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Mis Últimos 50 años 1971 - 2021 Carlos Campos Colegial

Hoy en día, los perros no solo son miembros de la familia, sino que en muchos casos reciben un trato que supera con creces al que se da a algunos seres humanos. Se les celebra cumpleaños, se les lleva al spa y se les ofrecen servicios de guardería y hasta funerales, algo inimaginable en mi juventud. Reflexionar sobre estos cambios me lleva a pensar en cómo las sociedades transforman sus valores y prioridades con el tiempo, adaptándose a nuevas realidades y sensibilidades.

En aquellos años, las opciones de alimentación para las mascotas eran extremadamente limitadas. Solo existían dos fábricas dedicadas a producir alimentos para animales: Finca y Purina. Sin embargo, su producción estaba destinada exclusivamente a pollos y gallinas, con fórmulas específicas para levante, engorde y producción de huevos. Los perros, por tanto, se alimentaban con lo que sobraba de las comidas familiares. Si la familia era de buen comer y poco o nada sobraba en los platos, se les preparaba una sopa de huesos y carne de segunda. Además, los restos que vecinos, generalmente sin mascotas, tenían la amabilidad de compartir, contribuían a completar la dieta de los canes.

De esta práctica surgió un dicho muy popular en la época, aunque ahora casi en desuso: "Cómase todo porque aquí no hay perrito". Esta frase, repetida con frecuencia en los hogares, reflejaba no solo la importancia de no desperdiciar alimentos, sino también la realidad de que muchas familias no podían permitirse el lujo de mantener un animal doméstico, al menos no como se concibe en la actualidad.

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Los veterinarios, por otro lado, eran profesionales escasos y su atención se destinaba casi exclusivamente a animales de granja, como el ganado vacuno y los caballos. Las necesidades médicas de los perros rara vez eran consideradas. Si un perro enfermaba, se le administraba una pastilla de terramicina, un antibiótico de amplio espectro que se usaba tanto para humanos como para animales, esperando que esto fuera suficiente para aliviarlo. En caso de que no mejorara y sucumbiera a la enfermedad, el procedimiento habitual era enterrarlo en el mismo solar donde había pasado toda su vida, un acto que, aunque sencillo, estaba cargado de un simbolismo respetuoso y final.

La eutanasia para mascotas era un concepto prácticamente inexistente en aquella época. En los raros casos en los que se consideraba "necesario", se recurría a métodos rudimentarios y ciertamente controvertidos. Recuerdo que en ocasiones se le pedía prestado un revólver al vecino, y con un disparo en la frente, se ponía fin al sufrimiento del animal. Este acto, aunque drástico, era visto como una solución práctica en un contexto donde los recursos eran limitados y las opciones, aún más.

Todo esto contrasta profundamente con la realidad actual, donde las mascotas son atendidas con un nivel de cuidado y sensibilidad que incluye una amplia gama de alimentos balanceados, servicios veterinarios especializados, y métodos éticos para manejar enfermedades terminales o sufrimientos extremos.

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 Reflexionar sobre estas diferencias no solo evidencia el avance en nuestra relación con los animales, sino también cómo han evolucionado nuestras prioridades y valores como sociedad.

El perro, desde que llegaba a casa siendo cachorro, permanecía confinado en el hogar, sin salir ni siquiera a la puerta de la casa. Esta restricción no era solo por precaución, sino porque los animales no estaban acostumbrados a interactuar con el mundo exterior de la forma en que lo hacen hoy en día. Cuando, en raras ocasiones, lograban escaparse y salir, no sabían cómo enfrentarse a las calles, lo que los hacía vulnerables a accidentes, generalmente con vehículos. Esta situación trágica se repetía con frecuencia, dejando a las familias con un sentimiento de culpa y desolación.

Además, si un perro lograba entrar accidentalmente a una iglesia durante la celebración de una eucaristía, se encontraba con un recibimiento hostil: era pateado por los asistentes hasta que lograban echarlo fuera. De estas experiencias tan comunes surgieron expresiones populares como "vida de perros" o "le va como perro en misa", que aún hoy resuenan como testigos de esa época en que los animales eran vistos como simples guardianes o acompañantes, sin el estatus de miembros de la familia que tienen en la actualidad.

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En ese entonces, conceptos como psicólogos para perros, paseadores o guarderías para mascotas eran impensables, así como los sofisticados y costosos exámenes y tratamientos médicos que hoy están disponibles. La atención que se les brindaba era mínima y utilitaria, sin las comodidades y privilegios modernos que ahora parecen indispensables para muchas familias.

