Mis Últimos 50 años 1971 - 2021 Carlos Campos Colegial
Según él, si no se cumplía con esa rutina, el vehículo empezaba a fallar a mitad de semana. Al principio, acepté su explicación con cierta cautela, pero pronto descubrí la verdadera razón detrás de esos "mantenimientos" constantes.
El mecánico le colocaba un filtro de gasolina diseñado para motocicletas, que limpiaba o reemplazaba semanalmente. Este filtro, por su diseño y capacidad, provocaba fallas en el carro si no se le daba mantenimiento regularmente. Era una solución deliberadamente inadecuada que garantizaba su regreso al taller, asegurándole un ingreso constante.
Al entender lo que ocurría, decidí intervenir. Reemplacé el filtro para moto por uno adecuado para un automóvil. El cambio fue inmediato: las supuestas fallas desaparecieron por completo, y con ellas, la necesidad de los constantes mantenimientos. Maureen Luz quedó aliviada y agradecida, pero el mecánico no tardó en mostrar su disgusto. Desde aquel día, su actitud hacia mí se transformó en una abierta hostilidad. Yo había puesto fin a una fuente de ingresos que él había explotado por mucho tiempo, y su resentimiento era evidente.
A pesar de ello, la situación reforzó nuestra relación. Maureen Luz comprendió que mi intención no era solo cuidar su economía, sino también protegerla de quienes se aprovechaban de su confianza. Este episodio, aunque incómodo, nos permitió fortalecer aún más nuestro vínculo y nos dejó una valiosa lección sobre la importancia de prestar atención a los detalles y confiar en quienes realmente quieren lo mejor para nosotros.
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Vale la pena recordar el relato del médico y la garrapata en la oreja, una historia que ilustra cómo algunos problemas persistentes pueden ser más útiles para quien los atiende que para quien los sufre. Un viejo médico atendía a un compadre que lo visitaba con regularidad debido a una molestia en el oído. Tras revisarlo, el doctor encontró que tenía una garrapata alojada en el oído medio. En lugar de eliminarla, decidió conservarla aplicando un anestésico local que mantenía al parásito inmóvil por varios días. De esta manera, aseguraba la visita recurrente de su paciente.
Un día, el médico tuvo que ausentarse y dejó a su hijo a cargo del consultorio. El joven, próximo a graduarse como médico, recibió la visita del compadre y, con esmero, solucionó el problema de raíz: extrajo la garrapata. Cuando el padre regresó, el hijo le contó, con orgullo, cómo había curado al padrino. Sin embargo, lejos de felicitarlo, el médico le respondió con sarcasmo: "Muy bien, hijito, de eso íbamos a comer la próxima semana".
Esta anécdota, que tanto dice sobre las dinámicas humanas y los intereses ocultos, parecía tener eco en mi propia experiencia. No era solo el mecánico quien me detestaba por haber solucionado un problema que le aseguraba ingresos constantes. También me encontré con otros personajes que, de manera más sutil, mostraban su descontento con mi cercanía a Maureen Luz. Entre amigos, compañeros y clientes de la Caja Agraria, donde ella era ampliamente conocida y respetada, comenzaron a surgir actitudes de desaprobación hacia nuestra relación.
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Uno a uno, los inconformes fueron mostrándose, algunos con indirectas, otros con actitudes más evidentes, pero ninguno lograba debilitar el vínculo que habíamos construido.
Nuestra relación, lejos de tambalearse, tomaba nuevos rumbos y matices que reforzaban nuestra conexión. Cada día consolidábamos un lazo que parecía ir más allá de las expectativas iniciales. Así, cuando llegó enero y se acercaba una ocasión especial, decidimos dar un paso significativo. Mis padres, Don Pacho y Doña Carmen, celebraban sus bodas de plata: 25 años de matrimonio. Para acompañarlos en esta importante fecha, decidimos viajar a Pamplona, en el Norte de Santander, lugar que Maureen Luz no había visitado nunca.
La celebración fue un evento lleno de emotividad y significados, una oportunidad perfecta para compartir con la familia y reforzar nuestra unión. Además de participar en los festejos, aprovechamos nuestra estancia para explorar la ciudad y sus alrededores. Pamplona, con su clima frio y su arquitectura colonial, resultó ser un escenario encantador, y para Maureen fue una experiencia completamente nueva. Caminar juntos por sus calles, visitar iglesias y plazas, y detenernos en pequeñas cafeterías para disfrutar del café de la región se convirtió en una aventura que fortaleció aún más nuestra unión.
Aquel viaje no solo marcó un momento importante para nosotros como pareja, sino que también reafirmó nuestro compromiso mutuo frente a las adversidades y los murmullos ajenos.
