MIS ÚLTIMOS 50 AÑOS 1971 – 2021 CARLOS CAMPOS COLEGIAL
Los ingenieros decidieron trasladarme al comedor de staff, firmando en las planillas de obreros, lo cual incomodó a muchos de mis compañeros, ya que no soportaban la situación. Sin embargo, como eran órdenes superiores, debían acatarlas.
El 20 de mayo en la noche, estaba en el campamento disfrutando de una ensalada de frutas mientras veía una película cuando, de repente, un hombre que no había visto antes entró al recinto. Preguntó por Carlos Campos. Me levanté, lo saludé y le respondí: "Soy yo, a la orden." El hombre me contestó: "Discúlpeme por interrumpirlo. Soy Mario Zorro, y ahora entiendo por qué usted no quiere salir de aquí. A propósito, ¿por qué el carro no está con usted como debe ser? Aliste su equipaje, porque se regresa conmigo para Bogotá. El conductor que viene conmigo lo reemplazará." Mientras trataba de explicarle que no hacía mucho había llegado del pozo a comer y estaba esperando que el señor Mattos, jefe operacional de Pool Américas, la empresa propietaria del equipo, regresara al pozo para irme con él, una sensación de impotencia, desconcierto y desazón se apoderó de mí.
Llegamos al pozo y entramos a la oficina. Allí estaban los ingenieros y el geólogo, todos juntos. Se saludaron efusivamente, mientras Don Mario le comentaba al ingeniero Correa el propósito de su visita, entre otras cosas, relevarme por el hombre que lo acompañaba. El ingeniero me pidió que me retirara del lugar momentáneamente, ya que necesitaban tener una conversación privada. Durante casi tres horas, esperé fuera de la oficina, mientras mi mente se llenaba de pensamientos sobre lo que me depararía el futuro.
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Lo único que me mantenía con algo de optimismo era la petición que había hecho a mi subconsciente diez años atrás y las palabras firmes de mi amigo Oscar Mendoza, que me había dado meses antes.
Don Mario salió con su conductor y, como había traído una botella de whiskey que consumieron durante la reunión, un poco ebrio, me dijo: "Quédese aquí hasta que se le dé la gana, porque para los ingenieros usted es el consentido. Así que no lo llamarán más de la oficina para ofrecerle relevo." Antes de irse, me felicitó, diciendo que estaba haciendo quedar muy bien a la empresa.
Entré a la oficina y los cuatro nos abrazamos entrañablemente, ya que habíamos logrado algo realmente difícil. Como todos estábamos algo alegres y el pozo se encontraba en periodo de fragüe (acababan de cementar el revestimiento de 7 pulgadas), decidimos salir a Barrancabermeja a celebrar hasta altas horas de la noche.
En agosto de 1982, se programaron los últimos pozos del contrato en ese yacimiento, con dos perforaciones desviadas. Para ello, llegó al lugar un ingeniero argentino, José Sarmiento, quien causó asombro cuando lo recogí en el aeropuerto. Se presentó con un juego de siete maletas del mismo color amarillo intenso. Con él, aprendimos sobre la cultura de muchos lugares del mundo, ya que se había desempeñado durante años como ingeniero en Dowell Schlumberger, una empresa especializada en este tipo de pozos.
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A medida que el año llegaba a su fin, el equipo se trasladaba hacia las cercanías de la población de Puerto Wilches, donde culminaría el contrato con dos perforaciones cerca del río Magdalena. Una tarde, el ingeniero y yo fuimos a inspeccionar el progreso de los trabajos previos a la llegada del equipo. Mientras pasábamos cerca del Instituto Técnico, vi a una joven esperando que le abrieran la puerta. Su silueta no me era desconocida. Por un momento, la duda me asaltó, así que, casi instintivamente, tocó ligeramente el pito del vehículo. Y, para mi sorpresa, no me había equivocado: era ella. Una estudiante de la Universidad de Pamplona, a quien había visto por primera vez de manera accidental en la mañana de 1974, cuando me dirigía al seminario y ella se dirigía a la universidad. Eso ocurrió justo después de haber vivido una experiencia inolvidable con la señora que, de manera dedicada y amable, me enseñó las artes amatorias.
Es importante destacar que, en ese entonces, al verla aquella mañana, quedé profundamente impresionado por su porte y su presencia. Aquella imagen se grabó con fuerza en mi subconsciente, quien, como siempre, no tardaría en atender uno de mis más profundos deseos. Como era costumbre, mi mente se encargó de hacer realidad una de mis peticiones, sin que yo lo solicitara de manera explícita. En ese momento, esa joven pasó a formar parte de una de las muchas peticiones que, desde hacía años, había formulado en mi mente sin ser plenamente consciente de ello.
