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MIS ÚLTIMOS 50 AÑOS           1971 – 2021           CARLOS CAMPOS COLEGIAL

Prólogo

Mis Últimos 50 años, transcurren desde el inicio de la secundaria en el Seminario Menor de Pamplona (1971) hasta el traslado de Belalcázar (Caldas) a Medellín en plena mal llamada "pandemia" (2021) en contra de todos los pronósticos.

Mi principal objetivo al compartir estas memorias, no es otro que dejar en el aire situaciones y experiencias que de una manera u otra puedan servir como base a nuestro diario vivir; si logro impactar la vida de uno solo de ustedes, he logrado mi propósito y por tanto ha valido la pena esta publicaciòn.

A lo largo de mi existencia, he recibido constantes comentarios de personas que, al escucharme, me preguntan: "¿No has considerado escribir todo esto que nos cuentas?". Fue entonces cuando me encontré con una excelente reflexión de Miguel de Unamuno: "Sólo podemos conocer y sentir a la humanidad en el único ser humano que tenemos a mano". Esta frase caló hondo en mí, y fue ese otro motivo a embarcarme en esta tarea. Poco a poco, las ideas comenzaron a aflorar, y con ellas los relatos que ahora comparto con ustedes.

El gran llamado es a conocer y practicar en tu vida tres principios fundamentales: Todos somos uno, Hay suficiente y No hay nada que tengamos que hacer. De estos tres principios nacen las verdades espirituales. Sin embargo, si los integras y los pones en práctica en tu vida cotidiana, si los sientes reales para ti, si los vives y te mueves con ellos, verás cómo se transforman en parte de tu ser.

Recuerda que todo lo que es pensable es también realizable. Todo lo que una persona puede desear también lo puede conseguir. Incluso tú. Si los demás lo consiguieron, tú también lo conseguirás, pues las leyes del universo, del que tu formas parte, son justas, correctas, y no discriminatorias e infalibles

Sería muy placentero para mí, haberle inspirado y se anime a escribir sus memorias, que con toda seguridad, tiene mucho que contar, y que le puede servir a alguien. Como te puedes dar cuenta no soy  escritor ni  poeta ni nada parecido, solo trasmito por escrito algunas de mis múltiples historias que a diario narro

Mil y mil gracias por leerme, mis mas sinceros deseos, porque sea de su total agrado.


Carlos Campos Colegial



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MIS ÚLTIMOS 50 AÑOS               1971 – 2021              Carlos CAMPOS COLEGIAL

Agradecimientos

Agradezco de manera infinita y eterna al Padre Universal, a los seres superiores que de una u otra manera estuvieron guiando la escritura de Mis Últimos 50 años y varios relatos que pronto veran la luz, en este portal.

Son muchísimas las personas a las que tendría que dar gracias; pero me van a permitir limitarme a estos 11 seres maravillosos, quienes de una manera u otra fueron y son fundamentales a traves de los años de mí tránsito por este planeta.

A todas ellas infinitas gracias y un Dios te pague igualmente infinito y eterno. 

                                                                                                 Maureen Luz Ojeda Vásquez

                                                                                                      Myriam Chacón Martinez

                                                                                               Carmen Marlene Rojas Ibarra

                                                                                                      Esperanza Ardila Suárez

                                                                                              Ana Zoraida Carrillo Sánchez

                                                                                                        Dolly Cecilia Ruiz Marín

                                                                                    Geomar del Socorro Olier Marrugo

                                                                                               Luz Marina Jiménez Gómez

                                                                                         Beatriz Elema Monsalve Urrego

                                                                                                     Gloria Arroyave Arango

                                                                                                    Claudia Quiceno Álvarez




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Mis padres, Saturnino Campos Gutiérrez, más conocido como "Pacho", y Carmen Luisa Colegial Cuadros; Don Saturnino nació el lunes 2 de noviembre de 1925 en Salazar de las Palmas (Norte de Santander) y Doña Carmen, el martes 30 de abril de 1929 en Chinácota (Norte de Santander). Se conocieron en el año 1951, pero fue solo hasta finales de 1958 cuando decidieron iniciar un fugaz noviazgo, casándose meses después.

Don Pacho era de baja estatura, contextura gruesa, piel morena, cabello crespo entrecano y ojos claros. Doña Carmen, en cambio, era de contextura delgada, estatura promedio, piel blanca, cabello lacio entrecano y ojos castaño oscuro.