Con respecto a las guarderías para perros, conocí no hace mucho a una amiga que administra una de ellas. En este lugar, atiende exclusivamente a perros de razas consideradas finas, y sus dueños están dispuestos a pagar tarifas impresionantes: hasta doscientos mil pesos diarios por cada perro. Durante una visita que le hice, fui testigo de una escena que parecía sacada de una película. En esa guardería, además de los perros, la señora tenía un cerdito como mascota, el cual, para sorpresa de todos, había entablado una estrecha amistad con uno de los perros que solían dejar por largos periodos.

El dueño de este perro, además de pagar la elevada tarifa, dejaba siempre un cuido especial e importado para atender los problemas estomacales de su mascota, que al parecer era particularmente delicado. Sin embargo, lo más curioso ocurrió un día en la cocina de la guardería. El cerdito y el perro, unidos en su insólita camaradería, aguardaban con entusiasmo mientras una empleada pelaba papas. Al caer las cáscaras al suelo, ambos animales se lanzaban a disputarlas con una voracidad inesperada. Fue la primera vez en mi vida que presencié a un perro comiendo cáscaras de papa, algo que nunca hubiera imaginado de un animal tan fino y supuestamente acostumbrado a cuidados tan especiales.

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Definitivamente como le escuché a un afamado conferencista que decía, los perros son los animales más inteligentes, tanto que hacen que el ser humano haga por ellos lo que jamás harían por sus hijos y decía como a los perros había que sacarlos a pasear todos los días, en donde el perro decidía para donde ir y no solo eso sino que el humano cada vez que el animalito se desocupa, el humano se arrodilla, para recoger sus excrementos; volviendo a nuestro relato, los perros eran simplemente, perros no estaban humanizados como en la actualidad y sus nombres eran siempre los mismos, Nerón, Leoncico, Tony, Capitán y otros por el estilo, por supuesto ni imaginar que a estos seres se les hicieran honras fúnebres con sufragios recordatorios y demás pompas, los gatos por ser más independientes tenían total libertad, hasta que por estar tras las hembras en celo, rompían las tejas, causando goteras y el ofendido les colocaba veneno, de pronto el gato desaparecía para siempre, a ellos si se les alimentaba exclusivamente con leche y pan sobrante que se endurecía.

Suficiente con el tema de las mascotas, pasemos nuevamente a las experiencias juveniles y demás; tuve la fortuna de tener mi primera experiencia sexual poco antes de los 15 años y ello ocurrió así: siempre solía acompañar a Doña Carmen los sábados al mercado y fue allí cuando una amiga de esta se encontraron y cruzaron varios comentarios, mientras una señora bastante  agraciada a mi modo de ver, pasaba por el lugar y escuché como la amiga le comentaba a Doña Carmen:

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esa vieja que acabo de pasar es una vieja sinvergüenza y le gustan los muchachitos para corromperlos, tenga mucho cuidado con Carlitos que está en la edad de su preferencia; pues tomé atenta nota al respecto, me fije muy bien en la señora y comencé a idear un plan para llegar a ella.

Un día cualquiera, al regresar del colegio, vi nuevamente a aquella agraciada y hermosa señora que tanto había llamado mi atención. Era una de las mujeres más altas de la población, siempre impecablemente vestida y maquillada con sutileza. Su presencia se anunciaba con una delicada estela de perfume que quedaba suspendida en el aire dondequiera que pasara. De inmediato, desvié mi trayecto para seguirla discretamente hasta su casa, que, por cierto, estaba bastante alejada del centro de la ciudad. Observé con atención y anoté mentalmente la dirección exacta.

Días más tarde, aproximadamente a las cinco de la tarde, regresé a su casa con un sobre en la mano. Había escrito en él su dirección y un nombre inventado. Toqué la puerta, y casi de inmediato, apareció ante mí aquella señora encantadora. Le expliqué que venía de Cúcuta y que una familiar me había encargado entregar ese sobre en esa dirección. Obviamente, el nombre no coincidía, por lo que no lo aceptó. Sin embargo, con ese simple pretexto, ya había logrado romper el hielo. 

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Aprovechando la oportunidad, le pregunté si le parecía bien que la visitara la próxima semana, si no tenía inconveniente. Para mi sorpresa y alegría, su respuesta fue positiva. Me dijo que vivía sola y que le agradaría compartir las onces algún día de la semana siguiente. Me comprometí a regresar, llevando panes y queso de hoja para degustar juntos.