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Recuerdo que, cuando le mencioné a mis amigos quién era ella, todos, al unísono, se burlaron. Ella era la novia de un conocido habitante de Pamplona, un hombre al que apodaban "el japonés". Aunque ellos no lo creyeron, les insistí que, para mi mente subconsciente, al igual que para Dios, nada es imposible. Todo es posible, y el tiempo siempre, tarde o temprano, me daría la razón.
En aquel momento, mis amigos me desafiaron, pero en el fondo sabía que esta historia formaba parte de un proceso más grande, una serie de acontecimientos que el destino estaba tejiendo con paciencia. Las piezas, sin que yo lo supiera, estaban comenzando a encajar. Era como si, al pasar los años, mi vida estuviera tomando la forma que mi subconsciente había visualizado tanto tiempo atrás, y esa joven, sin duda, representaba una de esas señales que comenzaban a materializarse.
Días después, el equipo y el campamento se trasladaron a Puerto Wilches, una pintoresca población que, al igual que otros lugares de la región, dejó una huella imborrable en mí. Durante mi estancia allí, viví una serie de eventos que, estoy seguro, solo podrían ocurrir en esa localidad y, por efecto de vecindad, también en Barrancabermeja. Un día, el ingeniero me pidió que fuera al pueblo a buscar al dueño de las chalupas para solicitarle una adicional que nos ayudaría en Barrancabermeja, ya que llegaban unos ingenieros adicionales de visita.
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Al llegar al pueblo, eran cerca de las siete de la noche, y la mayoría de los habitantes se encontraban descansando del calor en sus mecedoras, sentados en las terrazas de sus casas. Al llegar a la calle que me habían indicado, me acerqué a una de las vecinas y le pregunté por la casa del dueño de las chalupas. Ella, con una calma característica de la región, me respondió lo siguiente: "Ves a esas señoras que están reunidas en círculo, alrededor de la señora con gafas y cabello canoso? Todas ellas son mujeres del hombre que buscas. Pero si quieres dejarle un mensaje, tendrás que hablar con la señora que te indiqué".
Siguiendo su consejo, me acerqué a la mujer de gafas y cabello canoso. Ella, con una actitud muy formal y tranquila, me atendió y tomó mi pedido. Al despedirme, regresé nuevamente a la fuente de mi información para corroborar los detalles, y la vecina, con la misma calma, me explicó que, efectivamente, esa era la estructura del hogar del hombre en cuestión.
Fue en ese momento cuando comprendí que la cultura de esta región era bastante diferente a todo lo que había experimentado hasta entonces. La señora de gafas y cabello canoso no solo era la más respetada del grupo, sino que ocupaba el puesto de cabeza del clan. A ella le seguían las otras mujeres por orden de llegada, y todas debían rendirle un respeto absoluto, ya que era con ella con quien el señor de las chalupas llevaba a cabo los arreglos para los gastos familiares. Este hombre vivía con todas ellas, en seis casas separadas pero cercanas unas a otras, y aunque parecía ser el jefe de la familia, también debía acatar las decisiones que las mujeres tomaban de manera democrática.
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Una de las anécdotas más curiosas que me contaron fue sobre un incidente reciente en el que el jefe de la familia llegó con una nueva novia. Después de que las mujeres realizaran su propia investigación sobre la joven, decidieron que ella no ocuparía el octavo puesto que el jefe había intentado asignarle. Semanas después, una joven recién egresada del Instituto Técnico ocupó ese lugar, con el total acuerdo y beneplácito de las siete mujeres restantes. Todo esto se hacía según las normas no escritas del clan, y cualquier intento de alterar el orden establecido era rápidamente corregido de forma colectiva.
Este relato sobre las dinámicas familiares de Puerto Wilches me dejó una profunda impresión, ya que ilustraba no solo las costumbres particulares de la región, sino también cómo las relaciones dentro de esa sociedad funcionaban bajo un sistema propio, de respeto mutuo y acuerdos no necesariamente convencionales. En Barrancabermeja, más adelante, viviría una experiencia similar, aunque con un matiz técnico que bien podría analizarse de una forma diferente, pero eso es una historia para otro momento.
Durante mi estancia en Puerto Wilches, busqué la manera de reencontrarme con la dama que había visto años atrás en mi natal Pamplona, una imagen que no había podido sacar de mi mente desde aquel entonces.
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Finalmente, logré conocerla gracias a la intervención de la bibliotecaria del colegio, quien me la presentó durante una de las tradicionales fiestas de caseta que se celebraban todos los fines de semana en el pueblo. A partir de ahí, comenzamos una linda amistad que, con el tiempo, se transformó en una historia de amor que culminó con el nacimiento de mi única hija, Dolly Melitza Johanna Paola. Este era otro de los pedidos que había hecho a mi mente subconsciente, y, como siempre, el destino me lo concedió.