Don Pacho siempre vestía de manera muy particular: camisa blanca de manga larga marca Primavera, franela y calzoncillos blancos BVD, pantalón de dril caqui supernaval que mandaba confeccionar a medida, zapatos clásicos La Corona color negro y calcetines Pepalfa del mismo color. Doña Carmen, por su parte, era muy modesta en su vestir. Ella misma confeccionaba sus trajes, generalmente de estilo sastre, nunca usó pantalones y su calzado siempre fue cerrado, jamás usando tacones.

Don Pacho era analfabeto; sin embargo, después de casarse con Doña Carmen, quien había terminado la primaria, ella le enseñó a firmar y a realizar las operaciones matemáticas básicas. Aunque nunca aceptó su condición, cuando en público debía leer o escribir algo, solía argumentar que era "muy corto de vista" y que jamás usaría gafas.

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Ambos tenían un temperamento muy fuerte, mal genio y celos excesivos. Todos los tíos, tanto paternos como maternos, eran conocidos por ser muy bromistas, como se decía en nuestro medio, "mamadores de gallo", excepto Don Pacho y Doña Carmen, quienes no tenían sentido del humor y siempre tomaban las cosas con extrema seriedad.

Un dato que se me pasaba mencionar es que Don Pacho era el treceavo hijo de 22. Los doce primeros fueron fruto de seis partos de mellizos. Por su parte, Doña Carmen era la tercera de 14 hijos, entre los cuales también hubo un par de mellizas. De este modo, crecí rodeado de una numerosa familia, lo que me llevó a tener un total de 36 tíos. Tuve la fortuna de conocer a la abuela paterna y a los abuelos maternos. El abuelo paterno, lamentablemente, falleció a los 45 años debido a muerte súbita.

El jueves 8 de enero de 1959, Don Pacho y Doña Carmen unieron sus vidas en matrimonio católico en la Iglesia de Santo Domingo de Pamplona. Después de la ceremonia, se radicaron en Gramalote (Norte de Santander), donde Don Pacho tenía un negocio, y fue allí donde nací. Vivieron en total armonía hasta que llegó el momento de escoger mi nombre, en diciembre de ese mismo año.

Cuando surgió la decisión, mi padre quería que me llamara como él, Saturnino, mientras que mi madre rechazaba ese nombre por completo y prefería cualquier otro, menos ese. Desde su niñez, a Don Pacho siempre lo llamaban Pacho, y muy pocos conocían su nombre de pila. De hecho, Doña Carmen solo supo su verdadero nombre el día de su matrimonio.

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Mi padre, con un fuerte apego a la tradición familiar, deseaba bautizar a su primer hijo con ese nombre singular, tal como lo habían hecho sus antepasados. Por otro lado, Doña Carmen, junto con su madre y varias de sus hermanas, quienes se encontraban allí celebrando mi llegada al mundo, pasaron horas tratando de convencer a mi padre. Sus argumentos iban desde los más lógicos hasta los más forzados, e incluso algunos se basaban en fundamentos religiosos. Se sugirieron nombres como Luis Felipe, Alberto, Juan e incluso Ignacio, en honor a una tía paterna que, al ingresar a un convento de clausura, había adoptado ese nombre en lugar de su nombre de pila original.

Todo parecía perdido ante la terquedad de Don Pacho, quien, empecinado en su postura, insistía en que su hijo llevara su nombre, y no cedía ni un ápice. Ni siquiera la amenaza de separación de Doña Carmen logró hacerlo cambiar de parecer. La discusión se prolongó durante varios días, lo que obligó a aplazar el viaje a Pamplona para el registro notarial, hasta la siguiente semana. Esto se repitió en varias ocasiones, hasta que en la que debía ser la última reunión, más concurrida debido a la presencia de varios tíos paternos y maternos, quienes se sumaron al debate con sus opiniones a favor de diferentes nombres y en contra del tradicional Saturnino, se vislumbró una pequeña luz al final del túnel.

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Uno de los tíos visitantes, (Jesús María Campos Gutierrez) en su afán de aportar a la solución, había traído consigo un almanaque Bristol del año 1960, el cual era un objeto común en los hogares de la época. Este almanaque contenía información básica y útil, como las fases lunares, los eclipses y el santoral diario católico, con nombres como Anatolio, Cupertino, Bartolomé, entre otros. El almanaque, con su cargada carga de tradición y simbolismo, era aún distribuido habitualmente entre la población rural, y muchos de los allí presentes confiaban en su sabiduría y orientación.

Ya cansado de tantas discusiones y previendo que aquello podía derivar en problemas mucho más complejos que la simple elección de un nombre, el recien llegado tio Jesús, sugirió una solución que, aunque salomónica, no era menos controversial. Propuso a los presentes que se realizara una votación para escoger el nombre definitivo del recién nacido, pero bajo una condición: el nombre a elegir debía ser el del santo que apareciera en el almanaque Bristol, o en su defecto, el tradicional Saturnino. Todos los presentes, agotados por la interminable disputa, estuvieron de acuerdo con esta propuesta, aunque sabían que, independientemente del resultado, lo que viniera después no sería menos complicado.