El jueves 4 de julio de 1974, volví a su casa, esta vez alrededor de las tres de la tarde, con todo lo acordado. Me invitó a pasar, y juntos preparamos un espumoso chocolate con leche fresca. En aquel entonces, la leche llegaba directamente del campo al consumidor, transportada en grandes cántaras metálicas de 42 litros. Se vendía por litros, y era necesario llevar un recipiente para transportarla. Era lo que llamaban leche cruda, y debía hervirse antes de consumirla. Durante este proceso, había que estar muy pendiente, ya que, al hervir, la espuma crecía rápidamente y podía derramarse si no se vigilaba. De hecho, de esa particularidad surgió el conocido refrán: "No hacemos nada con llorar frente a la leche derramada".

Aquella tarde, mientras compartíamos el chocolate y conversábamos, mi curiosidad juvenil se combinaba con la emoción de estar en presencia de alguien que hasta entonces había sido una figura lejana y misteriosa. Fue una experiencia que marcaría el inicio de una relación singular y memorable en esa etapa de mi vida.

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Desde muy temprana edad, descubrí que poseía una habilidad especial para expresarme mejor por escrito que verbalmente. Siempre me ha resultado sencillo crear acrósticos, una forma poética que, aunque hoy en día está algo en desuso, sigue siendo una de mis favoritas. Aprovecho la ocasión para invitarlos a ser parte de mi libro Acrósticos CARCACOL,  https://acrosticoscarcacol.webnode.com.co en el cual confecciono acrósticos como homenaje póstumo a seres queridos fallecidos. Es una manera única y emotiva de rendir tributo a su memoria.

Aquella tarde inolvidable, después de degustar el chocolate con pan y queso, sentí una profunda inspiración para aprovechar mis habilidades. Le pregunté a la señora su nombre completo y le pedí una hoja de papel. Siempre llevo conmigo, como hasta el día de hoy, un estilógrafo: un instrumento de escritura que, aunque está en desuso, todavía puede conseguirse con cierta facilidad. Me siento particularmente cómodo escribiendo con este tipo de pluma; hay algo especial en la precisión y fluidez que ofrece.

Con su nombre y apellidos frente a mí, comencé a trabajar rápidamente en el acróstico. Por fortuna, no contenía letras complicadas como la Ñ, la X o la Z, que suelen dificultar la composición. En cuestión de minutos, logré completarlo. Se lo entregué, sintiendo una mezcla de nerviosismo y emoción. Ella lo leyó en silencio, con atención, deteniéndose en cada línea. Al terminar, levantó la mirada, me felicitó con una sonrisa y, para mi sorpresa, estampó un beso sonoro en mi boca. Fue un momento inesperado, pero lleno de significado.

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Sin decir más, se dio vuelta y, mientras se dirigía a su habitación, anunció que ya regresaba, pidiéndome que la esperara un momento. Aquella breve pausa quedó suspendida en el tiempo, como si el universo entero contuviera la respiración, expectante por lo que sucedería a continuación.

Cuando regresó, un nudo inmenso se formó en mi garganta, inmovilizándome casi por completo e impidiéndome articular palabra alguna. Ella notó mi evidente desconcierto y, con una voz calmada pero firme, me pidió que me tranquilizara, asegurándome que lo mejor estaba por venir.

Su atuendo, inesperado y cautivador, rompió todas mis expectativas. Jamás habría imaginado algo tan especial, tan oportuno para ese instante único. Llevaba un baby doll transparente de un tono lila suave, acompañado de una delicada levantadora que caía con gracia sobre su figura, mientras unas pantuflas adornadas con pequeños detalles de peluche, también lilas, completaban el conjunto. Con una elegancia que rozaba lo hipnótico, ocupó la silla frente a mí y, con un gesto calculado, extendió una de sus espectaculares y largas piernas hacia mí. Sus movimientos tenían un ritmo casi coreográfico; balanceaba la pantufla en su pie con una cadencia que atrapaba la mirada y el pensamiento.

No pude resistir más. En un movimiento impulsivo, me levanté y avancé hacia ella con una mezcla de urgencia y devoción, despojándome apresuradamente de la chaqueta, la camisa, los zapatos y el pantalón mientras me acercaba. Cuando quedé frente a ella, a una distancia en la que el espacio apenas existía entre ambos, se inclinó hacia mí y, con un susurro seductor, me dijo al oído:

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—A las mujeres nos encanta que nos acaricien y besen desde el dedo meñique del pie hasta la coronilla, recorriendo cada centímetro del cuerpo, sin excluir ningún lugar, por más inusual que parezca. Empiece por mi pie, y yo le iré guiando.

Al terminar de hablar, dejó caer la pantufla, marcando el inicio de un momento que resultaría inolvidable.