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Porque, como decía Luis Felipe, "las cosas pasan por algo, y no siempre es lo que uno quiere, sino lo que la vida nos tiene preparado". En Pamplona, rodeados de familia, risas y nuevas experiencias, empezamos a escribir un nuevo capítulo de nuestra historia, uno que llevaríamos con nosotros para siempre.
Cuando informé a Doña Lola, madre de Maureen Luz, sobre nuestra intención de viajar a Pamplona para asistir a la celebración de las bodas de plata de mis padres, su reacción fue todo menos favorable. Su disgusto fue inmediato y contundente, basándose en las normas sociales de la época. Alegó que un viaje así, solos, podría suscitar comentarios malintencionados y generar una mala impresión entre mis padres. En aquellos días, se consideraba inapropiado que una dama soltera, respetable y de buena reputación, viajara sin la compañía de un familiar cercano, ya fuera un padre o un hermano.
Esta situación puso en entredicho nuestro plan durante varios días. A ello se sumaba otro obstáculo: el mecánico de confianza de Maureen Luz, quien seguía sembrando dudas sobre la capacidad del Renault 4 para recorrer distancias largas. Según él, aquel pequeño vehículo apenas era apto para los trayectos diarios hacia El Centro, y llevarlo hasta Bucaramanga ya sería arriesgado, por no mencionar un viaje aún más largo hasta Pamplona. Me vi en la tarea de convencerla de que cualquier automóvil, siempre que estuviera en buen estado mecánico, podía recorrer grandes distancias sin problema.
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Tras varios argumentos y una revisión exhaustiva del vehículo, finalmente accedió. El viaje fue, en muchos sentidos, una prueba no solo para el Renault 4, sino también para nuestra relación y la aceptación de mi familia.
Cuando llegamos a Pamplona, la calidez de mis padres y hermanos no dejó lugar a dudas. La recibieron con los brazos abiertos, y al ver nuestra complicidad y el respeto mutuo, quedó claro que Maureen Luz era la persona con quien planeaba compartir el resto de mi vida. Durante la celebración, mis padres manifestaron su alegría por nuestra relación y nos dieron su bendición, deseándonos lo mejor para el futuro.
Aquel viaje no solo sirvió para fortalecer nuestro vínculo, sino que también marcó el inicio de una nueva tradición en nuestras vidas. Desde entonces, los viajes juntos se convirtieron en una costumbre. Generalmente aprovechábamos los fines de semana para recorrer diferentes lugares del país, disfrutando de paisajes, culturas y momentos que nos unían cada vez más.
Sin embargo, para no desviarme demasiado de la cronología de los acontecimientos, debo hacer una pausa en esta narrativa y retomar un capítulo pendiente: el destino de la profesora Dolly.
Un buen día, la profesora Dolly, con la franqueza que siempre la caracterizó, me abordó con una declaración inesperada: "Quiero tener un hijo, y tú debes ser el padre". Aquella afirmación, aunque sorprendente, no carecía de sinceridad ni de un profundo deseo de maternidad que ella había guardado en su corazón.
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Dolly, quien había aceptado con verdadero amor que mi relación con Maureen Luz era sólida y duradera, se mostró dispuesta a compartir sus sentimientos conmigo y, por respeto, también con Maureen Luz.
Le expliqué a Maureen Luz la situación y la petición de Dolly. Con su madurez y generosidad características, ella respondió sin vacilar: "Mira, por mí no hay ningún problema. Lo importante es que ella sea feliz. No quiero que en el futuro se diga que por mi culpa Dolly se quedó sin hijos. Deseo que ella encuentre esa felicidad, pero también que sea una decisión libre y no algo que te obligue a actuar en contra de tus deseos".
Con el visto bueno de Maureen Luz y mi compromiso de apoyar a Dolly en este importante paso, nos pusimos de acuerdo para coordinar los eventos que marcarían un antes y un después en su vida: la pérdida de su virginidad y la concepción de su hija. Viajé a Puerto Wilches aquel fin de semana, y en un ambiente de mutua comprensión y respeto, el viernes 16 de marzo de 1984 Dolly quedó embarazada de lo que sería su única hija.
El embarazo transcurrió de manera tranquila, sin mayores molestias ni complicaciones. Dolly llevaba consigo una alegría serena y una fortaleza admirable. Sin embargo, en las últimas semanas comenzaron a manifestarse algunos síntomas propios del tercer trimestre: los pies se le inflamaban considerablemente, y el cansancio se hacía cada vez más evidente. Llegado el momento, viajó a Bucaramanga el 20 de noviembre y se internó en la Clínica San Luis dos días después, el 22 de noviembre, en las primeras horas de la mañana.
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A las diez y media de la mañana de aquel jueves, Dolly dio a luz a una preciosa niña. El nacimiento fue sin complicaciones, y la felicidad en el rostro de Dolly era indescriptible. Decidimos llamarla Dolly Melitza Johanna Paola Campos Ruiz, un nombre que honraba tanto a su madre como el amor y los sueños que envolvieron su llegada al mundo.