De inmediato, se consultó la fecha de nacimiento del bebé, que había sido el miércoles 4 de noviembre. Con la fortuna de los miembros de la familia, pero el descontento de Don Pacho, esa fecha coincidía con el Día de San Carlos Borromeo, Obispo y Mártir. 

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Fue entonces cuando, de forma unánime, se eligió el nombre Carlos, pero debía llevar un segundo nombre. Don Pacho sugirió Arturo, mientras que el resto de los presentes prefería Eduardo. Sin embargo, esta vez Don Pacho logró imponerse, y cuando llegó el momento de registrar al pequeño, optó por agregar Arturo como segundo nombre.

La Navidad se acercaba rápidamente, y cuando Don Pacho llegó a la Notaría Primera de Pamplona para registrar al niño, el encargado de la notaría les informó que, dado que ya había pasado más de un mes desde su nacimiento, primero debía ser bautizado y, con su partida de bautismo, podrían proceder al registro civil.

Para Don Pacho, esto fue una ofensa, pues, a pesar de ser un hombre recalcitrante conservador, era también un ateo convencido. Decidió dejar pasar otro día, y, conociendo bien las normas del lugar, acudió a la Notaría Segunda. Esta vez, le presentó al encargado una nueva historia: el niño había nacido el domingo 22 de noviembre en una dirección que llevaba anotada, que, según él, correspondía a la jurisdicción de esa notaría. En aquella ciudad, las autoridades habían dividido de manera imaginaria el territorio en dos partes, lo que significaba que cada notaría atendía aproximadamente el 50% de la ciudad.

Finalmente, el pequeño fue registrado en la Notaría Segunda de Pamplona como Carlos Arturo, naciendo el domingo 22 de noviembre de 1.959 a las 2:32 de la mañana. 

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Esta fecha, aunque en su momento no parecía tener mayor trascendencia, se reveló como premonitoria para los caprichos del destino. Años después, con el paso del tiempo, logré planificar mi vida con una certeza: si el futuro me deparaba la oportunidad de ser padre, debía serlo antes de los 25 años. Justo cuando cumplí esa edad, según mi documento de identidad, nació la menor de mis hijos y única hija, en la ciudad de Bucaramanga, el 22 de noviembre de 1.984.

A los pocos meses de haber nacido, mis padres se trasladaron a Pamplona, donde crecí y viví la mayor parte de mi niñez. Es importante mencionar un suceso que, aunque al principio pareció un simple episodio de mi infancia, más adelante descubriría su relevancia en mi vida. Cuando tenía alrededor de dos años, Doña Carmen acostumbraba a hacer mercado todos los días. Para evitar que yo la incomodara mientras compraba, me dejaba en el almacén de Don Pacho, donde trabajaban dos jóvenes: una rubia de ojos azules y una morena, de piel canela y ojos negros.

De alguna manera, sentía una conexión especial con la rubia, hasta el punto de rechazar a la morena, a quien siempre evitaba y prefería irme junto a la otra joven. Esta preferencia era tan marcada que, en más de una ocasión, la joven rubia tuvo que acompañarme hasta la casa para calmarme, pues me negaba a quedarme solo sin ella. Lo que no imaginaba en aquel entonces es que, años más tarde, este episodio tendría un giro tan inesperado e increíble que nos haría pensar que el destino tiene formas insospechadas de actuar. 

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La vida, en ocasiones, guarda secretos que, en un principio, parecen insignificantes, pero con el paso del tiempo se revelan como piezas claves de una historia mucho más profunda de lo que se podría haber imaginado.

Aprendí las primeras letras de la mano de Doña Carmen y a través de Radio Sutatenza, con la cartilla La alegría de leer. Así que, cuando ingresé al kínder de Doña Luisa Gómez de Carvajal en el año 1.966, fui promovido de inmediato a primero de primaria. Dos años más tarde, pasé al Liceo Pamplona de Don Antonio José Castro Abella, donde cursé el resto de la primaria hasta el año 1.970.

Sin embargo, fue en el año 1.968, mientras cursaba tercero de primaria, cuando ocurrió un hecho que marcaría mi vida para siempre. El miércoles 1 de mayo, presencié el primer acto sobrenatural de mi corta vida. Este evento despertó en mí un interés profundo por todo lo relacionado con lo paranormal, un interés que ha perdurado hasta nuestros días.