Aquel encuentro se transformó en una experiencia que desafió mis propios límites de imaginación y placer. Durante más de cuatro horas, descubrí sensaciones que hasta entonces parecían reservadas a un plano inalcanzable. Su guía era precisa, susurros que delineaban un camino por el que transitamos juntos, descubriendo casi todas las dimensiones del placer, como si el tiempo y el mundo exterior se hubieran detenido únicamente para nosotros.

Cuando salí de aquella casa, ya era de noche. Con pasos apresurados, corrí hacia mi hogar, preparado mentalmente para enfrentar el castigo que seguramente recibiría por llegar a esas horas. Sin embargo, al llegar, descubrí que mis padres no se habían percatado de mi ausencia, y lo que temía no sucedió. Aquella noche apenas logré dormir un par de horas, pues mi mente estaba ocupada, ansiosa por que amaneciera para compartir mi primera experiencia con mis amigos más cercanos.

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Le supliqué a la señora, casi con desesperación, que me permitiera seguir visitándola al menos una vez por semana. Finalmente accedió, pero bajo una condición: cada vez que fuese, debía presentarle a un amigo contemporáneo que jamás hubiese tenido una experiencia como aquella, y ella, a cambio, me presentaría a una amiga de su círculo. Por supuesto, acepté la propuesta sin dudarlo. A partir de entonces, fuimos muchos los que compartimos momentos con aquella hermosa, espectacular y singular mujer, cuya presencia fue un regalo que el destino nos puso en el camino.

Desde estas líneas, y con profunda gratitud, le envío un sincero homenaje al más allá, pues si aún viviera, debería rondar los cien años. Siempre la recordaré como el primer día, con un "Dios te pague" y un deseo eterno de que su alma esté bendecida por siempre.

En aquella época, era común que los padres llevaran a sus hijos adolescentes a un prostíbulo para iniciarse en los aspectos íntimos de la vida. Sin embargo, gracias a esta divina mujer, jamás he tenido que pagar por sexo ni he recurrido a prostíbulos o casas de lenocinio, como eran conocidas entonces. Mis conquistas han estado marcadas por los acrósticos, que siempre han sido mi arma favorita para llegar al corazón de las damas. Eso sí, con una condición que nunca he roto: mis parejas siempre han sido mayores que yo.

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A diferencia de mis compañeros, nunca tuve una novia formal. Jamás pedí permiso para hacer visitas ni seguí el protocolo de los romances juveniles que se estilaban en aquellos tiempos. Me di cuenta de ello una madrugada, durante un programa especial de la Radio Nacional de Colombia llamado "Amaneciendo". Era época de amor y amistad, y el tema era: "¿Recuerdas con quién te diste tu primer beso? ¿Y quién se dio el primer beso contigo?". Lo primero lo tenía muy claro, pero lo segundo no. Hasta ese momento, nadie se había dado ni se daría su primer beso conmigo, por lo que anotaba antes: mis parejas siempre han sido mayores que yo. Algunas, incluso, mucho mayores, como irán descubriendo en el transcurrir de estas líneas.

Un saludo muy especial al señor William Eduardo Matiz Fernández, conductor del programa Amaneciendo de la Radio Nacional de Colombia, espacio que se ha convertido en un referente para reflexionar, aprender y conectarse con las historias de la vida cotidiana de nuestro país. A través de los años, he tenido el privilegio de mantener un contacto constante con el señor Matiz, cuyo compromiso y profesionalismo han dejado una huella profunda en la audiencia.

En este largo trayecto, he aprendido que cada experiencia, por pequeña o grande que sea, tiene un valor incalculable, y compartir esas vivencias no solo enriquece a quienes nos escuchan, sino que también nos permite perpetuar el legado de quienes nos han formado.

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Quiero aprovechar estas líneas para rendir un saludo eterno y sincero a dos personas que dejaron una huella imborrable en mi formación: los prefectos de disciplina que me acompañaron en etapas cruciales de mi juventud. Durante mi paso por el Seminario Menor de Pamplona, entre 1971 y 1975, el señor Alfonso Capacho Martínez desempeñó un papel fundamental. Su guía, carácter firme pero justo, y su compromiso con inculcar valores esenciales en cada uno de nosotros marcaron profundamente mi desarrollo personal. Más tarde, entre 1976 y 1978, en el Colegio San José Provincial de Pamplona, tuve la fortuna de contar con la orientación del señor Oswaldo Espinosa, quien con su ejemplo de dedicación y rectitud contribuyó significativamente a la formación de nuestro carácter y espíritu. A ambos les expreso mi más profunda gratitud por los valiosos granitos de arena que aportaron, no solo a mi vida, sino a la de todos mis compañeros de esa época.

