy seguro de que podría llenar al menos veinte páginas al año con recuerdos de esos momentos vividos a su lado.
Esos cinco años fueron una montaña rusa de emociones, pero cada instante vivido en su compañía dejó una huella imborrable en mi corazón. No solo fueron años de pasión y amor, sino también de aprendizaje y crecimiento personal. Aunque muchas veces la relación estuvo marcada por obstáculos, el balance final fue positivo, y aún hoy, cuando miro hacia atrás, los recuerdos de ese tiempo siguen siendo un tesoro invaluable.
De inmediato, le comenté lo sucedido a Maureen Luz, quien, tras escuchar todo, tomó la decisión de no hacer nada al respecto. Decidió que todo seguiría como hasta ahora, sin alteraciones ni confrontaciones. Al principio, se mostró bastante triste y acongojada por la situación, como era de esperar, pero con el paso de los días, su tristeza fue disminuyendo.
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Un tiempo después, mi amiga me llamó para contarme que había recibido una llamada de Maureen Luz y que habían quedado en encontrarse en un lugar muy conocido de la ciudad para hablar sobre todo lo sucedido.
El encuentro, como era de esperarse, fue intenso, y después de algunas horas de conversación y tras consumir una botella de aguardiente, Maureen Luz regresó a casa. Me informó sobre el encuentro y la rotunda determinación de mi amiga de no abandonar lo nuestro. Aseguraba sentirse completamente a gusto y, por lo tanto, no tenía intención de hacer ningún cambio en nuestra relación. Maureen Luz, con una gran serenidad, también expresó que pensaba lo mismo, y decidieron que todo seguiría igual, como había sido hasta ese momento. De hecho, así fue. No hubo más inconvenientes, y la situación se estabilizó, manteniendo la armonía en nuestras vidas.
En octubre de 1988, la empresa me envió a Cúcuta para despachar un pedido grande de tubería de 7 pulgadas que provenía de Venezuela y que debía ser enviado al campo de Apiay. Este proceso de transporte se realizó exclusivamente con vehículos de la empresa y se extendió hasta marzo de 1989. Durante estos cinco meses, me hospedé en el hotel Acora, ubicado en el centro de la ciudad, un lugar que se convirtió en el escenario de muchas experiencias inolvidables. La vida en Cúcuta fue una etapa muy interesante, llena de momentos de reflexión, trabajo intenso y también de nuevas vivencias, que con el tiempo se volvieron parte fundamental de mi historia personal.
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Cada día traía algo nuevo, ya sea por el desafío del trabajo o por los encuentros con personas que, de una u otra manera, contribuyeron a forjar la persona que era en ese entonces. Sin duda, esos meses en Cúcuta fueron determinantes para mi crecimiento y para entender muchas cosas acerca de la vida, de los demás y, sobre todo, de mí mismo.
La siguiente es una muestra de la sagacidad del colombiano para lo ilícito. La empresa contaba con un parque automotor que incluía cinco tractomulas nuevas, y durante este tiempo, las unidades realizaban el recorrido Cúcuta – Apiay cargadas y Apiay – Cúcuta vacías. Sin embargo, al revisar las cuentas de gasto de combustible en Bogotá, se descubrió que las tractomulas nuevas estaban consumiendo mucho más combustible que las otras, que ya tenían varios años de servicio.
Al ver esta discrepancia, Don Mario, quien era un hombre muy sagaz, encargado de la gestión de la flota, decidió tomar cartas en el asunto. Sabía que algo no estaba bien, así que ordenó que un supervisor viajara en una de las mulas nuevas y se encargara de vigilar los tanques de combustible en cada parada. El resultado fue claro: en esa ocasión, se gastó mucho más combustible que cuando las mulas viajaban sin supervisión.