El contrato llegó a su fin, y el equipo y el campamento se trasladarían a Bogotá para, finalmente, regresar a los Estados Unidos, de donde habían llegado originalmente. El viernes 11 de febrero, ya entrada la noche, compartí con ella nuestro primer beso, marcando el inicio de la relación amorosa que mencioné previamente. En la madrugada del sábado, partimos hacia Bucaramanga, donde ella residía con su madre y hermanos. Permanecí allí hasta el lunes, aprovechando para hacer que el radiador de la camioneta se reparara. Cuando la camioneta estuvo lista, ya era tarde, pero inmediatamente tomé rumbo a Bogotá, llegando a la oficina a primera hora.
En la oficina me recibieron el vehículo y me entregaron otro para llevar unas muestras geológicas al aeropuerto. Sin embargo, el avión que debía recibirlas nunca llegó, por lo que me vi obligado a regresar a la oficina. Fue allí cuando Don Mario Zorro me comunicó que debía tomar unas vacaciones, lo cual acepté y firmé sin problema. Sin embargo, antes de marcharme, debía realizar una última tarea: en compañía de un funcionario, recoger un campero Daihatsu en el concesionario para llevarlo a campo Casabe, en Yondó, y entregarlo antes del mediodía, ya que pasaba el último ferry.
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Recogimos el campero y, alrededor de las 9 de la noche, partí hacia Barrancabermeja. Desde allí, continué mi viaje a Puerto Wilches y, finalmente, a Pamplona para visitar a mi familia, a quienes hacía ya bastante tiempo que no veía.
Después de un agotador viaje de Bucaramanga a Bogotá, donde no pude dormir debido a la espera en el aeropuerto por el avión que recogería las muestras, decidí comprar una botella de aguardiente, una Coca-Cola y dos paquetes de Marlboro para mantenerme despierto. En aquellos tiempos, se consideraba que una mezcla de aguardiente, Coca-Cola y cigarrillos era la fórmula ideal para mitigar el sueño y la fatiga. Este hábito no solo era común, sino que no se sancionaba, y, en comparación con la actualidad, los accidentes ocasionados por ello eran extremadamente raros.
El campero recién sacado del concesionario presentaba una peculiaridad en su funcionamiento. En esa época, los vehículos necesitaban un proceso de despegue en el que el motor debía andar a baja velocidad. A pesar de acelerar el motor, la velocidad del campero no era considerablemente alta, pero mejoraba gradualmente a medida que el motor tomaba ritmo.
Ya de madrugada, llegué a Bucaramanga, donde desayuné rápidamente para reponer fuerzas antes de iniciar la parte final del viaje, la más ardua. A pesar de los cigarrillos y el aguardiente, el cansancio y el sueño comenzaron a hacer su trabajo.
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El calor implacable y la topografía de la carretera, principalmente plana y recta, hicieron que el trayecto fuera aún más difícil. En muchos momentos, experimenté lo que se conoce como micro sueños, esos momentos fugaces en los que el cuerpo cede al cansancio y la mente se apaga brevemente. Afortunadamente, logré recuperarme a tiempo en varias ocasiones, pero el agotamiento era tal que, al llegar a La Fortuna, no pude más. Decidí tomar una decisión sensata y encargué a un dueño de un pequeño negocio que me despertara después de una breve siesta de media hora.
Después de descansar una media hora en La Fortuna, logré reponer energías y, con la mente más despejada, continué mi tortuoso viaje. Llegué a tiempo para embarcar el campero en el ferry que zarpaba en el puerto de Barrancabermeja. Aproveché el corto trayecto para dormir profundamente. Ya a la una de la tarde, llegué a las instalaciones de Ecopetrol Casabe, en Yondó (Antioquia), donde entregué el vehículo.
Al instante, me regresé en bus desde Barrancabermeja hasta Puerto Wilches, el único hotel del pueblo. Allí, me hospedé y pasé la noche, sumido en un sueño reparador que me permitió descansar durante más de 24 horas seguidas. Nunca había dormido tanto en toda mi vida. Esa noche, el sueño se apoderó de mí por completo, y no desperté hasta la tarde-noche del día siguiente. Después de tan reparador descanso, me sentí como nuevo. Aproveché el tiempo restante de mi estadía en Puerto Wilches para visitar a la profesora Dolly Cecilia Ruiz Marín.
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Compartimos varios días realizando actividades juntas, disfrutando de su compañía y la tranquilidad del lugar. Fue una semana agradable y relajante, pero todo tiene un final. Decidí partir hacia Pamplona para visitar a mi familia, ya que hacía tiempo que no los veía. Pasé dos días con ellos, disfrutando de su compañía y poniéndome al día con todo lo que había sucedido en el tiempo que había estado fuera.