Retomando el relato, quisiera compartir algunos detalles que considero importantes para contextualizar mi trayectoria académica en esos años. En el Seminario Menor cursé primero A y B, segundo, tercero y cuarto años entre 1971 y 1975, una etapa que recuerdo con especial cariño, no solo por la formación académica recibida, sino por los valores humanos que allí se inculcaron, como la disciplina, el trabajo en equipo y la espiritualidad. Posteriormente, en el Provincial, realicé quinto y sexto A y B entre 1976 y 1978, completando así mi formación académica secundaria. Aunque obtuve mi grado en 1978, siempre me he sentido parte de la promoción de 1977, ya que fue con ellos con quienes compartí la mayor parte de mi tiempo y forjé las amistades más significativas.

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Recuerdo con especial emoción la celebración de los 25 años de egresados en el año 2002, cuando más de sesenta compañeros respondimos a la convocatoria. Fue un encuentro cargado de memorias, anécdotas y un profundo sentido de gratitud hacia una etapa de nuestras vidas que marcó nuestro camino. En ese momento, reafirmé mi pertenencia a esa generación que, como yo, vivió con intensidad los desafíos y alegrías de aquellos años formativos.

Mirando hacia atrás, comprendo que cada etapa vivida, cada persona que se cruzó en mi camino, y cada enseñanza recibida han sido fundamentales para construir lo que soy hoy.

A pesar de haber perdido el año académico, decidí asistir al baile de graduación que se celebraba en el Club Águeda Gallardo. No fue una decisión fácil, ya que para entonces me encontraba en plena recuperación de un aparatoso accidente en bicicleta que me había provocado una fractura en el tabique nasal. Llevaba una férula interna con taponamiento y un vendaje externo en forma de X que cubría gran parte de mi rostro. Sin embargo, el ánimo de celebración pudo más que las recomendaciones médicas, así que me presenté al evento, incluso tomando aguardiente como de costumbre, desafiando las estrictas restricciones impuestas por los médicos.

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Al llegar al club, noté las miradas de sorpresa de mis compañeros. Nadie esperaba que me presentara en esas condiciones. Entre risas y bromas, se acercaron algunos amigos que solían retarme, y no tardaron en plantearme un desafío. En una mesa cercana a la orquesta, se encontraba una dama desconocida de aproximadamente 25 años. A lo largo de la noche, ella había rechazado todas las invitaciones para bailar. El reto era claro: lograr que esa mujer aceptara bailar conmigo. La apuesta, una media de aguardiente, fue sellada con la confianza de ellos en que sería imposible cumplirla, especialmente en mi estado.

Acepté el desafío con determinación. Decidí usar una estrategia diferente: en lugar de abordarla directamente, comencé a moverme por distintos puntos del salón, colocándome en lugares estratégicos donde pudiera percatarse de que la estaba observando. Cada vez que ella notaba mi mirada, me escondía rápidamente, generando un juego de intriga. Mientras tanto, continué atento a las invitaciones que le hacían otros hombres, las cuales seguía rechazando una tras otra.

Después de algunos minutos, logré captar completamente su atención. Fue entonces cuando decidí actuar. Me acerqué con confianza hasta su mesa, me incliné ligeramente hacia ella y, con una sonrisa, la invité a bailar. Para mi sorpresa y la de todos los presentes, la dama aceptó de inmediato. En ese instante, una oleada de euforia me invadió, tanto que no pude evitar expresar mi alegría.

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Ella, curiosa, me preguntó a qué se debía mi entusiasmo. Entre risas, le conté lo ocurrido: "Mis amigos aseguraron que nadie aceptaría bailar conmigo en estas condiciones. Yo les dije que no solo lo lograría, sino que lo haría contigo, la mujer más bella y misteriosa del salón". Al escucharme, ella sonrió con una mezcla de incredulidad y complicidad.

Aquella noche no solo gané la apuesta, sino también un recuerdo inolvidable que sigue vivo en mi memoria. Fue un momento en el que la osadía, la determinación y un toque de humor transformaron lo que parecía una desventaja en una anécdota para contar toda la vida.

Bailamos el resto de la noche, compartiendo risas, conversaciones y algunos datos personales que poco a poco nos permitieron conocernos mejor. La conexión era evidente, y el ambiente del club parecía envolverse en una atmósfera especial alrededor de nosotros. Sin embargo, al salir del lugar, ocurrió un incidente que marcó el final de la velada de una manera peculiar: pisé accidentalmente un vómito que no vi y, para mi desgracia, caí sentado en medio de él.