Don Mario, cuyo apellido no era casualidad (Zorro), tenía una intuición muy aguda para detectar irregularidades. De inmediato, sospechó de una posible trampa que los conductores podrían estar tendiendo al supervisor para que esto ocurriera. Decidió llamar a su oficina a uno de los conductores involucrados y, con la promesa de no sancionarlo por el ilícito, le pidió que le contara cómo habían hecho para aumentar el consumo y, al mismo tiempo, burlarse del acompañante.
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El conductor, al verse ante la oportunidad de salir impune, confesó sin reparos lo que sucedía. Le explicó a Don Mario que, durante el recorrido, el supervisor anotaba meticulosamente el número de galones y el valor a pagar por cada vehículo en cada tanqueo. Sin embargo, cuando se acercaban a una estación de servicio, los conductores detenían el camión fuera de la carretera, en zonas donde había hierba. En esos momentos, aprovechaban para bajar de las tractomulas, revisar las llantas como si fuera parte de la rutina y, en ese instante, abrían los grifos de los tanques para botar combustible, mientras el supervisor permanecía inocente en la cabina sin percatarse de la maniobra.
Este engaño bien orquestado se había repetido varias veces sin que el supervisor lo notara, lo que provocó que el consumo de combustible de las nuevas tractomulas fuera mucho mayor al que se esperaba, afectando las finanzas de la empresa. Sin embargo, gracias a la sagacidad de Don Mario, la trampa fue descubierta y se tomaron las medidas necesarias para evitar futuros fraudes.
El sábado 3 de diciembre de 1988, falleció mi abuela materna, con quien nunca tuve buenas relaciones. En un principio, no pensaba asistir a sus honras fúnebres, pero el destino a veces nos lleva por caminos que nunca imaginamos, y de alguna manera, allí estuve, acompañando a doña Carmen y demás familiares. Curiosamente, ese mismo día, mi segundo hijo, Juan Carlos, cumplía 7 años.
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Unos días después, el miércoles 11 de enero de 1989, cuando salía del hotel alrededor de las nueve de la mañana, un niño de aproximadamente 10 años me abordó ofreciéndome dos quintos de la lotería de Cúcuta, asegurando que allí estaba el premio mayor y que debía comprarlos porque iba a ganarme. Le respondí que no estaba interesado y seguí mi camino. Sin embargo, al regresar al hotel para almorzar, el niño aún seguía allí, y me insistió nuevamente en que le comprara los dos quintos, argumentando que uno de ellos era el mayor. Volví a negarme, pero cuando salí del hotel alrededor de las tres de la tarde, me abordó una vez más y me insistió con la misma historia. Al final, acepté comprarle uno, simplemente para premiar su perseverancia.
Los números que me ofreció fueron 4546 y 4547. Compré el primero, pagué y continué con mi día. Al día siguiente, al bajar a la recepción del hotel, la niña que trabajaba allí me preguntó cuál número de la lotería había dejado pendiente, ya que había caído uno de los números que el niño me había estado vendiendo el día anterior. Me mostró los resultados en el diario local, y para mi sorpresa, el número que compré había ganado, pero lo más asombroso fue que el segundo número, el que no compré, resultó ser el del premio mayor. Así, obtuve el premio anterior al mayor, pero no fue suficiente. Es la única vez que estuve tan cerca de ganar la lotería, y pensé que tenía el mayor en mis manos. Sin embargo, no era para mí. Durante el tiempo que estuve en Cúcuta despachando la tubería, decidí aprovechar para aprender a manejar tractomulas. Así que, cuando no había vehículos para cargar, me subía a una de las mulas nuevas en la mañana y me dirigía hasta Bucaramanga.
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Si encontraba alguna mula que venía de regreso, me devolvía antes o después de llegar. Además, aproveché para recibir la grata visita de La Chinita durante algunos fines de semana y la Navidad, y Maureen Luz también me visitó en otros fines de semana y en Año Nuevo. Por fortuna, todo salió bien, y regresé a Bogotá el jueves 16 de marzo de 1989.