Sin embargo, mi descanso fue interrumpido de manera inesperada. Mientras estaba en Pamplona, recibí una llamada en el negocio de Don Pacho. Era Don Mario, quien me informó que debía interrumpir mis vacaciones inmediatamente. Había recibido una solicitud urgente desde Bogotá: un ingeniero que no conocía requería que yo fuera el conductor del campero para un viaje a Apiay, pues exigían que fuera yo quien lo condujera personalmente. Esta solicitud me tomó por sorpresa, pero comprendí la importancia de la situación y acepté sin dudarlo. Me asignaron un pasaje desde el aeropuerto de Cúcuta, el cual reclamé y utilicé ese mismo día. Llegué muy tarde a la oficina en Bogotá, donde recogí el campero y, tras hacer los preparativos, partí de inmediato hacia el campo de Apiay.
Solo un día después de haber llegado a Apiay, mientras esperaba en un semáforo que cambiara, sucedió un incidente que pudo haber sido mucho peor. Un bus urbano que venía detrás de mí se quedó sin frenos y me embistió por completo. El impacto fue tan fuerte que lanzó el campero que conducía unos siete metros hacia adelante.
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Por suerte, estaba en primer lugar en el semáforo y no había otros vehículos pasando en ese momento. El choque fue registrado por el tránsito, quien elaboró el croquis correspondiente. Ambos vehículos quedaron retenidos en los patios de Villavicencio mientras la empresa enviaba su equipo para encargarse de los trámites necesarios.
Al día siguiente, muy temprano, una camioneta llegó para reemplazar al campero y pude continuar con mi trabajo en Apiay. Estuve en el campo hasta junio de ese año. Durante mi estancia en ese lugar, uno de los aspectos más curiosos que viví fue mi encuentro con un vecino muy peculiar. Este hombre tenía como mascota un gallinazo, un ave que había criado desde pequeña y que cumplía una serie de funciones en su casa. El gallinazo actuaba como vigilante y mensajero, entre otras cosas. Cuando alguien desconocido llegaba a la casa, el ave salía inmediatamente a recibirlo, extendía sus alas de manera imponente y emitía un fuerte graznido. Este sonido alertaba a su dueño, quien luego le daba la orden de tratar al visitante como uno más de la casa. El gallinazo, obediente, se posaba tranquilamente en las piernas del visitante, dejándose acariciar con una confianza sorprendente.
Sin embargo, lo que realmente me dejó paralizado fue el día en que el ingeniero me encargó una tarea un tanto inusual. Necesitaba conseguir una olla, similar a las que se usan en el ejército, para hacer un sancocho.
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Fui a ver al vecino, quien me respondió que no la tenía, pero que podría conseguirla a través de un compadre que vivía en Villavicencio. De inmediato, el vecino tomó una hoja de cuaderno, escribió un mensaje para su compadre y, con mucha naturalidad, ató la hoja a una de las patas del gallinazo. Luego, le dio la orden de llevar el mensaje. El ave, como si entendiera perfectamente la misión, voló rápidamente hacia su destino.
Aproximadamente media hora después, el gallinazo regresó con la misma hoja de papel atada a su pata, pero esta vez con la respuesta de su compadre: "Voy saliendo para Puerto López. Me avisaste a tiempo, de paso te la dejo en la casa." Minutos más tarde, el compadre llegó con la olla, cumpliendo con la promesa. La rapidez con la que el gallinazo cumplió su misión y la forma en que se comunicaban entre ellos me dejó completamente asombrado. Fue una experiencia que, sin duda, nunca olvidaré.
Mi permanencia en el llano estuvo marcada por una constante comunicación escrita con la profesora de Puerto Wilches. Aprovechando que dos obreros del equipo eran oriundos de esa localidad, cada tres semanas, de manera intercalada, ellos se encargaban de llevar y traer las cartas que, casi a diario, escribíamos. La comunicación telefónica era sumamente limitada; generalmente, para lograr hacer una llamada, teníamos que desplazarnos hasta las instalaciones de Telecom, lo que resultaba ser un proceso tedioso y poco efectivo. La alternativa más común para mantenernos en contacto era el marconigrama o telegrama, que, aunque se recibía con rapidez, las respuestas eran un desafío debido a las condiciones remotas en las que nos encontrábamos.
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La única forma de comunicación directa desde el pozo era a través de un radio teléfono marca Collins, un equipo tan grande como una nevera de hotel, que funcionaba con tubos de vacío. Estos radios estaban conectados a todos los pozos de la región mediante una central ubicada en Bogotá. Sin embargo, su uso estaba restringido a emergencias. Cuando se presentaba una situación urgente, la operadora de la central realizaba la llamada y acercaba la bocina al micrófono del radio. Esta operación tenía una peculiaridad: la llamada se escuchaba en todos los campos, lo que generaba un ambiente propenso a las burlas y bromas por parte de algunos operativos, quienes aprovechaban el anonimato de la llamada para divertirse a costa de los demás. Era casi imposible rastrear el origen de la llamada, por lo que este servicio solo se utilizaba en casos verdaderamente críticos.