A pesar de la incomodidad y la vergüenza del momento, ella, con una actitud comprensiva y amable, no dudó en ayudarme a levantarme y acompañarme hasta los baños para asearme lo mejor posible. Su actitud solidaria y su disposición para no dejarme solo en esa situación fueron un reflejo de la nobleza que más tarde descubriría en ella. Una vez me hube aseado, insistí en acompañarla hasta la casa donde se encontraba hospedada.

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Durante el camino, seguimos conversando, y fue entonces cuando me contó que vivía en Cúcuta junto a sus padres y hermanas. Su padre, don Alfonso Ardila González, era un destacado empresario en sectores como los seguros, las panaderías y el transporte. Antes de despedirnos, me invitó a encontrarnos al día siguiente por la tarde para conocer la ciudad. Por supuesto, acepté con entusiasmo.

Nos encontramos al día siguiente en la tarde y, durante un buen tiempo, recorrimos la población, sirviéndole de guía. Un día después, viajó a Cúcuta, y nuestra comunicación fue fluida y constante hasta que me invitó a conocer a su familia, invitación que acepté complacido. Días más tarde, después de una minuciosa preparación, viajé a Cúcuta para cumplir ese objetivo.

Aquella tarde marcó el inicio de algo mucho más profundo. Don Alfonso, un hombre de gran visión y carácter, no tardó en reconocer en mí un potencial que hasta entonces pocos habían notado. Me ofreció trabajar en su oficina, un gesto que no solo me brindó una oportunidad profesional, sino que también lo convirtió en otro maestro importante en mi vida, uno que jamás olvidaré. Desde aquí, mi reconocimiento eterno a ese gran hombre que, con su guía y confianza, dejó una huella imborrable en mi trayectoria.

Durante 1978, la relación con su hija, Esperanza Ardila Suárez, se fue consolidando. Lo que comenzó como un encuentro fortuito en un baile de graduación se transformó en un romance lleno de ilusiones y proyectos compartidos.

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En 1979, decidimos formalizar nuestra unión y comenzamos a construir una vida juntos. Ese mismo año, el jueves 23 de agosto a las 10:30 de la mañana, nació nuestro primogénito, Carlos Eduardo Campos Ardila, en San Antonio del Táchira. Como era común en esos tiempos, fue registrado también en una notaría de Cúcuta. La llegada de Carlos Eduardo llenó nuestras vidas de alegría y nos brindó un propósito renovado. Es de anotar que se llamó Carlos Eduardo en homenaje a mi gran maestro del seminario, rector del mismo durante 1971.

Sin embargo, no todo fue armonía. Las tensiones comenzaron a surgir cuando Doña Teofilde, la madre de Esperanza, tomó una postura adversa hacia mí. En vista de que me negué a suministrar datos confidenciales sobre las actividades de Don Alfonso, ella emprendió una campaña en mi contra. Sus constantes críticas y consejos a su hija para que "me apretara las clavijas" se tradujeron en una cantaleta permanente que, con el tiempo, erosionó la estabilidad de nuestra relación.

La situación se tornó insostenible con la llegada de Carlos Eduardo. Finalmente, el martes 4 de septiembre de 1979, tomé la difícil decisión de partir. Esa despedida marcó el final de nuestra vida juntos, y hasta el día de hoy, nunca volvimos a vernos.

A pesar de todo, la historia no terminó en ruptura total. Con Carlos Eduardo he mantenido una relación excelente a lo largo de los años, y ese vínculo ha sido una fuente de satisfacción y orgullo en mi vida. 

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Aunque las circunstancias nos separaron, siempre quedará en mi memoria lo que aprendí y viví junto a Esperanza y su familia, con todos sus matices de alegría, desafíos y enseñanzas.

Mi camino hacia la graduación estuvo lleno de grandes y pequeñas emociones que, con el tiempo, moldearon mi carácter, volviéndome una persona decidida, poco temerosa y con una fe inquebrantable en la guía de los seres superiores. Esa misma fe ha sido mi faro en estos 60 y tantos años de vida en este planeta tan especial y, particularmente, en este único e inigualable país, Colombia. Si tuviera la posibilidad de elegir en futuras encarnaciones, no dudaría ni un instante en regresar a esta tierra maravillosa, llena de contraste, belleza y resiliencia.

Sin embargo, alcanzar esa meta académica no fue un camino fácil ni convencional. Mi vagancia continuó durante la repetición del sexto grado, hasta el punto de volver a perder el año. Una vez más, el rector intervino con los profesores para evitar que quedara rezagado y logró que me permitieran habilitar tres materias: Filosofía, Física y Estética. Su determinación para ayudarme llegó al extremo de proporcionarme las preguntas de las evaluaciones, asegurándose de que no tuviera excusa para no aprobar.