El regreso después de terminar el despacho de la tubería tomó cuatro días hasta Bucaramanga, a bordo de tres camiones conocidos como "carros machos". Un carro macho es un camión doble troque, robusto y con una plataforma con rodillos para cargar objetos pesados, wincher y plumas para manejar diferentes tipos de cargas. Dos de estos camiones fueron utilizados para cargar la tubería a las mulas, y un tercero fue comprado por Don Mario en Venezuela, a un precio muy bajo, aunque en pésimas condiciones mecánicas. Este camión llegó a Bogotá rodando, pero con serias fallas: el motor estaba casi destruido, la caja de cambios necesitaba reparación y carecía de frenos, entre otros problemas.
El viaje con los tres carros fue una odisea, ya que estos se desplazaban como una unidad. De hecho, el viaje se hizo más lento de lo esperado, ya que la velocidad promedio no superaba los 20 kilómetros por hora debido al estado de los vehículos, y las condiciones mecánicas del camión recién adquirido complicaron aún más las cosas. Esto provocó una demora considerable en el trayecto, con los tres camiones enfrentando constantes dificultades durante el recorrido.
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En este recorrido quiero resaltar una anécdota que quedó grabada en mi memoria. Al llegar a la altura del Páramo de Berlín, en medio de un paisaje solitario, encontramos una pequeña caseta que era atendida por una señora mayor, santandereana, de carácter fuerte y bastante reservada. En su modesto negocio vendía tinto, gaseosas, empanadas, pan, entre otros productos. Los tres camiones estacionaron allí para hacer una pausa. El conductor del vehículo averiado era un supervisor enviado desde Bogotá, un hombre muy serio, de pocas palabras, pero de una gran educación, llamado Mario Navas.
Nos sentamos a descansar y, como era costumbre en esos lugares, pedimos agua de panela con queso, que nos sirvieron mientras nos tomábamos un respiro. Aproveché la ocasión para hacerle una pregunta a la señora, que no podía dejar pasar. En voz alta y con la esperanza de que la respuesta me diera algo interesante, le pregunté: "Hágame un favor, ¿usted conoce a un señor que se llama Mario Navas?". La señora, sin levantar mucho la vista, respondió de manera tajante: "No, señor, no lo conozco".
Al principio pensé que tal vez era solo un malentendido, así que dejé pasar un rato y volví a preguntar lo mismo, pero esta vez insistí, añadiendo que Mario Navas era muy conocido en la región, que era dueño de muchas tierras. Sin embargo, la señora, visiblemente molesta, me repitió, esta vez con más firmeza: "No lo conozco, es la primera vez que oigo ese nombre". Ante su negativa, y sintiendo que debía insistir aún más, volví a formular la misma pregunta, pero con una nueva insinuación: "Él es tan conocido por aquí que, de hecho, el sitio donde usted está debe ser de él".
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Fue en ese momento cuando la paciencia de la señora se agotó por completo. Con voz alta y visiblemente enfadada, me gritó: "¡Le dije que no conozco a ningún gran hijueputa que se llame Mario Navas!".
La situación quedó en un silencio incómodo. Sin embargo, en ese preciso instante, Don Mario, quien había estado observando todo con una serenidad admirable, se acercó a mí, me dio una sonrisa cortés y, con un tono calmado, me dijo: "¿Ahora sí contento, Don Carlos? Sigamos nuestro camino".
Con esa breve intervención, pagamos la cuenta y, aunque algo avergonzado, continuamos nuestro insólito viaje. Sin duda, fue uno de esos momentos que reflejaban lo impredecible de los viajes y las sorpresas que a menudo nos traen.
Pocos días después, en la mañana, recibí una llamada de Doña Carmen, quien me comentó que necesitaba urgentemente someterse a una cirugía de vesícula. La situación era crítica, pues solo faltaba conseguir al menos una bolsa de sangre, pero no lograban encontrar un donante debido a lo raro de su tipo sanguíneo, O negativo. Le aseguré que haría lo posible para ayudarla, así que me comprometí a llamar a Don Mario para que me organizara un viaje urgente esa misma noche, de manera que pudiera donar la sangre y regresar esa misma noche.