Aquella mañana, fui al mercado a comprar algo que faltaba para el almuerzo, cuando de repente, a pocos metros de donde me encontraba, se armó una discusión entre dos señores adultos. Uno de ellos era conocido por poseer algunas facultades paranormales, y ese día me quedó claro que, en efecto, eran reales. El otro señor, un comerciante, se sintió insultado por su oponente y, en un arrebato de ira, sacó de su cintura una cuchilla de unos 20 centímetros. Sin pensarlo dos veces, arremetió contra el hombre que lo había provocado.

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Lo que ocurrió a continuación me dejó una impresión imborrable. El hombre con facultades paranormales no mostró ningún temor ni se movió, permaneció tranquilo y sonrió ante el ataque. Cuando la cuchilla llegó a su abdomen, sucedió algo que desafió toda lógica: la hoja metálica se replegó sobre sí misma, como un acordeón, hasta quedar totalmente retraida contra la cacha. El comerciante, asombrado, soltó la cuchilla, la cual cayó sobre una vitrina, recobrando de inmediato su forma original. La cuchilla dio un pequeño brinco al tocar la superficie de vidrio, como si hubiera vuelto a la vida.

Aquel evento fue tan impactante que cambió mi perspectiva sobre lo que es posible en este mundo. Desde ese momento, comprendí que hay fuerzas y fenómenos que escapan a la comprensión humana, y mi interés por los misterios del universo creció de forma desmesurada. Para mí, a partir de ese día, todo es posible.

Fundamental en mi niñez fue la presencia de mi abuelo materno, quien, a pesar de que solo nos encontrábamos cada seis meses, en las vacaciones escolares, dejó una huella profunda en mi vida. Fue un referente en varios aspectos, empezando por su nombre, que llegó a cambiar por completo. Originalmente se llamaba Tiburcio Leal, pero él no quería ser identificado como hijo natural. En esa época, si el padre no reconocía al hijo, la madre le asignaba únicamente su primer apellido, pero el niño era considerado hijo natural, a diferencia de los hijos legítimos, que llevaban ambos apellidos. Esto no era algo que a Tiburcio le agradara en absoluto.

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El abuelo, queriendo arreglar su situación, se reunió con un notario para proponerle un cambio de nombre. El funcionario aceptó sin dudarlo, ya que el solicitante no era otro que el gamonal del pueblo. Luis Felipe fue el nombre que eligió, y para el apellido, optó por algo único. Se inclinó por Colegial porque lo consideraba un apellido distinto, que no solo fuera raro, sino que reflejara algo de importancia. Luego, añadió Colmenares, un apellido prestante en el de Norte de Santander. Desde ese momento, se hizo conocer como Luis Felipe Colegial Colmenares.

Mi abuelo Luis Felipe tenía un sinfín de historias que pocos pueden contar. Era el propietario del único camión de la zona, y además, tenía sociedad con un compadre muy querido, con quien también eran dueños de la única volqueta del pueblo. Sin embargo, un día el abuelo se dio cuenta de que su compadre había dejado de serle honesto. El compadre estaba robándole parte del producido del vehículo. Cuando llegó una tarde para dejar la volqueta en el patio, el abuelo, con una calma imperturbable, le propuso disolver la sociedad, sin mayor discusión. Le dijo:

—Compadre, no vamos a disgustarnos por algo que ya no tiene solución. Necesito que me compres mi parte o que yo te compre la tuya, porque esta sociedad llega a su fin hoy mismo.

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El compadre, sabiendo que su trampa había sido descubierta, le respondió que no tenía dinero para comprar su parte y le pidió un precio desorbitante por la suya. Sin embargo, ante la intransigencia del compadre, el abuelo no se mostró ni un poco vacilante.

—Lo único que le garantizo —sentenció mi abuelo con firmeza—, es que, a partir de mañana, esta sociedad queda disuelta.

Así, con una determinación que reflejaba su carácter, el abuelo resolvió el asunto, dejando claro que la traición no tenía cabida en su vida.

Esa noche, el abuelo Luis Felipe procedió a quitar el cardán que conecta la transmisión con la caja de velocidades. Luego, con un equipo de acetileno, cortó el chasis por detrás de la cabina, dejando la volqueta dividida en dos partes. De igual forma, procedió con la tarjeta de propiedad, cortándola en dos. A la mañana siguiente, cuando el compadre llegó para retirar el vehículo, se encontró con una sorpresa monumental: la volqueta estaba partida por la mitad. Así, le dio la oportunidad de escoger cuál de las dos partes quería quedarse, y el cardán, que estaba sobre la pieza cortada, lo obligaba a tomar una decisión. Con la tarjeta de propiedad también dividida, la sociedad quedó oficialmente disuelta.