Fue entonces cuando ocurrió un episodio que, con el tiempo, se convirtió en una de las anécdotas más jocosas y pintorescas de mi vida. 

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El profesor de Estética, el señor Juan Vargas, colocó un aviso en la secretaría del colegio que decía: "Los alumnos que perdieron Estética los espero mañana a las dos de la tarde en la biblioteca". Al día siguiente, obediente, me dirigí a la biblioteca a la hora indicada, pero al no encontrar a nadie allí, pensé que el examen había sido aplazado, así que me regresé tranquilamente a casa.

Al día siguiente, cuando me encontré con el profesor Vargas, su expresión de incredulidad y ligera exasperación fue inconfundible. "Definitivamente usted no se deja ayudar", me dijo. "No asistió a la habilitación". Le expliqué que sí había ido, pero que, al no ver a nadie, asumí que el examen había sido pospuesto. Fue entonces cuando, con un tono mezcla de reproche y humor, me contestó: "¡Cómo iba a haber alguien más si el único que perdió Estética en todo el colegio fue usted!".

La respuesta me tomó por sorpresa y, sin perder la oportunidad, le señalé que el aviso estaba mal redactado, pues debió decir: "El alumno que perdió Estética". Ambos soltamos una carcajada que alivió la tensión del momento. Finalmente, el profesor, demostrando su paciencia infinita, me permitió presentar un trabajo para recuperar la materia. Con la ayuda de mi amigo José Víctor Augusto Higuera Marín, quien confeccionó una plancha improvisada para el trabajo práctico, logré cumplir con el requisito y aprobar sin mayores inconvenientes.

Ese episodio, aunque cómico en retrospectiva, simboliza para mí una lección más profunda: incluso en los momentos en que parece que todo está en contra, siempre hay maneras de salir adelante si contamos con la ayuda de otros, el ingenio y un poco de suerte.

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Graduarme fue mucho más que un trámite académico; fue un hito que marcó el comienzo de una vida llena de aprendizajes, desafíos y gratitud por cada oportunidad que se ha presentado en mi camino.

Los otros dos profesores que me ayudaron en las habilitaciones dejaron en mi vida huellas que aún perduran. Uno de ellos fue el profesor Juan de Dios Ramírez, encargado de Física. A él le debo no solo haber aprobado esa materia, sino también el desarrollo de una habilidad que me ha acompañado siempre: una letra clara y una ortografía decente. Admiraba profundamente su caligrafía y me propuse lograr que la mía se pareciera a la suya. Para ello, compré un cuaderno de doble línea y, con su guía, comenzamos un ejercicio metódico. Él hacía una muestra en el cuaderno, y yo me dedicaba a realizar planas repetitivas hasta alcanzar el nivel deseado. Con esfuerzo y constancia, logré que mi escritura evolucionara, convirtiéndose en un reflejo de la paciencia y dedicación que aprendí de él.

El otro profesor que fue clave en ese proceso fue Marco Antonio Carvajal, quien nos enseñaba Filosofía. Sus clases iban más allá de los conceptos teóricos; eran una mezcla de reflexiones profundas y comentarios visionarios que en su momento podían parecer inusuales, pero que con el tiempo se han vuelto sorprendentemente cercanos a la realidad. Una de sus premoniciones que jamás olvidaré era sobre la especialización de la medicina.

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Decía: "La medicina se está dividiendo en tantas áreas que los médicos generales quedarán obsoletos. A ustedes les tocará la época en la que vayan al odontólogo para tratar un colmillo superior, y el profesional les diga: 'Lo siento, soy especialista en los colmillos inferiores, tendrá que ir donde el Doctor Gil, que es el experto en los superiores'".

En aquel entonces, esas palabras nos arrancaban risas y nos parecía una exageración. Sin embargo, hoy no puedo evitar recordar sus palabras cuando veo lo certera que fue su visión. Vivimos en un mundo donde la especialización domina prácticamente todos los campos, y sus comentarios, que en su momento parecían absurdos, han terminado convirtiéndose en una especie de legado profético.

Ambos profesores no solo me ayudaron a superar las materias que necesitaba para graduarme, sino que me dejaron enseñanzas que trascendieron lo académico. De Juan de Dios aprendí el valor de la disciplina y el detalle, y de Marco Antonio, la capacidad de reflexionar sobre los cambios del mundo con una mirada amplia y visionaria. Ellos, junto con otros mentores que he tenido en mi vida, forman parte de esa red de personas que, con sus actos y enseñanzas, han contribuido a formar el ser humano que soy hoy.