En el mes de junio, se finalizaron las perforaciones programadas y el equipo, junto con el resto del personal, regresamos a Bogotá. Fue en ese momento cuando decidí solicitar una licencia no remunerada para iniciar un contrato directamente con Ecopetrol como obrero de patio en un equipo cercano a Barrancabermeja. Esta oportunidad se logró gracias a las gestiones de los ingenieros con los que había trabajado previamente, quienes se encontraban como jefes en ese equipo. Todo parecía ir de maravilla. Me había ganado el favor del ingeniero a cargo, quien me trataba como un "consentido".
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Mi jornada laboral transcurría en el turno de 4 de la tarde a 12 de la noche, un horario relativamente cómodo que me permitía, generalmente, colaborar en la oficina, elaborar reportes y atender el radio, tareas menos extenuantes en comparación con las que realizaban mis compañeros de patio, quienes debían rotar entre turnos y cumplir con labores físicas, tales como hacer zanjas, cargar bultos de químicos, limpiar la torre de perforación y muchas otras actividades que requerían un gran esfuerzo físico.
Sin embargo, a la cuarta semana, cuando rotaron al ingeniero que hasta entonces era desconocido para mí, los compañeros de cuadrilla comenzaron a notar mi poca participación en las labores físicas. No tardaron en acudir a él para presentar sus quejas. El ingeniero me citó a su oficina, donde, con informes en mano, me reclamó por no estar cumpliendo con las expectativas del puesto. Me informó que, a partir de ese momento, ya no trabajaría solo en el turno de la noche, sino que rotaría al turno de 8 de la mañana a 4 de la tarde durante tres semanas consecutivas. Acepté la decisión sin imaginarme las dificultades que me esperaban. Se acababa de bajar el revestimiento de 9 5/8, lo que implicaba aproximadamente 175 tubos, cada uno con un protector de rosca en cada extremo que debía quitarse y desecharse, sumando un total de 350 protectores.
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Alrededor de las 11 de la mañana, el ingeniero me llamó y me ordenó que, utilizando una carretilla, recogiera todos los protectores esparcidos por el patio y los llevara al lugar destinado para la chatarra, ubicado a unos 50 metros al final del pozo. Él se colocó cerca de la mesa rotaria para supervisar mi trabajo.
No había terminado el cuarto viaje cuando el exceso de sudor me obligó a hacer una pausa. Pedí una jarra de agua en el casino y la consumí por completo. Esto desató una sudoración extrema, tan intensa que me vi obligado a quitarme las botas para drenarlas y a retorcer la franela que llevaba puesta a cada momento. Logré hacer dos recorridos más, pero aquello se había convertido en un espectáculo inédito: cada vez que ingería agua, salía de mi cuerpo en forma de sudor a chorros, literalmente. Fue entonces cuando el enfermero, al notar que el sudor brotaba de mis brazos a varios centímetros de mi piel, intervino. Habló con el ingeniero y le sugirió suspender el trabajo, ya que me estaba deshidratando rápidamente y eliminando casi todo el líquido que consumía, lo cual podría convertirse en un problema serio si no se tomaba acción.
Se decidió suspender la tarea y mi reemplazo asumió la responsabilidad antes de que finalizara el turno. A pesar de la situación, el patio fue limpiado sin mayores inconvenientes. Luego de varias horas en las que mi organismo finalmente se estabilizó, el ingeniero se reunió conmigo para discutir cómo resolver la situación. Siempre he sido una persona que prefiere evitar conflictos innecesarios, y recordando el sabio consejo de mi abuelo Luis Felipe, quien solía decir: "En la vida es mejor un mal arreglo que un buen pleito", decidí presentar mi renuncia.
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La empresa aceptó mi decisión y, en agradecimiento, me liquidó el mes de agosto con una cifra considerable para la época: 356.500 pesos. Cabe señalar que el salario mínimo legal rondaba los 10.000 pesos en ese entonces.
Así fue como logré establecer en mi vida un nuevo récord, o lo que muchos llamarían un "no te lo puedo creer": renuncié a Ecopetrol, cuando para muchos era un sueño estar allí. Sin embargo, para mí siempre ha sido más importante la tranquilidad y la paz interior que el dinero. Mi abuelo Luis Felipe solía decirme: "Cuando pierdes el dinero, los bienes materiales o el trabajo, no has perdido nada; cuando pierdes la salud, has perdido algo importante, pero cuando pierdes la paz interior, lo has perdido todo". Esas palabras siempre resonaron en mi mente, y fue por ellas que tomé la decisión de seguir otro camino.