Años más tarde, el hijo mayor de Luis Felipe lo trasladó a Bogotá para someterlo a una cirugía de próstata. La operación se llevó a cabo exitosamente en la Clínica Shaio. 

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Cuando el abuelo ya se sentía recuperado y el equipo médico no le daba de alta, un día durante la revisión, sentenció al médico:

—Mañana salgo de aquí, con su permiso o sin él.

Al día siguiente, Luis Felipe desapareció de la clínica, en pijama y pantuflas, sin dejar rastro alguno. Nadie supo cómo, pero apareció unas horas más tarde en Cúcuta, a bordo de un avión de TAO, la aerolínea que cubría esa ruta. En el aeropuerto de Cúcuta se encontró con otro de sus hijos, que viajaba a Bogotá. Este hijo, preocupado por su paradero, partía para colaborar con su búsqueda.

¿Cómo salió de la clínica? Nadie lo sabe. Tomó un taxi, abordó el avión sin documentos ni dinero, y logró llegar a su destino sin que nadie lo notara. Este hecho, al igual que muchos otros en su vida, se convirtió en un secreto más que se llevó a la tumba.

Ocuparía gran parte de este escrito si continúo narrando historias del abuelo más querido, quien me inculcó varios conceptos básicos para la vida, como que a las mujeres ni con el pétalo de una rosa, asegurando que quien levanta la mano contra una mujer es un cobarde. Y efectivamente, así es, lo he comprobado varias veces. También me decía que los muy machos y valientes, aquellos que se creen intocables, terminan en la cárcel o en el cementerio, mientras los pendejos, como él nos llamaba, andamos por ahí. Siempre decía: "Es mejor que digan 'aquí corrió Carlos Campos' que no 'aquí cayó Carlos Campos'". Para él, la palabra empeñada era una escritura, un compromiso que debía cumplirse, aunque nos diera el agua al cuello, como decía.

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Falleció el martes 30 de agosto de 1977, a pocos días de haber cumplido 82 años, dos días después de la muerte de mi abuela paterna, María Belén Gutiérrez León, de quien guardo un grato recuerdo. Con ella pasé momentos agradables, aunque no fueron tan inolvidables como los vividos con el abuelo Luis Felipe.

A propósito de la abuela, hay una anécdota que merece ser anotada. Doña Carmen tenía sus diferencias muy marcadas con la abuela, y un día, en medio de su ira contra ella, exclamó: "Cuando esa vieja se muera, me vestiré de rojo y compraré una docena de voladores para echarlos el día de su entierro". Pero mire cómo el destino nos coloca a veces en situaciones difíciles de jugar, con un plus, como llaman ahora. Cuando me preguntaban quién había fallecido en casa, porque que Doña Carmen estaba de riguroso luto, yo respondía, sin sonrojarme: "Mi abuela, la mamá de Don Pacho. Ella la quería mucho".

Donde estén, mi sentido homenaje, con un infinito gracias por todo lo que aportaron a mi formación, y un Dios te pague y bendiga para siempre.

El año 1971 fue un año determinante en mi vida, y a partir de ahí comenzó el conteo de cincuenta años. En mi mente, ordené el programa de lo que serían las próximas cinco décadas de mi vida. Inicié el bachillerato en el Seminario Menor Santo Tomás de Aquino de Pamplona, estrenando instalaciones y, en casa, estrenando hermanos, ya que Doña Carmen acababa de dar a luz a mis hermanos menores, los mellizos José Eduardo y Sonia Mercedes. 

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Del rector del seminario menor, el Pbro. Carlos Eduardo Luna Gómez, aprendí siete enseñanzas básicas que seguramente me acompañarán hasta el día de mi deceso, y las comparto con ustedes:

1. Me enseñó que todo lo que se le pida a la mente subconsciente disciplinadamente y con fe sobrenatural, todos los días al conciliar el sueño y tan pronto como despertemos, sucederá. Porque la mente trabaja las 24 horas del día sin descanso y está a nuestro servicio, para bien o para mal, dependiendo de cómo la enfoquemos. Ella desconoce lo que nos conviene o no

2. También aprendí que la fe es fe, así de simple. Existen dos tipos de fe: la fe natural, que todo el mundo utiliza, y la fe sobrenatural, que todos tenemos, pero muy pocos utilizamos. Más adelante les explicaré la diferencia abismal entre una y otra.

3. Lo fundamental es saber distinguir entre creer en Dios y creerle a Dios. No hay ser sobre la tierra que no crea en un ser superior, aunque sea ateo, pero muy pocos le creemos a Dios.