Al día siguiente, cuando madre e hija abandonaban la clínica, un inesperado detalle añadió una nota de ternura a ese día especial. Al abordar el taxi que las llevaría de regreso, el conductor llevaba consigo una caja con siete perritos recién destetados que estaba regalando a sus pasajeros. Dolly, emocionada, escogió uno de color blanco y negro al que decidió llamar "Príncipe". Ese día regresó a casa no solo con su hija recién nacida, sino también con un nuevo integrante de la familia.
Tras cumplir la cuarentena, Dolly y su hija viajaron de regreso a Puerto Wilches, llevándose también al pequeño Príncipe, quien rápidamente se convirtió en el inseparable compañero de Dolly Melitza, marcando así el inicio de una nueva etapa llena de amor, aprendizajes y felicidad.
Príncipe, a diferencia de la mayoría de los perros de su época, nunca conoció lo que era estar amarrado. Desde cachorro gozó de una libertad plena que le permitió desarrollar un carácter noble y protector, especialmente hacia Dolly Melitza. Entre ambos se formó un vínculo tan estrecho que el perro se convirtió en su inseparable guardián.
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Su dedicación era tal que no permitía que ningún extraño se acercara más de lo debido a la niña. A pesar de su actitud alerta, con la familia y en particular conmigo, tenía una conexión especial que muchos en el pueblo consideraban poco menos que sobrenatural.
Cada vez que visitaba a Dolly en Puerto Wilches, encontraba a Príncipe esperándome en la puerta de la casa. Siempre estaba recién bañado, tranquilo y comportándose de manera impecable. Al llegar, me saludaba con una efusividad breve, como si confirmara mi presencia, para luego seguir con su vida habitual, acompañando a Dolly Melitza o explorando el vecindario. Este comportamiento, aunque curioso, no levantaba sospechas hasta que un día se reveló lo extraordinario que realmente era.
Un miércoles cualquiera, mientras trabajaba en Pénjamo, un punto entre Barrancabermeja y Puerto Wilches, estaba ocupado supervisando la carga de una tubería en varias Tracto mulas. Cerca del mediodía, recibí una llamada desde Bogotá a través del radio teléfono, solicitándome que enviara una de las mulas para cargar material en Puerto Wilches. Despaché al conductor hacia Barrancabermeja y me dirigí personalmente con la mula a cumplir con el cargamento. Al regresar a casa ese mismo día, me enteré de algo que llevaba tiempo ocurriendo sin que nadie lo notara. Dolly me explicó que, cada vez que yo salía de casa, momentos después, Príncipe también lo hacía.
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El perro desaparecía durante varios dias, solo para regresar antes de mi llegada, frecuentemente sucio, y en ocasiones, con pequeñas heridas o golpes. Dolly lo bañaba, lo alimentaba, y por eso siempre lo encontraba limpio y listo en la puerta cuando llegaba. Ese día en particular, Príncipe regresó a casa alrededor del mediodía, y Dolly Melitza, con la inocencia de su edad, le comentó a su madre:
—Mamá, mi papá va a venir hoy porque Príncipe ya llegó. Está esperando que lo
bañes.
—No creo, hija —respondió Dolly, algo escéptica—. Hoy es miércoles, y él nunca
viene entre semana.
La sorpresa fue mayúscula cuando aparecí en la casa cerca de las cinco de la tarde. Fue entonces cuando me contaron lo que sucedía con Príncipe: cada vez que yo iba a visitarlas, el perro parecía presentirlo de antemano, dejando todo para esperarme en la puerta, como si tuviera una conexión inexplicable conmigo.
Príncipe continuó siendo un fiel guardián y compañero, pero un día, sin previo aviso, desapareció para siempre. Nunca se supo qué fue de él. Dolly, con el tiempo, se trasladó a Floridablanca, donde aún reside, y yo, desde entonces, no he vuelto a Puerto Wilches.
La ausencia de Príncipe dejó un vacío en nuestras vidas, pero su recuerdo sigue vivo. Su lealtad inquebrantable y esa conexión misteriosa que tenía conmigo lo convirtieron en un ser verdaderamente especial.
Después de este refrescante y entrañable paréntesis, retomemos la historia con Maureen Luz. Con el paso del tiempo, nuestra relación se fue fortaleciendo, y comenzamos a salir con una frecuencia casi diaria.
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Solíamos ir a comer, al cine, o simplemente a cambiar de ambiente en Bucaramanga. Iniciábamos nuestras escapadas al finalizar su jornada laboral, alrededor de las seis de la tarde, y regresábamos hacia la medianoche. Eran días llenos de risas, complicidad y una creciente conexión que hacía de cada salida un momento especial.