En cuanto acabé de hablar con Doña Carmen, recibí una llamada de Don Mario solicitándome que me dirigiera a Tibú para realizar una operación con una tubería en Campo Dos. La instrucción era salir de inmediato, ya que debía comenzar el trabajo al día siguiente. Sin pensarlo demasiado, preparé el vehículo y partí hacia Pamplona, donde me dirigí al hospital local.
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En el hospital me encontré con un compañero de la promoción, quien estaba encargado de recolectar la sangre para el banco del hospital. En esa época, era promiscuo y, como nunca había utilizado preservativos, le pedí un favor muy delicado: si llegaba a encontrar alguna anomalía en la sangre, prefería que no me lo informara. Él, con una actitud de total discreción, aceptó y, además, me solicitó que donara una bolsa de sangre más para el banco del hospital.
Aunque le expliqué que debía seguir mi viaje hacia Tibú y que necesitaba estar en óptimas condiciones para ello, él me aseguró que no habría ningún problema. Me dio algunas recomendaciones para recuperarme rápidamente tras la donación. "Campitos, usted puede donar sin problemas, solo recuerde consumir bastante líquido, como agua, leche y jugos, una vez termine. El organismo es capaz de recuperar la sangre en muy poco tiempo", me explicó con tranquilidad.
Agradecido por su apoyo y consejo, me comprometí a seguir sus indicaciones y me preparé para continuar mi viaje a Tibú, sabiendo que, aunque el día había comenzado con una urgencia personal, también me enfrentaba a un desafío importante en mi trabajo. La vida, en ocasiones, nos coloca en situaciones en las que debemos equilibrar la ayuda a los demás con nuestras propias responsabilidades.
Pasé por la casa para informarles que ya todo estaba listo para la cirugía programada para el día siguiente. Estuve charlando un rato con mi familia, y cuando ya eran alrededor de las ocho de la noche, me disponía a salir para Tibú a cumplir con mis deberes.
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Fue en ese momento cuando mi hermana Carmen, visiblemente alterada, me increpó bruscamente, exigiéndome que no viajara y que me quedara a esperar la cirugía. Le respondí calmadamente, pero con firmeza: "Ya hice lo que debía y podía hacer, no soy médico, tengo que trabajar mañana muy temprano y debo amanecer en el sitio de trabajo".
Sin embargo, ella no aceptó mis palabras y, airada, me gritó que no podía irme, que era nuestra madre, no un perro callejero. En ese instante, algo en mi interior se rompió y perdí el control. Respondí con términos desobligantes y ofensivos, algo que raramente hago en mi vida. Me alejé del lugar descontrolado, con una sensación rara, una que solo he experimentado tres veces en mi vida: con una mesera en Yondó, con un lustrabotas en Santa Marta, y ahora, en ese momento con mi hermana.
La cirugía, afortunadamente, fue todo un éxito, aunque también marcó un récord en la historia del hospital. Jamás se había removido una vesícula de tamaño tan gigantesco, con más de cien cálculos dentro. Doña Carmen, a pesar de su salud generalmente buena, había sufrido durante mucho tiempo de fuertes cólicos abdominales, los cuales mitigaba con una cucharada de aceite de oliva, de almendras, o de comer. Durante años, ella sorteó esos cólicos, sin saber que en realidad su vesícula se estaba expandiendo, acumulando cálculos a un ritmo alarmante.