Luego de mi renuncia, llamé a Transcontinental de Servicios Petroleros Ltda., la empresa con la que había trabajado hasta ese momento, y me puse a su disposición. De inmediato retomaron mi contrato y me colocaron en "Standby", es decir, en una posición de espera, mientras gestionaban los trámites ante el Ministerio de Transporte para obtener la autorización para abrir una oficina de despacho en la ciudad de Barrancabermeja.
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El lunes 3 de octubre de 1983, se inauguró oficialmente la oficina en Barrancabermeja, ubicada inicialmente en la vía a El Centro, en el cruce con el barrio Cincuentenario. Es importante recalcar un detalle clave: en Barrancabermeja, El Centro no es el área céntrica de la ciudad, sino un corregimiento donde se encuentran las instalaciones de Ecopetrol, y está situado a unos 11 kilómetros de Barrancabermeja, rumbo a Yarima. Si alguna vez te encuentras en Barrancabermeja y decides tomar un taxi hacia el centro de la ciudad, debes indicarle al conductor que te lleve al "Comercio", porque si solo le mencionas "el centro", te llevarán al corregimiento, lo que podría generar confusión.
En ese momento comenzaba a cumplirse otra parte de mi petición hecha doce años atrás a mi mente subconsciente. Estaba recibiendo un buen salario, los jefes se encontraban en Bogotá y rara vez me visitaban. Además, no tenía horario fijo, pues me desempeñaba como gerente, secretario, despachador y embarcador ante Ecopetrol, para la cual Transcontinental prestaba los servicios de transporte de tubería y materiales para los pozos en perforación o limpieza. Se realizaban pocos viajes a la semana y, cuando había más, rara vez ocurrían varios en un solo día.
El jueves 27 de octubre de 1983, la segunda parte de mi solicitud comenzaba a hacerse realidad. Ese día desperté muy temprano y, aunque no tenía nada pendiente por hacer, decidí salir después de las seis de la mañana para El Centro a tomar un tinto con Don Jesús Reyes Salazar, coordinador de Operaciones Asociadas de Ecopetrol Bogotá.
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En El Centro, la jornada de trabajo comienza a las seis de la mañana y termina a las 10:30, cuando se hace una pausa para el almuerzo, retomándose a las 12 del mediodía hasta las cuatro de la tarde.
Cuando transitaba cerca del club Cardales, divisé un Renault 4 de color azul, con placas IC 0217, del que emanaba una pequeña columna de humo. Justo en ese momento, se bajaron dos elegantes damas que, alarmadas por la situación, me hicieron señales para detenerme. Sin pensarlo dos veces, detuve la marcha, tomé el extintor y me acerqué a socorrerlas. Levanté el capó, desconecté la batería y, al instante, el humo cesó. Acto seguido, empujé el vehículo hasta la portería del club, donde le pedí al celador del lugar que lo tuviera en cuenta hasta que más tarde llegara el mecánico.
Resuelta parcialmente la situación, me dirigí a las damas para preguntarles dónde vivía el mecánico de confianza, ya que pensaba llevarlas hasta allí. La conductora me respondió que vivía en El Centro. Sin dudarlo, les contesté: "No se preocupen, las llevaré, pues voy hacia allá".
El vehículo que conducía era un campero Daihatsu de dos puertas, el cual las damas ocuparon de inmediato. Algo inusual sucedió en ese momento: la conductora se subió primero y se acomodó en el asiento posterior, mientras que la pasajera más joven ocupó el asiento del copiloto. Desde el momento en que las vi, me llamó poderosamente la atención la primera, por lo que no dudé en sugerirle amablemente a la otra que cambiara de puesto con su amiga, a lo cual accedió rápidamente, y emprendimos el viaje hacia El Centro.
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Durante el trayecto, nos presentamos y comentamos sobre situaciones cotidianas. Entre otras cosas, les pregunté por qué viajaban tan temprano. La conductora, Maureen Luz Ojeda Vásquez, me explicó que trabajaba en la Caja Agraria, mientras que su amiga, Elvia González, lo hacía en el Banco Comercial Antioqueño, que estaba justo en los bajos de la oficina de Don Jesús Reyes, a donde me dirigía.
Al llegar al banco, Elvia fue la primera en bajar, ya que allí era su destino. Maureen Luz, que estaba en el asiento del copiloto, también se dispuso a bajar. Don Jesús, quien estaba en la ventana, nos vio y reconoció a las dos. Continué mi camino hacia la Caja Agraria, que quedaba a pocos metros más adelante. Aproveché la ocasión para pedirle a Maureen Luz su número telefónico, a lo que ella accedió amablemente, agradecida por haberla auxiliado. Me lo proporcionó: 261. Me despedí, comentándole que su nombre me parecía un poco difícil de recordar, a lo que ella respondió con una sonrisa: "Después que te lo aprendas, jamás se te va a olvidar". Le prometí que la llamaría en los próximos días.