Por esos días, surgió la oportunidad de cambiar el Renault 4 por un Renault 12, color gris, modelo 1978, con placas IB 6726. Este nuevo compañero de aventuras nos acompañaría durante más de dos años. Sin embargo, también sería protagonista de un incidente que, si no hubiese mediado una intervención casi divina, podría haber terminado en tragedia. Permíteme detallarlo.
No solo viajábamos casi a diario a Bucaramanga, sino que, los fines de semana, solíamos recorrer distancias más largas. Cartagena, Cúcuta y Bogotá se convirtieron en destinos frecuentes, disfrutando de la carretera, de nuestras conversaciones y de cada experiencia compartida. Uno de esos viajes nos llevó a Cúcuta y San Antonio, donde aprovechábamos la bonanza venezolana que aún persistía. Realizábamos mercados y adquiríamos artículos que allí se conseguían a precios inmejorables, regresando a casa con el coche cargado de provisiones y recuerdos. Fue precisamente en uno de esos viajes, el domingo 14 de octubre de 1984, cuando ocurrió el accidente. Después del mediodía, emprendimos el regreso a Barrancabermeja.
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Mientras descendíamos del Picacho hacia Bucaramanga, una ligera llovizna comenzó a caer, tornando el asfalto resbaladizo. En una de las próximas curvas, al intentar recortar la velocidad, perdí el control del vehículo. El Renault 12 derrapó peligrosamente hacia el precipicio y quedó atrapado en una posición precaria: el piso del coche estaba apoyado en el borde, pero las ruedas delanteras habían quedado suspendidas en el aire.
El auto parecía equilibrarse de manera inestable, al borde de un abismo aterrador. Logré abrir la puerta con dificultad, ya que esta chocaba contra el suelo, y me bajé para evaluar la situación. Al asomarme al precipicio, un escalofrío recorrió mi cuerpo: de haber continuado deslizándose, la caída habría sido catastrófica. El panorama era desolador y estremecedor.
Solo me quedó clamar al cielo con la seguridad de que recibiría su apoyo. Y entonces, lo insólito sucedió: la llovizna que caía se transformó de pronto en un aguacero torrencial. Como si fuera una respuesta divina, apareció un bus con más de veinte ocupantes, todos hombres. Sin dudarlo y sin importarles la fuerte lluvia que caía sobre ellos, bajaron del vehículo y corrieron hacia nuestro vehículo. Uniendo fuerzas, sostuvieron el auto en su precaria posición para que Maureen Luz pudiera salir con seguridad. Luego, a la cuenta de tres, levantaron el vehículo y lo colocaron de nuevo sobre el pavimento.
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Nos dejaron a salvo y, sin esperar nada a cambio, continuaron su camino. Entre los curiosos que no faltan, un hombre que había vivido experiencias similares se ofreció a acompañarnos en su carro hasta Bucaramanga, asegurándose de que no tuviéramos más inconvenientes. A pesar de que su presencia era tranquilizadora, yo aún estaba conmocionado. Cuando intenté retomar la marcha, me di cuenta de que estaba bloqueado. Durante varios minutos, no pude reaccionar ni recordar cómo conducir. Fue un momento de vulnerabilidad que me recordó lo frágil que es nuestra confianza cuando enfrentamos lo inesperado. Sin embargo, con el apoyo de Maureen Luz y el acompañamiento de aquel hombre, logré reponerme y seguimos adelante.
Desde entonces, aquel domingo de octubre quedó marcado como un recordatorio de la fragilidad de la existencia y de la fortaleza que teníamos como pareja. Fue un incidente que, aunque traumático, nos unió aún más, reafirmando que el amor y la confianza que nos teníamos eran capaces de superar cualquier obstáculo, incluso aquellos que se encontraban al borde de un precipicio.
Meses más tarde, aprovechando las vacaciones, decidimos emprender una aventura más ambiciosa: viajar hasta la frontera con Ecuador. Partimos de Barrancabermeja con destino a Bogotá, donde nos quedamos varios días disfrutando de su oferta cultural y visitando a algunos amigos. Luego seguimos rumbo a Cali, una ciudad vibrante que nos recibió con su calidez característica.
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Después de explorar Cali, continuamos hacia Pasto, una ciudad que sería el escenario de un episodio tan curioso como inesperado.
Nos hospedamos en un pequeño hotel en el corazón de Pasto. La mañana siguiente, al salir de nuestra habitación para comenzar el día, notamos que justo al lado, en la habitación contigua, también salían sus huéspedes. Para nuestra sorpresa, uno de ellos resultó ser el sacerdote de la parroquia del barrio donde vivíamos en Barrancabermeja. Lo reconocimos de inmediato, pues era una figura bien conocida en nuestra comunidad.