4. Definitivamente, nuestras oraciones no se quedan en el aire; absolutamente todas son respondidas en estas cuatro variantes:

a. Con un "sí" radical y sucede el milagro. He tenido tres de estos "sí" en mi vida, los encontrarán más adelante.

b. Con un "sí" condicionado: "Sí, pero todavía no"; y con dos "no" condicionados:

c. "No" porque no te conviene.

d. "No" porque te tengo algo mejor. En ningún momento encontrarás un "no" radical.

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5. La diferencia principal entre religión y espiritualismo: Religiones hay muchas, pero el espiritualismo es uno solo. Existen más de veinte diferencias muy bien marcadas, que les iré dando a conocer a medida que avancen en la lectura.

6. Siempre tener en cuenta la ley de oro: No le hagas a los demás lo que no te gusta que te hagan a ti. Hazle a los demás lo que te gusta que te hagan a ti. Es la misma ley de causa y efecto, muy conocida en nuestros tiempos.

7. Otra enseñanza que recibí de este personaje: En la vida, es fundamental saber distinguir entre las cosas que puedo evitar y las que no. Ante las primeras, colocarle todo el empeño para hacerlas de la mejor manera; y ante las segundas, dejarlas pasar sin que nos cause ninguna preocupación. El ejemplo que solía utilizar era el siguiente: decía: "No podemos hacer nada porque los chulos o gallinazos vuelen por encima de nuestras cabezas, ello es inevitable; pero sí podemos evitar que una chula haga un nido en nuestra cabeza y empolle allí sus pichones."

Como el mayor de ahora cinco hermanos, debía colaborar con el suministro de teteros y el planchado diario de montañas de pañales, que para entonces se confeccionaban con tela garza y se lavaban a diario. Por fortuna, esa labor correspondía a una vecina contratada para hacerlo, aunque no para plancharlos. 

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Mientras planchaba cada una de los cientos de piezas —pañales, fajeros, cobertores, mitones, gorros, escarpines y demás—, me hice uno de mis primeros propósitos en la vida: no procrearme; y si lo hacía, toda la crianza de los hijos debería correr por cuenta de sus madres. Y así fue: mi descendencia constó de tres hijos, cada uno con su propia madre, y con esas condiciones preestablecidas.

Durante ese año, decidí que debía tener una firma vitalicia con alguna característica que la distinguiera. Así fue como confeccioné mi firma de un solo trazo, que aún conservo. Además, empecé a usar un anillo cualquiera, que conseguí en una feria, y que años más tarde reemplacé por otro, que aún conservo. En esa misma mano, mi primer reloj de cuerda, marca "Lugran", fue un obsequio de mi mejor amigo, Humberto Rangel Fonseca, al terminar la primaria en el Liceo Pamplona. Esta amistad perduró hasta su fallecimiento el 8 de junio de 2010. Hasta el día de hoy, sigo usando un reloj vintage de esos años en mi muñeca derecha junto al anillo.

También comencé a diseñar un esquema mental de lo que sería mi proyecto de vida para los próximos cincuenta años. En el momento en que el sacerdote Luna Gómez me aseguró que todo lo que construyera en mi mente subconsciente, esta lo haría realidad, tomé esa afirmación con mucha seriedad y, de inmediato, no solo diseñé lo que quería que fuera mi vida en el futuro, sino que además la atiborré de sueños y objetivos que, aunque para muchos resultaban absurdos, nunca los consideré imposibles. 

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De hecho, muchos de los que me conocían y sabían sobre mi proyecto, me calificaban de idealista o incluso extravagante, pero para mí esos "absurdos" eran simplemente grandes desafíos que estaba dispuesto a enfrentar.

Cómo podría asegurar que trabajaría en una empresa que me pagaría un excelente salario, sin jefes inmediatos, sin horarios establecidos y desempeñándome siempre en algo que no solo me gustara, sino que amara profundamente. Estaba convencido cuando uno se dedica a hacer lo que ama, el trabajo deja de ser una obligación o una carga, y se convierte en una fuente de felicidad. Además, al ser remunerado por algo que te apasiona, ese pago se convierte en un incentivo adicional que, lejos de ser una simple compensación económica, refuerza el gozo personal que se experimenta al realizarlo.

Para complementar la parte laboral, que quizás algunos consideren absurda, le agregué también las características de la persona con la que compartiría mi vida durante muchos años. Mi pareja ideal sería una mujer que no deseara tener hijos, que respetara mi espacio personal y mi libertad, sin celos y que, incluso, apoyara e incentivara mis ideas más locas. Hoy en día le llaman (una relación abierta) También imaginé que ella usaría gafas y sería zurda, dos características que, de alguna manera, ya había asociado con la imagen de la persona que me acompañaría. Como veremos más adelante, todos estos detalles, que en su momento parecían parte de un sueño irrealizable, se cumplieron, no solo de manera aproximada, sino en su  totalidad, y fueron fundamentales para que este proyecto de vida cobrara forma y se hiciera realidad.