Cuando llegué a la oficina de Don Jesús, este me recibió con una mirada crítica y, casi sin darme tiempo a saludar, me increpó y sentenció: "Ni crea que Maurencita le va a hacer caso a usted. Le cuento esto para que se baje de esa nube. Ella ha rechazado incluso a directivos de la empresa". Me ha rechazado a mí, me dijo. "Ella tiene su propio criterio, y no está interesada en nadie.
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Su nombre es Maureen Luz, por si pensaba que tenía alguna posibilidad con ella", sentenció, antes de seguir con su retahíla de imposibles, detallando con tono despectivo los rechazos que ella había hecho a lo largo de los años.
Cuando terminó de hablar, lo miré serenamente y respondí con convicción: "Para Dios nada es imposible. O mejor dicho, para Dios todo es posible. No vaya a ser que sea esa persona que llevo años pidiendo a mi mente subconsciente".
Dejé que el silencio llenara la oficina durante unos segundos, mientras digería sus palabras.
Pasaron varios días antes de que volviera a pensar en Maureen Luz. Sin embargo, el 1 de noviembre, que era festivo, sentí que era el momento adecuado para dar el siguiente paso. Esa noche, me dirigí a su casa en Barrancabermeja. Al llegar, me atendió su madre, Doña Lola, como cariñosamente la llamaban. Era una mujer cálida y amable, que al verme me sonrió y me comentó que Maureen había salido, pero que estaba cerca, ya que su carro estaba estacionado justo al frente de la casa.
Decidí regresar más tarde. No había pasado mucho tiempo cuando Maureen Luz abrió la puerta con una sonrisa y me invitó a pasar. Muy educada, me presentó a su madre, explicándole que era el joven que le había ayudado durante el percance días atrás. La conversación fluyó con naturalidad. Mientras disfrutábamos de una botella de piña colada, compartimos muchas historias y detalles de nuestras vidas.
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Entre las anécdotas que conté, mencioné que llevaba un mes administrando una oficina de transporte en Barrancabermeja, y que no conocía a muchas personas en la ciudad. Además, le confíé que estaba a punto de cumplir años y le pedí, casi tímidamente, si podría celebrarlo en su compañía. A su sorpresa y alegría, aceptó con gusto, mostrándome su disposición y haciéndome sentir bienvenido en su hogar.
El viernes 4 de noviembre de 1983, nos comunicamos temprano y acordamos que pasaría por ella alrededor de las siete de la noche para salir a cenar. Todo transcurrió como planeado, y, al ser fin de semana, extendimos la celebración en una taberna hasta cerca de la medianoche. Al salir, antes de llevarla a su casa, pasamos por el barrio La Floresta, donde aproveché para mostrarle el lugar donde vivía. Esa noche logré que aceptara algo que llevaba tiempo deseando: visitarla todos los días como amigo. Ella accedió con una sonrisa, y esa promesa marcó el inicio de una rutina que pronto se volvería indispensable para ambos, como veremos más adelante.
Las visitas diarias no se hicieron esperar. Cada tarde encontraba una excusa para pasar por su casa, disfrutar de su compañía y seguir conociéndola más profundamente. En una de esas visitas, surgió un tema inesperado: le pregunté, con curiosidad pero sin intención de incomodarla, por qué seguía soltera siendo tan pretendida y con tantas cualidades admirables. Su respuesta, cargada de sinceridad, abrió la puerta a una nueva etapa en nuestra relación.
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Maureen me confesó que el principal motivo era el miedo casi irracional que sentía hacia la maternidad. La sola idea de tener hijos le causaba un pánico que no podía explicar del todo. Todos sus pretendientes, especialmente aquellos que buscaban algo serio, compartían un requisito que para ella era inaceptable: querían tener hijos, mínimo dos. Eso siempre terminaba por romper el encanto y la conexión que pudiera haber.
Su honestidad me dejó pensativo, pero también me dio el impulso que necesitaba. Al día siguiente, retomamos la conversación. Con cierto tono casual, le comenté que conocía a alguien que podría ser exactamente lo que ella buscaba: un hombre interesante que, al igual que ella, no deseaba tener hijos. "Si me lo permites, podría presentártelo", le dije, probando su reacción.
Su respuesta fue un rotundo no. Me miró con una mezcla de seriedad y ternura, y replicó: "No tengo afán. Si Dios quiere que conozca a alguien así, Él se encargará de ponerlo en mi camino".