Sin embargo, lo que llamó aún más nuestra atención fue la compañía que llevaba: una mujer voluptuosa y de extraordinaria belleza, que evidentemente no era parte de su congregación. Nos saludamos de forma cordial, como si se tratara de un encuentro cotidiano, y cada quien siguió su camino sin hacer comentarios.
Este encuentro inesperado nos dejó reflexionando. En una época en la que las apariencias y el juicio social pesaban tanto, era curioso presenciar algo que desafiaba tanto las normas como las expectativas. Sin embargo, decidimos no darle mayor importancia y centrarnos en disfrutar de nuestra travesía.
La experiencia de ese viaje, tanto los paisajes andinos como los momentos de introspección y compañía, nos ayudó a fortalecer aún más nuestra relación. Cada kilómetro recorrido era una nueva oportunidad para conocernos, entendernos y compartir una vida que, aunque llena de sorpresas y desafíos, construíamos juntos con amor y confianza.
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Nuestra travesía nos llevó hasta Ipiales, una ciudad que marcaba la frontera con Ecuador. Allí visitamos la majestuosa iglesia de Las Lajas, un santuario que, con su impresionante arquitectura gótica construida en el cañón del río Guáitara, nos dejó sin palabras. La mezcla de espiritualidad y belleza natural del lugar nos hizo sentir que cada kilómetro recorrido hasta ese punto había valido la pena.
Durante nuestra estancia, nos animamos a solicitar un permiso para cruzar la frontera y explorar el vecino país. Sin mayores trámites, nos autorizaron ingresar a Ecuador, un gesto de amabilidad que agradecimos enormemente. Así, muy temprano al día siguiente, partimos hacia Ibarra.
El viaje a Ibarra fue una experiencia maravillosa. Nos sorprendió gratamente la calidad de las vías, que facilitaban la conducción, así como la comida local, con sabores únicos que reflejaban la riqueza cultural de la región. Además, la gasolina, a un precio sorprendentemente bajo, nos permitió desplazarnos sin preocuparnos demasiado por los gastos.
En Ibarra disfrutamos de un día tranquilo, recorriendo sus calles y mercados, admirando la amabilidad de su gente y la serenidad que irradiaba el lugar. Sin embargo, sabíamos que debíamos regresar, así que al día siguiente emprendimos el viaje de vuelta hacia Ipiales. De allí continuamos hacia Cali, donde decidimos quedarnos un par de días para descansar antes de iniciar el camino a casa.
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El domingo 14 de julio de 1985, salimos de Cali a las 3 de la madrugada, listos para completar la última etapa de nuestra travesía. Con paradas solo para lo estrictamente necesario, logramos avanzar con buen ritmo y llegamos a Bucaramanga alrededor de las 9 de la noche. Aunque el cansancio comenzaba a hacerse notar, decidimos no detenernos demasiado, ya que estábamos a solo dos horas de Barrancabermeja, nuestro destino final.
Alrededor de las 10 de la noche, cuando nos encontrábamos a apenas 40 kilómetros de casa, nos enfrentamos a otro evento inesperado. En un tramo del camino, nos topamos con una profunda excavación que ocupaba por completo el carril derecho de la carretera. La falta de señalización y la oscuridad de la noche hicieron imposible que la detectara a tiempo. El carro atravesó el terraplén de tierra y quedó incrustado en la excavación, como si estuviera suspendido a modo de puente.
La escena era aterradora: la puerta izquierda del auto estaba a más de un metro de la carretera, mientras que el lado derecho daba hacia una profundidad de aproximadamente cinco metros. Salir del vehículo fue un desafío en sí mismo. Por fortuna, un transeúnte que pasaba por el lugar no dudó en detenerse para ayudarnos.
Maureen Luz, con su serenidad característica, fue clave para evitar que la situación se volviera caótica. Su tranquilidad me permitió analizar el panorama con más claridad y seguir las indicaciones del hombre que nos auxiliaba. Con su ayuda, logramos salir del auto sin sufrir lesiones.
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Tras superar el susto inicial, pudimos constatar que el daño al vehículo era considerable, más de lo esperado. Gracias a la colaboración del transeúnte y la ayuda de algunos conductores que pasaban por allí, conseguimos retomar nuestro camino de pasajeros, dejando en el lugar el carro para rescatarlo al siguiente día. A pesar de los inconvenientes, logramos llegar a casa esa misma noche, agradeciendo que todo hubiese quedado en un susto más que en una tragedia.
Este viaje nos dejó múltiples lecciones. Nos mostró la importancia de mantener la calma en situaciones adversas, valorar la solidaridad de las personas desconocidas y agradecer cada pequeño milagro que hace posible continuar el camino.