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El paso por el seminario fue definitivo para mí. Fue allí donde logré superar mi extrema timidez hasta tal punto que, cuando comentaba que era tímido, mis amigos me corregían, diciéndome que más bien era "temido". Esta transformación fue resultado de las múltiples oportunidades que tuve para interactuar con diferentes personas y exponerme a situaciones que requerían confianza en mí mismo. Sin embargo, este cambio no ocurrió sin contratiempos. Contradije a mis superiores en varios conceptos religiosos que no terminaban de convencerme ni de aclarar la posición del ser humano en el universo a nivel espiritual. Mis cuestionamientos, aunque respetuosos, generaron tensiones. Fue a raíz de una de estas controversias que, después de haber cursado en el seminario Primero A, Primero B, Segundo, Tercero y Cuarto, en 1975 el plantel tomó la decisión de no admitirme para cursar Quinto.

Esa decisión marcó un antes y un después en mi vida académica y personal. Gracias a la intervención del capellán del Colegio San José Provincial, Rafael Lizcano García, quien además era mi profesor de Religión y paradójicamente el causante de mi no admisión en el seminario, pude continuar mis estudios. Fue en el Provincial donde terminé Quinto, Sexto A y Sexto B en 1978. Aunque en ese momento no lo comprendí del todo, ese cambio de institución sería una bendición disfrazada, que ampliaría mi perspectiva del mundo y me permitiría enfrentar retos de una manera completamente diferente.

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MIS ÚLTIMOS 50 AÑOS           1971 – 2021           CARLOS CAMPOS COLEGIAL

Mis años en el Provincial dejaron huellas imborrables en mi vida. Fue allí donde me enfrenté, por primera vez de manera directa, a la pobreza extrema. Mientras que en el seminario la mayoría de los estudiantes provenían de familias de estrato cinco y seis, salvo mi caso, en el Provincial era completamente opuesto: el 70% de los alumnos pertenecía a los estratos uno y dos. Esta realidad me impactó profundamente y me ayudó a desarrollar una sensibilidad especial hacia las desigualdades sociales, que con el tiempo moldearía mi carácter y mis ideales.

Durante mi estadía en el Provincial, tuve el honor, o quizás la notoriedad, de romper dos récords. El primero ocurrió en mi primera semana allí, cuando me convertí en el único estudiante en recibir la resolución No 001 de 1.976 por medio de la cual me condicionaban la matrícula, una condición que conservé durante los tres años de mi permanencia en aquel claustro. Esta condición especial, aunque aparentemente restrictiva, no limitó mis ganas de aprender ni mi espíritu inquieto. Al contrario, se convirtió en una suerte de distintivo personal que asumí con humor y determinación, como si fuera un símbolo de mi rebeldía controlada frente a las normas estrictas.

El segundo récord ocurrió un año más tarde, cuando, de manera insólita, fui el primer alumno de sexto de bachillerato en perder el año. 

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Pero no fue solo eso; este acontecimiento tuvo un giro sorprendente: logré obtener el puntaje más alto del ICFES en toda la institución, alcanzando 377 puntos sobre 400, mientras que el mejor estudiante del colegio apenas consiguió 308 puntos. Este contraste, tan peculiar como irónico, fue resultado de un sistema de calificación por bimestres y en porcentaje ascendente, combinado con un giro inesperado en el orden de los temas de física.

El profesor de física, ante el cambio de manera para calificarnos, por bimestres y cada bimestre tenía un porcentaje el primer 5% y así sucesivamente, en un intento por facilitarnos la calificación, decidió empezar el curso con electricidad y electromagnetismo, considerados los temas más complicados, dejando imágenes y espejos, más sencillos, para el final. Para el momento en que realicé el examen del ICFES, en septiembre, se suponía que debíamos dominar el tema de imágenes y espejos, aunque apenas habíamos rozado estos conceptos. Ante tal desafío, resolví las preguntas de física "al cara y sello", confiando más en el azar que en el conocimiento formal. Para mi sorpresa, los resultados fueron extraordinarios: solo el 3.3% de los bachilleres del país superaron mi desempeño en física. Esta situación, aunque anecdótica en apariencia, subraya el papel del ingenio y la improvisación cuando se carece de preparación convencional.