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Escribir estas memorias ha sido posible gracias a la inspiración que dejó en mí el profesor Adolfo León Mora. Él solía afirmar que plasmar un pensamiento en palabras de tal manera que cualquier persona pudiera interpretarlo era, en sus propias palabras, un acto mágico. Fue él quien me alentó a escribir, a raíz de un episodio memorable ocurrido el día de su presentación como nuestro profesor de español.

Recuerdo claramente aquella primera clase. En lugar de iniciar con un discurso convencional o una lectura académica, el profesor Mora nos sorprendió al pedirnos que saliéramos a pasear por la plazuela Almeyda. Extrañados, obedecimos sin entender el propósito de esa salida tan inusual. Al regresar al aula, nos pidió sacar una hoja de papel y escribir lo que habíamos visto durante el recorrido. El ambiente se llenó de murmullos y rostros perplejos. La mayoría de mis compañeros quedó paralizada frente a la hoja en blanco, lanzando preguntas incoherentes en un intento de entender qué se esperaba de ellos. Algunos apenas escribieron dos o tres renglones, mientras que muchos entregaron la hoja vacía.

Por mi parte, las palabras fluyeron casi sin esfuerzo. Para cuando terminé, había llenado ambos lados de la hoja. Aquella actividad marcó un antes y un después en mi relación con el profesor Mora. A partir de ese momento, desarrolló un trato especial hacia mí, motivándome constantemente a explorar y ejercitar esa capacidad de transformar pensamientos en palabras. Hoy, al recordar su influencia, me invade una mezcla de gratitud y arrepentimiento: gratitud por haber tenido un maestro que supo ver y estimular mi potencial, y arrepentimiento  por no haber cultivado más esa habilidad a lo largo de los años.

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MIS ÚLTIMOS 50 AÑOS 1971 – 2021 CARLOS CAMPOS COLEGIAL

Mientras escribo estas líneas, muchas ideas brotan en mi mente, como si hubieran estado almacenadas en algún rincón de mi interior, esperando este momento para salir a la luz. Desafortunadamente, soy consciente de que el tiempo probablemente no será suficiente para volcar todo lo que he acumulado en mi memoria. Sin embargo, confío en la voluntad de Dios y espero que, quizá en una década, pueda completar y enriquecer esta crónica con nuevas reflexiones y recuerdos.

Cerca de la fecha de graduación, las directivas del colegio organizaron un acto solemne que contó con la presencia de personalidades del municipio y profesionales destacados que nos habían visitado a lo largo del año. Este evento fue posible gracias a la Orientadora Profesional Mercy Arenas, una profesional de Ocaña cuya presencia irradiaba esplendor, candidez y alegría. Durante los últimos años, su tarea había sido guiarnos en la elección de nuestras futuras carreras y desempeños en la vida.

Como parte de su enfoque práctico, la profesora Arenas invitó a cada una de sus clases a profesionales de diversas disciplinas. Abogados, médicos, sacerdotes, arquitectos, ingenieros, veterinarios, odontólogos, oftalmólogos, licenciados en distintas áreas, e incluso comerciantes de diferentes rubros, se tomaron el tiempo para compartir sus experiencias con nosotros. 

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Fue un esfuerzo admirable y significativo, que nos permitió vislumbrar, aunque fuese de manera breve, las múltiples posibilidades que teníamos frente a nosotros. Esa diversidad de perspectivas dejó una huella profunda en mí y, estoy seguro, también en muchos de mis compañeros.

En aquel acto solemne, debíamos, por orden de lista, pasar al frente y exponer qué pensábamos estudiar y en qué institución. Cuando llegó mi turno, siendo el número 8 en la lista, pedí que me permitieran intervenir al final. Esa solicitud generó cierta inquietud entre los profesores, quienes ya conocían mi inclinación por gastar bromas, a veces subidas de tono.

Uno a uno, mis compañeros desfilaron al frente, expresando sus aspiraciones académicas con entusiasmo. Mientras tanto, yo tomaba nota de cada profesión mencionada. Al finalizar la ronda, observé que solo uno de ellos, Pablo Antonio Serrano Arocha, planeaba estudiar en la Universidad de Pamplona, que en ese entonces no tenía el renombre que ostenta hoy a nivel nacional. El resto proyectaba realizar sus estudios fuera de la ciudad, en prestigiosas instituciones de otras regiones.

Cuando finalmente llegó mi turno, me levanté con mis apuntes en mano y me dirigí al frente. Comencé mi intervención haciendo un breve recuento de lo que se había dicho, mencionando la cantidad de futuros médicos, abogados, ingenieros, arquitectos, veterinarios, odontólogos, sacerdotes, zootecnistas, agrónomos y demás profesiones. 

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