Para retirar el vehículo al día siguiente fue necesario idear una solución que implicara la fabricación de un marco metálico especialmente diseñado para la tarea. Este marco fue asegurado con cuatro cadenas conectadas a una grúa telescópica que permitió extraer el carro de la excavación con sumo cuidado y precisión. Una vez fuera, fue trasladado al taller mecánico, donde se le realizaron las reparaciones necesarias en los sistemas más afectados, especialmente la tracción, la suspensión y la dirección. Más tarde, el vehículo pasó a latonería para trabajar en los daños sufridos en la carrocería, que presentaba abolladuras y raspones producto del impacto.
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Las reparaciones fueron meticulosas, pero el proceso tomó cerca de dos meses, un tiempo que para nosotros, acostumbrados a utilizar el vehículo con frecuencia, pareció interminable.
Durante este periodo sin carro, sucedió algo inesperado que cambiaría nuestra situación. Un día, mientras me encontraba en el puerto de Casabe supervisando operaciones, mi atención fue capturada por un Renault 12 amarillo estacionado en la caseta de vigilancia. A simple vista, el carro lucía en perfectas condiciones, con la pintura brillante y los detalles impecables. Intrigado, pregunté al vigilante sobre el vehículo, y él me informó que pertenecía al ingeniero Guillermo Marín, quien estaba buscando venderlo. No perdí tiempo y me acerqué al ingeniero para conversar.
El ingeniero me confirmó que el auto estaba a la venta y me explicó su historia. El Renault 12 amarillo era modelo 1980, y a pesar de su antigüedad, apenas contaba con 30.000 kilómetros en su odómetro, un hecho que hablaba de su excelente estado de conservación. Según Guillermo, el carro había sido utilizado de manera ocasional para desplazamientos cortos durante los fines de semana, ya que su familia residía en Bucaramanga y solo utilizaba el carro para mercar y pasear un poco el fin de semana ya que su señora no conducía. Al enterarme de esto, me entusiasmó la posibilidad de adquirir un vehículo tan bien cuidado. En ese momento, decidí compartir el descubrimiento con Maureen Luz, y juntos tomamos la decisión de poner a la venta el Renault 12 gris para financiar la compra del nuevo auto.
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Sin embargo, el proceso de vender este carro resultó ser más complicado de lo que habíamos previsto. A pesar de ofrecerlo a un precio competitivo, los días pasaban sin que apareciera un comprador serio. Mientras tanto, el ingeniero Marín insistía en que necesitaba vender el Renault 12 amarillo con urgencia. Su situación era peculiar: como jefe del grupo eléctrico de Ecopetrol, sentía la presión de tener un vehículo acorde con su posición, especialmente porque uno de sus subalternos había adquirido recientemente un Renault 18, un modelo más nuevo que el suyo. En un ambiente donde la percepción y el estatus eran importantes, Guillermo consideraba imperativo cambiar de carro lo antes posible.
Los días continuaron pasando y las posibilidades de adquirir el Renault 12 amarillo parecían desvanecerse. Sin embargo, justo cuando comenzábamos a resignarnos, sucedió algo inesperado. Un comprador se presentó de manera repentina interesado en nuestro Renault 12 gris. Lo sorprendente fue que no solo estaba dispuesto a adquirirlo, sino que ofreció un precio superior al que inicialmente habíamos solicitado. Este giro inesperado nos permitió reunir el dinero necesario y concretar la compra del vehículo del ingeniero Marín. Cerramos el trato con rapidez, y finalmente el Renault 12 amarillo se convirtió en nuestro nuevo compañero de viajes y aventuras.
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Como el carro estaba a la venta, en las mañanas solía llevar a Maureen Luz a su oficina y quedarme con el vehículo durante el día, lo que me permitía atender mis propios asuntos mientras esperaba recogerla a las seis de la tarde. Una mañana en particular, mientras realizaba algunas diligencias, me encontré con el ingeniero Fabián Sarmiento, que trabajaba para Anson Drilling. Durante nuestra conversación, de pronto se le ocurrió al ingeniero lanzarme una propuesta a manera de reto de la siguiente manera: le apuesto que usted no es capaz de venderme el carro sin consultarle a Maureen Luz. Le respondí que le aceptaba el reto, e inmediatamente salimos a darle una vuelta, para constatar que estaba en buenas condiciones, otra condición era que debía entregarle el carro junto con los documentos en el momento que él me extendiera el cheque a la fecha. La propuesta era tan inesperada como interesante, y aunque implicaba un riesgo evidente, decidí aceptar. Después de todo, estaba convencido de que vender el vehículo a un buen precio era lo mejor para avanzar en nuestra meta de adquirir el Renault 12 amarillo del ingeniero Marín.
Sin perder tiempo, sacó su chequera y escribió el cheque a nombre de Maureen Luz, una decisión que me pareció una muestra de seriedad y confianza.