Generalmente, las pruebas del ICFES tomaban entre dos y tres horas para completarse, pero yo las terminé en apenas quince minutos. La rapidez con la que entregué el examen causó risas y desconcierto entre los presentes. Abandoné el recinto, ignorando la conmoción que mi comportamiento inusual generaba, con la tranquilidad de haber hecho lo mejor posible, considerando las circunstancias.

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Afortunadamente, en aquellos años, el contexto económico jugaba a mi favor. El bolívar venezolano se cotizaba alrededor de 18 pesos colombianos, y Venezuela era el país más próspero del continente, atrayendo a miles de compatriotas en busca de oportunidades. La fuerza laboral venezolana, históricamente deficiente, dependía en gran medida de trabajadores extranjeros, especialmente colombianos, quienes eran bien recibidos y aprovechaban la bonanza económica del país vecino.

Este entorno también benefició mis primeros pasos hacia la independencia económica. Logré convencer a una señora, dueña de uno de los almacenes más surtidos de la ciudad, para que me permitiera atender a su clientela venezolana durante las tardes, después de salir del colegio, y hasta el cierre del negocio. Los resultados fueron espectaculares. Los clientes venezolanos no escatimaban en precios; valoraban la atención personalizada, y en eso yo sobresalía. Durante los fines de semana, mis ingresos rondaban los mil pesos, una suma que, para la época, equivalía al salario mínimo mensual.

En junio de 1975, recibí mi primer "salario", por llamarlo de alguna manera, que ascendió a la increíble suma de 4.000 pesos. Este ingreso no solo me proporcionó una independencia económica temprana, sino que también me permitió atisbar las posibilidades de un futuro en el que el esfuerzo y la perseverancia eran recompensados de maneras inesperadas.

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Otra de mis excentricidades en aquellos tiempos consistía en afirmar, con absoluta convicción, que cuando trabajara y ganara mucho dinero, como sabía que eventualmente lo lograría, nunca tendría nada de mi propiedad. Esta declaración generaba desconcierto, especialmente entre mis compañeros del Seminario y del Provincial, quienes no entendían la lógica detrás de mi decisión. Incluso yo, en aquel entonces, no terminaba de comprenderla del todo. Sin embargo, aclaraba siempre que, aunque no acumularía bienes materiales, viviría cómodamente: tendría un apartamento acogedor, un medio de transporte para movilizarme y viajar cuando fuese necesario, y contaría con todo lo básico hasta el último día de mi vida. Esa era, según explicaba, una especie de compromiso que había hecho con los "creadores" cuando me enviaron a este planeta. Para muchos, mis palabras eran apenas otra extravagancia juvenil, pero el tiempo, como suele suceder, me dio la razón años más tarde.

Aprovechando este espacio de reflexión, es interesante comparar cómo ha cambiado el concepto de tener una mascota desde aquellos años hasta hoy. En mi juventud, poseer un perro o un gato no era ni remotamente similar a lo que significa actualmente. Los perros, por ejemplo, estaban lejos de gozar de los privilegios que tienen en la actualidad, donde muchos han sido humanizados hasta extremos que parecen sacados de una fábula moderna.  

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En aquellos días, los perros eran simplemente eso: perros. Durante el día, permanecían amarrados en los solares de las casas, cumpliendo su rol de guardianes, mientras que por la noche se les soltaba para que vigilaran el hogar mientras sus dueños dormían tranquilamente.

Recuerdo que algunos perros, los más afortunados, tenían dueños que diseñaban rudimentarios pero ingeniosos mecanismos para mejorar sus condiciones. Uno de ellos consistía en un circuito hecho con un cable metálico tipo guaya, que se fijaba rígidamente en ambos extremos del solar. Sobre este cable se deslizaba una argolla metálica, a la que se amarraba el lazo del perro. Esto le permitía desplazarse a lo largo de la parte lateral del solar, dándole cierta libertad de movimiento y evitando que quedara restringido a un espacio reducido de apenas dos metros cuadrados, como era la suerte de la mayoría de sus congéneres.

Por supuesto, los perros no tenían acceso a la alimentación especializada que hoy en día es la norma. Se les alimentaba con sobras de la comida familiar, y solo en raras ocasiones recibían un hueso carnudo como premio o se les hacía una sopa con carnes de segunda, al sustituir dicha alimentación por el cuido actualmente, el valor de la carne de segunda se ha depreciado considerablemente. No existían paseos dedicados, camas especiales ni juguetes diseñados para estimular su mente o actividad física. Su propósito principal era funcional: proteger la casa y, en algunos casos, acompañar a los niños en sus juegos al aire libre. La evolución en la manera en que tratamos a las mascotas no deja de sorprenderme. 

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