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Por otro lado, mi naturaleza humana es compleja cuando se trata de maltrato. Cuando trato mal a alguien, un estado de pesar y dolor en el alma se apodera de mí, dejándome incapaz de ser la misma persona frente a esa persona con la que he actuado de manera inapropiada. Si alguna vez tengo que cruzarme de nuevo con esa persona, un profundo sentimiento de dolor, tristeza, abatimiento y vergüenza me invade, impidiéndome expresar lo que realmente quisiera. Es por eso que, en la medida de lo posible, prefiero ser yo quien reciba maltrato o palabras duras de los demás, porque me queda tranquilo y sin resentimientos. La pena, en cambio, se cierne sobre quien lo hizo, porque generalmente la otra persona se siente incómoda y hasta arrepentida de lo sucedido.
Apelo a la ley de oro: "Haz a los demás lo que te gustaría que te hicieran a ti; no hagas a los demás lo que no te gustaría que te hicieran a ti". Si tan solo todos aplicáramos esta simple ley en nuestras vidas, las relaciones humanas serían mucho más armoniosas y todos viviríamos más tranquilos. Más adelante, compartiré un ejemplo personal que ejemplifica cómo esta ley ha cambiado mi perspectiva sobre el trato con los demás.
La relación paralela continuó funcionando a la perfección, al punto que me parecía demasiado buena para ser real. Las únicas experiencias que había tenido, en cuanto a relaciones similares, eran con personas de mucho dinero. En mi caso, sin embargo, aplicaba la norma de "volador hecho, volador quemado", lo que implicaba un equilibrio entre disfrutar de mis propios gustos y comportarme con cierto grado de prudencia. A pesar de ello, no dejaba de consentirme en todo lo que consideraba adecuado.
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Mis Últimos 50 años 1971 - 2021 Carlos Campos Colegial
Don Mario Zorro, por su parte, constantemente me criticaba por mi actitud frente a las cosas materiales. Según él, el dinero lo era todo en la vida, sin él no valíamos nada, y era la solución a todos los problemas. Sin embargo, la vida se encargaría de desmentir esa premisa años más tarde, como les contaré más adelante.
Los dueños de la casa en la que estaba arrendado pertenecían a la gnosis, lo que me llevó a adentrarme bastante en este ámbito. Fue gracias a ellos que conocí al padre del dueño de casa, quien, entre otras cosas, se desempeñaba como obispo gnóstico. Después de varios días conversando sobre estos temas, él me mencionó la práctica de la regresión a vidas pasadas, algo que, para mí, siempre había tenido sentido. Si pensáramos que venimos solo una vez a este mundo, seríamos como los automóviles: fabricados en serie, con las mismas características, y el futuro dependería de cómo el conductor maneje el vehículo. Sin embargo, la realidad es que no es así, y eso me intrigaba profundamente.
Un día, durante una de nuestras charlas sobre el tema, le comenté que me gustaría saber por qué me sucedían cosas tan insólitas, y si era posible encontrar una respuesta a través de la regresión. No solo me confirmó que esto era posible, sino que se ofreció amablemente a realizarla, si yo lo permitía. Sin dudarlo, acepté la propuesta. La idea de obtener respuestas sobre las experiencias tan extrañas que había vivido me llenaba de curiosidad, y no quise desaprovechar esa oportunidad.
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Después de un período de preparación para la regresión, llegó el gran día que tanto había esperado. A partir de ese momento, desaparecieron todos los sentimientos de culpa y los miedos que me habían acompañado frente a las diversas situaciones que todos enfrentamos en este planeta. El proceso comenzó con una inducción a un estado profundo de relajación. Me sentí profundamente tranquilo y, a medida que avanzaba en el proceso, comencé a viajar atrás en el tiempo, reviviendo lustros de mi vida actual, hasta llegar al momento en que fui concebido en el vientre de Doña Carmen.
La sensación de estar allí, de flotar en un estado de completa paz, fue indescriptible. No quería salir de ese lugar, ya que se sentía tan delicioso y placentero, especialmente cuando la madre se movía. Fue un espacio lleno de bienestar, algo que jamás imaginé que experimentaría. Luego, el viaje me llevó a una vida anterior. En ella, pude revivir situaciones con tal nivel de detalle que me sorprendió. Viví 29 años en esa existencia y luego la vida se extinguió, igual que en dos vidas pasadas más, donde también fallecí a una edad temprana, no más de 30 años.