Para celebrar el negocio, Fabián me invitó al restaurante del Hotel Cacique, donde compartimos una botella de aguardiente entre risas y anécdotas. Mientras transcurría la conversación, el reloj avanzaba inexorablemente, y pronto llegó la hora de recoger a Maureen Luz de su oficina.
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Sin embargo, dado que ya no tenía el carro, Fabián me acompañó hasta la recepción del hotel, donde llamé a Maureen Luz para informarle que no podría recogerla y que tendría que regresar en bus.
Le expliqué que había vendido el carro, omitiendo deliberadamente cualquier detalle sobre el negocio que acababa de concretar. Mi intención era observar su reacción al enterarse de que, aparentemente, había tomado una decisión tan importante sin consultarla previamente. Además, sabía que desconocía que el vehículo estaba a la venta por un precio menor al que finalmente obtuvo.
Maureen Luz no solo no se enfadó, sino que su reacción fue completamente opuesta a lo que había imaginado. En lugar de expresar molestia, se mostró eufórica y llena de alegría. No podía creer que el carro se hubiera vendido, y mucho menos a un precio tan favorable. Su entusiasmo y gratitud fueron tan genuinos que me hicieron sentir completamente respaldado en la decisión que había tomado.
Gracias a esta inesperada transacción, solo nos faltaba reunir 350.000 pesos más para completar el millón necesario para adquirir el Renault 12 amarillo del ingeniero Marín. Este episodio no solo representó un avance significativo hacia nuestro objetivo, sino que también reafirmó la confianza y complicidad que compartíamos como pareja. Poco a poco iré narrando las aventuras que vivimos con aquel Renault 12 amarillo, un vehículo que estuvo en nuestro poder durante 16 años y recorrió más de un millón de kilómetros, convirtiéndose en un testigo mudo de muchas vivencias.
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Por esos días, decidí mudarme a una nueva vivienda que, por fortuna, estaba muy cerca de la casa de Maureen Luz. Este cambio no solo facilitó nuestra relación, sino que marcó una nueva etapa en nuestras vidas.
Maureen Luz había aceptado mantener una relación formal conmigo, pero bajo la condición de que no viviéramos juntos, al menos por el momento. La razón era sencilla: en su hogar no había espacio suficiente para ambos. Además de Doña Lola, su madre, también vivía allí su única hermana, quien tenía dos hijos pequeños. Esta hermana, debo decir, era el polo opuesto de Maureen Luz. Mientras Maureen luz era amable, paciente y considerada, su hermana reunía un conjunto de características que hacían difícil la convivencia: malhumorada, desconsiderada, chismosa y envidiosa, por mencionar lo menos. La disparidad entre ambas era tan notoria que quienes las conocían solían comentar que, aunque eran muy parecidas físicamente, sus personalidades eran diametralmente opuestas.
Con mi nueva residencia cerca, pasábamos mucho más tiempo juntos. Las visitas de Maureen Luz se hicieron más frecuentes, y nuestra relación se fortalecía con cada encuentro. Además, el cambio de vivienda vino acompañado de un cambio de local para mi oficina. Por aquel entonces, la mayoría de oficinas en el edificio Camerbasa habían quedado desocupadas debido a la reubicación de los juzgados a su nueva sede. Esto resultó ser una ventaja, ya que el nuevo local estaba estratégicamente ubicado, más cerca del puerto, lo cual era ideal para mis actividades laborales.
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Por esa época, la empresa hermana Continental Radio de Colombia ganó una importante licitación para operar las comunicaciones en el campo petrolero de Casabe. Este proyecto implicaba que debía viajar diariamente a ese lugar, lo cual añadió una nueva dinámica a mi rutina. El trayecto a Casabe se convirtió en una especie de aventura cotidiana, llena de paisajes variados, encuentros inesperados y, en ocasiones, desafíos en las vías, especialmente en épocas de lluvias intensas.
A pesar de la carga laboral y los compromisos diarios, nuestra relación seguía siendo el centro de mi vida. Maureen Luz, con su calidez y comprensión, siempre encontraba la manera de hacerme sentir apoyado y motivado. Por las noches, al regresar de Casabe, solíamos compartir cenas tranquilas, charlas interminables y, en ocasiones, escapadas espontáneas que nos permitían desconectar de las responsabilidades y simplemente disfrutar de nuestra compañía mutua.
Aquel Renault 12 amarillo, con su apariencia modesta pero robusta, se convirtió en mucho más que un medio de transporte. Fue nuestro aliado en largos viajes, nuestro refugio en momentos de introspección y, en ocasiones, nuestro testigo silencioso de conversaciones que definieron el rumbo de nuestras vidas. Cada kilómetro recorrido en ese carro tenía una historia, y cada historia era un capítulo de nuestra vida juntos, una vida que, aunque llena de retos, estaba marcada por un amor genuino y una complicidad inquebrantable.