Ese era el momento que había estado esperando. Aproveché la oportunidad y le confesé lo que llevaba días queriendo decirle. "Ese amigo soy yo", le dije, mirándola directamente a los ojos. "Me encanta tu forma de ser, tu manera de pensar, y todo lo que representas. ¿Por qué no nos damos una oportunidad? Quizás Dios ya hizo su trabajo al cruzarnos en el camino. Tal vez estemos destinados a estar juntos el resto de nuestras vidas".
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El silencio que siguió fue breve, pero cargado de significado. Su mirada, primero de sorpresa, se suavizó al transformarse en una sonrisa que parecía contener la respuesta que tanto anhelaba. Esa noche marcó el inicio de algo que cambiaría nuestras vidas para siempre.
A partir de entonces, mis visitas adquirieron un tono completamente diferente. Decidí dar un paso más y sorprenderla con un detalle especial: le confeccioné su primer acróstico. Cuando se lo entregué, lo recibió con una mezcla de sorpresa y gratitud, y su reacción superó todas mis expectativas. Me confesó que esos detalles eran lo máximo para ella, y lo demostró estampando en mis labios el primer beso que compartimos. Fue un momento inolvidable, cargado de pasión y una energía única que me dejó completamente convencido de que ella era la persona que había pedido a mi subconsciente desde hacía tantos años.
Aunque no cumplía con un aspecto particular de mi petición –no era zurda–, su ser estaba adornado con tantas cualidades que ese detalle quedó completamente eclipsado. Ella llenaba, con creces, cualquier vacío que pudiera existir. Sin embargo, había algo que seguía inquietándola: la diferencia de edades. Acababa de cumplir 24 años, mientras que ella estaba a punto de celebrar su cumpleaños número 35. A pesar de su madurez y confianza en otros aspectos de su vida, ese detalle parecía ser un obstáculo difícil de superar.
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Para despejar sus dudas, le hablé con total sinceridad. Le conté que las relaciones importantes que había tenido hasta ese momento habían sido con mujeres mayores que yo: dos de ellas me llevaban 7 años, y la otra, 17. Jamás había tenido una relación con alguien de mi edad, y mucho menos con alguien más joven. Esa tendencia, lejos de ser un problema, era una elección natural en mi vida.
"Maureen Luz", le dije mirándola directamente a los ojos, "la edad nunca ha sido un factor determinante para mí. Lo que realmente importa es lo que somos el uno para el otro, y cómo juntos podemos construir algo especial".
Ese día marcó un antes y un después. Sellamos un compromiso basado en el respeto, la comprensión y el amor. Le prometí que estaría a su lado hasta el final, salvo que ocurrieran tres excepciones que no dependieran de mí: si algún día se cansaba de mí y decidía apartarse, si por alguna razón salía del país (una idea que desde niño me incomodaba profundamente solo de imaginarla), o, evidentemente, si la vida misma nos separaba por una pérdida inevitable.
Ella aceptó mi promesa con una sonrisa que decía más que mil palabras. A partir de ese momento, nuestras vidas tomaron un rumbo que ninguno de los dos había anticipado, pero que ambos deseábamos explorar con entusiasmo y esperanza.
Para Maureen, la primera causa que podría separarnos nunca sucedería. Según ella, había encontrado en mí algo invaluable: alguien que la comprendía y respetaba su decisión de no tener hijos, librándola de la maternidad que tanto temía.
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La segunda posibilidad tampoco era un riesgo; no existía en sus planes salir del país, y nuestra vida juntos se desarrollaba en un entorno donde esa opción era completamente improbable. Solo la tercera causa, la inevitable separación por cuestiones de la vida misma, era aceptada como un hecho fuera de nuestro control.
Día tras día, íbamos descubriendo nuevas cualidades y aspectos de nuestras personalidades que fortalecían nuestra relación. Nuestra conexión crecía sólida, cimentada en el respeto mutuo, la admiración y el cariño sincero. Parecía que habíamos encontrado una fórmula perfecta. Sin embargo, como decía Luis Felipe con sabiduría: "Una cosa piensa el burro y otra el que lo enjalma". Ahora sé que la vida tiene sus propios planes, y aunque no siempre nos da lo que queremos, nos enseña que todo sucede por una razón.
El primer fin de semana que pasamos juntos, noté la ausencia de su carro. Al preguntarle, me explicó que lo había llevado al mecánico para hacerle mantenimiento. Parecía algo normal, así que no le di mayor importancia. Sin embargo, mi curiosidad se despertó cuando el fin de semana siguiente ocurrió lo mismo: el carro nuevamente estaba "en mantenimiento". Decidí indagar un poco más. Resultó que, desde hacía bastante tiempo, el mecánico que atendía su vehículo la había convencido de que el uso constante del carro requería un mantenimiento semanal.
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