Mi viaje continuó, hasta que finalmente llegué a lo que consideré el punto clave de la regresión, la vida que estaba buscando. Esta vida estaba llena de abundancia, lujos y derroche, pero a pesar de todo ello, carecía completamente de sentimientos, de conexión emocional. En este contexto, desempeñaba el rol de mujer, mientras que Maureen Luz era mi pareja, aunque en este plano invertido era hombre. Al igual que en mis otras vidas, allí también estaba cerca mi amiga, quien siempre me brindaba apoyo, ayudándome en todo momento.
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Este viaje por mis vidas pasadas fue una experiencia asombrosa, que marcó un antes y un después en mi manera de ver la existencia. Lo que conocía como "reencarnación" pasó a ser, para mí, algo completamente diferente, algo que prefiero llamar "recreaciones", ya que mi percepción de la vida, el ser y la evolución cambió radicalmente después de esta vivencia tan profunda y reveladora. Sin embargo, hasta aquí puedo relatar lo que viví en ese viaje tan único, un relato que me acompañará y hará que cuestione muchas de las realidades conocidas.
El resultado de esta única experiencia de regresión trajo consigo dos conclusiones trascendentales, que, con el paso del tiempo, se materializaron de manera sorprendente. La primera fue que la relación con La Chinita tendría una duración de cinco años, mientras que con Maureen Luz se extendería por 30. Estas conclusiones fueron los únicos aspectos que me causaron dudas y contradicciones, y a menudo discutía con el obispo sobre su exactitud. Él, en su peculiar manera, solía responderme con un dicho popular: "tiene más rebaja una guía de marranos". Sin embargo, tal y como me lo había anticipado, ambas relaciones duraron con una precisión asombrosa, y todo ocurrió por circunstancias que solo aquellos que nos envían a este plano pueden comprender. A lo largo de mi vida, nunca he creído en horóscopos ni en predicciones de ningún tipo, pero la regresión y la carta astral son para mí los únicos métodos que parecen tener un fundamento sólido.
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Cuando son practicados por personas expertas, pueden ofrecer un mapa de ruta que nos describe lo que nos depara la vida. Por supuesto, este proceso solo tiene sentido si confiamos al 100% en nuestro ser superior. En este contexto, la oración perfecta es aquella en la que solicitamos algo de acuerdo con su voluntad, con plena confianza, o mejor dicho, con una fe sobrenatural.
Es en este punto donde hago un paréntesis para explicar la diferencia entre fe natural y fe sobrenatural. La fe natural es la que todos usamos diariamente, a menudo sin darnos cuenta. Es la confianza que tenemos, por ejemplo, al introducir la llave en la cerradura de una puerta. No dudamos de que nos abrirá, lo mismo sucede cuando encendemos la luz en una habitación. Es un acto de confianza implícita, que no requiere un cuestionamiento profundo.
Por otro lado, la fe sobrenatural es un concepto más profundo y trascendental. Esta se pone en práctica cuando, por ejemplo, enfrentamos un diagnóstico médico negativo, como el cáncer. En estos casos, aplicamos la fe sobrenatural al entregar la situación al ser superior, permitiéndole actuar según su voluntad. No solo creemos en Dios, sino que creemos a Dios, lo que implica una confianza total en su poder y en su plan. Este tipo de fe es lo que permite que se produzcan lo que llamamos milagros. En mi vida personal, he experimentado varios de estos testimonios, y en algún momento, compartiré algunos de ellos.
Los siguientes meses transcurrieron con total normalidad, hasta que la madre de La Chinita necesitó viajar a su finca en Oiba y tuvo que ausentarse por varios días.
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