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Se estableció una central de radio que operaba las 24 horas del día en turnos de 8 horas cada uno. Para cubrir los descansos semanales de las radio operadoras, se designó una suplente que trabajaba en rotación. Sin embargo, la elección de estas cuatro operadoras resultó ser un proceso más complejo de lo que inicialmente se pensó. Aunque las primeras seleccionadas parecían cumplir con los requisitos básicos, pronto se evidenció un desorden que afectó gravemente la operación de la central. Estas empleadas terminaron involucrándose sentimentalmente con personal de la empresa, y en ocasiones utilizaron la central como medio para expresar sus afectos, una conducta completamente prohibida.
La situación obligó a replantear el sistema. Se tomó la decisión de contratar personal comprometido y ajeno a este tipo de conductas. Así, se seleccionó a la hermana menor de Dolly, a una cuñada de un ingeniero del departamento eléctrico, y a una sobrina de un ingeniero del área de materiales. Para cubrir los turnos de relevo, se incorporó a la novia de un ingeniero de producción. Este equipo logró estabilizar la operación de la central, garantizando el cumplimiento exitoso del contrato. Al finalizar este acuerdo, la empresa Anson Drilling solicitó nuestros servicios para establecer una nueva central de radio. Esta vez, la central fue instalada en la casa de Maureen Luz, con su hermana como una de las operadoras, acompañada nuevamente por la hermana de Dolly y la cuñada del ingeniero García. Este equipo también operó con rotundo éxito hasta la conclusión del contrato.
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En el transcurso de estos eventos, surgieron anécdotas memorables que dejaron lecciones personales. Una de ellas involucró a un ingeniero de apellido Arredondo, quien laboraba en Casabe. En una ocasión, me citó a su despacho para solicitar la colaboración de la empresa en la compra de uniformes para un equipo infantil de fútbol que patrocinaban. Accedí sin dudarlo, y en un intento de bromear, añadí una frase que terminó por avergonzarme profundamente: "Ingeniero, lo único es que debe darme muy detallado lo que necesitan, porque yo de fútbol sé lo que usted de música". Apenas terminé de hablar, el ingeniero respondió con una sonrisa que dejaba entrever su incredulidad: "¿Cómo le parece que de música se un poco, toco muy bien el acordeón, la guitarra y la batería? Además, canto y estoy adelantando estudios para perfeccionar mi ejecución del clarinete". Quedé sin palabras y, desde entonces, jamás volví a utilizar aquella frase, que hasta ese momento me había parecido una expresión inofensiva y común.
Este episodio no solo me enseñó a ser más cuidadoso con mis comentarios, sino que también me recordó que las personas pueden sorprendernos con habilidades y talentos que no siempre son evidentes a primera vista. De alguna manera, esta experiencia reflejaba las lecciones de vida que se acumulaban en aquel periodo: la importancia de la prudencia, la necesidad de adaptar estrategias en el trabajo y la capacidad de aprender incluso de los momentos más inesperados.
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Mis Últimos 50 años 1971 - 2021 Carlos Campos Colegial
El viernes 3 de abril de 1987, durante uno de nuestros habituales viajes a Bogotá, nos encontrábamos caminando por el centro de la ciudad. Entre la multitud, alguien nos entregó una invitación para asistir a una conferencia sobre control mental, que se llevaría a cabo en el barrio El Polo. En esa ocasión, estábamos alojados cerca de allí, en casa de un hermano de Maureen Luz, por lo que decidimos asistir. La conferencia, dirigida por el señor Eugenio Sardá, prometía ser interesante y distinta.
Mientras el evento transcurría, una señora sentada junto a mí me entregó discretamente un papel con una dirección escrita y, con una voz baja pero firme, me dijo: "Esta es una cita que tienes mañana a las tres de la tarde. No faltes, te interesa". Sorprendido por la extraña invitación, le pregunté: "¿Puedo asistir con mi pareja?". La mujer, sin dudar, respondió: "Claro que sí, no hay ningún problema".
Intrigados por el enigma, al día siguiente, sábado, nos presentamos puntualmente en la dirección indicada, en el barrio Santa Bárbara. La vivienda, de fachada antigua y apariencia sobria, irradiaba un aire de misterio. Al llegar, tocamos el timbre, y de inmediato la puerta se abrió. Observamos que una cuerda conectaba la chapa con el interior. Sin tiempo para cuestionar, ingresamos, y una voz grave resonó desde dentro: "Cierren la puerta al entrar". La instrucción tenía un tono autoritario, pero no amenazante.
Caminamos por un largo pasillo tenuemente iluminado, que parecía extenderse hacia el infinito. Al final del corredor, este giraba hacia la derecha. A mitad del trayecto, notamos una puerta abierta de la que emanaba una luz cálida, bañando parcialmente el exterior.
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